El mercenario (32 page)

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Authors: Jerry Pournelle

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El mercenario
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—Después de lo que ha pasado no esperará usted que yo… ¡No voy a mover un maldito dedo por usted, Falkenberg!

—No le he preguntado si lo va a hacer, sólo si se puede hacer.

—¿Y qué diferencia hay?

—Dudo que quiera ver al resto de su gente muriéndose de hambre, señor alcalde. Capitán, lleve al alcalde a su alojamiento y que se lave. Para cuando lo haya hecho usted, el sargento mayor Calvin sabrá lo que le ha pasado a su familia. —Falkenberg hizo un gesto mandándoles retirarse y se volvió hacia Glenda Ruth—. Bien, señorita Horton, ¿ha visto usted lo bastante?

—No le comprendo.

—Lo que le estoy pidiendo es que aparte de su cargo a Silana y devuelva la administración de esta ciudad al Regimiento. ¿Lo hará?

¡Santo Dios!, pensó ella.

—No tengo autoridad para hacerlo.

—Tiene usted más influencia en el Ejército Patriota que ningún otro. Puede que al Consejo no le guste, pero lo tragarán si es usted quien lo hace. Mientras, yo voy a mandar a por los zapadores, para que reconstruyan esta ciudad y pongan en marcha las fundiciones.

Todo se mueve demasiado deprisa. Ni siquiera Joshua Horton había hecho que las cosas sucediesen con tanta rapidez como aquel hombre.

—Coronel, ¿cuál es su interés en Puerto Allan?

—Es la única zona industrial que controlamos. No habrá más suministros militares que nos lleguen desde fuera del planeta. Controlamos todo lo que hay al oeste de los Temblores. El Valle de Matson se está alzando en apoyo de la revolución, y pronto lo tendremos también. Podremos seguir el Matson hasta Vancouver y ocupar la ciudad… ¿y luego, qué?

—Pues… ¡pues tomaremos la capital! ¡Y la revolución habrá triunfado!

—No. Ése fue el error que cometieron ustedes la primera vez. ¿Realmente cree que sus campesinos, incluso con la ayuda del Cuarenta y Dos, pueden entrar en terreno llano con carreteras y luchar en batallas convencionales? No tenemos ninguna posibilidad, en esas condiciones.

—Pero… —Tenía razón. Ella siempre lo había sabido. Cuando habían derrotado a los Friedlandeses en el Desfiladero, se había atrevido a tener esperanzas, pero las llanuras de la capital no eran el Desfiladero de Hillyer—. Así que de nuevo volvemos a una guerra de desgaste.

Falkenberg asintió con la cabeza.

—Controlamos todas las zonas agrícolas. Los Confederados comenzarán a sentir las apreturas enseguida. Mientras, nosotros iremos hostigándoles en los bordes. Franklin tendrá que abandonar… no merece la pena conservar colonias que cuestan dinero. Pueden tratar de hacer aterrizar tropas que traigan del planeta metrópoli, pero no nos van a tomar por sorpresa, y no tienen un ejército tan grande. Al final, los agotaremos.

Ella asintió con tristeza. Después de todo, sería una guerra larga, y ella tendría que seguir adelante, siempre reclutando nuevas tropas, a medida que los rancheros se marchasen a sus casas… Ya sería duro el mantener los que ya tenían, cuando la gente se diera cuenta de lo que les esperaba.

—Pero, ¿cómo pagaremos a sus tropas en una guerra larga?

—Quizá tengan que apañárselas sin nosotros.

—Sabe usted que no podemos. Y siempre lo ha sabido. ¿Qué es lo que usted desea?

—Justo en este momento lo que quiero es que destituya a Silana. Inmediatamente.

—¿Qué prisa tiene? Como usted mismo ha dicho, va a ser una guerra larga.

