Víctor interrumpió al enfadado padre para decir:
—Su hija se rompió un brazo siendo niña, ¿verdad?
El otro quedó inmóvil, blanco, como el que ha encajado un puñetazo. Le costó recobrarse.
—Mire, caballerete —replicó—, déjese de monsergas y tonterías conmigo, porque…
—Su hija fue madre —agregó con rudeza el joven policía.
Don Cosme se quedó mudo.
Víctor siguió hablando:
—Mire, don Cosme. Me hago cargo de que éste es un mal trago, pero negar la realidad no nos va a devolver a su hija. Soy policía, mi dignidad profesional me obliga a guardar silencio de los detalles más delicados de los casos que investigo. Sólo quiero dar con el hombre que mató a su hija, y para eso necesitamos su ayuda. Veo que teme usted el escándalo, pero si se empeña en negarlo todo, el alboroto será aún mayor; la ley sigue su curso y tarde o temprano el asunto saldrá a la luz. ¿No ve usted que sólo queremos ayudarle? Necesitamos hablar con usted. Por favor, ayúdenos a cazar a ese bastardo…
Don Cosme se quedó mirando a aquellos hombres por un instante. Parecía haber entrado en razón, tenía los ojos enrojecidos y una visible apariencia de cansancio se había apoderado de él. De repente, su rostro adquirió un tono purpúreo por la rabia.
—¡Váyanse al cuerno! —dijo, tras lo cual se giró y volvió a la casa.
Los dos policías quedaron mirándose.
—No entra en razón —dijo el más joven.
—No. Tendré que llamar mañana al ministro para que hable con él —repuso don Horacio—. Vamos, hijo.
Justo cuando el comisario hacía ademán de levantarse del banco, un sonoro y desgarrador grito rasgó la noche y Víctor dirigió la mirada al lugar en que momentos antes había visto a los Alvear. Allí, en el suelo y cubierto de sangre, se hallaba don Augusto; su mujer intentaba socorrerlo, mientras un joven, con levita negra, camisa blanca y corbata de lazo azul, gritaba sujeto por dos criados:
—¡Tienes las manos manchadas de sangre, Augusto Alvear!
Los dos policías corrieron al lugar de los hechos. A lo lejos, en el salón principal de la casa, un cuarteto de cuerda interpretaba a Vivaldi.
Don Horacio se hizo cargo del herido y ordenó a Víctor:
—¡Reduzca a ese energúmeno!
El agresor se zafaba por momentos del fuerte abrazo de los criados, pues, pese a tratarse de un joven menudo, con bigotillo e incipiente perilla, luchaba como un león por escapar. El subinspector llegó donde el forcejeo y, con calma y naturalidad, golpeó al preso en la entrepierna con la empuñadura de su bastón, un bello pomo de suavemármol, pesado y contundente que, como instrumento de defensa personal, le había sacado de apuros en más de una ocasión. El agresor se dobló como un junco y cayó al suelo sin resuello.
Víctor centró entonces su atención en el herido, que ya había sido trasladado a un sillón en el interior de la casa.
—No es más que pintura roja —dijo don Horacio con desgana mientras llevaban un vaso de agua con anís para don Augusto.
Doña Ana Escurza se volvió y dijo al joven subinspector:
—Vaya, don Víctor, está usted en todas partes.
—Es mi trabajo.
¿Habría acudido Clara a aquella fiesta? Miró en derredor, pero no la vio entre el gentío. Al ver que sólo se trataba de una gamberrada, los dos policías salieron al jardín; dos agentes que habían acudido corriendo desde Recoletos se hacían cargo ya del loco que había montado aquel escándalo.
—Un momento —dijo Víctor a los agentes que se llevaban al preso, y se dirigió a éste para preguntar—: Usted, ¿cómo se llama?
—Fernando Hernández.
Víctor quedó pensativo viendo cómo se alejaban con el detenido.
