El médico (29 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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22
LA PRIMERA ETAPA

Londres era el puerto inglés desde el que partían más barcos hacia Francia de modo que se dirigió a la ciudad que lo había visto nacer. A lo largo de todo el camino hizo altos para trabajar, pues quería emprender la aventura con la mayor cantidad posible de oro. Tras su llegada a Londres se enteró de que estaba cerrada la temporada de navegación. El Támesis se había congestionado por los mástiles de los navíos anclados. Haciendo honor al origen danés, el Rey Canuto había construido una gran Flota de naves vikingas que surcaban las aguas como monstruos con ronzal. Los temibles buques de guerra estaban rodeados por un variado conjunto: gordos galeones convertidos en barcas para pesca de altura; las galeras trirremes, de propiedad privada de los ricos; buques cerealeros achaparrados, de lenta navegación a vela; dos botes mercantes con velas triangulares, de aparejo pequeño, carracas italianas de dos mástiles; largas naves de un solo mástil que trasportan caballos de tiro de las flotas mercantes de los países nórdicos. Ninguna de las embarcaciones llevaba carga ni pasajeros, pues ya soplaban vientos glaciales. En los terribles seis meses siguientes, muchas mañanas se congelaría la espuma salada en el Canal, y los marineros sabían que aventurarse hasta donde el mar del Norte confluye con el Atlántico equivalía a morir ahogado en aquellas aguas agitadas.

En el Herring, un antro de marineros del puerto, Rob golpeó contra la mesa su taza de sidra calentada con empecías.

—Estoy buscando alojamiento limpio y abrigado hasta la primavera —dijo—. ¿Alguno de los presentes podría orientarme?

Un hombre bajo pero ancho, con figura de bulldog, lo estudió mientras limpiaba su taza, y luego asintió.

—Sí —dijo—. Mi hermano Tom murió en el último viaje. Su viuda, que responde al nombre de Binnie Ross, ha quedado con dos bocas para alimentar. Si estas dispuesto a pagar razonablemente, sé que te alojará encantada.

Rob le pagó una copa y lo acompañó hasta una diminuta casa cercana próxima al mercado de East Chepe. Binnie Ross resultó ser una ratita flaca, toda ojos azules preocupados en una carita delgada y pálida. La casa estaba bastante limpia aunque era muy pequeña.

—Tengo una gata y una yegua —advirtió Rob.

—La gata no me molestará —dijo la dueña de la casa, ansiosa: era evidente que necesitaba dinero desesperadamente.

—Puedes guardar el caballo durante el invierno —dijo su cuñado—.

En la calle del Támesis están los establos de Egglestan.

Rob asintió.

—Conozco el lugar.

—Está preñada —dijo Binnie Ross, alzando a la gata y acariciándola.

Rob no vio ninguna redondez extraordinaria en su liso vientre.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó, convencido de que estaba equivocada.— Todavía es muy joven; nació el verano pasado.

La chica se encogió de hombros.

Tenía razón: pocas semanas después,
Señora Buffington
prosperaba. Rob la alimentaba con bocados exquisitos y proporcionaba buenos alimentos a Binnie y a su hijo. La pequeña era bebé y todavía mamaba. A Rob le encantaba ir andando al mercado y hacer la compra para ellos, recordando el milagro de alimentarse bien después de largo tiempo con el estómago vacío.

La pequeña se llamaba Aldyth y el niño, de menos de dos años, Edwin. Todas las noches Rob oía llorar a Binnie. Llevaba en la casa menos de dos semanas cuando ella se acercó a su cama en la oscuridad. No dijo una sola palabra, pero se tendió y lo rodeo con delgados brazos, silenciosa durante todo el acto. Por curiosidad, Rob probó su leche y la encontró dulce.

Después, ella volvió a su propio lecho y al día siguiente no hizo ninguna referencia a lo ocurrido.

—¿Cómo murió tu marido? —le preguntó mientras ella servía las gachas del desayuno.

—En una tormenta. Wulf, su hermano, el que te trajo aquí, dijo que a Paul se lo había llevado la mar. No sabía nadar.

Acudió a él más de una noche, aferrándolo desesperadamente. Más a adelante, el hermano de su difunto marido, que sin duda había hecho acopio de coraje para hablarle, se presentó en la casa una tarde. A partir de entonces Wulf aparecía todos los días con regalitos; jugaba con sus sobrinos, pero evidente que hacia la corte a la madre, y un día Binnie le dijo a Rob que ella y Wulf se casarían. Este anuncio volvió más cómoda la casa para la larga espera de Rob.

