—No hay necesidad de juegos. No entre nosotros. Los juegos son para las amantes y las furcias de los soldados.
—John… ¡Dios mío, John! ¿Estás tú tan solo como lo estoy yo?
—Sí. Naturalmente.
—Entonces, no podemos dejar que termine la fiesta. No mientras pueda continuar por un solo momento. —Entró en la habitación de él.
Tras unos instantes, Falkenberg la siguió, y cerró la puerta.
Durante la noche fue capaz de olvidar el conflicto que había entre ellos, pero cuando dejó el alojamiento de él por la mañana, la balada volvió a martirizarla.
Sabía que tenía que hacer algo, pero no podía prevenir a Bannister. El Consejo, la Revolución, la Independencia… nada de aquello había perdido su importancia; pero si bien serviría a aquellas causas, se sentía apartada de ellas.
—Soy una perfecta estúpida —dijo para sí. Pero, estúpida o no, no podía prevenir a Bannister. Finalmente, convenció al presidente para que se reuniera con John, aparte de las masas vociferantes que había en la Sala del Consejo.
Bannister fue directo al grano:
—Coronel, no podemos mantener a un gran ejército en armas de forma permanente. Quizá los rancheros del valle que manda la señorita Horton estén dispuestos a pagar los impuestos necesarios, pero la mayoría de nuestra gente no puede.
—¿Y qué es lo que usted esperaba cuando inició esto? —le preguntó Falkenberg.
—Una guerra larga —admitió Bannister—. Pero sus éxitos iniciales crearon esperanzas, y así tuvimos un montón de apoyos que no nos esperábamos. Y esa gente exige el fin de la guerra.
—Soldados de cuando las cosas van bien —resopló Falkenberg—. Son bastante corrientes, pero, ¿cómo dejó que ganasen tanta influencia en su Consejo?
—Porque hay un montón de ellos.
Y porque todos te apoyan a ti para presidente, pensó Glenda Ruth. Mientras mis amigos y yo estábamos en el frente, tú estabas aquí organizando los recién llegados, buscando hacerte con el poder… No vales la vida de un soldado. Ni de los míos ni de los de John.
—Después de todo, éste es un gobierno democrático —dijo Bannister.
—Y, por consiguiente, es incapaz de lograr nada que exija un esfuerzo continuado. ¿Pueden ustedes permitirse esa democracia igualitaria que tienen?
—¡No se le contrató a usted para reestructurar nuestro gobierno! —gritó Bannister.
Falkenberg conectó el mapa de su escritorio.
—Mire. Tenemos las llanuras rodeadas por nuestras tropas. En la práctica, los irregulares pueden quedarse para siempre en los pasos y las ciénagas. Cualquier amenaza de una ruptura puede ser contenida por mi Regimiento, actuando como una fuerza móvil de reserva. Los Confederados no pueden llegar hasta nosotros… pero nosotros no podemos arriesgarnos a una batalla con ellos en campo abierto.
—Entonces, ¿qué podemos hacer? —le preguntó Bannister—. Seguro que Franklin manda refuerzos; y si esperamos, perderemos.
—Lo dudo. Tampoco ellos tienen naves de asalto. No pueden aterrizar con una fuerza significativa en nuestro lado de la línea, ¿y de qué les serviría añadir refuerzos a las tropas que ya tienen en la capital? Al final, les ganaremos por el hambre: el mismo Franklin debe de estar sufriendo el cese de los envíos de maíz. No van a poder seguir manteniendo siempre a su ejército.
—Así que éste es un paraíso para los mercenarios —murmuró Bannister—: Una larga guerra, y sin batallas. ¡Maldita sea, tiene usted que atacar mientras aún nos quedan tropas! ¡Le aseguro que la gente que nos apoya está desapareciendo con cada día que pasa!
—Si llevamos a nuestras tropas allá donde von Mellenthin pueda maniobrar, no desaparecerán… ¡Serán desintegrados!
—Díselo tú, Glenda Ruth —pidió Bannister—. A mí no me quiere escuchar.
