El mercenario (31 page)

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Authors: Jerry Pournelle

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El mercenario
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—Esto llegó esta mañana, en el código del Regimiento —le entregó un mensaje:

A FALKENBERG DE SVOBODA STOP EJÉRCITO PATRIOTA SAQUEANDO PUERTO ALLAN STOP REQUIERO QUE UNA CORTE DE INVESTIGACIÓN ESTUDIE POSIBLES VIOLACIONES LEYES GUERRA STOP EXTREMADAMENTE NO RECOMENDABLE CUMPLIR SUS ORDENES REUNIRME REGIMIENTO STOP ACCIONES EJÉRCITO PATRIOTA ESTÁN PROVOCANDO SABOTAJES Y REVUELTAS ENTRE HABITANTES Y MINEROS STOP MIS FUERZAS SEGURIDAD PUEDEN SER REQUERIDAS DEFENDER CIUDAD STOP AGUARDO ORDENES STOP RESPETUOSAMENTE ANTÓN SVOBODA STOP FIN MENSAJE STOP Y CIERRO.

Lo leyó dos veces.

—¡Dios mío, coronel…! ¿Qué está pasando allá?

—No lo sé —dijo él hoscamente—. Pero tengo la intención de averiguarlo. ¿Vendrá usted conmigo, como representante del Consejo Patriota?

—Naturalmente… pero, ¿no deberíamos llamar antes a Howard Banner? El Consejo lo ha elegido presidente.

—Si lo necesitamos le haremos ir. Sargento mayor…

—¡Señor!

—Coloque las cosas de la señorita Horton en el transporte de tropas con las mías. Me llevaré al pelotón de la Guardia del Cuartel General a Puerto Allan.

—Señor. Coronel, supongo que querrá que yo también vaya.

—¿Querré? Supongo que sí, sargento mayor. Ponga sus cosas a bordo.

—Señor.

—Aunque, claro está, probablemente ya se encuentren allí. Vamos.

El transporte de personal les llevó a un pequeño aeródromo en donde esperaba un reactor. Era uno de los cuarenta que había en el planeta, y podía transportar hasta un centenar de hombres; pero quemaba combustible que se necesitaba para transportar municiones. Hasta que pudieran asegurarse el dominio de los campos petrolíferos en derredor del Transbordador de Doak, éste era un combustible que no se podía derrochar.

El avión voló por encima de zonas dominadas por los Patriotas, manteniéndose muy lejos de los aislados puntos fuertes Confederados que aún quedaban al oeste del desfiladero. Los aviones tenían pocas posibilidades de sobrevivir en un escenario de combates, cuando cualquier infante podía llevar cohetes de cabeza buscadora, y cuando los camiones podían transportar el equipo necesario para anular las contramedidas electrónicas de un aparato en vuelo. Atravesaron el Valle de Columbia y giraron al suroeste sobre los amplios bosques de la Meseta de Ford, luego giraron de nuevo hacia el oeste, para evitar la Bahía de Presten, en donde seguían resistiendo bolsas de Confederados, tras la caída de la fortaleza principal.

—Usted hace lo mismo, ¿no? —dijo repentinamente Glenda Ruth—. Cuando asaltamos la Bahía de Presten dejó que fuera mi gente la que sufriese las bajas.

Falkenberg asintió:

—Por dos razones. Siento tan pocos deseos de perder tropas como los Highlanders… y porque, sin el Regimiento, ustedes no podrían seguir manteniendo las áreas Patriotas ni un millar de horas. Nos necesitan como una fuerza intacta, no como un montón de cadáveres.

—Sí. —Era bastante cierto, pero los que habían muerto en el ataque eran amigos de ella. ¿Valdría la pena el resultado como para justificar esas muertes? ¿Dejaría Falkenberg que valiese la pena?

El capitán Svoboda los recibió en el aeropuerto de Puerto Allan.

—Me alegra verle, coronel. Las cosas andan bastante mal en la ciudad.

—¿Qué es lo que ha pasado, capitán? —Svoboda miró con aire crítico a Glenda Ruth, pero Falkenberg insistió—: Informe.