—Aún lo será más, si siguen quemando la ciudad. —Casi le dijo más, y se maldijo a sí mismo por su debilidad ante la tentación. Sólo era una chica, y había conocido a millares de ellas, desde que Grace le había dejado hacía tantos años. No podía explicarlo por los lazos que da el combatir juntos, había reconocido a otras chicas que eran oficiales competentes, a muchas de ellas… Así que, ¿por qué se sentía tentado?—. Lo lamento —dijo con brusquedad—. Pero debo insistir. Como antes ha reconocido, no pueden apañárselas sin nosotros.

Glenda Ruth había crecido entre políticos y, durante los últimos cuatro años, ella misma había sido una líder revolucionaria. Sabía que la duda momentánea de Falkenberg era importante, y que nunca descubriría qué era lo que significaba.

¿Qué era lo que se ocultaba bajo aquella máscara? ¿Qué clase de hombre había debajo, tomando todas aquellas súbitas y apresuradas decisiones? Falkenberg dominaba todas las situaciones en las que se veía implicado, y un hombre así quería algo más que dinero. La visión de Falkenberg sentado a una mesa, pronunciando sentencias sobre el destino de su pueblo la seguía acosando.

Y, sin embargo, había más… Era un guerrero, líder de guerreros, que se había ganado la adoración de soldados sin educación alguna… y también de hombres como Jeremy Savage. Nunca antes había conocido a nadie como él.

—Lo haré —sonrió y atravesó la habitación para ponerse junto a él—. No sé por qué, pero lo haré. ¿Tiene usted algún amigo, John Christian Falkenberg?

La pregunta le sobresaltó. Automáticamente, contestó:

—El que manda no puede tener amigos, señorita Horton.

Ella volvió a sonreír.

—Pues ahora ya tienes una amiga. Pero en mi oferta hay una condición: tuteémonos desde ahora. ¿De acuerdo?

Una curiosa sonrisa se formó en el rostro del soldado. La miró divertido, pero también con algún otro sentimiento.

—¿Sabes? No funciona.

—¿Qué es lo que no funciona?

—Sea lo que sea que estés intentando. Como yo, tú tienes responsabilidades de mando. Eso es una tarea solitaria, y no te gusta. La razón por la que el que manda no tiene amigos, Glenda Ruth, no es tan sólo el evitarle el dolor de enviar amigos a la muerte. Si no te has enterado de lo demás, entérate ahora, porque algún día tendrás, o que traicionar a tus amigos, o a los que están a tus órdenes, y ésa es una elección que vale la pena tratar de evitar.

¿
Qué es lo que estoy haciendo
? ¿Estoy tratando de proteger a la revolución, a base de conocerlo a él mejor… o, acaso tiene razón, soy una mujer sin amigos y él es el único hombre que he conocido que podría ser…? Dejó que el pensamiento muriese, y colocó su mano sobre la de él por un breve instante.

—Vamos a ver al gobernador Silana, John Christian. Y deja a la chica que se preocupe por sus propias emociones, ¿vale? Ella sabe lo que se está haciendo.

Él estaba junto a ella. Por un momento se encontraron muy juntos y, durante ese momento ella pensó que él deseaba besarla.

—No, no lo sabe.

Ella quería contestarle, pero él ya estaba saliendo de la habitación, y tuvo que apresurarse para alcanzarlo.

XXI

—¡Pues yo digo que sólo les dimos a esos traidores simpatizantes de los confederados lo que se merecían! gritó Jack Silana. Hubo un murmullo aprobatorio de los delegados, y gritos no contenidos en los graderíos que dominaban la cancha del gimnasio—. Tengo un gran respeto por Glenda Ruth, pero ella no es el viejo Joshua —continuó Silana—. Su acción al destituirme del cargo que me había sido conferido por el presidente Bannister estuvo fuera de la legalidad. Exijo que el Consejo la revoque.

Hubo más aplausos, cuando Silana volvió a sentarse.