Durante una ventisca, Rob asistió a
Señora Buffington
en el alumbramiento de una hermosa camada: una miniatura de sí misma, un macho blanco y un par de mininos negros y blancos que probablemente habían salido a su padre. Binnie se ofreció a prestarle el servicio de ahogar a los cuatro gatitos, pero en cuanto fueron destetados Rob forró un cesto con trapos y los llevó a las tabernas, donde pagó una serie de bebidas con el propósito de que alguien aceptara llevárselos.

En marzo, los esclavos que hacían el trabajo pesado volvieron al puerto, nuevas filas de hombres comenzaron otra vez a abarrotar la calle del Támesis, cargando los depósitos y los barcos con productos de exportación.

Rob hizo innumerables preguntas a los viajantes y decidió que lo más conveniente era iniciar el viaje vía Calais.

—Allí se dirige mi nave —le dijo Wulf, y lo llevó a la grada para mostrarle el
Queen Emma
.

El barco no era tan importante como su nombre: un enorme carcamán de madera con un mástil altísimo. Los estibadores lo estaban cargando con conchas de estaño de las minas de Cornualles. Wulf llevó a Rob ante el capitán, un galés nada sonriente que asintió cuando le preguntó si llevaría un pasajero, y mencionó un precio que parecía justo.

—Tengo un caballo y un carro —dijo Rob.

El capitán frunció el ceño.

—Te costará caro transportarlos por mar. Algunos venden sus bestias y carros a este lado del Canal y compran otros nuevos al llegar al otro lado.

Rob meditó un rato, pero decidió pagar el flete, aunque era muy elevado.

Había forjado el plan de trabajar como cirujano barbero durante sus viajes.

Caballo
y el carromato rojo eran un buen equipo, y no confiaba en encontrar algo que le diera tantas satisfacciones.

Con abril el tiempo se volvió bonancible y empezaron a salir los primeros barcos. El
Queen Emma
levó anclas del fango del Támesis el undécimo del mes, despedido por Binnie sin demasiado llanto. Soplaba un viento seco pero suave. Rob vio como Wulf y otros siete marineros jalaban los cabos levantando una enorme vela cuadrada que se hinchó con un crujido en cuanto llegó a lo alto: comenzaron a flotar en la marea ascendente. Pesada su carga de metal, la enorme embarcación salió del Támesis, deslizándose suavemente a través de los estrechos entre la isla de Thanet y el continente, arrastrándose frente el litoral de Kent, y cruzando luego tenazmente el Canal, viento en popa.

La costa verde oscureció a medida que retrocedía, hasta que Inglaterra fue una bruma azul y luego un borrón púrpura que se tragó la mar. Rob no tuvo la oportunidad de albergar nobles pensamientos, pues estaba vomitando. Al pasar a su lado en cubierta, Wulf interrumpió sus pasos y escupió despectivamente por el colmillo.

—¡Por los clavos de Cristo! Vamos demasiado cargados para cabecear, el tiempo es inmejorable y las aguas están en calma. ¿Qué te ocurre?

Pero Rob no pudo responder, pues estaba inclinado sobre la borda para no manchar la cubierta. En parte, su problema era el terror que experimentaba, pues nunca había estado en el mar y ahora lo acosaba toda una vida de historias de ahogados, desde el marido y los hijos de Editha Lipton hasta el afortunado Tom Ross, que había dejado viuda a Binnie. Las aguas aceitosas por las que vomitaba se presentaban inescrutables e insondables, probablemente llenas de monstruos malignos, y Rob se arrepintió de la temeridad con que había emprendido tan extraña aventura. Para colmo de males, el viento arreció y en el mar se formaron profundos oleajes. Tuvo la certeza de que en breve moriría, y hubiera dado buena acogida a semejante liberación. Wulf fue a buscarlo y le ofreció una cena compuesta por pan y cerdo salado frito muy frío. Rob resolvió que Binnie debía haberle confesado las visitas a su lecho y que esa era la venganza de su futuro marido, al que no tenía fuerza para responder.

El viaje había durado siete interminables horas cuando otra bruma se levantó en el denso horizonte y lentamente apareció Calais.