—Sí, señor. Cuando llegó el gobernador provisional, le entregué la administración de la ciudad tal cual me había sido ordenado. En este momento la Península había sido pacificada, sobre todo gracias a los esfuerzos del alcalde Hastings, que deseaba evitar daños a su ciudad. Hastings cree que Franklin enviará un gran ejército para restaurar el dominio del planeta madre y, por consiguiente, no ve la necesidad de que mueran Leales o le quemen la ciudad por una resistencia que, en definitiva, no va a influir en el inevitable resultado final.

—Pobre Roger… Siempre trata de ser razonable, pero eso nunca lleva a nadie a parte alguna —dijo Glenda Ruth—. En lo que sí tiene razón es en que Franklin enviará tropas.

—Posiblemente —aceptó Falkenberg—. Pero les llevará tiempo movilizarse y organizar el transporte. Continúe, capitán.

—Señor. El gobernador hizo pública una lista de personas proscritas, cuyas propiedades quedaban confiscadas. Por si esto no bastaba, les dijo a sus soldados que, si hallaban alguna propiedad del Gobierno Confederado, podían quedarse la mitad de su valor. Ya verá el resultado de esto cuando lleguemos a la ciudad, coronel. Ha habido saqueos e incendios, que mis fuerzas de seguridad y los bomberos locales apenas si han podido controlar.

—¡Oh, Dios! —exclamó Glenda Ruth—. ¿Por qué? Svoboda hizo una mueca.

—Es cosa normal cuando hay saqueo, señorita Horton. Uno no puede dejar que las tropas entren a saco en una ciudad y esperar que no provoquen daños. Y también era predecible el resultado: mucha gente de la ciudad se ha escapado a las montañas, coronel, especialmente los mineros. Estos han conseguido recuperar el control de varios de los pueblecitos mineros.

El capitán Svoboda se alzó de hombros, con expresión de impotencia:

—El ferrocarril está cortado. La ciudad en sí está a seguro, pero no sé por cuánto tiempo. Sólo me dejó usted ciento cincuenta soldados para controlar a once mil personas, cosa que hice, utilizando los rehenes. El gobernador trajo otros novecientos hombres, y esa cantidad no es suficiente para controlar a su manera. Ha pedido más soldados a la Bahía de Presten.

—¿Es de ahí de donde vino el primer grupo de sus hombres? —preguntó Glenda Ruth.

—Sí, señora. Al menos una buena parte de ellos.

—Entonces la cosa es, si no excusable, sí comprensible, coronel —dijo ella—: Muchos de los ranchos de la Meseta de Ford fueron quemados por los Leales, en la primera revuelta. Supongo que ellos opinan que, ahora, sólo están pagándoles a los Leales en su misma moneda.

Falkenberg asintió.

—¡Sargento mayor!

—¡Señor!

—Que la guardia se ponga las armaduras personales y se equipe para combate. Capitán, vamos a hacer una visita a su gobernador provisional. ¡Alerte a sus hombres!

—¡Coronel! —protestó Glenda Ruth—. ¿Qué… qué demonios quiere hacer?

—Señorita Horton, yo dejé una ciudad indemne, que ahora es un nido de oposición. Me gustaría saber el porqué de esto. Vamos, Svoboda.

La Alcaldía se alzaba sin daños, en medio de calles de edificios quemados. La ciudad olía a madera abrasada y a muerte, como si se hubiera luchado una gran batalla en el centro. Falkenberg permaneció impávido mientras Glenda Ruth contemplaba incrédula a lo que había sido la ciudad más rica después de la capital.

—Lo intenté, coronel —murmuró Svoboda. De todos modos, se culpaba a sí mismo—. Tendría que haber disparado contra los Patriotas y arrestado al gobernador. No se podía comunicar con usted, y yo no quería asumir esa responsabilidad sin órdenes. ¿Debería haberlo hecho, señor?

Falkenberg no le contestó. Las posibles violaciones de los contratos de los mercenarios siempre eran situaciones delicadas. Finalmente, dijo:

—No puedo culparle por no haber querido meter al Regimiento en una guerra contra los que nos han contratado.

