—Hecho. Puedes ir a informar a tu amo que los Altos están muertos.
—Tengo órdenes de comprobarlo personalmente —dijo Grag—. ¿Dónde están los cuerpos?
El theiwar se puso ceñudo.
—En esa posada al final de la calle, pero es una pérdida de tiempo y alguien podría descubrirnos. Los hylars podrían llegar en cualquier momento.
—Correré el riesgo —insistió el draconiano, que echó a andar hacia el edificio y entonces se detuvo y señaló a los enanos hylars—. ¿Qué pasa con ésos? ¿Están muertos?
—Pues claro que no —replicó el theiwar, desdeñoso—. Nos los llevamos con nosotros.
—Sería más fácil matarlos —comentó Grag.
—Pero menos lucrativo —repuso el theiwar con una mueca burlona.
Grag puso los ojos en blanco.
—¿Seguro que los Altos de ahí dentro han muerto o es que planeáis retenerlos para pedir rescate? —preguntó, severo.
—Puedes verlo por ti mismo, lagarto —se mofó el theiwar y le señaló una ventana rota.
Grag se asomó por ella y reconoció a los humanos de Pax Tharkas. Allí estaba el caballero solámnico, que ya no tenía un aspecto tan caballeresco despatarrado bajo la mesa. El semielfo yacía a su lado. El mago estaba desplomado en una silla. A Grag le alegró ver al mago entre los muertos. Había sido un tipo enfermizo y débil, según lo recordaba el bozak, pero los hechiceros siempre daban problemas. El guerrero musculoso y grandullón estaba tendido junto a la puerta. Seguro que el veneno había tardado más en hacerle efecto a él. Quizás había intentado salir para pedir auxilio.
—Parecen muertos —admitió—, pero tengo que examinar los cuerpos para asegurarme.
Se encaminó hacia la puerta y de repente se encontró con todos los theiwars alineados delante de él y asestándole una mirada fulminante entre las rendijas de los ojillos casi cerrados.
—¿Y ahora qué pasa? —demandó.
Uno de los theiwars lo apuntó con un dedo mugriento.
—No se te ocurra saquear los cuerpos. Cualquier cosa de valor que tengan encima nos pertenece a nosotros.
Todos los demás theiwars asintieron con un enérgico cabeceo.
Grag los miró con asco y empezó a empujarlos para abrirse paso. Los theiwars parecían decididos a oponerse, pero Grag dejó claro que no estaba dispuesto a aguantar tonterías. Llevó la mano a la empuñadura de la espada y los theiwars, sin dejar de rezongar, se apartaron a un lado de la puerta. Cuando Grag la abrió, dos theiwars se colaron dentro como rayos, se acuclillaron al lado del grandullón que estaba caído cerca de la puerta y empezaron a dar tirones de las botas de piel para quitárselas. Los otros dos entraron también a la carrera y se dirigieron directamente al mago muerto.
El draconiano entró más despacio, sin apartar los ojos del caballero. Los malditos solámnicos eran huesos duros de roer a la hora de acabar con ellos. De hecho, a Grag le pareció que el caballero tenía un aspecto muy saludable para estar cadáver. Grag había desenvainado la espada y se inclinaba sobre el solámnico para comprobar si quedaba pulso en él cuando a su espalda estalló un coro de chillidos aterrados; los gritos se cortaron bruscamente con un repugnante ruido que le recordó el que harían melones demasiado maduros al reventar, aunque era el de dos cabezas theiwars que chocaron una contra otra.
A eso lo siguió casi de inmediato un destello cegador, un alarido y una maldición. El caballero y el semielfo, los dos, se incorporaron a un tiempo, con celeridad. Medio cegado por el estallido de luz, Grag arremetió contra ellos con la espada. El semielfo volcó la mesa y paró eficazmente la estocada.
—¡Es un draconiano! —gritó el caballero a la par que blandía su espada.
Grag se agachó y esquivó el golpe.