Ella miró al rostro impenetrable de Falkenberg y deseó gritarle:
—John, quizá tenga razón. Conozco a mi gente, no podrán resistir indefinidamente. Y, aunque pudieran, el Consejo va a insistir…
Su semblante no cambió. No hay nada que yo pueda decirle, pensó, nada que yo no sepa que él no sepa también. Y tiene razón pero al mismo tiempo está equivocado. Esas tropas son sólo civiles armados, no son guerreros de acero. Y todo el tiempo que mi gente se dedique a guardar los pasos será tiempo en el que sus ranchos se van a la ruina.
¿Tendrá razón Howard? ¿Es realmente éste un paraíso de los mercenarios y, por eso, ni están intentando ganar la guerra? No quería creer tal cosa.
Sin que ella lo desease, le volvió a la mente la visión que había tenido aquella noche solitaria en el Desfiladero. Luchó contra ella con el recuerdo de la fiesta, y, después…
—¿A qué infiernos está esperando, coronel Falkenberg? —preguntó Bannister.
Falkenberg no contestó nada, y Glenda Ruth sintió ganas de llorar, pero no lo hizo.
Seis días más tarde el Consejo aún no había votado. En las reuniones, Glenda Ruth usaba cada triquiñuela parlamentaria que le había enseñado su padre, y cuando las sesiones se suspendían, al acabar el día, iba de delegado en delegado, tratando de convencerlos. Hacía promesas que luego no podría cumplir, abusaba de los viejos amigos y se hacía con nuevos. Y, cada mañana, de lo único que estaba segura era de que podría retrasar un poquito más la votación.
Ella misma no estaba muy segura del porqué lo hacía. El asunto de la continuación de la guerra estaba ligado a la reinstauración de Silana como gobernador en Puerto Allan, y, desde luego, sabía que el hombre era un incompetente… El caso es que, tras cada sesión de los debates, Falkenberg pasaba a recogerla o mandaba a un oficial joven a escoltarla hasta su alojamiento… y ella se sentía muy feliz de que así fuera. Pocas veces hablaban de política, aunque lo cierto era que hablaban poco. A ella le bastaba estar con él… Pero, cuando se marchaba por la mañana, volvía a sentir miedo. Él nunca le había prometido nada.
En la sexta noche, se unió a él para una cena tardía. Cuando los ordenanzas se hubieron llevado la mesa de ruedas con el resto, ella se quedó, mohína, en su sitio de la mesa.
—Esto es lo que querías decir, ¿no? —le preguntó.
—¿Sobre qué?
—Sobre que tendría que traicionar ya fuera a mis amigos o a los que están a mis órdenes… pero la verdad es que ni siquiera sé si eres mi amigo. ¿Qué puedo hacer, John?
Muy suavemente, él le puso la mano en la mejilla.
—Vas a decirles cosas muy sensatas, y a impedir que vuelvan a nombrar a Silana como gobernador de Puerto Allan.
—Pero, ¿a qué estamos esperando?
Él se alzó de hombros.
—¿Preferirías que se produjese una ruptura total? Si perdemos esta votación no habrá quien los pare. La muchedumbre ya pide tu detención… Durante los tres últimos días, Calvin ha tenido alerta a la Guardia del Cuartel General, por si eran tan estúpidos como para tratar de hacerlo.
Ella se estremeció, pero antes de que pudiera decir algo más, él la puso suavemente en pie y la apretó contra sí. De nuevo sus dudas desaparecieron, pero sabía que volverían. ¿A quién estaba traicionando? ¿Y por qué?
La multitud gritó, antes de que ella pudiera hablar.
—¡Puta de un mercenario! —gritó una voz. Sus amigos contestaron a esto con más epítetos, y pasaron cinco minutos antes de que Bannister pudiera restaurar el orden.
