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Authors: Juan Eslava Galán

El mercenario de Granada (28 page)

BOOK: El mercenario de Granada
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—¿Para qué sirve eso?

—Así se regeneran los cristales de la cola negra de hierro en los límites del grano. El secreto de la forja en caliente al rojo cereza es secreto, ya que los cristianos están acostumbrados a forjar aceros de bajo contenido de cola negra a muy altas temperaturas.

XXXVIII

Dominado al-Zagal, Granada estaba perdida. Los que conocían el compromiso de Boabdil con Fernando comprendieron que los días de Granada estaban contados.

Quería Boabdil celebrar públicamente la caída de al-Zagal. Deseaba pasear por la plaza Bibarrambla y el Albaicín entre las aclamaciones del pueblo, como antaño. Envió delante a sus mayordomos que repartieran trigo y aceite en las plazas, para ganarse a la chusma. Quería que lo recibieran con palmas y cobertores en las ventanas, pasearse triunfante, en su yegua negra, vestido con las armas ceremoniales, rodeado de su corte, como el que ha obtenido una gran victoria.

Pero ya corrían otros tiempos. Granada estaba atestada de refugiados que lo habían perdido todo, muchos de ellos partidarios de al-Zagal que consideraban a Boabdil un traidor vendido a Fernando.

Los muhaidines, exasperados por las derrotas y fanatizados por las predicaciones de los alfaquíes abarrotaban calles y plazas sin otro menester que rezar cinco veces al día, rivalizando por presentar el mayor callo en la frente. El resto del tiempo murmuraban contra el gobierno.

Boabdil, desoyendo a su visir, que lo advertía del peligro, se empeñó en el baño de multitudes. Bajaban por la cuesta de Cenetes cuando un criado procedente de la ciudad descabalgó de la mula, se abrió paso entre la guardia, besó el pie que Boabdil llevaba en el estribo y echándose al suelo tomó un puñado de tierra y se lo esparció sobre la cabeza.

—Mawlana, no sigas, porque la ciudad está sublevada y podrían matarte!— suplicó.

El rostro de Boabdil se volvió del color de la ceniza

—¿Qué dices, desgraciado? ¿Sublevada hoy, cuando al-Zagal me deja toda la gloria?

Se interpuso Aben Comixa:

—¡Ten cuidado, mawlana! Mucha gente quería a al-Zagal. Los alfaquíes han envenenado al pueblo y lo han persuadido de que era el único que se enfrentaba a Fernando.

Los aduladores que solían halagar los oídos de Boabdil contándole lo que quería oír, callaron esta vez. Intercambiaban miradas inquietas. Se habían alejado demasiado de las murallas. Las torres quedaban al otro lado de la arboleda. En medio de la cuesta de Cenetes, la guardia de mercenarios cristianos no podría advertir los apuros del cortejo real si un grupo de exaltados lo rodeaba.

Discutían nerviosamente lo que cumplía hacer cuando llegó un segundo heraldo:

—¡Mawlana, se ha producido un tumulto en la plaza de Bibarrambla!

—¿Qué quieres decir con un tumulto?— inquirió Boabdil furioso.

—Los bandidos arengan a los vagabundos y a las gentes de poco juicio contra tu autoridad. ¡Tienen armas, mawlana!

La comitiva se había arremolinado en torno a Boabdil.

—¿Qué hacemos, mawlana?— intervino Ahmed el Zegrí—. Estamos prestos a derramar nuestra sangre para defenderte.

Hacían protestas de fidelidad, pero miraban con inquietud la cuesta, por si aparecían los agitado-res. Arriba estaban los muros de la Alhambra, la salvación.

¿Cuántos de ellos permanecerían a su lado si se torcían las cosas?

Boabdil se mordisqueaba ligeramente el labio inferior, hosco y meditativo. Piafaban los caballos, nerviosos.

Aben Comixa, el visir, cabalgó hasta su lado y tomando las riendas del caballo negro despidió al criado que las llevaba.

—Mawlana, debemos volver— le dijo inclinándose hacia él, la voz baja, para evitar que la compañía percibiera el tono firme, casi imperativo, de su voz.

—¡No volveré grupas ante el peligro!— replicó secamente Boabdil.

Aben Comixa sabía interpretar las palabras por el tono. Boabdil no podía ceder al primer ruego, por más que, en su fuero interno, estuviera deseando que alguien obstaculizara su camino hacia el peligro. Aben Comixa insistió.

—Mawlana, el cuerpo de un rey sólo se pone en peligro cuando una alta ocasión lo exige. Un rey no debe morir por una fruslería ni por un capricho. No consentiré que mawlana vista de luto a Granada, siendo la última esperanza que el reino y los granadinos tenemos en esta hora apurada. Os suplico que regreséis a donde os corresponde estar. Los fanáticos han levantado al pueblo en Bibarrambla. Algún ballestero podía aguardaros en un terrado, cerca de la plaza. Los que os siguen cambiarían fácilmente de bando si os ven muerto. Vuestra grandeza sólo puede morir en el esplendor de una batalla, como vuestros ilustres antepasados, rodeado de gloria. Ésta no es la hora del valor sino la de la reflexión y la cordura. Mostrad la sabiduría y la prudencia que corresponden a un rey.

