El mercenario de Granada (29 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: El mercenario de Granada
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—Los cristianos se mueven— anunció—, la reina salió de Sevilla acompañada de sus hijos y muchas tropas que han tomado el camino de Alcalá la Real. Mientras, Fernando ha sacado su ejército de Córdoba y lo lleva a Loja. Juntos alcanzan a diez mil jinetes y cuarenta mil peones. Pasaron días de rumores y zozobras. El miedo se percibía en las plazas, en los corrillos de las mezquitas, en las madrasas, en los baños, como si la exaltación de los halcones, tan crecida durante el invierno, se hubiera atemperado ahora que se acercaba la hora de la verdad. Llegaban informes más completos de los espías, con cifras exactas de caballos, de cañones, de carros. Incluso mencionaban los nombres de los caballeros concurrentes. No faltaba a la cita ninguna mesnada importante de Castilla, fuera señorial o eclesiástica. Sobre Granada se cernían todos los campeones de la reina Isabel: el marqués de Cádiz, don Rodrigo Ponce de León, su capitán general; el maestre de Santiago, Alonso Cárdenas; el marqués de Villena; los condes de Tendilla, Cifuentes y Cabra; don Gonzalo Fernández de Córdoba, don Alonso de Aguilar. Grandes y chicos concurrían a la llamada de la reina deseosos de ganancia, codiciosos de honra y botín. Los guerreros del seco yermo castellano estaban conquistando un reino fértil. Expulsarían a los moros y heredarían la tierra según el esfuerzo de cada uno. Era la gran oportunidad de los villanos para ennoblecerse, y la de los que ya eran nobles para enriquecerse.

En la vega, el toque de alarma alertó a los hortelanos. Se levantaban todavía de noche, antes de que cantaran los gallos, y trabajaban hasta la puesta de sol recogiendo fruta y verduras, incluso las que no estaban todavía en sazón. Enormes rebaños de ovejas y cabras se instalaban en rediles provisionales extramuros de la puerta de Elvira, en las veredas delimitadas por tapias aledañas al cementerio, en espera de que les asignaran un lugar en la albacara. La consigna era meter en Granada todo el alimento; no dejar en la vega nada que los cristianos pudieran aprovechar.

Las primeras avanzadas cristianas llegaron a la vista de Granada a finales de abril, una columna por el camino de Loja y otra por el de Illora. Se unieron en Pinos Puente y juntos devastaron la vega hasta una legua de Granada, talando árboles y quebrando acequias, dañinos como la langosta.

Desde las murallas se divisaban las polvaredas de la caballería y los escuadrones de peones cristianos. Mientras los almogávares y los adalides recorrían el territorio y saqueaban las almunias, los cavadores y vivanderos instalaban el real en los Ojos de Huécar, en El Gozco, a una legua de Granada, en medio de la vega. Hicieron cavas muy hondas y pasillos para salidas, montaron las tiendas, las chozas y las enramadas, según lo ordenado por los maestros de campo.

Salieron al Hakim y Abul Hasán con algunos céneles a hostigar al enemigo. Al caer la tarde regresaron con dos cabezas de cristianos en lo alto de las picas. Un grupo de exultantes muhaidines paseó los sangrientos trofeos por las calles y plazas seguidos por una multitud de pilluelos vociferantes y de un cojo loco que pregonaba sentencias del Corán.

Los muecines convocaban a oración desde los minaretes. La comunidad musulmana atendía a sus rezos con especial devoción, algunos con lágrimas en los ojos. Desde que comenzaron los ataques de Fernando, ocho años atrás, habían aguardado la hora suprema en que Fernando intentara conquistar Granada. Era el momento en que los creyentes demostrarían su predisposición al sacrificio. Delante de los doctores del Corán había filas de niños y jóvenes dispuestos a inmolarse.