—¿Vamos? —preguntó don Horacio—. Mi coche espera.
—Prefiero volver paseando a casa. No está lejos.
—De acuerdo. Por cierto, joven…
—¿Sí? —dijo girándose Víctor, que ya echaba a andar.
—Ha estado usted muy bien. Ya sabe, con don Cosme. Muy bueno lo de las muelas de plata, le ha sonsacado hábilmente lo que queríamos saber.
—Sí, tuve suerte. Pero creo que hemos confirmado que el cuerpo de esa desgraciada es el de María de los Ángeles de Pelayo.
—Verá usted que tratar con los aristócratas es asunto difícil. No es como apretar las tuercas a un chulo de Vallecas.
—Me voy dando cuenta, don Horacio.
—A pesar de ello, sabe usted presionar cuando hay que presionar y ceder cuando es necesario. Es usted un tipo inteligente. Quizá demasiado. No se me tuerza con esas ideas liberales y le auguro un brillante futuro en este negocio. Ha hecho usted un buen trabajo esta noche, joven.
—Gracias, don Horacio, pero no veo las cosas tan claras como usted.
—Vaya a casa, vaya y descanse. Y buenas noches.
—Buenas noches.
Dicho esto, Víctor echó a andar hacia su pensión. Pensó en ir donde Lola «la Valenciana», pero necesitaba dormir. Aquellos dos casos se complicaban y, por primera vez en mucho tiempo, comenzaba a sentirse confuso. Ahora había aparecido en escena el amante desengañado, el verdadero amor de Aurora. Parecía un joven vehemente en lucha por algo que nunca podría alcanzar. ¿Cómo iba a poder casarse un don nadie como aquel con la hija de los Alvear? Pensó en sí mismo y en Clara. Sintió pena.
Había llegado hasta el palacio de Xifré que contempló absorto por su belleza. La noche era hermosa, fresca. Algún murciélago que otro, volando despreocupado, pasaba cerca de su sombrero hongo capturando mosquitos a la luz tenue de las farolas. La luna iluminaba aquella imponente construcción. Le recordaba un grabado que había visto de la Alhambra de Granada. Las ventanas de estilo árabe, los ajimeces que las cerraban, todo le recordaba a otra época lejana y exótica. Decían que construir aquel palacio había costado una fortuna, y no le extrañaba. Se sintió embargado por la belleza del instante. Cantaban los grillos. Se fue al burdel de Rosa.
Víctor se despertó pensando que, después de haber dormido algo, el mundo se veía de otra manera. Se sentía relajado. Lola se había mostrado más ardiente aún que de costumbre, más zalamera. Se había sentido algo incómodo cuando, la noche anterior, ella le dijo que «él era especial». Aquello no le gustaba. Lo suyo con Lola era una transacción comercial, algo físico. Era una tontería pensar que una prostituta se pudiera enamorar de un cliente, conocía el paño por su trabajo y sabía que, por lo general, aquellas mujeres acababan invalidadas emocionalmente. También sabía que muchas de ellas acababan en manos de chulos sin escrúpulos, precisamente por falta de cariño.
Víctor lo negó; no era especial. Dijo a la chica que era tan miserable como los clientes que explotaban a aquellas jóvenes por un puñado de pesetas, pero ella insistió de nuevo, mirándolo con sus profundos ojazos, en que él era diferente. Doña Rosa y las demás putas le habían reprendido porque últimamente no iba mucho por allí. No se le permitió pagar. Se había convertido en una especie de esperanza para las mujeres de la calle, que lo adoraban. No sabía cómo tomárselo, la verdad. Decidió que nada hacía malo luchando por aquellas desgraciadas y se permitió algo de autocondescendencia.
Algo más animado que la tarde anterior llegó a la sede del ministerio en Sol. De inmediato bajó a los calabozos para entrevistarse con Fernando Hernández. Cuando entró en la celda en que permanecía recluido el joven músico, el detective sintió una oleada de indignación.
