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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El mar oscuro como el oporto (34 page)

BOOK: El mar oscuro como el oporto
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Avanzaban y avanzaban. Subían y subían. Ésa era la rutina que seguían desde hacía mucho rato, pero ahora la pendiente era mucho más pronunciada y a menudo tenía que guiar a la mula. Además, ahora tenía que concentrarse para seguir subiendo, le faltaba el aliento y su corazón latía a un ritmo de ciento veinticinco latidos por minuto. Se le iba la vista.

—Está absorto en sus meditaciones —dijo Eduardo, a quien la altitud le había levantado el ánimo.

—Estaba pensando en la fisiología de los animales que viven en una atmósfera enrarecida —respondió Stephen—. Sin duda, la disección de una vicuña permitiría ver notables adaptaciones.

—No cabe duda —convino Eduardo—. Y ahora nosotros también vamos a adaptarnos con un poco de mate para recorrer el último tramo. ¿Quiere desmontar?

Stephen desmontó muy cuidadosamente para evitar perder el equilibrio. Apenas podía ver, pero no quería dejar traslucir ninguno de los síntomas del vértigo que obviamente sentía. Cuando se le despejó la mente, después del esfuerzo de bajar de la silla, levantó la vista y vio con alivio que estaban muy cerca de la franja nevada, a más de dieciséis mil pies de altura. Nunca había estado en un lugar tan alto y era comprensible que tuviera vértigo, eso no era un vergonzoso signo de debilidad.

Ya salía humo de los excrementos del guanaco, las cabezas de los hongos de la madera y algunos de los arbustos que ardían verdes, y poco después empezaron a pasarse los cuencos con mate. Stephen sorbió el agradable mate caliente por la pajilla de plata, se comió un melocotón de Chile seco y después, como todos los demás, sacó su bolsa de hojas de coca. Preparó una bola de mediano tamaño, la untó con ceniza de quina, la masticó ligeramente para que empezara a soltar jugo y luego se la colocó en el carrillo. Enseguida empezó a sentir el conocido hormigueo, al que siguió un curioso entumecimiento que tanto le había sorprendido muchos años atrás.

Desapareció el vértigo, y con él la ansiedad, y recuperó la fortaleza. Miró hacia el ascendente camino, el último tramo, formado por tres trechos en zigzag que pasaban por la casa de postas, atravesaban la franja nevada y llevaban hasta el puerto. Tendría que andar todo el tiempo, pero no le importaba en absoluto.

—¿No va a montar, don Esteban? —preguntó Eduardo, aguantando el estribo para que subiera.

—No, señor —respondió Stephen—, porque este animal está muy cansado. Mire cómo le cuelga el labio. Que Dios le proteja. En cambio yo me he recuperado y me siento tan ligero como un pájaro.

Se sentía un poco menos ligero cuando llegaron a la enorme casa de postas, que estaba construida, como algunas de las secciones de los caminos situadas en partes profundas de la pendiente, con grandes rocas de forma tan bien definida que eliminaban todas las razonables dudas. Se sentía un poco menos ligero, pero más humano, y observó con gran interés los
yarettas
que crecían sobre las rocas y en las paredes interiores.

—¡Cuánto me alegro de verle tan animado! —exclamó Eduardo—. Aunque llegamos aquí con tanto tiempo de sobra, me parece que usted está demasiado cansado para ir al lago. ¿Le gustaría ir después de, digamos, una hora de descanso? Hay algunas nubes por el este y, como usted sabe, a veces hay mucho viento por la noche, pero después de una hora de descanso aún tendremos tiempo de ir.

—Estimado Eduardo —dijo Stephen—, cuanto antes vayamos, más veremos. Me encantan los lagos de las montañas y éste, según creo, está rodeado de muchos juncales.

* * *

En efecto, estaba rodeado de muchos juncales, de muy extensos juncales, algo que a Stephen Maturin, a pesar de haber visto un gran número de ellos, le pareció único. No crecían en el barro, sino en una capa de pedruscos arrastrados hasta allí por terremotos e inundaciones provocadas por los cercanos glaciares. Esto les permitió caminar con las escopetas y los catalejos sin mojarse los pies, dejando a
Molina
amarrada con una larga cuerda entre montones de espinosos ichos.

