—¿Y bien? ¿Qué opinas, comandante? —le preguntó Dray-yan en una imitación perfecta de la voz de Verminaard, profunda y ronca.
La ilusión creada por el aurak era tan perfecta, tan convincente, que Grag echó una ojeada de soslayo al cadáver para asegurarse de que el humano estaba realmente muerto. Cuando volvió la vista hacia el aurak, Dray-yan volvía a tener su propia apariencia: las escamas doradas, la espalda sin alas, el remedo de cola, la pretenciosa arrogancia y todo lo demás.
—¿Cómo funcionaría la cosa? —preguntó Grag, que seguía sin confiar en el aurak.
—Tú y yo determinaríamos nuestro curso de acción. Haríamos planes para desplegar los ejércitos, llevar a cabo las batallas, etc. Huelga decir que esos temas te los delegaría —añadió en tono meloso.
Grag gruñó.
»
Yo daré las órdenes y suplantaré a su señoría cuando haga falta que aparezca en público —concluyó Dray-yan.
Grag reflexionó sobre el asunto.
—Damos la noticia de que Verminaard fue herido pero que, por la gracia de la Reina Oscura, se está recuperando. Entre tanto, tú lo suplantas y pasas las órdenes desde su lecho mientras convalece.
—Dentro de poco tiempo, con la ayuda de la Reina Oscura, su señoría estará lo bastante recuperado para reanudar sus funciones habituales.
Grag estaba intrigado.
—Podría funcionar. —Miró a Dray-yan con admiración a regañadientes, aunque el aurak no se dio cuenta.
—Nuestro mayor problema será disponer del cuerpo. —Lanzó una mirada abrasadora al cadáver—. Era muy grande.
Lord Verminaard había sido un humano enorme que medía casi dos metros diez de estatura, con pesada estructura ósea, corpulencia y musculatura muy desarrollada.
—Las minas —sugirió Grag—. Tirar el cuerpo por uno de los pozos de las minas y después volar el pozo.
—Las minas están fuera del recinto amurallado. ¿Cómo pasamos el cuerpo a escondidas?
—Tengo entendido que los aurak podéis caminar por el aire —repuso Grag—. No debería ser ningún problema para ti sacar el cuerpo de aquí sin ser visto.
—Recorremos los senderos de la magia, del tiempo y el espacio —repuso Dray-yan en tono de censura—. Podría transportar al bastardo, supongo, aunque pesa una tonelada. Bien es cierto que uno ha de hacer sacrificios por la causa. Me desharé del cuerpo esta noche. Bien, dime qué pasa en la fortaleza. ¿Se ha capturado a los esclavos huidos?
—No —contestó Grag sin andarse con rodeos—, ni se los capturará. Tanto Pyros como Flamestrike han muerto. Los necios dragones se mataron el uno al otro. El dispositivo del mecanismo de defensa se accionó y provocó que los pedruscos cegaran el paso, y nuestras tropas han quedado atrapadas al otro lado.
—Podrías mandar a las fuerzas que tenemos aquí en persecución de los esclavos —sugirió Dray-yan.
—La mayoría de mis soldados yacen enterrados bajo el desprendimiento de rocas —explicó Grag con aire sombrío—. Allí es donde me encontraba cuando me mandaste llamar, intentando desenterrarlos y sacarlos. Se tardaría días, tal vez semanas, aunque contásemos con mano de obra, cosa que no tenemos. —El comandante sacudió la cabeza.
»
Necesitamos la ayuda de dragones; eso cambiaría las cosas. Hay ocho Dragones Rojos asignados a este ejército, pero no tengo ni idea de dónde se hallan... Tal vez en Qualinesti o puede que en Abanasinia.
—Puedo enterarme. —El aurak dio un manotazo al montón de papeles esparcidos sobre el escritorio—. Los mandaré llamar en nombre de lord Verminaard.