Aquella noche poca gente durmió en Granada. Muchos vecinos se juntaban en las calles y plazas, para tomar el fresco bajo los emparrados y proseguir las tertulias. Circulaban noticias difíciles de creer que, sin embargo, se confirmarían. Entre las tropas de Fernando figuraban al-Zagal, con doscientos jinetes y Yayya al Nayar, el defensor de Baza, con un escuadrón de treinta lanzas. Yayya se había convertido al cristianismo y Fernando lo había armado caballero.

Brillaban a lo lejos, en la oscuridad de la vega, docenas de puntos de luz, las hogueras cristianas.

Desde las almenas y azoteas de Granada la población contemplaba fascinada aquel ilusorio firmamento que, de pronto, rodeaba su ciudad. Las hogueras se extendían hasta el horizonte, como si una gran urbe hubiera crecido de pronto donde unas horas antes sólo había surcos y sembrados. La tristeza se alojó en los corazones de los más prudentes junto con la certeza de que aquello prefiguraba el final de Granada.

En la explanada de los hornos, Orbán trasnochaba con un grupo de herreros. Se dirigieron a Bibarrambla en busca de noticias y a tomar harisa y limonada en los puestos de comida. El único tema de conversación era la llegada de los cristianos. Después de un espacio en el que nadie hablaba, cada cual sumido en sus pensamientos, Alí el Cojo dio una palmada y dijo:

—¡Enderezad los corazones, que cuando pase la tormenta las aguas volverán a su cauce!

—¿Todavía crees que es una tormenta pasajera?— lo amonestó Ibn Qutiya, el pagador de las herrerías—. Fernando nos arrebatará Granada como nosotros arrebatamos al-Andalus a Rodrigo.

¡Ésa es la ley de los pueblos, que el más fuerte acogote al más débil! En otro tiempo fuimos el martillo de los cristianos y ahora somos el yunque que soporta sus golpes. No creo que Granada se salve de ésta. Caerá como antes Málaga, Baza y Almería. Cuando nazcan los nietos de nuestros nietos, la memoria de los musulmanes en Granada se habrá olvidado.

—Pero quizá los nietos de nuestros nietos puedan recuperarla— replicó Hazán Humey, el forjador.

—¡Que Alá te oiga, aunque no lo veamos! Quizá algún día vuelvan a sonar en estos aires la voz del muecín y enmudezcan las campanas de los perros.

—¡Al burro muerto, la cebada al rabo!— intervino Ibn Qutiya—. A mí esa esperanza de un brumoso futuro no me dará de comer. Preocupaos por vuestros hijos y no por los nietos de vuestros nietos.

Vuestros hijos que van a vivir en el destierro, sin bienes, ni patria, ni familia.

—¿Qué haré en el destierro?— suspiró Abu Hasán el Barani, el mercader de mujeres—. En Málaga había un buen mercado de esclavas; en el Magreb, donde se follan a las cabras y a las burras, no vale la pena emprender el negocio.

—Allí lo apreciarán como aquí— opinó Alí el Cojo.

Convinieron todos en que así debía ser, pero el Barani, abrumado por su problema, no atendía a razones.

—¿Dónde encontraré gente entendida y generosa que sepa apreciar un género exquisito como el que yo ofrecía?— se preguntaba—. Tendría que emigrar a Bagdad, o a El Cairo.

—O a Estambul— terció Alí el Cojo, mirando a Orbán.

Orbán hizo una venia, agradeciendo el cumplido.

—Soy demasiado viejo para eso— se lamentó el Barani—. Ahora tendría que hacerme con un mercado, buscar nuevos proveedores… Y una cartera de clientes: allí no conozco a ningún tratante de esclavas que me ceda parte del negocio. Me estafarán… ¿Quién me va a solicitar una tunecina, morena y menuda, con su acento que parece que cantan, su hermoso rostro y su coquetería?

—¿Son así las tunecinas?— se interesó Alí el Cojo.

—Tienes esas prendas y muchas más— respondió el Barani.— No son celosas, se contentan con poco y no están todo el día enfurruñadas por una fruslería.

—Yo tuve una beréber— intervino Ibn Qutiya, soñador—. Bueno, en realidad la tuvo un tío mío. Tenía un trasero levantado hermoso como la luna de abril.