Boabdil pasó del entusiasmo a la decepción, como solía, y después, quizá, al miedo. Tomó las riendas de las manos de ibn Comixa, que gentilmente se las ofrecía y, sin pronunciar palabra, emprendió el regreso a la Alhambra, al trote corto, saludando a los monteros que salían del bosque para aclamarlo, disimulando pesares. Los demás lo siguieron; Aben Comixa, el último.

Aquella tarde, Boabdil conversó largamente con su madre.

—Vienen tiempos difíciles, hijo mío— le dijo Aixa la Horra—. Le prometiste a Fernando entregarle la ciudad. Eres súbdito suyo y estás ligado por el juramento.

—Si insinúo que le entregaré la ciudad a Fernando, esos muhaidines que hierven por todas partes nos despedazarán.

—Fernando te está pregonando de felón, según la ley, y moverá la guerra con todo su poder. No puedes contar con nadie. Los sultanes de Fez y Tremecén y El Cairo te dedican buenas palabras y nada más. Estamos solos ante Fernando y prácticamente aislados.

—Nos defenderemos con dignidad. Tenemos setenta mil hombres y más de quinientos cañones.

Que venga Fernando.

XXXVIX

Llegó la Navidad, la fiesta que los cristianos celebran con misas y parabienes. En los calabozos de Granada, los cautivos intercambiaban enhorabuenas convencidos de que la caída de la ciudad era inminente y, con ella, su liberación. Isabel siguió la costumbre y envió a su enamorado un aguinaldo de dulces de sartén fritos en miel.

En la casa de Aixa la Horra las mujeres pasaban el día cocinando o bordando. Aixa les cosía las camisas y las chilabas a su hijo Boabdil y a otros miembros de la familia. La altiva señora salía poco. La enfadaba lo que veía en las calles, los negros rebaños de muhaidines vagando de un lado a otro, sin más oficio que esperar cinco veces al día para postrarse y orar de cara a la Meca, sentados a la sombra de los aleros, despulgándose en los jardines, meando en los parterres, ensuciándolo todo.

Aixa la Horra se distraía recibiendo visitas. A menudo invitaba a comer a notables Abencerrajes que le debían más acatamiento que al propio rey; otras veces, a miembros conspicuos de la familia rival, los Venegas. De este modo se mantenía informada de lo que se cocía fuera de sus dominios.

Recababa noticias de Fernando y de Isabel y estaba más enterada de las intenciones de los cristianos y de la situación política del reino que la propia cancillería del mexuar. A menudo enviaba notas a Abulcasim al-Mulih, el visir, para exponerle asuntos importantes que requerían urgente atención. Boabdil observaba puntualmente los consejos de su madre, aunque prefería que se los diera en privado, en las visitas que le hacía los viernes, después de asistir al sermón en la mezquita mayor, cuando los hijos visitaban a los padres y los clientes a los amos.

En las casas de la herrería no se disfrutaban muchas comodidades. Al principio Orbán compartía habitación con Alí el Cojo. Aunque se acostaban agotados, a veces pasaban cierto tiempo conversando en la oscuridad.

—Me estoy haciendo viejo— se quejaba Alí—. Los huesos me duelen. Y los músculos de la espalda.

Y el dolor en el costado… Todo envejece y decae. En la juventud te animan las cabalgadas, el placer del saqueo, de tirarse a una mujer que grita contra el suelo mientras el charco de sangre del marido se va agrandando en el suelo, los juegos de cañas, la caza del puerco sin cansarse, reventando caballos… Ahora todo es gravoso, todo cansa, todo desilusiona: Granada dividida, los musulmanes abatidos y recelosos. Sólo los cristianos son jóvenes. Esta ciudad decrépita los espera con las piernas abiertas, como una puta. Los poetas, los comerciantes, los hortelanos, los ilustres… todos traidores, todos haciendo cabalas de cómo les irá con los cristianos, algunos incluso pensando en bautizarse, seguro.

Orbán, en la alta noche, desvelado, a oscuras, miraba a través de la ventana la luna y las negras copas de los árboles agitados por el viento. Prestaba oído a los sonidos de la calle. Pensaba mucho en su destino. ¿Cuándo podré regresar al Valle de los Herreros?

Tras la rendición de al-Zagal, Fernando exigió a Boabdil que cumpliera lo pactado y entregara Granada. Éste le envió a su visir Abulcasim al Mulih.

—Señor Fernando— dijo Abulcasim—, mi señor Boabdil no puede mantener la promesa que te hizo.

Granada se ha llenado de refugiados huidos de las ciudades que has conquistado, gentes desesperadas que lo han perdido todo, y también voluntarios fanáticos excitados por los muecines. Los ánimos están tan soliviantados que se rebelarán y nos matarán a todos antes que consentir que te entreguemos la ciudad. Nada ganas con que eso ocurra. En cualquier caso, tendrías que conquistar la ciudad por fuerza de armas.

Fernando miró severamente al embajador.