—Los dragones no obedecerán órdenes de seres como nosotros —le hizo notar Grag—. Los dragones nos desprecian, incluso los que están en nuestro bando y luchan por la misma causa. A los Rojos les traería sin cuidado freímos. Más vale que tu ilusión de Verminaard los engañe. O confiamos en eso o...
Hizo una pausa, pensativo.
—¿O? —lo apremió el aurak, preocupado. Estaba convencido de que su ilusión embaucaría a humanos y a los otros draconianos, pero no las tenía todas consigo respecto a los dragones.
—Podríamos pedirle ayuda a su Oscura Majestad. A ella sí la obedecerían los dragones.
—Cierto —convino Dray-yan—. Por desgracia, la opinión que nuestra reina tiene de nosotros es casi tan mala como la de sus dragones.
—Tengo algunas ideas. —Grag empezaba a entusiasmarse con el plan—. Ideas sobre cómo los dragones y los draconianos pueden colaborar de forma que los humanos no pueden. Podría hablar con su majestad, si quieres. Creo que cuando le explique...
—¡Sí, hazlo! —apremió el aurak, contento de quitarse aquel peso de encima.
A los bozak se los conocía por su profunda devoción a la diosa. Si Takhisis prestaba oídos a alguien, sería a Grag.
Dray-yan retomó el tema original de la conversación.
—Así que los humanos escaparon. ¿Cómo ocurrió tal cosa?
—Mis soldados intentaron detenerlos —contestó a la defensiva el comandante, que tenía la impresión de que le estaba echando la culpa—. Éramos muy pocos. La dotación de esta fortaleza está muy por debajo de lo que haría falta. Requerí repetidamente que me trajeran más tropas, pero su señoría dijo que hacían falta en otros lugares. Unos guerreros humanos, dirigidos por un maldito caballero solámnico y una elfa, rechazaron a mis tropas mientras otros humanos saqueaban el almacén de suministros y se llevaban todo lo que pudieron cargar en carretas robadas. Tuve que dejarlos ir. No disponía de soldados suficientes para que los persiguieran.
—Los humanos tienen que viajar hacia el sur, una ruta que los llevará a las montañas Kharolis. Estando el invierno a las puertas, habrán de hallar refugio y alimento. ¿Cuántos han escapado?
—Unos ochocientos. Los que trabajaban en las minas. Hombres, mujeres, niños.
—Ah, llevan niños con ellos. —Dray-yan parecía complacido—. Eso los hará ir más despacio. Podemos actuar sin precipitación, comandante, perseguirlos cuando nos venga bien.
—¿Y qué pasa con las minas? El ejército necesita acero. Al emperador le disgustará que se cierren las minas.
—Tengo algunas ideas sobre ese asunto. En cuanto a los humanos...
—Por desgracia ahora tienen cabecillas —se quejó Grag—. Líderes inteligentes, no como esos temblorosos viejos idiotas, los Buscadores. Los mismos cabecillas que planearon la revuelta de los esclavos y combatieron y mataron a su señoría.
—Eso fue suerte, no destreza —manifestó el aurak, desdeñoso—. Vi a esos que llamas líderes: un mestizo elfo, un mago enfermo y un bárbaro salvaje. Los otros eran incluso menos dignos de prestarles atención. No creo que tengamos que preocuparnos por ellos demasiado.
—Hemos de perseguir a los humanos —insistió Grag—. Tenemos que encontrarlos y traerlos de vuelta, no sólo por el trabajo en las minas. Hay algo en ellos que es de vital importancia para su Oscura Majestad. Me ha ordenado ir tras ellos.
—Sé de qué se trata —contestó Dray-yan con aire triunfante—. Verminaard lo tenía puesto en sus notas. La reina teme que puedan descubrir algún tipo de artefacto enmohecido, un martillo o algo por el estilo. Se me ha olvidado cómo se llama.
Grag sacudió la cabeza. No le interesaban los artefactos.
»
Los perseguiremos, Grag, te lo prometo —dijo el aurak—. Traeremos de vuelta a los hombres para que trabajen en las minas, aunque no nos tomaremos esa molestia con las mujeres y los niños. Sólo ocasionan problemas. Nos limitaremos a deshacernos de ellos...
