El mazo de Kharas (49 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El mazo de Kharas
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—¿Qué quieres? —gruñó uno de ellos.

—¡Vuelve ahí dentro! —dijo su compañero, que señaló la posada.

Tas hablaba unas cuantas palabras del lenguaje enano. Hablaba unas cuantas de cualquier lenguaje, ya que siempre era útil saber decir «¡Pero si lo dejaste caer tú!» a desconocidos con los que uno se encontraba en el camino.

—Quiero mi jupak —pidió amablemente Tasslehoff. Los enanos lo miraron de hito en hito y uno hizo un gesto amenazador con su arma.

—Espada no —aclaró Tas, que malinterpretó la intención del gesto del soldado—. Jupak. Se pronuncia «ju», «pak», que se escribe «j, u, p, a, k» y en kender significa «jupak».

Los soldados seguían sin entender y empezaban a estar enfadados. Claro que Tasslehoff también empezaba a estarlo.

—¡Jupak! —repitió en voz alta—. Es eso que tenéis ahí, a ese lado.

Señaló la espada de Sturm y los soldados se volvieron para mirar.

—¡Ups! Me equivoqué —exclamó Tasslehoff—. Me refería a esto. —Un salto, un brinco y tuvo la jupak en las manos. Un salto, un golpe seco y atizó a uno de los soldados en la cara con el extremo romo del palo, tras lo cual utilizó la parte ahorquillada para asestar otro golpe seco en la tripa al segundo guardia.

Les propinó a ambos varios golpetazos en la cabeza para asegurarse de que no se levantaran demasiado pronto y fueran un incordio. Luego, eligiendo al más pequeño de los dos enanos, le quitó el yelmo.

—Qué buena idea la de Raistlin. ¡Me disfrazaré como un enano!

El yelmo le quedaba muy grande y le bailaba en la cabeza. La cota de malla enana le sobraba de ancho y de largo y pesaba seis toneladas por lo menos. La descartó y en su lugar se puso el coselete de cuero que el enano llevaba debajo. Consideraba buena la idea de una barba postiza y observó la del enano con aire pensativo, pero no tenía nada con lo que cortársela. Tas se quitó el casco, aflojó el copete, se echó el cabello por delante de la cara y luego volvió a encasquetarse el yelmo. Por debajo del casco le asomaba el largo cabello.

Lo malo era que todo el pelo le caía por delante de los ojos. Resultaba muy molesto porque no le dejaba ver bien y además no paraba de hacerle cosquillas en la nariz y lo hizo estornudar varias veces. Sin embargo, por un amigo se hacía cualquier sacrificio.

Tasslehoff se detuvo para echarse un vistazo en una ventana rota. Los resultados lo dejaron pasmado. Le pareció imposible que alguien notara la diferencia entre él y un enano. Echó a andar calle adelante a buen paso. Flint y Arman Kharas le llevaban bastante ventaja, pero Tas estaba convencido de que los alcanzaría.

Después de todo, Flint lo había prometido.

32

Trescientos años de odio

El Valle de los Thanes

Flint había albergado la esperanza de poder ir a Kalil S'rith, el Valle de los Thanes, de prisa y discretamente, evitando jaleos, molestias y multitudes boquiabiertas. Pero los thanes no habían mantenido la boca cerrada. Se había corrido la voz por el reino enano de que un neidar iba en busca del Mazo de Kharas.

Flint, Arman y sus escoltas dejaron atrás la ciudad de los Altos y se internaron entre la muchedumbre hostil. Al ver a Flint, los enanos agitaban los puños y lanzaban insultos, le gritaban que volviera a sus colinas o que se fuera a otros sitios no tan agradables. Arman no escapó de ser blanco de los ultrajes; lo llamaban traidor y el viejo mote insultante «Marman Arman».