—Boabdil es mi vasallo— dijo con ira contenida—. Prometió entregarme Granada cuando su tío de-pusiera las armas. Si no lo cumple lo declararé felón y arrasaré sus tierras.

—Transmitiré ese mensaje al rey, mi señor— respondió Abulcasim.

Fernando extendió los dedos de su mano derecha en displicente señal de despedida. El embajador se inclinó en una profunda reverencia, la mano en el pecho, y abandonó la real presencia caminando hacia atrás.

Fernando sabía que sus tropas estaban demasiado exhaustas para nuevas acciones. Mejor aplazar el castigo del rebelde. Pasaron varios meses sin que nada se moviera en la frontera. Los alcaldes de las fortalezas se vigilaban, los campesinos sembraban o recogían, los pastores movían sus rebaños a las hierbas altas, las recuas de arriería circulaban por los puertos y pasos acostumbrados y todo estaba tranquilo. Incluso los almogávares y hombres de frontera, los que vivían de la guerra y del pillaje, parecían haberse sosegado, hartos de sangre.

Así llegó el verano, cuando se recoge el trigo y se separan los sementales de las yeguas después del apareamiento, cuando incuban los flamencos rosas y nacen oropéndolas, ruiseñores y vencejos. Fernando e Isabel atendían al gobierno de sus estados y no tenían prevista una nueva campaña. En Granada, las decenas de miles de refugiados a los que los cristianos habían expulsado de sus tierras se sumaban a los halcones que deseaban derrotar a los cristianos y recuperar lo perdido.

—No aguardemos a que los cristianos reaccionen. Ahora están exhaustos, éste es el momento de atacarlos— señalaba el Zegrí.

Lo mismo opinaban Al Hakim, Abul Hasán, Abu Zalí y otros capitanes de la frontera, hombres belicosos que se sentían humillados por las armas cristianas.

Boabdil cedió a tantas presiones y permitió que sus capitanes atacaran varias fortalezas fronterizas. Los campeones competían entre ellos arrasando alquerías y castillos cristianos, cautivando rebaños y campesinos, masacrando guarniciones. Regresaban triunfantes a Granada, los guerreros exhibiendo cabezas ensartadas en lanzas o collares de orejas enemigas. El pueblo los aclamaba entusiasmado, roncas las mujeres de ulular. Boabdil los recibía en la Alhambra y los colmaba de regalos.

El mensaje estaba claro. Granada y Castilla estaban en guerra. Fernando declaró felón a su vasallo Boabdil y se lo notificó en un pergamino con sus sellos.

—Nos hemos creído martillo cuando sólo somos yunque. Ahora Granada debe atenerse a las consecuencias— declaró Aben Comixa, el intendente, en el consejo del mexuar—. Hubiera sido más prudente no soliviantar a los cristianos.

—¿Y volver al vergonzoso vasallaje?— preguntó Boabdil—. ¿Volver a pagar tributo?

—Mawlana, es lo que Granada ha hecho desde hace dos siglos y medio y gracias a eso se ha mantenido la casa de los nazaríes— replicó Aben Comixa—. En el tiempo de Córdoba, cuando los musulmanes éramos más poderosos, los cristianos nos pagaban tributos. Después ellos crecieron y se hicieron poderosos y nosotros más débiles. Cambiaron las tornas y fuimos nosotros los que pagamos tributos. Granada sobrevivió a la conquista de Fernando III porque el rey Alhamar, el fundador de vuestra dinastía, se declaró su vasallo, no lo olvidemos. Ahora otro Fernando, más poderoso que aquél, nos amenaza y nosotros, más débiles que nunca, y más ilusos, queremos derrotarlo.

La consecuencia lógica es que lo perdamos todo.

—¡Son las palabras de un cobarde!— saltó Ahmed el Zegrí.

—General, vos sois un valiente y un estratega de reconocido prestigio— replicó suavemente el intendente—. Sin embargo, perdísteis Málaga. ¿Qué os hace suponer que ahora podréis mantener Granada?

—¡Granada es fuerte! Tenemos tantos hombres como Fernando, comandados por famosos capitanes. Las fortificaciones son espléndidas. Un asedio en regla arruinaría a Castilla.

Todavía discutieron por espacio de tres horas, los unos proponiendo mociones que los otros re-chazaban, sin alcanzar jamás ningún acuerdo. El consejo no resolvió nada, como otras veces.

Unos querían la guerra; otros el compromiso. Boabdil, indeciso, aplazaba sus decisiones incapaz de imponerse a una facción. Mientras tanto, de las Alpujarras llegaban a diario tropas y pertrechos y, en un goteo continuo, no dejaban de entrar en Granada muhaidines de negro riguroso procedentes del otro lado del mar, jóvenes creyentes deseosos de inmolarse en la Guerra Santa y alcanzar los dones del martirio. Era verdad que nunca antes había estado Granada mejor preparada para la guerra. Se decía que contaba con setenta mil hombres de armas, más de la mitad de su población.

Fue al año siguiente, entrada la primavera, cuando Fernando regresó de Castilla, con toda su caballería, sus mesnadas señoriales y los escuadrones de las ciudades.

Un mensajero sudoroso llegó a la casa de Aixa la Horra con noticias frescas.

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