—¡No lo matéis! ¡Atrapadlo vivo! —gritó alguien.
El bozak imaginó que sólo contaba consigo mismo para librar esa batalla y una ojeada a la ventana le demostró que estaba en lo cierto. Los dos theiwars que seguían vivos, chamuscados pelo y barba, corrían tan de prisa como podían calle abajo.
Grag los maldijo entre dientes. Tenía dos guerreros competentes y expertos ante él, pero el que más le preocupaba era el mago que estaba a su espalda. Grag estaba a punto de superar al semielfo cuando oyó un cántico. De repente se sintió soñoliento y se tambaleó. Sabía reconocer un conjuro cuando lo oía entonar y luchó contra sus efectos, pero la magia lo venció.
Lo último que vio mientras se desplomaba en el suelo fueron pétalos de rosa que descendían suavemente sobre su cabeza.
* * *
—Así es como los enanos oscuros sabían de nuestra llegada y de la presencia de los refugiados —dijo Raistlin.
Estaba de pie junto al inconsciente draconiano mientras Sturm y Caramon ataban las manos y los pies con garras de la criatura.
»
Te advertí en la reunión del Consejo, Tanis, que era importante saber eso.
—Ya he dicho dos veces que lo siento —protestó el semielfo, impaciente—. La próxima vez te haré caso, lo prometo. Ahora la cuestión es ¿qué significa esto? ¿Qué hacen los draconianos en Thorbardin?
—Lo que significa es que Verminaard y sus tropas están aliados con los enanos —manifestó Sturm.
Tanis sacudió la cabeza. Se apartó y de repente asestó un violento puntapié a la pata de la mesa.
—¡Maldita sea! ¡Insté a los refugiados a que abandonaran el valle donde estaban a salvo y los he conducido directamente a una trampa! ¿Cómo puedo haber sido tan estúpido?
—Puede que algunos enanos estén aliados con la Reina Oscura —dijo lentamente Raistlin, que pensaba en voz alta—, pero no creo que Thorbardin haya caído en su poder. No nos habrían llevado ante el Consejo de ser así. Dudo que Hornfel o los otros thanes estén enterados de esto y si quieres más pruebas de ello, Tanis, fíjate que este draconiano va disfrazado. Si los draconianos mandaran en Thorbardin éste no habría intentado ocultar su identidad. Mi suposición es que Verminaard se ha aliado con los enanos oscuros, lo que significa Realgar y posiblemente ese otro thane, Ranee.
—Eso tiene sentido, Tanis —opinó Sturm—. Es probable que Hornfel y los otros no sepan nada de esto.
—Que es la razón por la que los theiwars nos arrojaron piedras cuando entramos en Thorbardin y han intentado envenenarnos ahora —terció Caramon—. ¡Tienen miedo de que se lo contemos a Hornfel!
—Que es exactamente lo que vamos a hacer —dijo Raistlin—. Debemos mostrarle este ejemplar, que es la razón por la que os urgí a no matar al draconiano.
—Estoy de acuerdo en que hay que llegar hasta Hornfel, pero ¿cómo? —planteó el semielfo.
—Ésa es la parte fácil —dijo Sturm, sombrío—. Sólo tienes que salir por la puerta. Los enanos que te prendan te llevarán inmediatamente ante los thanes.
—Eso, si antes no lo matan —comentó Raistlin.
—Iré yo —se ofreció Sturm.
—Tú no hablas enano —arguyó Tanis—. Dadme un tiempo razonable para encontrar a Hornfel. Esperad aquí un poco y después traed al draconiano a la Sala de los Thanes.
Bajó la vista hacia el bozak, que empezaba a volver en sí.
—Creo que está recobrando el conocimiento. Deberías echarle otro hechizo.
—He de dosificar mis fuerzas —respondió el mago—. Un golpe en la cabeza servirá igual y yo no tendré que agotarme más.
—No ocasionará problemas, Tanis, no te preocupes —aseguró Caramon mientras abría y cerraba las manazas.