A Flint le ardían las orejas y lo abrasaba el odio. De repente se alegró de que a Raistlin se le hubiera ocurrido la idea de escamotear el verdadero Mazo y sacarlo de Thorbardin, dejándoles el falso a los enanos. Se lo llevaría y que sus despreciables parientes se quedaran encerrados para siempre en la montaña.

La muchedumbre estaba tan embravecida que Flint y Arman podrían haber acabado en el Valle de los Thanes como perpetuos residentes, pero Hornfel, informado de que estaba a punto de estallar un tumulto, envió una tropa numerosa. Sus soldados ordenaron a la multitud que se dispersara y usaron el extremo romo de las lanzas y la parte plana de las espadas para reforzar sus órdenes. Cerraron y aislaron la Calzada Octava, que conducía al valle. Eso llevó tiempo. Arman y Flint tuvieron que esperar mientras los soldados despejaban de transeúntes la calzada y ordenaban a los pasajeros de los vagones que se bajaran. Si Flint hubiera estado atento se habría fijado en un enano de aspecto extraño que se abría paso entre la multitud a empujones y codazos, un enano de constitución esbelta (podría decirse que anémica), con un casco que le bailaba en la cabeza y cuya barba le salía por las rendijas de la visera. Pero Flint esta cegado por la ira. Sostenía el mazo en la mano, deseoso de utilizarlo para aplastar unas cuantas cabezas de Enanos de las Montañas.

Justo cuando el enano de aspecto raro casi los había alcanzado, los soldados anunciaron que la Calzada Octava estaba despejada. Arman y Flint se subieron al primer vagón. Flint se sentaba cuando creyó oír gritar una voz familiar de timbre agudo:

—¡Eh, Flint! ¡Espérame!

Flint alzó la cabeza con brusquedad y se volvió, pero el vagón se puso en marcha entre traqueteos antes de que tuviera tiempo de ver algo.

Tasslehoff forcejeó, empujó, dio patadas y se abrió paso entre la muchedumbre de enanos furiosos. Se las había ingeniado para llegar lo bastante cerca de Flint para gritarle que esperara, cuando el vagón en el que iba su amigo dio un tirón, arrancó y rodó vía adelante. Tas creyó que había fracasado.

Entonces recordó que tenía una Misión, en mayúsculas. Todos sus amigos estaban preocupados porque Flint iba solo. Sturm incluso se había puesto a rezar. Se sentirían muy defraudados con él si permitía que una cosa insignificante, como era un regimiento de enanos armados con lanzas, lo detuviera.

Arman y Flint habían subido al primero de seis vagones enganchados; los soldados de la escolta de Arman habían intentado subir para acompañarlos, pero el príncipe les había ordenado que se quedaran, con lo que los otros cinco vagones iban vacíos.

Los vagones cobraron velocidad. Los soldados enanos, enlazados por los brazos y con los pies bien separados, formaban una barrera humana que impedía que la multitud asaltara el mecanismo que controlaba los vagones. Tas vio un hueco. Se echó al suelo a cuatro patas y gateó entre las piernas de un guardia, el cual estaba tan ocupado conteniendo la presión de los cuerpos que empujaban que no se fijó en el kender.

Tas salió a todo correr por la vía y alcanzó el último vagón. Echó dentro la jupak, después se subió a la parte trasera del vagón y se agarró con la fuerza de una garrapata.

Tras un instante de tensión en el que casi le resbalaron las manos, Tas echó una pierna por encima del borde del vagón. La siguió el resto del cuerpo, y el kender cayó al fondo del vagón junto con la jupak. Se quedó tendido boca arriba y admiró el panorama de las estalactitas por las que pasaban de camino al valle mientras pensaba lo complacido que estaría Flint cuando lo viera.

Las Calzadas Séptima, Octava y Novena conducían a Kalil S'rith, el Valle de los Thanes. Las tres acababan en unos accesos llamados salas de guardia, a pesar de que nunca había habido enanos de guardia en ellas. La reverencia y el respeto eran los guardianes del valle. Los enanos que acudían allí para enterrar a sus muertos eran los únicos que entraban y sólo se quedaban el tiempo necesario para rendir homenaje a los difuntos.