Los centinelas de las fuerzas irregulares Patriotas, de guardia en la alcaldía, protestaron cuando Falkenberg caminó con firmeza hacia el despacho del gobernador. Trataron de cerrarle el camino, pero cuando vieron a sus cuarenta mercenarios con armadura de combate, se hicieron a un lado.

El gobernador era un ranchero, de amplias espaldas, al que le habían ido bien las cosas especulando en la bolsa. Era un experto vendedor, maestro en el amistoso apretón del brazo y la palmada en la espalda, así como las palabras justas en el lugar adecuado, pero que no tenía experiencia alguna en mandos militares. Miró nerviosamente al sargento mayor Calvin y a los guardias de rostro serio que había en el exterior de su despacho, mientras Glenda le presentaba a Falkenberg.

—El gobernador Jack Silana —le dijo ella—. El gobernador se mostró muy activo en la primera rebelión y, sin su ayuda económica, no hubiéramos podido pagar sus billetes aquí, coronel.

—Ya veo. —Falkenberg ignoró la mano extendida del gobernador—. ¿Ha autorizado usted más saqueos, gobernador? Puedo ver que sus tropas aún se están dedicando a ello.

—Sus mercenarios tienen todo el dinero de los impuestos —protestó Silana. Trató de sonreír—. Estamos arruinando a mis tropas para pagarles a ustedes. ¿Por qué no van a tener que contribuir a costear esta guerra los simpatizantes de los Confederados? En cualquier caso, los verdaderos problemas empezaron cuando una chica del pueblo insultó a uno de mis soldados. Él la golpeó, algunos ciudadanos intervinieron y los camaradas de mi soldado acudieron a ayudarle. Estalló una algarabía, y alguien llamó a la guarnición para reprimirla…

—Y usted perdió el control de la situación —acabó Falkenberg.

—¡En cualquier caso, los traidores no tienen más que lo que se merecen! No se crea que
ellos
no saqueaban cuando ganaban, coronel. Mis hombres han visto cómo les quemaban sus ranchos, y saben que Puerto Allan es un nido de traidores, simpatizantes de los Confederados…

—Ya veo —Falkenberg se volvió hacia su preboste:

—Capitán, ¿había entregado usted formalmente el control al gobernador Silana, antes de que sucediese esto?

—Sí, señor. Tal como se me había ordenado.

—Entonces, no es problema del Regimiento. ¿Estuvieron implicados algunos de nuestros soldados?

Svoboda asintió, a disgusto:

—Tengo arrestados a siete soldados y al sargento Magee, señor. He celebrado consejo de guerra contra otros siete.

—¿Qué acusaciones tiene contra Magee? —En una ocasión, Falkenberg había promocionado personalmente a Magee. El hombre tenía un temperamento infernal, pero era un buen soldado.

—Saqueo. Borrachera mientras estaba de servicio. Robo. Y conducta perjudicial para el Regimiento.

—¿Y contra los otros?

—Tres violaciones, cuatro saqueos y un asesinato, señor. Están detenidos, esperando ser llevados ante el consejo de guerra. Y también solicito que se efectúe una investigación acerca de mi conducta en el mando.

—Concedido. Sargento mayor.

—¿Señor?

—Tome la custodia de los prisioneros y convoque el consejo de guerra. ¿Qué oficiales tenemos presentes para una investigación?

—El capitán Greenwood ha sido rebajado de todo servicio de armas por orden del cirujano jefe, señor.

—Excelente. Haga que efectúe una investigación formal sobre la administración de la ciudad, por parte del capitán Svoboda.

—Señor.

—¿Y qué les pasará a esos hombres? —preguntó Glenda Ruth.

—Los violadores y el asesino serán colgados si resultan condenados. Trabajos forzados para los demás.

—¿Colgará usted a sus propios hombres? —preguntó ella. No se lo creía, y su voz lo demostraba.

—No puedo permitir que haya podredumbre en mi Regimiento —le espetó Falkenberg—. En cualquier caso, la Confederación protestará al CD por esta violación de las Leyes de Guerra.