El semielfo asintió con la cabeza. Pasó por encima de los muebles rotos y de los dos theiwars que yacían en el suelo y luego se paró en la puerta.
—¿Qué pasa con Flint? ¿Y con Tas?
—Están fuera de nuestro alcance —repuso quedamente Raistlin—. Ahora ya no podemos hacer nada para ayudarlos.
—Excepto rezar —añadió Sturm.
—Eso te lo dejaré a ti —dijo Tanis, que a continuación salió de la posada para que lo arrestaran.
El hallazgo de Tasslehoff
La pared de Flint
Más escaleras
Flint y Tas estaban en cuclillas en la Sala de Enemigos, con el mapa extendido ante ellos en el suelo. La dorada luz del sol que había brillado a través de las angostas saeteras había perdido fuerza al sumergirse en una espeluznante bruma teñida de un matiz rojizo. Flint tenía la extraña sensación de estar envuelto en un ocaso. Zarcillos de niebla se colaban en la sala y dificultaban la visión.
—Ojalá supiera leer enano —dijo Tas, que sostenía un farol que Flint había llevado consigo de la posada de forma que la luz diera en el mapa—. ¿Qué significa ese garabato?
Flint apartó la mano del kender con un cachete. —¡No toques! Y deja de menearte, que mueves la luz. Tas se metió la mano en el bolsillo para que se comportara bien e intentó no moverse.
—¿Por qué crees que Arman dijo que eres su sirviente, Flint? Eso no estuvo bien y menos después de todo lo que has hecho por él.
Flint rezongó algo entre dientes.
—No he pillado eso que has dicho —parloteó el kender; pero, antes de que Flint pudiera repetirlo, la nota musical sonó de nuevo y reverberó por toda la sala.
Tas esperó a que los ecos se apagaran y entonces volvió a intentarlo.
»
¿Tú qué crees, Flint?
—Creo que el Mazo está aquí. —Flint puso el corto y grueso índice en el mapa.
—¿Dónde? —Tas se inclinó, anhelante.
—¡Ya estás otra vez moviéndote! —El viejo enano lo fulminó con la mirada.
—Lo siento. ¿Dónde?
—En lo más alto. En lo que llaman la Cámara Rubí. Al menos, ahí es donde yo pondría un mazo si quisiera dejarlo donde nadie pudiera encontrarlo. —Se incorporó con movimientos agarrotados y se frotó las doloridas rodillas. Dobló el mapa con cuidado y se lo metió debajo del cinto—. Iremos allí después de buscar a Arman.
—¿Arman? —repitió Tas, estupefacto—. ¿Por qué vamos a buscarlo?
—Porque es un joven mentecato y alguien tiene que ocuparse de él —rezongó Flint.
—Pero está con Kharas y Kharas es un enano bueno y honorable. Al menos es lo que todo el mundo no deja de repetir.
—Estoy de acuerdo con el kender —dijo una voz desde las sombras—. ¿Por qué te preocupas por el hylar? Después de todo, es uno de tus enemigos de toda la vida.
Flint sacó velozmente el mazo del correaje y, en su precipitación, olvidó que se suponía que tenía que fingir que pesaba mucho.
—Acércate a la luz, donde te pueda ver —dijo Flint.
—Desde luego. No necesitas tu arma —contestó el enano, que entró en el círculo de luz del farol.
Tenía la barba larga y tan blanca como el cabello y la cara tan arrugada como una manzana seca. Los ojos eran oscuros y penetrantes, tan límpidos como los de un recién nacido. Su voz sonaba firme, profunda y juvenil.
—Un extraordinario martillo de guerra el que sostienes. —El anciano lo observó con los ojos entrecerrados por la brillante luz—. Creo recordar uno igual a ése.
—Pues vas a sentirlo en la cabeza si te acercas más —advirtió Flint—. ¿Quién eres?
—¡Es otro Kharas, como el que estaba en la tumba con Arman! —dijo Tas—. ¿Cuántos son ya con éste? ¿Tres o cuatro?
