Read El mercenario de Granada Online
Authors: Juan Eslava Galán
En estas consideraciones estaba cuando el rumor creciente de un tumulto atrajo su mirada hacia el callejón de la alcaicería. Por la plaza adyacente llegaba una multitud de muhaidines vestidos de negro que rodeaban y aclamaban a Hamet ibn Zarrax, el santón.
—¡Que Alá se apiade de nosotros!— murmuró el Pequenni—. ¡Lo que faltaba!
Ibn Zarrax avanzaba rodeado por sus más fieles discípulos que apartaban perentoriamente a los devotos que intentaban tocar la chilaba negra del santo.
El santo penetró en el patio de abluciones de la mezquita y se dirigió a la fuente de doce caños de bronce. Después de olfatear tres veces el chorro, comprobando la pureza del agua, se lavó los brazos hasta los codos y los pies hasta los tobillos, se enjuagó la boca, se lavó las orejas y se pasó tres veces los dedos mojados por la cabeza desde la frente a la nuca. La fuerte cabellera del predicador brillaba como ébano al sol mañanero.
Seguido de la multitud, Ibn Zarrax entró en el edificio.
Mohamed el Pequenni había descendido de su observatorio y se había incorporado en la cabecera de la mezquita para dirigir el rezo. En el recinto no cabía un alma. Miró el fondo enteramente ocupado por la marea negra de los muhaidines, con su santón al frente.
A una señal del alfaquí, los fieles que estaban de pie, la cabeza inclinada y las manos cruzadas sobre el pecho, se inclinaron hacia delante, se arrodillaron y tocaron la tierra con la frente. Repitieron la acción cuatro veces.
—¡Impetramos la bendición de Alá, el clemente, el misericordioso, sobre nuestras tropas!— comenzó el Pequenni—. Los valerosos guerreros del islam que han salido a reñir con los cristianos en defensa de nuestra fe y de nuestra tierra, con la bendición de Alá.
Aquel día rezaron con especial fervor y en la plegaria se confundieron las voces de ordinario discrepantes de los que vestían el negro riguroso de los mártires y los que en la calle se apartaban de ellos con disgusto. Al Pequenni, con lágrimas en los ojos, miró el milagro de la concordia bajo el manto de la palabra santa.
Mientras tanto, en la vega, Abdala Ibn Tarfe, uno de los más famosos campeones de Granada, cabalgaba en solitario hacia las barreras del campamento cristiano. Los centinelas anunciaron que se acercaba un moro solo, sin bandera de parlamento. Cuando estuvo a la distancia de la voz, Ibn Tarfe mostró el pergamino del Ave María que Hernán Pérez del Pulgar había clavado en la mezquita y a grandes voces dijo:
—¿Hay algún perro que quiera rescatar este papel?
Esperó un momento haciendo caracolear el caballo y repitió a voces:
—Perros, ¿no hay ninguno entre vosotros que quiera rescatar el papel? Mirad lo que hago con él.—
Y volviéndose sobre la silla lo remetió en el arnés de la cola, de manera que el «Ave María» quedaba sobre la trasera del caballo.
Ibn Tarfe era un guerrero de la frontera, diestro en la lucha. Llevaba guerreando toda la vida, unas veces contra moros, en las contiendas civiles, otras contra cristianos. Su nombre andaba en las bocas de los juglares. Había realizado grandes hazañas y nunca lo habían derrotado.
Las bastidas del campamento cristiano se llenaron de peones que contemplaban, con aprensión, la enorme envergadura del gigante, casi dos metros de altura y un tórax que, con la coraza, abultaba como dos hombres. Su adarga y su lanza eran también de un tamaño superior al normal.
Alertados por los curiosos, algunos caballeros cristianos fueron llegando a las barreras, pero cuando veían la clase de coloso que los desafiaba se acordaban de que Fernando había prohibido los duelos singulares.
Mientras tanto Ibn Tarfe caracoleaba con el «Ave María» en la culata del caballo, profiriendo desafíos e insultos.
—¿No hay algún perro que se atreva a rescatar este letrero? ¿Os tiembla la barba, mariconazos?
Un rumor se extendió por las barreras cuando apareció en el campo otro jinete armado de lanza, coselete, casco y escudo metálico liso, sin señal ni divisa. Algunos reconocieron, por los arneses, que era Garcilaso de la Vega, un joven caballero recientemente incorporado al séquito de la reina Isabel.
El duelo sólo duró unos instantes. Al verlo aparecer Tarfe se bajó la visera de su celada, con un gesto brusco, embrazó la lanza y arremetió contra él. El cristiano picó espuelas y se dirigió al trote contra su enemigo. En el encontronazo la lanza de Tarfe se quebró después de hendir y abollar el escudo de Garcilaso. La del cristiano dio contra la adarga de piel de antílope de su oponente y se quebró, pero una de las astillas malhirió al caballo clavándose profundamente en la cruz.
Descabalgado, Tarfe echó mano de la espada con la que había matado a decenas de hombres.
Garcilaso desenvainó la suya, más habituada a los postes de entrenamiento que a los combates.
