—Sí, pero para ello hará falta mucho dinero, ¿no?
—Ahí no le falta razón, don Víctor.
Clara contemplaba al policía admirada. Se había metido al testigo en el bolsillo en un santiamén charlando con él sobre asuntos que le eran familiares a su interlocutor.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó el sabueso.
—Bien; el médico dice que las heridas, aun siendo graves, no son mortales, ni mucho menos, así que aquí me tiene, deseando levantarme.
Víctor sacó su bloc de notas y dijo:
—Me alegra que sea usted un hombre activo, decidido. ¿Ha visto ya a su esposa?
El otro bajó la mirada y contestó:
—No, me temo que no.
—¿Cómo está usted? De ánimo, quiero decir.
—Hombre, pues la verdad, no todos los días intentan matarlo a uno, y menos su propia esposa.
Víctor miró a Clara preocupado, pero el joven continuó:
—No se preocupe, don Víctor, Clara es de absoluta confianza. Sólo quiere el bien de su hermana y el mío propio. Ella me ha contado todo lo que yo no sabía.
—¿Lo del profesor de piano de Aurora?
—Sí; de haberlo sabido no me habría casado con ella. Mire usted, yo me casé enamorado de veras. Desde el primer día en que la vi no pensé en otra cosa que en hacerla mi esposa, pero su corazón era ya de otro hombre. Supongo que don Augusto me lo ocultó con la idea de que no se estropeara el casamiento, pero yo creo que debería haberlo sabido antes. Estaba en mi derecho.
—Sin duda debieron decírselo. Aunque usted notaría que Aurora…
—Sí, yo noté que ella no me quería, pero pensé que podría ganarme su amor siendo ejemplar como esposo, padre y amante. Fui tan tonto que creí que con el tiempo me amaría. Me he desvivido por ella, la he cuidado, intentaba hacerla reír, la llevaba al teatro, le compraba lo que deseaba, intenté que esta casa fuera de su agrado, pero…
—No hubo manera.
—No, no la hubo. Ahora lo he comprendido todo, gracias aquí, a mi cuñada Clara, que me lo ha contado con pelos y señales. Incluso lo de ayer, lo de la sangre.
—Era pintura, ¿sabe?
—Bueno, sí.
—¿Notó usted algo raro en el comportamiento de Aurora?
—La verdad es que apenas llevábamos viviendo juntos unos días, partíamos en breve a París, así que no sé decirle.
—¿Salidas y entradas a horas intempestivas?
—No.
—¿Visitas extrañas?
—No, tampoco.
—¿La notó usted especialmente rara el día de la agresión?
—No, en absoluto. Fue a comprar por ahí y a que le echaran las cartas.
—¿Quién le echaba las cartas?
—No lo sé.
Clara interrumpió:
—Renato Minardi, «Psíquicus»; tiene la consulta en la Cava Baja.
—¿Tenía mucha influencia ese hombre sobre ella?
Los dos negaron con la cabeza.
—No se lo tomaba demasiado en serio —comentó Clara.
—¿Saben quién le recomendó a ese adivino?
—Su doncella, creo, o quizá Gregorio, no lo tengo muy claro —contestó la joven.
Víctor tomó nota. Desde aquel amplio dormitorio se veía la parte trasera de la casa, donde el descuidado jardín crecía indómito, aunque no exento de cierta belleza natural.
—Dígame, don Donato…
—¿Sí?
—De la noche de la agresión, ¿qué recuerda?
—Lo cierto es que poca cosa.
—¿Durmió usted bien?
—Sí, creo que sí. De hecho, oí los pasos de Aurora, pero estaba tan dormido que no me podía despertar. Una sombra cruzó por delante de mí, ante la ventana. Abrí los ojos a tiempo de protegerme de la primera puñalada.
—¿Dijo algo ella durante la agresión?
—No, nada.
—¿Hubo algo en su comportamiento que le llamase la atención?
—No, sólo que parecía resuelta a cumplir con su objetivo: matarme. Lo intentó hasta el final, a pesar de que la sujetaban los criados, y cuando al fin se vio reducida, fue como si perdiera la cabeza.
—Interesante eso que dice, muy interesante —murmuró Víctor. Luego, tras una pausa, añadió—: ¿Por qué cree que lo hizo?
—No lo sé. Ella no me odiaba como para hacer algo así, eso sí lo sé. No creo que hubiera sido capaz de matarme en circunstancias normales. Era como si estuviera…
—¿Poseída?
—Sí, algo así.
—Ya. ¿Cree usted en la leyenda de esta casa?
—Mire, don Víctor, no sé qué pensar, pero convendrá conmigo en que ésta no ha resultado ser la casa de mis sueños; dormiré más tranquilo lejos de aquí.
—¡Cómo! ¿Se marcha usted?
—Pues sí. Pronto llegará mi madre desde Barcelona. En principio, mi idea es trasladarme a casa de una tía mía que vive junto a Recoletos. Cuando ya me encuentre en condiciones de viajar y el médico me dé permiso, volveré a casa, a Barcelona. Sí, sé lo que estará usted pensando, pero no podría vivir junto a una mujer que ha intentado matarme. Lo siento. No quisiera parecer un cobarde, soy hombre de acción, pero no pienso quedarme aquí.