Glenda Ruth permaneció un instante sentada. Miró cuidadosamente a cada uno de los treinta hombres y mujeres que había en la mesa en forma de herradura, tratando de calcular cuántos votos tendría. Desde luego no una mayoría, pero quizá sí una docena. No tendría que convencer a más de tres o cuatro de que abandonasen la facción Bannister—Silana. Pero… ¿cuál sería la situación entonces? El bloque que ella dirigía no era más sólido que la coalición de Bannister. Así que, ¿quién gobernaría los Estados Libres?

Más hombres estaban sentados en la pista del gimnasio, más allá de la mesa del Consejo. Eran testigos, pero su colocación en el foco de la atención del Consejo hacía parecer como si Falkenberg y sus impasibles oficiales estuvieran en el banquillo de los acusados. El alcalde Hastings estaba sentado junto a Falkenberg, y la ilusión venía reforzada por las claras señales de los malos tratos que había recibido. Algunos de sus amigos aún tenían peor aspecto.

Más allá de los testigos, los espectadores charloteaban entre ellos, como si esto fuera un partido de baloncesto, en lugar de una solemne reunión de la autoridad suprema para tres cuartas partes de New Washington. Cierto que un gimnasio no parecía un lugar muy digno para una tal reunión, pero también era cierto que no había una sala más grande en la Fortaleza de Astoria.

Finalmente se puso en pie:

—No, no soy mi padre —empezó diciendo—. ¡Él hubiera mandado a Jack Silana al paredón, por sus acciones!

—¡Dales lo que se merecen, Glenda Ruth! —gritó alguien desde el gallinero.

Howard Bannister alzó la vista, sorprendido:

—¡Orden! ¡Quiero que haya orden en la sala!

—¡Calla la lengua, so bastardo de Bahía de Presten! —le contestó la voz. Al viejo ranchero que lo había dicho se le unió alguien de más abajo:

—¡Maldita sea, tienes razón, la Meseta de Ford no controla al Valle! —Ante lo cual hubo gritos de aprobación.

—¡Orden! ¡Orden! —Las llamadas de Bannister ahogaron los gritos cuando los técnicos subieron los amplificadores a todo su volumen—. Señorita Horton, tiene usted la palabra.

—Gracias. ¡Lo que estaba tratando de decir, es que no empezamos la revolución para destruir New Washington! Una vez todo haya acabado, tendremos que convivir con los Leales, y…

—¡Simpatizante de los Confederados!

—¡Fue novia de un soldado confederado!

—¡Callaos y dejadla hablar!

—¡Orden! ¡ORDEN!

Falkenberg siguió sentado en silencio mientras la sala volvía a calmarse y Glenda Ruth trataba de hablar de nuevo:

—¡Vaya pandilla de monos gritones! —murmuró Jeremy Savage.

—La victoria acostumbra a hacerles esto a los políticos.

Glenda Ruth describió la situación que había encontrado en Puerto Allan. Habló de la ciudad quemada, de los rehenes metidos como ganado en los calabozos…

—¡Se lo merecían esos simpatizantes de los Confederados! —gritó alguien, pero ella consiguió proseguir antes de que quienes la apoyaban pudieran replicar:

—Desde luego, se trata de Leales. Más de la tercera parte de la población del territorio que controlarnos lo son. Los Leales son mayoría en la capital. ¿Nos va a servir de algo el que estemos persiguiendo a sus amigos de aquí?

—¡Nunca ocuparemos la capital del modo en que estamos luchando!

—¡Eso es una jodida verdad! ¡Ya es hora de que vayamos contra esos Confederados!

—¡Mandad allí a los mercenarios, que se ganen los impuestos que nos cuestan!

Esta vez Bannister hizo escasos esfuerzos por controlar a la muchedumbre. Estaban gritando lo que él le había propuesto al Consejo, y la razón por la que apoyaba a Silana era porque necesitaba el grupo de los mercaderes del gobernador, para que le diese sus votos en el tema del modo en que llevar la guerra. Después que el auditorio se hubo desgañitado a gusto acerca de reanudar la guerra, Bannister utilizó el micrófono para reclamar orden y devolverle la palabra a Glenda Ruth.

