Arman recordó a sus hombres en tono severo que el Consejo se reunía por la tarde y que no podían retrasarse. Los soldados rezongaron pero obedecieron. Tanis tenía la impresión de que aquello sólo era una excusa. Al mirar en derredor a la multitud congregada y advertir la torva expresión en los rostros enanos, vio lo mismo que veía Arman: sus fuerzas se encontraban en inferioridad numérica y el estado de ánimo de la muchedumbre la hacía peligrosa. Lo sorprendente y preocupante era que esos enanos no pertenecían al clan theiwar.
—Problemas bajo la montaña —dijo Flint, que no pudo evitar hablar con cierto tono presuntuoso.
—Entérate de qué ocurre —pidió Tanis—. Es posible que eso influya en lo que el Consejo decida hacer con nosotros.
A Flint no le apetecía mantener una conversación con Arman Kharas, pero tuvo que admitir que Tanis tenía razón. Necesitaban saber algo de la situación política de Thorbardin antes de presentarse ante el Consejo. Esperó a hablar con Arman hasta que todos se encontraron dentro del vagón y cuando éste ya traqueteaba por los raíles, internándose más en la montaña. Flint no estaba acostumbrado a sonsacar información a la gente y se sentía incómodo, sin saber cómo empezar. Por suerte, Arman era dado a conversar y se volvió hacia él.
—Para algunos la guerra no ha terminado —declaró, y Flint no supo si el hylar lo decía a modo de disculpa o si era una acusación.
—Para algunos no terminará nunca —repuso con acritud—. Mientras los habitantes bajo la montaña vivan a salvo y con comodidad, mientras mi pueblo trabaje la tierra y combata contra goblins y ogros para defenderla, no.
—¿Es que crees que vivimos bien aquí? —preguntó Arman con un resoplido desdeñoso.
—¿Y acaso no es así? —increpó Flint, desafiante, a la par que señalaba los campos de cultivo, las casas acogedoras y los comercios ante los que pasaban con rapidez en el vagón de transporte.
—Tiene aspecto de prosperidad —admitió Arman—, pero lo que no ves son los centenares de mineros que no tienen trabajo porque las minas de hierro se han cerrado o, mejor dicho —añadió—, sí los has visto. Eran los que lanzaban piedras.
—¡Las minas cerradas! —Flint estaba estupefacto—. ¿Por qué? ¿Se han agotado?
—Oh, tenemos mena de hierro de sobra —contestó Arman—, sólo faltan compradores. Si cada enano que vive en Thorbardin necesitara diez espadas o catorce cazos o treinta y seis ollas, nuestros productores de hierro tendrían negocio de sobra, pero eso no ocurre. Los propietarios de las minas no podían pagar a los mineros. Los enanos que no tienen trabajo no pueden pagar al carnicero, que a su vez no puede pagar al casero, que a su vez no puede pagar al agricultor...
—A nuestros hijos los están matando dragones, goblins y hombres-lagarto —interrumpió Flint, acalorado—. ¡La guerra ha estallado ahí arriba y tú te quejas porque no se puede pagar la cuenta del carnicero! En fin, he dicho más de lo que debería. El semielfo os lo explicará cuando hable ante el Consejo.
Arman parpadeó.
—Cuéntame algo más de lo que pasa en la superficie.
Flint negó con la cabeza.
»
También aquí abajo estallará la guerra —dijo Arman cuando comprendió que el otro enano no pensaba hablar—. Ya viste a esos enanos y oíste lo que nos llamaban. El Consejo sigue gobernando Thorbardin, pero la gente está cada vez más descontenta. Hace un año ningún theiwar se habría atrevido a atacar a un hylar. Ahora, con el creciente malestar entre la población, nuestros enemigos, los theiwars y los daergars, nos ven debilitados y vulnerables. —Arman se calló y luego añadió con brusquedad:— Me has preguntado qué señal tenía de que mi destino se cumpliría dentro de poco. Te lo diré. Creo que fue la apertura de la Puerta Norte.
