Read El médico de Nueva York Online
Authors: Maan Meyers
Tonneman se dedicó a examinar los anteojos, que probablemente reposaban donde su padre los había dejado por última vez. Los cogió y se los llevó a la cara. El roce de metal evocó la expresión afable de su padre, sus ojos azules, quizá más que los suyos, las cejas espesas, la voz profunda y un tanto ronca, aunque dulce y cariñosa.
De niño, sentado en el regazo de su padre, solía oírle hablar de sus pacientes, a pesar de no comprender apenas nada. Cuando creció, y habiendo abandonado ya el regazo paterno, entendió cada vez más las cosas que le había comentado.
Cerró los ojos y sintió que su padre le ponía la mano en la cabeza; luego oyó su voz, suave como la brisa: «¿Qué opinas de esto, hijo? —A continuación, con un tono más triste, agregó—: Deberías haber regresado antes, cuando yo todavía estaba aquí.»
«Eso lo sé ahora. ¿Por qué demonios tuve que regresar tan tarde?», pensó Tonneman mientras se pasaba la mano por el rostro como si quisiera quitarse la culpa.
«Te necesitaba a mi lado, hijo.»
Se sintió angustiado. Había creído que su padre viviría para siempre. Se preguntó por qué no había respondido a la llamada de éste.
Después de que Jamie le hubiera rescatado de la vida disoluta y le hubiera proporcionado un futuro brillante como médico, Tonneman había vivido sólo el presente, el día a día, sin pensar jamás en retornar a casa. Quizá había conservado una imagen de su hogar y creído que, si algún día se le ocurría volver, lo encontraría todo tal y como lo había dejado.
Pero eso era una entelequia.
Tonneman sostuvo los anteojos con la mano derecha y luego se los colocó en la nariz, ansioso por sentir a su padre en ellos, tratando de ver el mundo a través de los ojos del anciano. Pero lo único que consiguió ver fue una ampliación de cuanto le rodeaba, y también de su pena. Su padre se había ido. Se quitó los anteojos con delicadeza y volvió a colocarlos sobre el libro abierto.
El exquisito olor que llegaba de la cocina evitó que Tonneman se echara a llorar. La sopa apenas había saciado su hambre. Llamó a la puerta de Jamie, la abrió y, al ver que no estaba, decidió bajar, suponiendo que su amigo estaría en la cocina.
Jamie lo aguardaba al pie de las escaleras, con una mirada severa.
—Jamie, ¿qué ocurre?
—Me temo que el asunto de la mujer decapitada es más complicado de lo que pensábamos.
—¿Por qué?
—Acabo de examinarla atentamente...
Tonneman hizo un gesto con la mano.
—Continúa.
—Le faltan trozos de carne en el trasero.
—¿Se los arrancaron antes o después de matarla?
—Recemos para que fuera después. Resulta imposible determinarlo habiendo estado el cuerpo congelado. Lo que sí me parece significativo es cómo lo hicieron.
—¿Y...?
—Con dientes. Dientes humanos.
Miércoles 15 de noviembre. Tarde
La consulta se componía de dos habitaciones conectadas entre sí; a la segunda, el estudio, se accedía a través de la primera. El estudio había sido un lugar muy especial para su padre. Peter Tonneman lo había bautizado como su habitación para pensar. Lo encontraron oscuro y frío como una tumba.
Sobre el escritorio de arce descansaban un candelero de nogal con una vela medio consumida y apagada, dos montones de libros e impresos de medicina, algunos más nuevos que otros, y muchas de las cartas que Tonneman había enviado a su padre desde Londres. Sólo los tenues rayos de sol que se filtraban por la ventana iluminaban la estancia.
El resto del estudio estaba tan ordenado y limpio como el escritorio. El viejo Tonneman había sido un hombre muy meticuloso y absolutamente entregado a sus pacientes. Al pensar en éstos, a Tonneman se le ocurrió que podría poner un anuncio en el
New York Gazetteer
y quizá también en algún periódico nuevo para notificar su regreso y su intención de tomar el relevo de su padre. Consideró que algunos folletos también le serían útiles como publicidad.
—Tonneman —llamó Jamie con impaciencia.
Tonneman salió del estudio y entró en la consulta, esa habitación que tanto le había fascinado de pequeño.
El cuerpo decapitado yacía sobre la mesa de operaciones cubierto con un trozo de tela, y debajo se encontraba la cabeza, aún en la bolsa de arpillera. En el suelo se hallaban amontonadas las ropas de la mujer, incluidas las prendas íntimas de seda y las botas, estas últimas sin apenas marcas en las suelas.
Goldsmith se mostraba incómodo; cambió de postura varias veces en poco rato, se examinó las manos o cualquier otra cosa para evitar mirar hacia la mesa. Tonneman reprimió la risa con la mano.
Había varias velas encendidas, y junto a una, un microscopio, tarros de ungüento, un bote de tinta, una pluma y fajos de papel llenos de anotaciones y dibujos.