Intercambiaron varios golpes y estocadas sin consecuencia antes de trabarse cuerpo a cuerpo y rodar por el suelo. Garcilaso, con la agilidad de su juventud, desenvainó la daga que llevaba a la cintura y la introdujo con presteza por la juntura del coselete del gigante, a la altura de la clavícula izquierda, directa al corazón. Tarfe exhaló un penetrante gemido que resonó en la bocina de su celada, agitó un poco las pesadas piernas, miró al cristiano, tan joven, con incredulidad, los ojos vidriosos, vomitó una bocanada de sangre y murió.
De las barreras cristianas se alzó una aclamación que se oyó en Granada, donde las murallas se habían coronado de curiosos.
Garcilaso rescató el cartel del Ave María y se lo guardó en el pecho. Luego tomó la espada de su enemigo y de un solo tajo le cortó la cabeza. Clavó el sangriento trofeo en el hierro de su lanza rota, tornó a cabalgar y de esta guisa regresó al campamento entre las aclamaciones de las tropas.
Fernando, siempre práctico, decidió que no castigaría aquella desobediencia, ya que tampoco había castigado la de Hernán Pérez del Pulgar al entrar sin su permiso en Granada. Antes bien les concedió cuarteles: a Hernán Pérez del Pulgar que añadiera a su escudo un Ave María; a Garcilaso, una pica con cabeza de moro en el extremo y el letrero «Ave María».
El consejo del mexuar, aquella tarde, decidió que los últimos acontecimientos requerían una réplica que sirviera de escarmiento a los cristianos. Antes de amanecer saldrían a la vega las mejores tropas y atacarían las posiciones cristianas más alejadas del campamento principal. La visión de cabezas cristianas y de soldados cautivos levantaría la decaída moral del pueblo. Esta vez Boabdil no se contentó con enviar a los capitanes designados por Ahmed el Zegrí, sino que él mismo se puso al frente de las tropas con el Zegrí e Ibrahim al-Hakim y sus almogávares rondeños.
Mientras los moros dirigían su cabalgada hacia el sur, los cristianos, alertados por sus espías, habían salido a saquear e incendiar Albolote y Aynadamar, las alquerías más cercanas a Granada. Se produjeron escaramuzas en Nívar y Víznar. Muza ben Abul Hasán había preparado una de sus mortíferas celadas, pero, tras el rebato en el campamento cristiano, al saberse que el propio Boabdil estaba en el campo, no hubo caballero que no saliera al frente de sus mesnadas. Cuando levantó la mañana, clara y fría, había tantos cristianos en el campo que no era posible sorprenderlos.
La situación se volvió apurada a las pocas horas. A la caballería nobiliaria habían seguido las tropas concejiles, peones fogueados por varios años de guerra que conocían el oficio y sabían mantenerse agrupados y alerta, con sus ballesteros y espingarderos atentos a cualquier cabalgada enemiga.
Ibrahim al-Hakim recibía a sus exploradores enviados a tantear distintos lugares de la vega. Las noticias eran las mismas. No dejaban de llegar cristianos. En repetidas ocasiones, al-Hakim rogó
al-Zegrí que pusiera al rey a salvo en Granada, pero Boabdil se resistía.
—Cada vez que se ha puesto al frente de las tropas hemos cosechado un descalabro— murmuraba al-Hakim iracundo—. ¿No sabe qué es el Zohoibí, el desdichado? Llévatelo, señor, y deja que, libres de preocupación de defenderlo, les ajustemos las cuentas a los cristianos.
El Zegrí comprendía las razones de su capitán, pero la decisión de que Boabdil saliera era también suya, una decisión política. Había que elevar la moral de la población. Que vean que el rey combate personalmente, que arriesga su vida por defender la ciudad, que es un digno descendiente de su estirpe. En ningún momento pensaron que pudiera generalizarse una batalla. La posición de los defensores de la ciudad se agravaba por momentos.
—¡Míralos, señor, congregarse tras las acequias como lobos hambrientos!— insistía al-Hakim.
—Vendrán contra ti con todo su poder y si tú te pierdes nos perdemos todos— advertía Muza ben Abú Hasan.
El marqués de Cádiz y Alonso de Aguilar habían concentrado sus tropas detrás de un ribazo y proyectaban un ataque envolvente que atrapara a Boabdil y a la aristocracia granadina. Casi lo consiguieron. Un escuadrón de caballería pesada cargó contra el grupo de Boabdil. Mientras algunos nobles Abencerrajes sostenían la carga y se sacrificaban por salvar al rey, Boabdil el Zohoibí se dejó convencer, al fin, de la conveniencia de retirarse y, perseguido por un tropel de enemigos, a galope tendido, logró, a duras penas, ponerse a salvo, con tres de los suyos, por la puerta de Elvira.
En la Alhambra lo esperaba Aixa la Horra.
—¿Estás contento, hijo?— le espetó—. ¿Te has demostrado ya tu valor?
—¡Un rey tiene que dar la cara alguna vez!— replicó Boabdil, molesto—. Fernando e Isabel se ponen al frente de sus tropas.