—¿Tu tío tenía ese trasero?— lo interrumpió al Farush el ceramista.

—¡No, coño, la beréber, que pareces tonto!— replicó Ibn Qutiya—. Las tetas, en cambio, hubieran mejorado de ser un poco más grandes. Era muy paciente con los niños y no se negaba nunca cuando le pedías amor.

—¡Para dispuestas, las zanjíes!— terció el Barani—. Ésas están siempre aparejadas para pijar y no le hacen ascos a ninguna postura ni a la introducción por orificio alguno, pero son de mala condición y demasiado morenas. En el fornicio son como fieras, pero luego tienen mal carácter y son de difícil conformar.

—Las oranesas— dijo Ibn Qutiya—, ésas tienen el hígado inflamado y son de natural colérico. Para los trabajos duros van bien, pero no valen para el placer.

—Es que no se puede tener todo, queréis una que sea hermosa, complaciente en la cama, con conocimientos de cocina y laboriosa— observó el traficante.

—…y que sepa tejer, no lo olvides— añadió Ibn Qutiya.

—¿Dónde encontraremos una esclava así?— se preguntó el Barani—. ¡Señaládmela, que me caso con ella!

—En ninguna parte, ésa es la verdad— reconoció Mohamed Qastru—. Cuando los tiempos vienen malos, vienen malos para todo.

Sonó la voz del muecín llamando a oración y al Farush dijo:

—¡Que Alá sea alabado y se apiade de Granada!

Se arrodillaron sobre las esterillas y oraron. En otro tiempo algunos lo hacían de mala gana y, si no los veían, se saltaban la oración, pero los fundamentalistas que señoreaban Granada habían apedreado a más de un impío. Granada estaba llena de forasteros fanáticos y convenía mostrarse piadoso.

En las plazas de Granada, en los cuarteles de los muhaidines, los ánimos estaban exaltados. El mexuar había decidido aguardar acontecimientos sin salir a los cristianos. Tan sólo algunas patrullas de reconocimiento, que tenían orden de no enfrentarse a los merodeadores de Fernando.

Ibrahim al Hakim, el caudillo de los almogávares rondeños, tendió una celada a los cristianos que se acercaban a la ciudad. El propio marqués de Villena con su hermano don Alonso Pacheco acudieron en socorro de los suyos rodeados de moros. El marqués derribó a dos moros, pero recibió

una herida que lo dejó inútil de un brazo. Murieron en la refriega don Alonso y el caballero don Esteban de Luzón.

Aquella noche, en el campamento, Fernando le preguntó al marqués cómo arriesgó su vida por salvar la de su criado Soler:

—Si él tuviera tres vidas, las habría dado todas por mí, señor.

Los cristianos tomaron el desquite dos días después. A dos leguas de Granada, los moros tenían el castillo de la torre Roma guarnecido de veteranos. Ya había anochecido cuando los centinelas de la torre Roma vieron acercarse por el camino de Granada una veintena de mulas cargadas con fardos y una docena de muhaidines que charlaban entre ellos en árabe. El oficial de servicio mandó abrir las puertas a los que llegaban. Los falsos muhaidines resultaron ser hombres de Yayya, el renegado, que después de acuchillar a los porteros, rompieron las quicialeras y ocuparon el castillo para Fernando.

XL

Fue un verano muy caluroso. El desaliento y el hambre cundieron en Granada. Aunque los pósitos estaban llenos cuando llegaron los cristianos, había tantas bocas que mantener que las reservas de trigo menguaban rápidamente. El número de indigentes que acudían a los patios de las mezquitas para comer en la beneficencia aumentaba a diario.

Un poco antes del cerco, numerosos muhaidines habían llegado a Granada. Algunos eran fugitivos de los lugares conquistados por Fernando; otros, voluntarios de ultramar para la yihad. Estos exaltados seguían las prédicas del alfaquí Hamet ibn Zarrax.