—¿Y qué pasa con el Yelmo de Grallen? —inquirió Flint.
El semblante de Arman se ensombreció.
—No lo sé. No entiendo muy bien esa parte. —Se encogió de hombros y entonces su rostro recuperó el sosiego—. Con todo, tengo fe en Kharas. Él me guiará. Mi momento se acerca.
Flint rebulló en el asiento, incómodo. Se sentía culpable por su sueño, como si Reorx y él estuviesen tramando algo a espaldas de Arman.
«No actúes como un viejo idiota»,
se reconvino para sus adentros.
Arman Kharas se sumió en el silencio. Estaba extasiado, completamente absorto en la visión de su destino.
Los compañeros continuaron viajando por la calzada, todos ellos absortos en sus propios pensamientos y sueños.
Agarrado al borde del vagón, que se mecía de forma peligrosa sobre la vía, Caramon pensaba en Tika, se reprendía por haberla dejado ir sola y rogaba que estuviera a salvo porque sabía que se culparía de cualquier cosa que pudiera pasarle. Esperaba que lo perdonara y que entendiera, como ella misma había afirmado.
«Raistlin me necesita, Tika
—se dijo para sus adentros una y otra vez mientras la enorme manaza se abría y se cerraba sobre el borde del vagón—.
No puedo dejarlo solo.»
Raistlin meditaba sobre los extraños acontecimientos que le habían ocurrido en el Monte de la Calavera. ¿Por qué sabía moverse por un sitio en el que nunca había estado? ¿Por qué había llamado a Caramon por un nombre extraño que le era del todo desconocido? ¿Por qué lo habían protegido los espectros? No tenía ni idea, pero aun así percibía una sensación en lo más hondo de su ser que no dejaba de pincharlo y no sabía por qué. Era una sensación desagradable e incómoda que lo irritaba, igual que cuando había una cosa que uno tenía que recordar, algo de vital importancia, algo que se tiene en la punta de la lengua, pero de lo que uno no acaba de acordarse.
«El Amo nos ordenó...», le había dicho el espectro. ¿Qué amo?
«El mío no
—rechazó Raistlin para sus adentros—.
¡Por mucho que haga por mí, nadie será mi amo jamás!»
Sturm pensaba en el Mazo de Kharas y en su larga y gloriosa historia. Conocido originalmente como Mazo del Honor, se había forjado siglos atrás en recuerdo al martillo de Reorx, y los enanos se lo habían entregado a los humanos de Ergoth como símbolo de paz. Se decía que, en cierto momento, el gran dirigente elfo, Kith-Kanan, había tenido en su poder el Mazo. Siempre se había utilizado con propósitos pacíficos y honorables, nunca para derramar sangre.
Así fue como Huma Dragonbane había buscado el Mazo y lo había puesto en manos de un famoso forjador enano al que encomendó la forja de las primeras Dragonlances. Armado con ellas, bendecido por los dioses, Huma había sido capaz de expulsar del mundo a la Reina de la Oscuridad y a sus dragones del mal, de vuelta al Abismo.
Tras aquello, el Mazo había desaparecido para reaparecer otra vez en manos de un héroe merecedor de él, Kharas, que lo había usado para intentar forjar la paz, aunque sin éxito, y ahora el Mazo estaba desaparecido.
«¡Ojalá fuera yo quien lo devolviera a los caballeros!
—pensó Sturm—.
Llegaría ante el Comandante de la Rosa y le diría: "¡Tomad, milord, usadlo para forjar las benditas Dragonlances!" El Mazo ayudaría a los caballeros a derrotar al mal y así compensaría lo malo que he hecho y me absolvería de toda culpa.»