¿Cuánto tiempo podré aguantar esto? Supongo que, por lo menos, un día o dos más. ¿Soy su puta? Si no lo soy, no sé lo que soy. Él nunca me lo ha dicho. Cuidadosamente, fue sacando papeles de su maletín, pero hubo otra interrupción. Un mensajero llegó muy deprisa, casi corriendo, atravesando la cancha para entregarle un mensaje al presidente Bannister. El regordete político lo miró y comenzó a leerlo con sumo cuidado.
La sala fue quedando en silencio, mientras todos contemplaban el rostro de Howard Bannister. El presidente fue mostrando un abanico de emociones: sorpresa, asombro, luego una ira cuidadosamente contenida. Volvió a leer de nuevo el mensaje y le susurró algo al mensajero, quien asintió con la cabeza. Bannister alzó el micrófono.
—Consejeros, tengo aquí… Supongo que será más fácil que se lo lea a ustedes: «AL GOBIERNO PROVISIONAL DE LOS ESTADOS LIBRES DE NEW WASHINGTON DEL CRUCERO INTREPID DE LA ARMADA ESPACIAL DEL CODOMINIO STOP HEMOS RECIBIDO UNA QUEJA DOCUMENTADA DEL GOBIERNO CONFEDERAL ACERCA DE QUE LOS ESTADOS LIBRES HAN VIOLADO LAS LEYES DE GUERRA STOP SE LE HA ORDENADO A ESTA NAVE INVESTIGAR LA SUPUESTA VIOLACIÓN STOP UN BOTE DE DESEMBARCO LLEGARA A ASTORIA A LAS DIECISÉIS HORAS DE HOY STOP EL GOBIERNO PROVISIONAL DEBERÁ ESTAR PREPARADO PARA MANDAR UNA COMISIÓN DE ARMISTICIO PARA QUE SE REÚNA CON LOS DELEGADOS CONFEDERADOS Y LOS FUNCIONARIOS INVESTIGADORES DEL CODOMINIO EN CUANTO LLEGUE EL BOTE DE DESEMBARCO STOP SE ORDENA A LOS OFICIALES AL MANDO DE TODAS LAS TROPAS MERCENARIAS QUE ESTÉN PRESENTES PARA TESTIFICAR STOP JOHN GRANT CAPITÁN DE LA ARMADA ESPACIAL DEL CODOMINIO STOP FIN DEL MENSAJE».
Hubo un momento de tremendo silencio, luego el gimnasio estalló en una cacofonía de sonidos:
—¿Investigarnos?
—El jodido CD se puede meter su Armada…
—¡Y una mierda un armisticio!
Falkenberg llamó la atención a Glenda Ruth. Hizo un gesto hacia el exterior y salió de la sala. Ella se le unió minutos más tarde.
—Realmente debería de quedarme, John. Tenemos que decidir lo que se debe hacer…
—Lo que vosotros decidáis ya no tiene, desde ahora, ninguna importancia —le dijo Falkenberg—. Tu Consejo ya no tiene tan buenas cartas en la mano como antes.
—¿Qué es lo que harán los del CD, John?
Él se alzó de hombros:
—Ya que están aquí, tratarán de detener la guerra. Supongo que a Silana nunca se le ocurrió que una queja de los grandes industriales de Franklin era más probable que llamase la atención del CD, que un quejido similar de un puñado de granjeros…
—¡Tú esperabas esto! ¿Era lo que estabas aguardando?
—Algo así.
—¡Sabes más de lo que me estás diciendo! John, ¿por qué no me lo cuentas? Sé que no me amas, pero, ¿no tengo al menos derecho a saber lo que pasa?
Él se quedó muy tieso, como firme, a la brillante luz teñida de rojo; mucho rato. Finalmente, dijo:
—Glenda Ruth, no hay nada seguro en la política y en la guerra. En cierta ocasión le prometí algo a una chica, y no se lo pude dar.
—Pero…
—Ambos tenemos responsabilidades del mando… y nos tenemos el uno al otro. ¿Me creerás si te digo que he tratado de impedir que tengas que elegir… y que me he mantenido a mí mismo apartado de esa idéntica elección? Será mejor que te prepares. Las Comisiones de Investigación del CD no tienen la costumbre de aguardar a la gente, y van a llegar en poco más de una hora.