Wulf se despidió deprisa, pues estaba ocupado con la vela. Rob condujo a la yegua y el carro por la plancha, hacia una tierra firme que parecía subir y bajar como el mar. Razonó que el terreno francés no podía oscilar, pues de lo contrario habría oído hablar de semejante rareza. Lo cierto es que después de unos minutos de caminata, la tierra le pareció más firme, pero ¿dónde iría? No tenía la menor idea de su destino ni de cual debía ser el próximo paso. El idioma constituía un obstáculo. A su alrededor, la gente hablaba con un sonido de matraca, y no logró extraer ningún sentido a sus palabras. Finalmente se detuvo, se encaramó al carromato y batió palmas.

—¡Contrataré a quien hable mi lengua! —gritó.

Un viejo con cara de necesidad se acercó a él. Tenía las piernas canijas y una estructura esquelética que advertían que no sería muy útil para levantar y arrastrar pesos. Pero el hombre notó que Rob estaba pálido y sus ojos centellearon.

—¿Podemos hablar frente a un vaso calmante? Los alcoholes de manzana operan maravillas para asentar el estómago —dijo, y la lengua madre fue una bendición para los oídos de Rob.

Se detuvieron en la primera taberna que encontraron. Se sentaron ante una rústica mesa de pino, al aire libre.

—Yo soy Charbonneau —dijo el francés, haciéndose oír por encima del bullicio de los muebles—. Louis Charbonneau.

—Rob J. Cole.

En cuanto les sirvieron el aguardiente de manzanas, cada uno brindó por la salud del otro, y Charbonneau había acertado, porque el alcohol calentó el estómago de Rob y lo devolvió al mundo de los vivos.

—Creo que ahora puedo comer —dijo, aunque dubitativo.

Contento, Charbonneau impartió una orden y en seguida una camarera llevó a la mesa un pan crujiente, una fuente con pequeñas olivas verdes y queso de cabra que hasta Barber habría aprobado.

—Ya ves por qué necesito ayuda —dijo Rob con tono quejumbroso—; ni siquiera sé pedir la comida.

—Toda mi vida he sido marinero. Era un crío cuando mi primer barco me dejó en Londres, y recuerdo muy bien cuánto ansiaba oír mi lengua natal —explicó Charbonneau sonriendo.

La mitad de su vida en tierra la había pasado al otro lado del Canal, donde hablaban inglés.

—Yo soy cirujano barbero y viajo a Persia para comprar medicinas raras y hierbas curativas que serán enviadas a Inglaterra.

Eso era lo que había decidido decir a todos, para eludir cualquier discusión sobre el hecho de que la Iglesia consideraba un delito su verdadero motivo para ir a Ispahán.

Charbonneau enarcó las cejas.

—Es un largo viaje.

Rob asintió.

—Necesito un guía; alguien que traduzca lo que digo para poder presentar espectáculos, vender mi panacea y tratar a los enfermos durante el acto. Estoy dispuesto a pagar un salario generoso.

Charbonneau cogió una oliva de la fuente y la puso sobre la mesa calada por el sol.

—Francia —dijo y cogió otra oliva —. Los cinco ducados de Alemania por los sajines. —Cogió otra y luego otra, hasta que hubo siete olivas en fila—. Bohemia —dijo, señalando la tercera—, donde viven los eslavos y los checos. Después está el territorio de los magiares, un país cristiano lleno de bárbaros jinetes salvajes. A continuación los Balcanes, un país de altas y feroces montañas, de gentes altas y feroces. Más allá Tracia, de la que sé muy poco salvo que marca el límite final de Europa y en ella se encuentra Constantinopla. Y finalmente Persia, adonde tú quieres ir.

Observó a Rob contemplativamente.

—Mi ciudad natal está en la frontera entre Francia y las tierras de los ilanes, cuyas lenguas teutónicas hablo desde mi infancia. Por tanto, si me contratas, te acompañaré hasta... —Recogió las dos primeras olivas y se las metió en la boca—. Debo dejarte a tiempo para estar en Metz el próximo invierno.

—Trato hecho —dijo Rob, aliviado.

Después, mientras Charbonneau le sonreía y pedía otro aguardiente, consumió con gesto solemne las demás olivas de la fila, tragándose así los cinco países restantes, uno por uno.

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