El pretendiente de Aurora permanecía recostado en el camastro respirando con dificultad, pero al ver entrar al policía se arrebujó bajo la manta y de un salto se alejó cuanto pudo del agente. Parecía un animalillo asustado, semiescondido en el extremo de la cama. Tenía un ojo morado, le sangraba el labio y mantenía el brazo derecho pegado al cuerpo como si lo tuviera lastimado.
—No tema, hombre.
—Le recuerdo muy bien; usted me golpeó con el bastón.
—Estaba usted fuera de sí, alguien tenía que reducirle o hubieran terminado por lastimarlo. ¿Quién le ha hecho eso?
—No sé, compañeros suyos. No se presentaron, la próxima vez les pediré sus tarjetas —respondió el músico en un tono irónico que agradó al subinspector Ros.
—¡Cascales! —llamó Víctor al agente que solía hacer las veces de carcelero.
—Sí, señor —dijo el guardia que apareció de improviso en el umbral de la puerta.
—Avise a un médico ahora mismo. Este hombre necesita asistencia.
El guardia no se movió.
—¿Qué pasa? —dijo con fastidio el detective.
—Señor, no sé si debo… Ordenes de arriba.
—Y yo le ordeno que avise a un médico. Asumo la responsabilidad. Tengo que interrogar a este hombre, es de vital importancia que hable con él, y por obra de mis propios compañeros, no se encuentra en condiciones. Volveré dentro de dos horas; si para entonces no lo ha visto un médico decente, prepárese —concluyó Víctor mientras salía del calabozo indignado.
El subinspector decidió hacer tiempo en su despacho, dedicado a repasar sus notas y releer el libro maldito. Estaba convencido de que era la clave de aquel caso. Pensó en el Indiano, don Diego Vicente Reinosa. Recordó la declaración de doña Remedios, la madre de Gregorio. Según la mujer decía, la aparición del misterioso holandés originó que la relación entre el Indiano y su esposa se tornara violenta y tempestuosa. Sin duda, aquel extranjero de ojos azules formaba parte del pasado del excéntrico millonario. Debía intentar averiguar lo que pudiera sobre el encarcelamiento de aquel forastero que tanto había importunado a don Diego Vicente Reinosa.
Parecía que el Indiano había salido corriendo de su casa de ultramar; ¿qué debió de haber hecho para tener que huir así?
Entonces, al hallarse bloqueada, su mente pasó al otro caso que se le había asignado. Estaba comprobado que María Angeles de Pelayo era la víctima que habían encontrado bajo el montículo de tierra. ¿Por qué un tipo que asesina prostitutas mata de pronto a una joven decente?
Necesitaba hablar con los padres de la víctima, pero don Cosme se había cerrado en banda al respecto. Pensó que debía entrevistarse con demasiada gente y que de momento no sabía si podría hacerlo. Sin ir más lejos, en el caso de la casa encantada tenía que hablar con don Donato Aranda, el marido atacado. Con la excusa de que éste no estaba en condiciones de declarar, la familia de Aurora lo mantenía alejado, con la consiguiente pérdida de un tiempo que el policía estimaba muy, pero que muy valioso.
También necesitaba hablar con Aurora, la joven que, como una posesa, intentara asesinar a su propio marido.
Sumido en estos pensamientos, llegó al despacho que compartía con don Alfredo. Se sentó tras saludar a su compañero y le refirió lo acontecido la noche anterior en el palacio del marqués de Salamanca. Primero le habló de la entrevista mantenida con don Cosme y luego le narró el incidente de la pintura roja.
—Me temo que ese joven lo tiene muy mal. No me extraña que le hayan dado fuerte; no es bueno importunar a la gente importante.
—Estoy harto de la gente importante y sus aires de grandeza —masculló el joven subinspector mientras introducía el llavín en un cajón de su mesa para abrirlo.