—Lo entiendo —asintió Víctor.
Clara añadió:
—Donato va a solicitar la nulidad eclesiástica del matrimonio, porque apenas duró unos días, y ademas terminó mal.
—Y su padre, Clara, ¿qué ha dicho de eso? —preguntó el detective.
—Me temo que no lo sabe aún —contestó el marido agredido—. Pero me da igual lo que opine, mi familia está informada y me apoya totalmente.
—Ya, claro. Me hago cargo. Ha sido usted muy amable al atenderme en condiciones como éstas. Se lo agradezco. Póngase bien, amigo, póngase bien.
Clara y Víctor salieron del cuarto y se dirigieron hacia las horribles y oscuras escaleras que llevaban a la planta baja.
—Es una pena —dijo el detective.
—Sí, ¿verdad?
—Sí, aunque se hace el fuerte, y lo es, está destrozado por dentro. Se le nota que todo esto le ha afectado emocionalmente. ¿Se ha fijado en un pequeño tic que tiene en el ojo derecho? Está hundido.
—No se le escapa una.
—Es mi trabajo, Clara, y es una lástima, sí. Su hermana y don Fernando no pueden estar juntos, y don Donato no puede hacer feliz a Aurora aunque quisiera. Las cosas deberían ser más sencillas. Si dos personas se quieren deberían tener derecho a estar juntas, ¿no?
El policía había reflexionado en voz alta. Habían llegado al recibidor; se detuvieron y quedaron frente a frente, mirándose a los ojos como embelesados.
—Sí, tiene usted razón, pero ahora, si Donato pide la nulidad, Aurora quedará libre y podrá casarse con Fernando.
—¿Y su padre de usted la dejará hacer eso?
—Pues claro, nadie querrá casarse con una joven repudiada por intentar matar a su propio marido.
—Ya. Si se recupera, claro.
—Para eso confío en usted, Víctor.
Nuria, la criada, apareció en aquel momento e indicó al policía que don Augusto quería verle en la biblioteca. Víctor lamentó despedirse de su amada, que cada vez lo miraba con mejores ojos. ¿Acabaría su historia como la de Aurora y Fernando? Eso en el mejor de los casos, por cuanto lo más probable era que la joven no sintiera nada por él y lo tratase con tanta amabilidad porque él suponía su última oportunidad de recuperar a su hermana.
Decidió no pensar en ello.
Víctor halló a don Augusto en la biblioteca, donde lo aguardaba. Tenía cara de pocos amigos y contemplaba pensativo desde la ventana el exuberante e indómito jardín.
—¡Hombre, nuestro joven policía! —dijo a modo de saludo, indicándole con la mano que tomara asiento; y, tras hacerlo, él hizo otro tanto y añadió—: ¿Desea usted algo: un café, un habano?
Era evidente que quería parecer amable, agradar al policía.
—No, gracias.
—Quería hablar con usted a solas.
—Aquí me tiene, a su entera disposición.
—Verá. Me consta que es usted un joven brillante y capacitado y no cabe la menor duda de que está llevando con tino este caso que, la verdad, está resultando un auténtico calvario familiar.
—Favor que usted me hace.
—Esta mañana se ha comportado de manera resuelta al quemar ese libro que espero no vuelva a aparecer —añadió el padre de Clara jugueteando con un abrecartas de plata.
—Tampoco me sorprendería demasiado que apareciese otra vez —repuso el joven detective.
—Bien, ya ha hablado usted con mi yerno, el joven Aranda.
—Sí, hace un momento.
—¿Y qué impresión ha sacado de su conversación?
—Su yerno me parece un joven cabal al que el destino ha jugado una muy mala pasada.
—Ya, ya, me consta que es un hombre templado para su edad —concedió el aristócrata—, pero, ¿sabe?, los últimos acontecimientos acaecidos con ese loco, el profesor de piano de Aurora…
—No es necesario que disimule, don Augusto, conozco la historia.
El aristócrata miró contrariado al policía y, tras una larguísima pausa, agregó:
—Bueno, quizá sea mejor así, hablemos sin tapujos.
—Sí, la verdad es que lo preferiría. De una vez.
—Perdone, pero no acabo de entender lo que insinúa.
—Usted declaró que esta casa había sido adquirida con desconocimiento de la leyenda que pesaba sobre ella. Me consta que no fue exactamente así.
Don Augusto dejó el abrecartas sobre la mesa y comenzó a jugar con su inmenso bigote, acariciándolo con los dedos índice y pulgar de su diestra. Dio una calada a su cigarro puro y, tras lanzar un suspiro de desaliento, comenzó a decir:
—Está bien. Mire, joven, soy un hombre desesperado. Se lo diré con franqueza, le he mandado llamar porque necesito saber cuáles son las intenciones futuras de mi yerno. Mi hija Clara no suelta prenda. Es su manera de hacerme pagar lo de su hermana.
—¿Lo de su hermana? —preguntó Víctor.