En el pasado no había sido así, al menos por lo que Flint había oído contar. Antes del Cataclismo, los clérigos de Reorx cuidaban del valle y lo mantenían limpio y arreglado. Los enanos iban a celebrar aniversarios familiares con sus antepasados y acudían peregrinos a visitar el lugar de reposo de antiguos thanes.

Después de que los clérigos desaparecieron, los enanos siguieron yendo al valle; pero, sin clérigos que lo cuidaran, la hierba creció alta y salvaje, las tumbas se deterioraron y poco después los enanos dejaron de ir allí. Aunque reverenciaban a sus antepasados y los tenían en tanto como para incluirlos en temas de política y en la vida diaria, pidiéndoles consejo o ayuda, en la actualidad los enanos eran reacios a perturbar el sueño de los muertos. Una vez que un enano recibía sepultura en una tumba o en un túmulo, su familia se despedía de él y se marchaba para volver únicamente cuando llegaba el momento de enterrar a otro miembro de la familia.

El Valle de los Thanes era suelo santificado, bendecido muchos siglos atrás por Reorx. Antaño el valle había sido un lugar de quietud y paz. Ahora era un lugar de pesadumbre. El valle también era un lugar al sol y al aire, con nubes y estrellas, porque se encontraba en la única zona de Thorbardin al aire libre. Ésa era otra de las razones por la que los enanos iban allí rara vez. Eran como bebés en el vientre de su madre, que lloraban al ver la luz. Al vivir toda la vida en la acogedora oscuridad bajo la montaña, los enanos de Thorbardin se sentían incómodos —vulnerables y desprotegidos— cuando entraban en el espacio vacío barrido por el viento y bañado en sol del valle.

Las inmensas puertas de bronce de la sala de guardia llevaban cincelado el símbolo del reino del más allá: un martillo cabeza abajo, en descanso, dejado por la mano del guerrero.

Ni Flint ni Arman hablaron durante el trayecto por la Calzada Octava. Tampoco cuando se encaminaron hacia las puertas de bronce. El ruido de la caótica escena que habían dejado atrás se había disipado en la distancia. Cada cual iba absorto en sus pensamientos, esperanzas, sueños, deseos y temores.

Llegaron ante la doble puerta y, en un mutuo acuerdo tácito, pusieron las manos en hojas opuestas: Flint la de la izquierda y Arman Kharas la de la derecha. Se quitaron los yelmos y, con la cabeza agachada, abrieron las grandes puertas de Kilil S'rith.

La luz del sol radiante, intensa, les dio de lleno en la cara. Arman Kharas entrecerró los ojos y alzó la mano para resguardarse los ojos de la luz cegadora. Flint parpadeó rápidamente y a continuación hizo una profunda inhalación para llenarse los pulmones del frío y vigorizante aire de la montaña y alzó el rostro para recibir la cálida caricia del sol.

—¡Por Reorx! —exclamó Flint—. ¡No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos esto! ¡Es como volver a la vida!

«Irónico
—pensó—,
estando en un valle de muerte.»

Arman seguía resguardándose los ojos. No podía alzar la vista hacia el inmenso cielo azul.

—Para mí es como la muerte —dijo, hosco—. Ni muros, ni límites, ni fronteras, ni principio, ni fin. Veo la vasta extensión del universo sobre mí y no soy nada en él, menos que nada, y eso no me gusta.

Fue entonces cuando Flint comprendió de verdad, por primera vez, la enorme brecha que se abría entre su pueblo y aquellos que vivían bajo la montaña. Mucho tiempo atrás, ambos clanes se habían sentido cómodos tanto si caminaban bajo la luz del sol como en la oscuridad. Ahora, lo que para unos era la vida para los otros era la muerte.