El anciano adelantó otro paso y Flint enarboló el mazo.
—Quédate donde estás.
—No estoy armado —manifestó suavemente Kharas.
—Los fantasmas no necesitan armas —repuso Flint.
—Para ser un fantasma se lo ve muy, pero que muy sólido, Flint —susurró Tas.
—El kender tiene razón. ¿Qué te hace pensar que no soy quien digo ser?
—¡Bah! —resopló Flint con desdén—. ¿Por quién me tomas? ¿Por un enano gully?
—No, te tomo por un neidar que se llama Flint Fireforge. Sé mucho sobre ti. He tenido una charla con un amigo tuyo.
—Arman no es mi amigo —replicó el viejo enano, malhumorado—. Ningún Enano de la Montaña es amigo mío. ¡Y tampoco soy su sirviente!
—Nunca pensé tal cosa. Y no me refería a Arman.
Flint volvió a resoplar.
—Dejemos eso ahora —sugirió el más reciente Kharas. Una sonrisa hizo que la cara se le llenara de arrugas—. Me interesa saber por qué vas a buscar a Arman. Viniste aquí para hallar el Mazo de Kharas.
—Y me iré de aquí con el Mazo de Kharas y con el joven Arman —manifestó en tono decidido Flint—. Así que vas a decirme qué has hecho con él.
—No le he hecho nada. —Kharas se encogió de hombros—. Le dije dónde podía encontrar el Mazo. Sin embargo, puede que tarde un poco en dar con él. Por lo visto ha perdido su mapa.
—Lo dejó caer —aclaró Tas con aire apesadumbrado.
—Sí, es lo que imaginé que podía haber pasado —comentó Kharas con un atisbo de sonrisa—. ¿Y si te dijera, Flint Fireforge, que está en mis manos conducirte directamente al Mazo?
—¿Y arrojarnos a un pozo o empujarnos desde lo alto de una torre? No, gracias. —Flint sacudió el martillo de guerra en dirección al otro enano—. Si de verdad no pretendes hacernos daño, ocúpate de tus asuntos y déjanos en paz. Y deja en paz también a Arman. No es un mal chico, sólo está ofuscado.
—Necesita que se le dé una lección —dijo Kharas—. Todos los Enanos de la Montaña merecen que se les dé una lección, ¿verdad? ¿No era eso lo que siempre has pensado?
—¡No es asunto tuyo lo que piense yo! —increpó Flint, ceñudo—. Sal de aquí y ve a ocuparte de lo que quiera que te ocupes en este lugar.
—Lo haré, pero antes te propongo una apuesta. Te apuesto tu alma a que Arman acaba con el Mazo en su poder.
—Acepto la apuesta —dijo Flint—. De todas maneras, todo esto es una majadería.
—Ya veremos —contestó Kharas, cuya sonrisa se ensanchó—. Recuerda que te ofrecí mostrarte dónde hallar el Mazo y rechazaste mi ayuda.
El anciano enano retrocedió hacia la arremolinada neblina rojiza y desapareció. Flint se estremeció de pies a cabeza.
—¿Se ha ido?
Tas se acercó donde había estado el enano y agitó las manos entre la niebla.
—No lo veo. Oye, si se llevara tu alma, Flint, ¿puedo verlo?
—¡Menudo amigo eres! —Flint bajó el martillo de guerra, pero siguió con él en las manos, por si acaso.
—Espero que no lo haga —aclaró cortésmente el kender, y lo decía de verdad. Bueno, lo decía casi de verdad—. Pero si se la lleva...
—Oh, cierra el pico de una vez. Ya hemos perdido mucho tiempo parloteando con eso, fuera lo que fuera. Hemos de encontrar a Arman.
—No, tenemos que encontrar el Mazo —lo contradijo Tas—. O en caso contrario Kharas ganará la apuesta y se quedará con tu alma.
Flint sacudió la cabeza y echó a andar, de nuevo en dirección a la escalera.