La consulta estaba equipada con mostradores, mesas, armarios y varios jarros de agua, tazones, morteros y manos de mortero, tenazas para extraer muelas, pinzas para hacer anteojos y dos armarios empotrados; en uno se guardaban diversos tarros, todos ellos muy bien etiquetados, y el otro contenía el instrumental quirúrgico. Según recordaba Tonneman, en ese armario también se guardaban las mantas. Abrió los cajones de una mesa y descubrió varios rollos de vendaje. También había una chimenea en la estancia. Naturalmente, a Tonneman no se le ocurrió pedir a Goldsmith que la encendiera. De no ser por el bendito frío, el cadáver apestaría.
Sobre un mostrador reposaba una bolsa de piel marrón abierta; seguramente el padre de Tonneman la había dejado allí la última vez que había regresado de una visita. Había además dos lámparas de aceite. Tonneman las cogió. Estaban vacías.
—¿Empezamos?
Jamie, adecuadamente vestido ya, le tendió un delantal y su bolsa. Había dispuesto su instrumental encima del mostrador de madera más cercano a la mesa de operaciones.
—Goldsmith, di a Gretel que mantenga la comida caliente. No tardaremos mucho.
El alguacil salió a toda prisa para cumplir la orden. Tonneman se ciñó el delantal y comenzó a sacar su instrumental. De pronto se detuvo. Se acercó a la bolsa de su padre y luego al armario que contenía el instrumental. Cuando por fin hubo recogido el surtido de útiles que necesitaba para la autopsia, regresó a la mesa. El alguacil, que ya había vuelto, se mostraba aún más nervioso que antes.
—Empecemos —propuso Tonneman.
Jamie descubrió el cadáver. Goldsmith apartó la mirada.
—Nada de eso, alguacil —dijo Jamie—. Estamos aquí para aprender.
De mala gana, Goldsmith volvió a mirar en dirección a la mesa.
A pesar del frío que reinaba en la habitación, el cuerpo se había descongelado ligeramente. Sin sangre, el cadáver presentaba un color blanco grisáceo; tenía el rostro marcado por la viruela, los senos caídos, el vientre hinchado de ponzoña mortal y los huesos de la pelvis salidos. Había sido una mujer joven, delgada y, no demasiado tiempo atrás, también muy viva.
Después de examinar las dentelladas, Tonneman pasó a las axilas y luego a los miembros; finalmente examinó entre las piernas.
—Esto es muy desagradable —comentó Goldsmith, sonrojándose—. Perdonen, señores.
—Forma parte de mi trabajo —replicó Tonneman sin levantar la vista—. Debemos averiguar si fue violada. En fin, virgen no era, de eso estoy convencido.
—Pues no llevaba anillo —comentó Daniel Goldsmith con cinismo—. Debía de ser una furcia. Es un consuelo, si se me permite el comentario, señor.
—Mira aquí —indicó Jamie.
El brazo derecho, cerca del hombro, presentaba una marca pequeña, profunda y marrón que semejaba una «f» o quizá una «p», lo que indicaba que antaño había sido una delincuente.
«¿Qué representará esta letra? ¿Prostituta? ¿O quizá pobre?», pensó Tonneman con cierta ironía.
—Dale la vuelta, por favor.
Goldsmith obedeció de mala gana. Cuando terminó, se encogió de hombros.
En las nalgas aparecían más dentelladas. Después de realizar un dibujo de las salvajes laceraciones en nalgas, senos y vientre, así como otro del cuerpo entero, Tonneman dijo:
—El cadáver, con la cabeza incluida, mediría metro setenta y pesaría unos cincuenta y cinco kilos. Deduzco que se trataba de una mujer sana que rondaba la treintena. Tiene las manos y la piel curtidas, a pesar de que la ropa interior sea tan delicada, por lo que me inclino a pensar que trabajaba de doncella.
Cuando procedió a cortar con el escalpelo de su padre, Tonneman experimentó cierto alivio, pues tuvo la sensación de que se disponía a terminar la labor que su padre había empezado.
—Sólo un riñón —observó Jamison—. Creo que falta el otro.
—¡Dios mío! —exclamó Goldsmith—. ¿Alguien arrancó a la pobre el riñón? ¿Cómo es posible?
Tonneman negó con la cabeza.
—No. Nació así, Goldsmith. El que le quedaba estaba lo bastante sano para hacer el trabajo de los dos. No tenía ningún órgano enfermo. —Habían transcurrido veinte minutos cuando Tonneman anunció—: He terminado.
Señaló con la cabeza los jarros de agua; el alguacil fue a buscarlos y vertió agua sobre las manos de los médicos y el instrumental.
—Creo —dijo Tonneman— que después de esto nos merecemos un buen almuerzo. Tú también, Goldsmith.
—Muy bien. —El alguacil se frotó las manos y se sopló los dedos—. Estoy casi tan congelado como ella.
Jamie carraspeó.
—Mejor no abusar de los chistes.
Avergonzado, el alguacil bajó la mirada para evitar la de Jamie. Cogió una escoba que estaba apoyada contra la pared y se dispuso a barrer el agua sucia.
—Hay algo que has pasado por alto —dijo Jamie.
Tonneman frunció el entrecejo.
—¿Qué?