—Sí, pero son reyes, no se ponen en peligro. Piensa qué va a ser de nosotros si te matan. Al Mulih y Aben Comixa venderían a los cristianos a tu familia y a tu madre.
—Mientras dure la guerra, saldré al frente de mis hombres— afirmó Boabdil.
Aixa se echó a llorar.
—¿A quién encomendaréis vuestra madre y mujer e hijos y hermana, parientes y criados y toda esta ciudad?
—Señora, mejor morir de una vez que vivir muriendo tantas veces. Y ahora discúlpame porque tengo mucho trabajo.
Salió Aixa la Horra en compañía de su eunuco Inmanuel Osorio y regresó al Albaicín.
Aquella tarde, Boabdil, deprimido y más melancólico que nunca, conferenció con al Mulih:
—Hoy hemos sufrido un buen descalabro— dijo el visir—. Y nuestras gentes están exhaustas. Si no recibimos víveres, pereceremos.
—Granada está perdida— reconoció Boabdil—. Tú y yo lo sabemos. ¿Por qué resistimos entonces?
—Tú lo sabes, mawlana. Resistimos por miedo a la muchedumbre hambrienta que cree en los predicadores y espera un milagro de Alá.
Mientras los herreros trabajaban frenéticamente para fabricar las armas que defenderían Granada, los dirigentes de la ciudad preparaban su entrega en los términos más ventajosos para ellos.
El 25 de noviembre el visir Abulcasim al Mulih, el intendente Aben Comixa y el embajador Ahmed Ulailas se entrevistaron en Churriana con Gonzalo Fernández de Córdoba y con el secretario de Fernando, Hernando de Zafra.
Al Mulih expuso la situación con franqueza:
—Los muhaidines y los fanáticos están cada día más desesperados por las derrotas, las privaciones y el hambre. Existe el peligro de que se subleven y entreguen el poder a los partidarios de una guerra a ultranza. Tanto el sultán como la nobleza de linaje estamos interesados en que la entrega de Granada sea pacífica, pero necesitamos tiempo.
—El tiempo puede empeorar las cosas— objetó Fernández de Córdoba.
—En este caso, no— intervino Aben Comixa—. Estamos convenciendo a los Abencerrajes, a los Venegas y a los jefes militares para que no se opongan a la entrega de Granada, pero esa negociación es compleja porque cada uno intenta asegurarse un futuro sin problemas y hay que debatir cada caso discretamente.
Después de tres horas de discusiones acordaron una tregua de setenta días. Boabdil entregaba los rehenes y a otros cuatrocientos muchachos de las principales familias de Granada. Granada se rendiría a finales de enero. Sus habitantes quedarían libres y podrían conservar sus pertenencias muebles, armas incluidas, a excepción de la artillería y las armas de fuego. Algunas cláusulas secretas garantizaban los bienes de Boabdil, los de su esposa Morayma, los de su madre Aixa, los de sus hermanos, los de Soraya, la viuda del antiguo sultán Muley Hacen, y los de una lista de magnates.
Los moros que quisieran podrían permanecer en Granada. Los cristianos respetarían su religión y sus instituciones.
Mientras los enviados de Boabdil discutían los términos del acuerdo, los alfaqueques cristianos se entrevistaban con nobles Abencerrajes y con la aristocracia granadina y compraban su complicidad a cambio de generosos sobornos. A las autoridades religiosas y judiciales les prometieron mantenerlas en sus puestos, así como a los alguaciles y a los funcionarios de la administración local. Los jefes militares, por su parte, recibirían una recompensa adecuada a la importancia de cada uno, en oro o en paños y tejidos (que tenían un valor alto y estable). En el reino de Granada se mantendrían los linajes y calidades. Los que abrazaran el cristianismo encontrarían grandes prebendas y oportunidades de promoción.
Los compromisarios fueron generosos incluso con los renegados y elches y con los prófugos de la Inquisición que había en Granada y que, estimulados por el ejemplo de los elches de Málaga, que fueron ejecutados sumariamente a la entrada de Fernando, formaban parte de la facción más guerrera.
Mientras en la Alhambra se fraguaba la entrega de la ciudad, el pueblo, desesperado por el hambre, el frío y las privaciones, atendía a las prédicas de Hamet ibn Zarrax y se mostraba cada vez más belicoso. El número de muhaidines dispuestos al sacrificio crecía de día en día. Ibn Zarrax había soñado que un legendario jinete árabe montado en un caballo blanco se ponía al frente de la multitud de mártires de la fe y derrotaba a los cristianos.
El obispo de Segovia había instalado su tienda cerca de la de la reina Isabel, en el campamento de Santa Fe. Cada día departía con su hijo, el deán Pedro Maqueda, sobre asuntos concernientes a sus mesnadas y a la hacienda episcopal.
—Dentro de un mes, la guerra habrá terminado y podrás regresar a Segovia— le dijo— a dar una vuelta por las haciendas, que están muy abandonadas.
—Tío, a mí me parece que la ciudad no se entregará antes del verano— objetó el deán.