Los pensamientos de Tasslehoff eran menos fáciles de narrar al semejar una abeja achispada que va zumbando de flor en flor al buen tuntún. Más o menos sería así:
«Caramon no tendría que agarrarse a mí tan fuerte. (Indignado) ¡No voy a caerme del vagón! ¡Oh! ¡Fíjate en eso! (Excitado) Echaré un vistazo más de cerca. No, supongo que no. (Melancólico) Allá va. ¡Mira eso! ¡Más enanos! ¡Hola, enanos! Me llamo Tasslehoff Burrfoot. ¿Eso era un nabo? (Ilusionado) Arman, ¿era un nabo lo que te tiraron? Pues vaya color tan raro para un nabo. (Intrigado) Es la primera vez que veo uno negro. ¿Te importa si le echo un vistazo? Bueno, no sé por qué estás de tan mal humor. (Dolido) No te dio tan fuerte. ¡Caray, chico! ¡Fíjate en eso! (Excitado)...»
Los pensamientos de Tanis giraban en torno a Riverwind y los refugiados y se preguntaba si habrían sobrevivido al ataque de los draconianos y si estarían de camino a Thorbardin. De ser así, contaban con él para que hallara un refugio seguro allí, en el reino enano.
El semielfo recordó aquel día del pasado otoño, cuando se había encontrado con Flint en la ladera de un monte, cerca de Solace, y se preguntó —no por primera vez— cómo había llegado desde aquel momento y lugar a donde estaba ahora, montado en un transporte de manufactura enana que se desplazaba sobre ruedas oxidadas a gran profundidad bajo la superficie de la tierra, con ochocientos hombres, mujeres y niños cargados a la espalda. O cómo se había enredado en una guerra en la que nunca había tenido intención de combatir. O cómo había contribuido a traer de vuelta a unos dioses en los que no creía.
«Pero si lo único que hice fue entrar en la posada a echar un trago con unos viejos amigos»,
se dijo con una sonrisa y un suspiro.
Flint iba sentado con el Yelmo de Grallen bien sujeto y le parecía oír que el traqueteo de las ruedas repetía unas palabras:
«No mucho tiempo. No mucho tiempo. No mucho tiempo...»
La antigua calzada enana
Huellas en la nieve
Los refugiados avanzaban trabajosamente a través de la nieve, que para Riverwind era una bendición de los dioses. Era una nevada copiosa, de grandes copos que descendían con suavidad del cielo gris. No soplaba el viento y todo estaba en calma. Reinaba un profundo silencio, ya que la nieve amortiguaba cualquier sonido.
Riverwind temía que la nieve, a pesar de ser una bendición, también acabara siendo una maldición, pues haría que la calzada estuviera resbaladiza y recorrerla fuera peligroso. Hederick, que se encontró con que los dioses lo habían superado de nuevo en astucia, hablaba en tono ominoso de fracturas abiertas y gente que resbalaría en el hielo para ir a precipitarse a su muerte al pie de la vertiente, ya que, por supuesto, esa vieja calzada estaría en malas condiciones, rota y agrietada.
Hederick no conocía a los enanos. Cuando los enanos construían una calzada, la construían para que durase. Aunque estrecha, se conservaba intacta y se podía andar por ella sin peligro, ya que los enanos habían tenido en cuenta el hecho de que quienes la recorrieran lo harían con buen tiempo y con mal tiempo, en invierno y en verano, bajo la lluvia y bajo la nieve, con granizo y con cellisca, envueltos en niebla y aguantando fuertes ráfagas de viento. Habían cincelado surcos en la piedra allí donde la calzada era más empinada para prevenir resbalones, y habían construido muros para que la gente no se despeñara por el borde del precipicio.
Si bien la nieve los ocultaba de sus enemigos, también impedía que se vieran unos a otros, así que la gente caminaba muy junta, sin atreverse a perder de vista a los que iban delante por miedo a perderse. Algunas veces, cuando la nevada era tan copiosa que no se veía nada excepto los esponjosos copos, tenían que detenerse y esperar hasta que los torbellinos pasaban y podían reanudar la marcha.