—Venga, chico, estoy seguro de que te enseñé mucho más que eso.
Tonneman se llevó la mano a la cabeza.
—¡Oh, Dios! He olvidado encajar la cabeza en el cuerpo.
—Y... —añadió Jamie— no hay manera de saber si la capa y la cofia halladas en la ciénaga pertenecían a esta desdichada criatura, lo que abre un interesante interrogante.
Tonneman asintió con la cabeza.
—¿Y si se trata de dos asesinatos distintos?
Miércoles 15 de noviembre. Tarde
La cabeza —lo que quedaba de ella— encajó con el cuerpo.
Ayudaron a Daniel Goldsmith a envolver de nuevo el cadáver con la arpillera en que había sido transportado. Cuando el alguacil hubo tomado el segundo tazón de sopa, se despidió y partió hacia Potter's Field con los dos paquetes.
Tonneman y Jamie almorzaron por fin. Después bebieron unas copas de oporto en el comedor. El techo envigado testificaba la robustez de la casa; la chimenea era pequeña. El centro de la habitación estaba ocupado por una larga mesa de madera de cerezo, rodeada de ocho sillas de nogal de respaldo alto. Tonneman, que se había quitado las botas, descansaba los pies sobre la vieja alfombra roja de Turquía.
En la mesita entre las dos butacas de orejas había una gran porción de Stilton y dos tazones, uno con suculentas manzanas, el otro con nueces.
Jamie cortó un pedazo de queso y se lo llevó a la boca.
—¿Qué opinas? —preguntó mientras masticaba.
—¿De qué?
—De esa desdichada mujer.
Tonneman paladeó el oporto. Oyó a Gretel canturrear en la cocina. Era un placer estar en casa, compartiendo el vino, la comida y la conversación con su mejor amigo. Sólo se reprochaba no haber podido hacer lo mismo con su padre.
—Todo apunta a que era una doncella.
—¿Crees que trabajaba en alguna casa?
—Diría que sí. —Tonneman cascó una nuez—. Seguramente no era de Nueva York. Tal vez de Nueva Inglaterra, o Nueva Jersey. Quién sabe. En cualquier caso, no era de aquí. Supongo que escapó y fue a dar con malas compañías. No encontraron ningún monedero. Es probable que uno de sus amigos le robara el dinero y luego la matara.
El rostro de Jamie adoptó una expresión de desdén. Bebió más oporto y volvió a llenar las copas.
—¿Qué cosa de valor podía llevar encima una mujer como ésa?
—Ah —replicó Tonneman, concentrado en cascar otra nuez—, buena pregunta. Si consigues responderla, conseguirás resolver el enigma.
—Si el asesino era un desconocido, ¿por qué demonios tenía que decapitarla?
Tonneman asintió con la cabeza. Su compañero acababa de desmontar la teoría que había planteado. Así eran las cosas entre él y Jamie; así habían sido desde el día que se conocieron. Jamie formulaba las preguntas adecuadas a la manera socrática con objeto de despertar en Tonneman una idea latente. Sin contestar jamás a las preguntas, Jamison ayudaba a su colega a dar con la respuesta.
—¿Para dificultar la identificación de la mujer?
—Exactamente. Por tanto, tu historia de las malas compañías no es tan buena como la mía.
—¿Cuál es la tuya?
—Explícala tú.
Tonneman se retiró las cáscaras de nuez del regazo, cogió la pipa de brezo de su padre de la mesita y la llenó con tabaco en rama de Virginia, que encontró en la cajita azul de Delft. Acercó una cerilla al fuego y luego a la pipa. A pesar de que el tabaco estaba demasiado seco, fumó con deleite. De repente se le ocurrió una respuesta:
—Huyó con otro criado. Sin duda se trataba de un hombre, pues ninguna mujer habría conseguido cortarle la cabeza de esa manera...
—¿Ni siquiera Gretel?
Tonneman echó a reír. A continuación se llevó un dedo a los labios y murmuró:
—Excluyendo a Gretel. —Partió un trocito de manzana y lo mezcló con el tabaco—. Ese hombre... le cortó la cabeza porque, si se encontraba el cuerpo y se identificaba el cadáver, él sería el principal sospechoso.
—Muy bien, chico. Buena deducción por ahora.
Tonneman no le escuchaba. Se le había ocurrido otra pregunta:
—Pero ¿y la ropa interior? —Chupó la pipa de brezo. Un agradable aroma a tabaco de Virginia invadió la habitación.
—Pues sí, ¿qué ocurre con la ropa interior? —Jamie sacó una tabaquera del chaleco, inhaló tabaco en polvo y estornudó sobre un pañuelo que a continuación se guardó en la manga de encaje de su chaqueta azul marino—. La ropa interior pone en entredicho la teoría del criado.
Tonneman se levantó y se acercó a la ventana.
—Ha cesado de nevar.
Los árboles y los campos, cubiertos de nieve, separaban su casa de la mansión de los Comfort. Le pareció ver de nuevo a su Abigail, con su sombrilla, su rubia cabellera y su tez blanca como la leche. Oyó su risa y contempló sus ojos azules.