—No de todas las mujeres. Mis soldados necesitan divertirse un poco... —comentó Grag en tono lascivo.
Dray-yan hizo una mueca de asco. Consideraba repulsiva la lujuria antinatural que algunos draconianos sentían por las hembras humanas.
—Mientras tanto, en el mundo tienen lugar otros acontecimientos más importantes sucesos que podrían tener repercusiones para la guerra y para nosotros.
Dray-yan sirvió una copa de vino a Grag, hizo que éste se sentara frente al escritorio y le acercó uno de los montones de papeles.
—Repasa tú estos documentos. Sobre todo presta atención cuando se hable de un sitio llamado Thorbardin.
El conjuro para la tos
Infusión caliente
Las gallinas no son águilas
Con cansancio, Raistlin Majere se arrebujó en una manta y se tendió en el suelo de tierra de la cueva, oscura como boca de lobo, e intentó conciliar el sueño. Casi de inmediato se puso a toser. Esperó que fuera un corto ataque de tos, como ocurría a veces, y que se le pasara pronto, pero la sensación de opresión en el pecho no cesó. Por el contrario, la tos empeoró. Se sentó derecho y respiró con esfuerzo mientras un regusto a hierro le llenaba la boca. Buscó a tientas el pañuelo y se lo llevó a los labios. En la profunda oscuridad de la pequeña cueva no podía verlo, pero tampoco era necesario. Sabía muy bien que cuando retirara el pañuelo la tela tendría manchas rojas.
Raistlin era un hombre joven, de poco más de veinte años, pero a veces se sentía como si hubiese vivido un siglo y cada uno de esos años le hubiera pasado factura. La salud se le había hecho añicos en cuestión de instantes, durante la temida Prueba en la Torre de la Alta Hechicería. Había entrado en esa prueba como un hombre joven, físicamente débil, quizá, pero relativamente sano. Había salido de ella como un viejo y con la salud irreparablemente dañada; el cabello, castaño rojizo, se había vuelto blanco; la tez tenía un brillo dorado; su sentido de la vista era una maldición.
La generalidad de las personas se horrorizaba. Una prueba que dejaba a un joven lisiado no tenía nada prueba, argumentaban. Era una tortura sádica. Los sabios hechiceros sabían a qué atenerse. La magia era una fuerza muy poderosa, un regalo de los dioses de la magia, y una fuerza tan poderosa conllevaba una responsabilidad pareja. En el pasado, ese poder se había empleado mal. Hubo un tiempo en el que los hechiceros habían estado a punto de destruir el mundo. Los dioses de la magia habían intervenido y habían establecido reglas y leyes para hacer uso de la magia, y ahora sólo se permitía manejarla a aquellos mortales capaces de asumir tal responsabilidad.
Todos los magos que deseaban avanzar en su profesión tenían que pasar una prueba que les preparaban los hechiceros más poderosos de la Orden. A fin de asegurarse de que todos los magos que se presentan a esa prueba eran serios con su arte, las Ordenes de la Alta Hechicería habían decretado que el mago debía estar dispuesto a jugársela vida en el resultado. El fracaso significaba la muerte. Ni siquiera quienes tenían éxito lo lograban sin sacrificio. La Prueba estaba pensada para enseñar al mago algo sobre sí mismo.
Raistlin había aprendido muchísimo acerca de su persona, más de lo que habría querido llegar a saber. Había cometido un acto terrible en aquella Torre, un acto que horrorizaba a una parte de su ser, pero había otra parte que sabía muy bien que volvería a hacer lo mismo. No había sido un episodio real, aunque a él se lo había parecido en aquel momento ¡y cómo! La Prueba consistía en situar al mago en un mundo de ilusión. Las elecciones que hacía en ese mundo lo afectarían el resto de su vida... Incluso podían costarle la vida.
El terrible acto cometido por Raistlin tenía que ver con su hermano gemelo, Caramon, que había sido testigo aterrado de la escena. Los dos no hablaban nunca de lo ocurrido, pero la certeza de saberlo estaba siempre presente y arrojaba una sombra sobre ellos.