Con todo, llevaban un buen paso y Riverwind albergaba esperanzas de que todos hubieran dejado atrás la vertiente a la caída de la noche.
De momento no los habían atacado, y el Hombre de las Llanuras no podía evitar preguntarse por qué. Temía que su enemigo los estuviera esperando en el bosque, pero sus exploradores no habían visto hasta el momento ni rastro de draconianos, cuyas huellas habrían sido fáciles de detectar en la nieve.
—Tal vez, como les pasa a los lagartos, la sangre de los draconianos se vuelve lenta con el frío —le sugirió a Gilthanas.
Los dos caminaban cerca de la cabeza de la fila. La pinada se encontraba directamente enfrente de ellos; a través de las ráfagas de nieve alcanzaban a ver los árboles, de un verde tan oscuro que casi parecía azul. Algunos refugiados ya habían llegado al bosque y se disponían a acampar. El plan de Riverwind era que se quedaran allí, al abrigo de los árboles, mientras él se aventuraba montaña arriba para investigar el orificio y comprobar si era la puerta al reino enano.
—O quizás es que nuestros enemigos esperan a que caiga la noche —apuntó Gilthanas.
—Qué gran consuelo eres —dijo con sorna Riverwind.
—Eres tú el que insiste en mirar el diente al caballo regalado por los dioses —replicó el elfo.
—Está resultando demasiado fácil —masculló Riverwind.
En ese momento, Gilthanas resbaló en una mezcla de nieve medio derretida y hielo y habría sufrido una mala caída de no haberlo sujetado Riverwind.
—Pues si esto es fácil, detestaría tener que afrontar lo que para ti sería difícil, Hombre de la Llanuras —rezongó Gilthanas—. Tengo la ropa empapada y los pies tan helados que ya no los siento. Casi daría la bienvenida a un dragón por su fuego.
Riverwind tiritó de golpe y no debido al frío sino a un terror sin nombre. Parpadeando para quitarse los copos de las pestañas, se giró para mirar vertiente arriba. Cuando un remolino apartó la nieve unos instantes alcanzó a ver a la gente que, en una extensa fila a lo largo del camino, avanzaba con lentitud y esfuerzo.
—Dejará de nevar pronto —predijo Gilthanas.
Riverwind estaba de acuerdo. Percibía el cambio que se aproximaba. El viento empezaba a soplar con más fuerza y arremolinaba la nieve. La temperatura era un poco más alta. Dejaría de nevar y los dragones podrían volar de nuevo.
Para cuando Gilthanas y él llegaron a los pinos, algunos de los refugiados habían preparado una gran hoguera en un claro. A Riverwind le pareció bien la zona elegida por sus exploradores para acampar. Las ramas de los pinos se entretejían en una tupida trama y formaban un dosel que hasta para los ojos de los dragones sería difícil de penetrar. Las mujeres colgaban mantas y ropas húmedas en las ramas cercanas al fuego para que se secaran y algunas, encabezadas por Tika, pensaban en lo que prepararían para cenar. Gilthanas se olvidó de sus protestas sobre el frío y habló de formar una partida de caza. Se marchó a buscar unos hombres que quisieran acompañarlo.
Tika se había recuperado de las heridas, pero Riverwind seguía preocupado por ella. La joven se encontraba entre el grupo de mujeres que hablaba de estofados, sopas y venado asado. Por lo general, la risa contagiosa de la joven habría desprendido la nieve de las ramas y habría hecho sonreír y sumarse a su regocijo a quienes estuvieran con ella. No es que no hablara, porque daba su opinión, pero se la veía desanimada y apagada. Goldmoon se acercó para ponerse al lado de su marido. Enlazó las manos en el fuerte brazo de él y recostó la cabeza en su hombro. También ella observaba a Tika.