La Comisión iba a llevar a cabo su tarea a bordo del
Intrepid
. El buque de guerra, de cuatrocientos metros de longitud y forma de botella, en órbita alrededor de New Washington, era el único territorio neutral a mano. Cuando recibieron, con los saludos de ordenanza, a los delegados Patriotas, los Infantes de Marina que estaban en la cubierta de aterrizaje le rindieron a Bannister idénticos honores que le habían dado antes al gobernador general confederado; luego, habían apresurado a la delegación por pasillos de acero gris, hasta una sala de descanso para suboficiales, que les había sido asignada.
—El gobernador general Forrest, de la Confederación, ya se halla a bordo, señores —les dijo el sargento de la Infantería de Marina que había mandado su escolta—. Al capitán le gustaría ver al coronel Falkenberg en su camarote, dentro de diez minutos.
Bannister miró en derredor por la pequeña sala.
—Supongo que hay micrófonos ocultos —dijo—. ¿Qué pasa ahora, coronel?
Falkenberg se fijó en el tono, artificialmente amistoso, que había adoptado Bannister.
—El capitán y sus consejeros nos escucharán a cada uno en privado. Si usted quiere presentar testigos, ellos se ocuparán de que acudan; y cuando la Comisión crea que es el momento oportuno, el capitán recibirá conjuntamente a ambas delegaciones. El CD trata de lograr que todos se pongan de acuerdo, más que forzar algún tipo de solución impuesta.
—¿Y si no podemos ponernos de acuerdo?
Falkenberg se alzó de hombros.
—Pueden dejarles que ustedes sigan luchando. Pueden ordenar la salida de todos los mercenarios del planeta e imponer un bloqueo. Incluso pueden escribir su propio Tratado de Paz, hacerles a ustedes firmarlo y luego ordenarles cumplirlo.
—¿Y qué pasaría si simplemente le decimos que se larguen de aquí? ¿Qué pueden hacer contra eso? —inquirió Bannister.
Falkenberg sonrió sin alegría.
—No pueden conquistar el planeta, porque no tienen los bastantes Infantes de Marina para ocuparlo… pero no hay muchas cosas más que no puedan hacer, señor presidente. A bordo de este crucero hay la potencia suficiente como para dejar a New Washington convertido en un planeta inhabitable.
Hizo una pausa dramática:
—Ustedes no tienen defensas planetarias, ni una flota. Así que yo me lo pensaría mucho antes de hacer que se irrite el capitán Grant. Y, hablando de eso… me ha llamado a su camarote.
Falkenberg saludó. No había nada de burla en el gesto, pero Bannister hizo una mueca cuando el mercenario salió de la sala.
Llevaron a Falkenberg más allá de los centinelas hasta el camarote del capitán. El asistente abrió la compuerta y se retiró.
John Grant era un oficial alto y delgado, con un cabello prematuramente canoso que le hacía parecer mayor de lo que realmente era. Cuando Falkenberg entró, el capitán se puso en pie y lo saludó con auténtico calor:
—¡Qué alegría verte, John Christian! —Le estrechó la mano y miró a su visitante de pies a cabeza, evidentemente complacido—. Te mantienes en forma.
—Y tú también, Johnny —la sonrisa de Falkenberg era igualmente auténtica—. ¿Está bien tu familia?
—Inés y los chicos están bien. Mi padre murió.
—Lamento oír eso.
El capitán Grant sacó su silla de detrás del escritorio y la colocó frente a la de Falkenberg. Inconscientemente, corrigió su situación.
—Creo que para él fue una liberación. Fue un accidente de vuelo, cuando iba solo en su coche.
Falkenberg frunció el ceño y Grant asintió con la cabeza.
—El forense dijo que había sido un accidente —le explicó el capitán—. Pero podría haber sido suicidio. Estaba muy hundido por lo de Sharon… Pero tú no conoces esa historia, ¿verdad que no? No importa: mi hermana pequeña está bien. Ella y su marido tienen una buena casa en Esparta.