La Prueba de la Torre estaba preparada para que el mago descubriera más cosas sobre sus puntos fuertes y sus puntos débiles a fin de que mejorara. De ahí el castigo. De ahí la recompensa. En el caso de Raistlin el castigo había sido severo: la pérdida de la salud y una maldita anomalía en la vista. Había salido de la Prueba con las pupilas en forma de reloj de arena. Para que aprendiera humildad y compasión, veía el paso del tiempo acelerado; allí donde posara la vista, ya fuera una hermosa doncella o una manzana recién cogida del árbol, todo se marchitaba con la huella dejada por el tiempo mientras lo contemplaba.
Sin embargo, la recompensa lo merecía. Raistlin tenía poder ahora, un poder que asombraba, maravillaba y asustaba a quienes mejor conocían al joven mago. Par-Salian, jefe del Cónclave, le había entregado a Raistlin el Bastón de Mago, un artefacto excepcional y valioso. Aun ahora, mientras se doblaba por el ataque de tos, Raistlin alargó la mano para tocar el cayado. Su presencia lo reconfortaba, lo tranquilizaba. Merecía la pena su sufrimiento. El mágico bastón había sido creado por Magius, uno de los hechiceros mejor dotados de la historia. Ya hacía unos años que Raistlin tenía el bastón en su poder y aún no conocía los poderes del cayado en toda su extensión.
Volvió a toser, una tos que parecía que le desgarraba carne y huesos. El único remedio para esos ataques era una mezcla especial de hierbas en infusión. Tenía que tomarse caliente para que hiciera más efecto. La cueva que era su casa actual no tenía hoyo para lumbre ni medios para calentar agua. Raistlin habría tenido que abandonar la calidez de las mantas y salir en plena noche para buscar agua caliente.
Lo normal habría sido tener a Caramon a mano para que se ocupara de ir a buscar el agua y prepararle la infusión. Pero su hermano no estaba con él. Sano y robusto, con un corazón tan grande como su cuerpo y de espíritu generoso, el gemelo de Raistlin andaba por alguna parte allí fuera, en la noche, bailando alegremente con los otros invitados a la boda de Riverwind y Goldmoon.
Ya era tarde, bien pasada la medianoche, pero Raistlin aún oía las risas y la música de la celebración. Estaba enfadado con Caramon por abandonarlo y perderse por ahí a divertirse con alguna chica —Tika Waylan, probablemente— dejando que su hermano enfermo se las apañara solo.
Medio ahogado por la tos, Raistlin intentó ponerse de pie y casi se desplomó. Se agarró a una silla, se sentó en ella y apoyó, desmadejado, la cabeza en la tosca mesa que Caramon había improvisado con las tablas de una caja.
—¡Raistlin! —llamó una voz alegre desde fuera—, ¿Estás dormido? ¡Tengo que preguntarte una cosa!
—¡Tas! —intentó pronunciar el nombre del kender, pero otro espasmo de tos lo interrumpió.
—Oh, bien, estás despierto —continuó la voz alegre al oírlo toser.
Tas —diminutivo de Tasslehoff— Burrfoot entró en la cueva dando brincos. Al kender le habían repetido hasta la saciedad que en una sociedad educada uno siempre llamaba a la puerta (o, en este caso, la mampara de ramas entretejidas que tapaba la entrada a la cueva) y esperaba a que lo invitaran a pasar antes de entrar. Tas tenía dificultades para adaptarse a esa costumbre, que no era una norma en la sociedad kender, donde las puertas se cerraban al mal tiempo y a los trasgos gigantes (y a veces ni siquiera a los trasgos, cuando resultaban interesantes). De modo que, cuando Tas se acordaba de llamar, por lo general lo hacía y entraba casi de forma simultánea si el ocupante tenía suerte. De otro modo, entraba antes y luego se acordaba de llamar, que fue lo que pasó en esta ocasión.