El gobernador Silana se echó a reír.

—Ya protestamos nosotros, muchas veces, durante la última rebelión, y no hicieron nada al respecto. Creo que podemos correr ese riesgo.

—Quizá. ¿Significa eso que no va a hacer nada para arreglar la situación?

—Daré órdenes para que termine el pillaje.

—¿Es que aún no las ha dado?

—Bueno, sí, coronel… pero los hombres… Bueno, supongo que ya se les habrá pasado el enfado.

—Si las anteriores órdenes no los han detenido, no lo van a hacer las nuevas. Tendrá que estar preparado a castigar a los que las vulneren. ¿Lo está usted?

—¡Maldita sea si voy a colgar a mis propios soldados para proteger a los traidores!

—Ya veo. Gobernador, ¿cómo se propone pacificar esta zona?

—He mandado por refuerzos…

—Sí. Gracias. Si nos excusa, gobernador, la señorita Horton y yo tenemos cosas que hacer. —Empujó a Glenda Ruth fuera del despacho—. Sargento mayor, traiga al alcalde Hastings y al coronel Ardway a la oficina del capitán Svoboda.

—Fusilaron al coronel Ardway —dijo Svoboda—. El alcalde está en la cárcel.

—¿En la cárcel? —murmuró Falkenberg.

—Sí, señor. Yo tenía a los rehenes en el hotel, pero el gobernador Silana…

—Ya veo. En marcha, sargento mayor.

—¡Señor!

—¿Qué es lo que quiere ahora, maldito bastardo? —le preguntó Hastings diez minutos después. El alcalde tenía el rostro demacrado, con una barba de varios días, mientras que su piel mostraba la suciedad del que está encerrado sin la adecuada posibilidad de lavarse.

—Cada cosa a su tiempo, alcalde. ¿Algún problema, sargento mayor?

Calvin sonrió ferozmente.

—No muchos, señor. El oficial al mando no quiso verse en dificultades con mi guardia… coronel, tienen a todos los rehenes metidos en celdas abarrotadas.

—¿Qué es lo que le han hecho a mi esposa e hijos? —inquirió frenéticamente Roger Hastings—. No sé nada de ellos, desde hace días.

Falkenberg miró inquisitivamente a Svoboda, pero éste sólo pudo contestarle con una negativa de la cabeza.

—Ocúpese de la familia del alcalde, sargento mayor. Tráigalos aquí. Señor Hastings, ¿puedo entender que cree usted que todo esto es cosa mía?

—Si usted no hubiera tomado la ciudad…

—Eso fue una operación militar legítima. ¿Tiene usted acusaciones que hacer contra mis tropas?

—¿Y cómo quiere que lo sepa? —Hastings se sentía débil. No le habían alimentado de un modo adecuado desde hacía tres días, y estaba muerto de nervios por su familia. Mientras se apoyaba contra el escritorio vio a Glenda Ruth por primera vez—. Tú también, ¿eh?

—No he tenido nada que ver, Roger. —Él casi había sido su suegro. Se preguntó dónde estaría el joven teniente Harley Hastings. Aunque habían roto su noviazgo hacía mucho tiempo, sus desacuerdos habían sido sobre todo políticos, y continuaban siendo buenos amigos—. Lo siento mucho.

—Fue por culpa tuya. Tuya y de los jodidos rebeldes. Oh, seguro, a ti no te gusta el pasar a fuego las ciudades ni matar a los civiles, pero de todas maneras eso son cosas que pasan… y vosotros empezasteis la guerra. No puedes lavarte las manos de esa responsabilidad.

Falkenberg le interrumpió:

—Señor alcalde, aún tenemos intereses comunes. En esta Península crecen pocos alimentos, y su gente no puede sobrevivir sin suministros. Me han dicho que más de un millar de sus conciudadanos murió en los desórdenes, y que otra cantidad casi igual se encuentra en las colinas. ¿Puede usted lograr que los altos hornos y las fábricas automatizadas funcionen con la gente que le queda?

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