El Consejo suspendió su reunión del día sin tomar ninguna decisión. Falkenberg aguardó a Glenda Ruth y salió con ella:

—Me alegra que no hubiese una votación hoy —le dijo ella—. No creo que la hubiésemos ganado.

—¡Charlatanes escandalosos! —volvió a observar el mayor Savage.

—Es la democracia en pleno funcionamiento —dijo con frialdad Falkenberg—. ¿Qué es lo que necesitas para convencer al Consejo de que Silana no es apto para ser gobernador?

—Ésa no es la cuestión realmente importante, John —le contestó ella—. Lo realmente importante es la guerra. Nadie está satisfecho con lo que se está haciendo.

—Pues yo hubiera dicho que lo estábamos haciendo de maravilla —replicó amargado Savage—. La última incursión confederada al Matson cayó en la emboscada que les habíamos tendido, tal como estaba planeado.

—Sí, eso fue brillante —aceptó Glenda Ruth.

—Realmente no. Era la única posible ruta de ataque —explicó Falkenberg—. Está usted muy callado, alcalde Hastings.

Habían salido del gimnasio y estaban cruzando el campo de desfiles, en dirección a los cuarteles en los que habían estado alojados los Friedlandeses. Ahora los tenían las tropas de Falkenberg y mantenían a los dirigentes de Puerto Allan allí con ellas.

—Temo esa votación —explicó Hastings—: Si manda a Silana de vuelta, lo perderemos todo.

—¡Entonces, apóyeme! —le espetó Falkenberg—. Mis ingenieros ya han vuelto a poner en condiciones razonables sus altos hornos y sus fábricas automatizadas. Con alguna ayuda suya, volverían a funcionar de nuevo. Entonces yo tendría argumentos de peso contra la política de Silana.

—Pero eso es traición —protestó Hastings—. Usted necesita la industria de Puerto Allan para mantener su esfuerzo de guerra, coronel. Sé que es un modo infernal en que darle las gracias por habernos rescatado a mi familia y a mí, pero no puedo hacerlo.

—Supongo que estará usted esperando que un milagro salve a su causa, ¿no? —le preguntó Falkenberg.

—No. Pero, ¿qué sucederá si ustedes ganan? ¿Cuánto tiempo permanecerán en la Península de Ranier? La gente de Bannister volverá allí algún día… ¡Coronel, mi única oportunidad está en que la Confederación traiga sus tropas y los aplaste a ustedes!

—Y entonces los que mandarán estarán en Franklin —le dijo Glenda Ruth—. Y esta vez, no te darán tanta autonomía como la última.

—Lo sé —dijo con aire mísero Hastings—. Pero, ¿qué puedo hacer yo? Esta revuelta ha acabado con la mejor oportunidad que hayamos tenido. Con el tiempo, Franklin podía haber acabado mostrándose razonable… yo iba a darle un buen gobierno a todos. Pero vosotros acabasteis con ello.

—Todos los sátrapas de Franklin no eran tan buenos como tú, Roger —le recordó Glenda Ruth—. ¡Y piensa en su política belicista! ¡Nos habrían implicado en sus maquinaciones, y al fin nos habríamos visto combatiendo al mismísimo CoDominio! ¡Y el coronel Falkenberg te puede contar lo que representa ser el objeto de una expedición punitiva del CD!

—¡Cristo, no sé qué hacer! —exclamó, con aire desgraciado, Roger Hastings.

Falkenberg murmuró algo que no captaron los demás, y luego dijo:

—Si me perdonas, Glenda Ruth, el mayor Savage y yo tenemos temas administrativos de los que ocuparnos. Me encantaría que te unieras a nosotros, para la cena, en el comedor de oficiales, a las diecinueve.

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