Flint se preguntó si su pueblo podría alguna vez volver a lo que había sido antaño, como soñaba Arman Kharas. Al evocar las maldiciones, los insultos, las palabras de odio —más afiladas, hirientes y letales que cualquier arma arrojadiza— y sentir que la ira volvía a arder en su propio corazón, Flint no lo creyó probable ni con Mazo ni sin él. Eso, a pesar de estar furioso, despertó en él una profunda sensación de tristeza, como si hubiese perdido algo entrañable y precioso.

Los dos enanos esperaron a que las pupilas se les acostumbraran a la intensa luz antes de seguir adelante. Ninguno de los dos veía muy bien y por esa razón tampoco ninguno de ellos reparó en que Tasslehoff se bajaba del vagón. Se había despojado del pesado casco y también se quitó el coselete de cuero porque le picaba y además olía muy fuerte, hecho lo cual se dirigió presuroso hacia las grandes puertas de bronce con intención de pillar por sorpresa a Flint; siempre era divertido ver al viejo enano dar un brinco en el aire y ponerse rojo como un tomate.

Tas cruzó rápidamente las puertas y el sol le dio de lleno en la cara. La luz del astro era brillante e inesperada por completo. Llevándose las manos a los ojos, el kender reculó a través de las grandes puertas. El resplandor parecía haberle entrado directamente al cerebro, y lo único que veía era una gran salpicadura roja veteada con trazos azules y adornada con pequeñas motas amarillas. Cuando aquel fenómeno ciertamente ameno e interesante pasó, Tas abrió los ojos y vio, para su consternación, que la doble puerta de bronce se había cerrado sola y lo había dejado tirado en la oscuridad, que ahora era peor que nunca.

—Estoy teniendo un montón de problemas —rezongó el kender al tiempo que se frotaba los ojos—. Espero que Flint sepa apreciarlo.

El Valle de los Thanes había sido una caverna que se había desplomado miles de años atrás y había dejado el área al aire libre. Los muertos yacían en pequeños túmulos que asomaban entre la alta y susurrante hierba mustia o bajo grandes montículos con una puerta de piedra o, en los casos de enanos ricos y poderosos, descansaban dentro de mausoleos. Cada lugar de enterramiento estaba indicado con una estela que llevaba el nombre de la familia cincelado arriba y los nombres de cada miembro enterrado añadido debajo, en filas. Algunas familias tenían varias de esas estelas ya que las generaciones se remontaban muy atrás en el tiempo. Flint iba ojo avizor a nombres neidars, incluido el suyo, Fireforge. Otro punto de enfrentamiento entre clanes cuando Duncan clausuró la montaña, era que los neidars que quisieran volver a Thorbardin para ser enterrados se hallaban excluidos de su última morada tradicional.

Alrededor de las tumbas no había caminos ni veredas. Los pies de mortales rara vez caminaban por allí. Flint y Arman dirigieron sus pasos entre túmulos y mausoleos hacia su punto de destino, visible para ellos desde el instante en el que los ojos se les acostumbraron a la luz: la Tumba de Duncan.

La compleja y ornamentada construcción, más una fortaleza pequeña que una tumba, flotaba majestuosamente a muchas decenas de metros sobre un tranquilo lago azul en el centro del valle. El lago se había formado por la escorrentía de la nieve de la montaña al verterse en el agujero dejado cuando la tumba se desgarró de la tierra y se elevó en el aire.

Flint no podía apartar los ojos de la maravillosa vista. Contemplaba la tumba de hito en hito, pasmado. Había visto muchos monumentos construidos por enanos con anterioridad, pero ninguno igualaba a aquél. Con toneladas y toneladas de peso, la tumba flotaba entre las nubes como si fuese tan liviana como ellas. Torres y torreones de mármol blanco adornados con tejas de un intenso color rojo resplandecían al sol. Ventanas de cristales de colores se abrían a balconadas. Escaleras empinadas conducían de un piso a otro, se entrecruzaban, subían y bajaban en círculo en torno al edificio.

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