—Pues así son las cosas, mi joven amigo —repuso don Alfredo.
El veterano inspector miró a Víctor. Su joven compañero, boquiabierto, contemplaba el cajón que acababa de abrir. De hecho, aún mantenía asido el tirador con su mano derecha, como si hubiera quedado paralizado.
—¿Qué pasa? —preguntó intrigado Blázquez.
—No…, no…, no está —murmuró el joven detective.
—¿No está? No está, ¿qué?
—El libro, el libro maldito. ¡Ha desaparecido!
—¿Desaparecido? ¿Cómo desaparecido? —inquirió sorprendido don Alfredo.
—¡El libro! ¡Lo dejé aquí mismo ayer por la tarde! ¡Cerrado bajo llave!
—No puede ser —dijo el inspector Blázquez.
Víctor quedó pensativo por un instante. Una línea se marcaba en su frente como muestra de su enfado y confusión. Estaba muy sorprendido.
—¡Vamos, Alfredo, creo que sé dónde está! —exclamó de pronto.
Los dos hombres tomaron sus bastones y sombreros y bajaron a toda prisa las escaleras. Subieron a un coche de alquiler.
—¡A la calle San Nicolás, rápido! —ordenó el joven subinspector.
Llegaron en unos minutos a la tétrica casa que tantos quebraderos de cabeza les estaba ocasionando. Abrió Nuria, y tras apartarla a un lado, los dos entraron con decisión en aquel lugar maldito. Víctor se dirigió a la biblioteca seguido por don Alfredo.
—Pero ¿qué pasa? ¿Qué es este alboroto? —alcanzó a decir doña Ana Escurza, que se encaminaba ya a su encuentro.
Víctor quedó paralizado delante de la estantería. Ladeaba la cabeza como si reprobara aquella desagradable situación, negando la realidad. Parecía enojado.
—Me temo que mis sospechas eran fundadas. ¡Aquí está! —dijo señalando un libro que tomó en sus manos al momento.
—Pero ¿qué hacen aquí? —dijo doña Ana, quien se interrumpió al instante al ver a don Víctor—. Un momento…, el libro, yo se lo di a usted.
Entró el mayordomo, Gregorio, acompañado de Clara.
Doña Ana siguió hablando.
—¿Qué hace aquí eso? Usted se lo llevó, don Víctor.
El policía, que había terminado de examinar el libro con su lupa, sentenció:
—Es el mismo.
Clara dijo:
—Gregorio, llame a mi padre; está arriba, hablando con don Donato.
—¡No puede ser! ¡No puede ser! —comenzó a gritar doña Ana—. ¡Esto es cosa de fantasmas! ¡El libro ha vuelto solo! ¿Es que nunca nos vamos a librar de esa maldita cosa?
—Tranquilícese, doña Ana —trató de calmarla Blázquez tomándola por el brazo.
Mientras tanto, Nuria, la cocinera, y el caballerizo habían acudido, alarmados por los gritos de su señora.
—¿Qué ocurre? —quiso saber don Augusto haciendo también su entrada en la biblioteca.
—El libro —respondió don Alfredo—. Mi compañero, el subinspector, lo tenía a buen recaudo en un cajón de su mesa y ha aparecido aquí.
—¿Cómo? —se asombró el aristócrata.
—Calma, calma —repuso Víctor—. Tranquilícense todos. Intentemos razonar.
—¿Razonar, dice usted? ¿Ante algo como esto? —dijo Gregorio—. Ya me advirtió mi madre de que esta casa estaba maldita. ¡Dios se apiade de la pobre doña Aurora!
Doña Ana rompió en sollozos consolada por su marido.
—Confieso que estoy un poco confundido —dijo Víctor mirando de reojo a su amada, que lo escuchaba con atención—. Pero insisto en que no debemos perder la cabeza. El libro ha vuelto a su lugar, sí, pero eso no significa que lo haya hecho por sí solo.