Ibn Zarrax, alto y enjuto, de cabeza calva, ojos hondos y oscuros, mirada febril y barba gris hasta medio pecho, clamaba contra la corrupción de los tiempos y consideraba a los cristianos una calamidad enviada por Alá para castigar la ligereza con que los fieles se tomaban las consignas del sagrado Corán.

Todo el que aspiraba al martirio se vistió de negro y se integró en la muchedumbre que seguía a Ibn Zarrax.

—¡No hablo por mi boca— predicaba con su voz potente y bien modulada—, hablo por el sagrado Corán, que nadie se llame a engaño, la verdad revelada por Alá! Si buscamos en la Sura 78, ¿qué encontramos? La palabra sagrada dice: «Para los temerosos de Alá hay una morada colmada de deleite, cuidados jardines y viñedos; y doncellas de senos turgentes como compañeras y una copa llena.»

»Ahora os leeré de la Sura 44: «Los piadosos estarán en una apacible morada, entre jardines y fuentes, vestidos de satén y brocado, unos enfrente de otros. Y les daremos por esposas a huríes de grandes ojos. Rodeados de calma, pedirán toda clase de frutas.»

»Ahora de la Sura 55: «Estarán reclinados en divanes revestidos de brocado y tendrán a su alcance la fruta de los dos jardines. Allí habrá doncellas de recatado mirar, que ningún hombre habrá tocado hasta entonces, como jacintos y perlas. (…) En esos jardines habrá castas y bellas vírgenes, ninfas recluidas en sus tiendas.»

»Escuchad la Sura 56: «Se reclinarán en divanes entretejidos de piedras preciosas unos enfrente de otros, y jóvenes sirvientes de eterna juventud les llevarán jofainas y aguamaniles y una copa del más puro vino, que no les dará dolor de cabeza ni les enturbiará la mente; con fruta que ellos escogerán y la carne del ave que les apetezca. Y habrá huríes de ojos oscuros, castas como perlas escondidas, como retribución a sus obras.»

»Eso es lo que dice el sagrado Corán, eso es lo que encuentran los justos que salen a los cristianos a dar muerte a los perros y a recibir el martirio. ¡Hijos míos, seguid la enseñanza del sagrado Corán, salid a la yihad, morid y viviréis eternamente en el paraíso. El venerado Sayuti lo ha explicado: cada vez que dormimos con una hurí, ésta es nuevamente virgen. Además, el pene de los Elegidos nunca se ablanda: la erección es eterna. La sensación que experimentáis cada vez que copuláis es absolutamente deliciosa y sin par en este mundo, porque si la experimentarais en esta tierra perderíais el sentido. Cada elegido tendrá como esposas a setenta huríes, además de las que haya tenido en la tierra, y todas tendrán apetitosas vaginas.
[6]

XLI

Orbán e Isabel se encontraban después de la oración principal del viernes en la casa de un alfarero amigo de Alí el Cojo que les cedía la torre, bajo el palomar, para que disfrutaran de cierta intimidad.

La ilusión por el encuentro, las horas de mutua compañía y el gozo compartido acrecentaba la pasión de los dos enamorados durante los forzosos días de separación.

La rutina era siempre la misma. Ella lo esperaba en el estrado, bañada y perfumada, con su mejor túnica bordada. Se abrazaban en silencio, se besaban con fruición, él la tomaba en brazos y la llevaba al cuarto del estrado, caldeado en invierno, fresco y recién regado en verano, en el que ella había dispuesto un camastro y un braserillo con hierbas olorosas. Orbán la desnudaba, se desnudaba, y la penetraba, primero tendido sobre ella, después, arrodillado, sosteniendo en alto y separados los pies de ella cogidos por los tobillos, contemplando su belleza y recreándose, su pubis duro y casi infantil, con el vello rizoso peinado hacia el centro, como la espina de un pez, el vientre terso, los pechos grandes y blancos, con pezones rosados gravitando hacia los brazos. Llegaban simultáneamente al orgasmo y quedaban rendidos, uno al lado del otro, sudorosos, con la respiración entrecortada, las manos anlazadas, los cuerpos tocándose. Charlaban, descansaban y cuando Orbán se reponía, repetían el amor.

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