Don Augusto emitió una especie de sollozo. Daba una imagen patética a pesar de su gallardo porte. Sí, estaba desesperado. Su mundo se hundía y era obvio que perdía el control de la situación por momentos.
—Sí, yo soy el único culpable de todo lo que le ha ocurrido a mi hija Aurora. Era una niña maravillosa, guapa, cariñosa, tocaba el piano como los ángeles. Era la alegría de la casa, mi ojito derecho, y ahora, mírela, parece un ser inanimado, dominada y consumida por esa maldita fiebre cerebral. ¡Y todo por mi culpa!
Víctor miró fijamente a su anfitrión. Parecía realmente afectado, así que lo dejó continuar:
—No me juzgue con dureza, don Víctor, no resulta fácil ser el patriarca de una familia como la mía. El mundo está cambiando a pasos agigantados, las cosas no son como eran antes. Llegan a Madrid nuevos ricos, burgueses, industriales, gentes de dinero, ¡de mucho dinero! Viven a todo tren, dan las fiestas más espectaculares, lucen las mejores galas, en fin, una locura. Si uno pretende que su familia tenga un futuro, casar bien a las hijas y seguir disfrutando de cierta influencia, debe mantener un ritmo de gastos altísimo. Ya sabe, criados, caballerizas, vestidos, recepciones…, y nuestras tierras no dan para tanto. Seré sincero: me he visto obligado a vender las propiedades de mi esposa y las mías propias. Un par de fiascos en la bolsa terminaron por empeorar la situación, y digamos que me vi algo apurado.
—Entiendo.
—Supongo que todo lo que se diga aquí, queda entre nosotros.
—Señor, forma parte de mi trabajo no desvelar los entresijos de una investigación a terceras personas.
—Sí, ya, disculpe. Tenía que asegurarme. Bueno, pues el caso es que cuando Aranda se interesó por mi hija Aurora, comprendí que aquel matrimonio era la solución a nuestros problemas económicos; de hecho, el padre del chico me lo planteó como un negocio con toda su crudeza: el hijo se había encaprichado de Aurora y el Rey del Lino ansiaba un título nobiliario para su familia. Mi hija heredaría el marquesado de Teresillas y el padre de don Donato puso sobre la mesa una gran cantidad de dinero por conseguirlo, así que…
—Todos contentos.
—Exacto.
—Excepto Aurora.
—Ahí estuvo mi error. No supe ver a tiempo que ese profesor de piano, ese don nadie, había encandilado de aquella manera a mi Aurora. Sí advertí en ella un vivo interés en seguir sus lecciones, pero lo atribuí a que había elegido un buen profesor para mi hija. ¡Qué equivocado estaba! Por supuesto, oculté a los Aranda lo del músico, y nada supieron del intento de suicidio de Aurora. Eso hubiera dado al traste con el casamiento.
—¿Y esta casa?
—Bien, ése fue otro monumental error que cometí. Se lo explicaré tal como ocurrió. Aranda intuyó que Aurora no estaba por la labor, asi que comenzó a dudar. Yo vi claro que había que dar un empujoncito para que padre e hijo se decidieran; ¿y qué mejor manera de animarlos que regalando una mansión a los recién casados como dote de la novia? Visité al corredor de fincas y comprobé que esta casa era una ganga. En realidad, la única que podía comprar en mi situación.
—Y decidió adquirirla a pesar de la leyenda.
—Así fue. En fin, lo demás ya lo sabe.
—¿Y ahora?
—Pues fíjese usted: estamos al borde de la debacle. Mi hija, loca, ida, perdida para siempre por mi mezquindad, y, por otra parte, el posible escándalo, los detalles del caso en la prensa. Esto se sabrá tarde o temprano. Eso por no hablar del desastre económico, la ruina. Me temo que Aranda no querrá saber nada de Aurora. ¡Si ha intentado matarlo! No quiero ni pensar en la posibilidad de que decidan solicitar la nulidad eclesiástica del vínculo y que reclamen el dinero que me entregaron por el marquesado. ¡Qué desastre! ¿Sabe usted qué hará don Donato? ¿Se lo ha dicho?
Víctor sintió pena por aquel ser miserable y mezquino que parecía más preocupado por la situación económica de su familia que por el bienestar de su hija, que yacía víctima de la fiebre cerebral. Pensó que pertenecía a una clase social, la nobleza, que se moría con el siglo precisamente por sus ansias de aparentar, de fingir grandeza aun a costa de la propia supervivencia.
—Mire, don Augusto —dijo muy serio—, es evidente que no puedo revelarle nada sobre lo que me ha dicho don Donato, como no puedo ni debo contar a nadie lo que usted me ha confiado entre estas cuatro paredes. Secreto profesional.
El otro lo miró con cara de circunstancias.
—Lo comprendo, joven, lo comprendo. Me veo en esta situación por mis propios errores, por mi ambición. Me hubiera ayudado saber qué va a hacer don Donato. Espero que algún día el cielo me perdone y que mi Aurora no tenga que pagar por mi mezquindad. Sólo quise salvar a mi familia de la vergüenza de la ruina.