Cuando habían visto el lago por primera vez desde arriba, a cierta distancia, estaba lleno de aves, sobre todo de bandadas de patos y gansos en la parte más lejana, adonde llegaba una corriente desde los glaciares del norte, y gaviotas por todas partes; pero cuando llegaron hasta un lugar resguardado cercano al lago, desde donde podían verlo claramente sin ser vistos, se dieron cuenta de que también había gran cantidad de rálidas y aves zancudas, especialmente pequeñas garzas.

—¡Qué maravilla! —exclamaron ambos.

Entonces, con entusiasmo, empezaron a intentar distinguir los géneros y después identificar las especies. Al poco rato, ya más calmados, aplazando aquella delicada tarea hasta que pudieran recoger ejemplares, se sentaron tranquilamente a observar una distante bandada de flamencos que emitían incesantes gritos como los de los gansos. Después vieron llegar otros, cuyo plumaje rosado claro, escarlata y negro brillaba a la luz del sol que se ponía, y luego pasar por su lado para reunirse con los demás. Cuando Stephen los miraba pasar de izquierda a derecha, dijo:

—Para mí los flamencos pertenecen fundamentalmente a las lagunas del Mediterráneo, que por definición están al nivel del mar, y parece increíble que sus alas los soporten en un lugar con tan poco aire. El hecho de encontrarlos a esta altura da la impresión de que este paisaje es parte de un sueño. Es verdad que su canto es ligeramente diferente y que su plumaje tiene un color rojo más intenso, pero eso refuerza la impresión. Es como si uno se perdiera en una ciudad conocida, es una sensación de…

Se interrumpió al ver una pequeña bandada de cercetas que corrían al alcance de sus escopetas y ambos las apuntaron. Eduardo estaba preparado para disparar, pero al ver que Stephen bajaba la escopeta, no hizo fuego.

—¡Qué absurdo! —exclamó Stephen—. Me olvidé de preguntarle cómo se las arregla sin un perro. No podríamos traerlas hasta la orilla ni nadie podría caminar mucho rato y, mucho menos, nadar en estas aguas tan frías, ni siquiera para recoger un fénix de dos cabezas.

—No —dijo Eduardo—. Los animales que no podemos traer a la orilla los dejamos donde caen. El lago se congela por la noche y los recogemos por la mañana. Pero es extraño que haya hablado de la impresión de soñar despierto. Yo tengo la misma impresión, aunque no por el mismo motivo. Hay algo extraño aquí. Las aves no están tranquilas, como ve, sino en constante movimiento, y los grupos se separan. Además, hay demasiado ruido. Están intranquilas, como
Molina
, a la que ya he oído dos o tres veces. Aquí hay algo fuera de lo normal. Dios quiera que no haya un terremoto.

—Amén.

Después de una larga pausa, Eduardo dijo:

—No creo que esta noche pueda matar ningún ave, don Esteban. ¿Qué le parece si nos sentamos aquí a contarlas e identificarlas hasta que el sol se encuentre a media hora de Taraluga, que está ahí abajo? Tengo un quipu en el bolsillo para llevar la cuenta. Después, cuando atravesemos Huechopillan y volvamos a la casa de postas, podrá escribir todo a su conveniencia.

—Con mucho gusto —dijo Maturin.

Ahora era más obvio que nunca que Eduardo albergaba en su pecho una serie de creencias que no tenían nada que ver con las de la cristiandad. Por otra parte, le tenía un gran afecto al joven y nunca le había visto tan emocionado, ni siquiera cuando había recibido el mensaje de Cuzco.

Se quedaron sentados observando las aves que pasaban, mirando las más lejanas con el catalejo y comparando sus observaciones. Estaban hablando de la notable capacidad de los animales de presentir la inminencia de algo ominoso o algún cambio, por ejemplo, un terremoto, la erupción de un volcán o un eclipse, y especialmente de la de los murciélagos, que presentían los eclipses lunares, y entonces una bandada de huachuas se acercó a ellos volando a gran velocidad y pasó justo por encima de sus cabezas, batiendo las alas con tanta fuerza que por unos momentos no pudieron oírse sus palabras. Las huachuas giraron todas juntas, volvieron a alcanzar la misma altura y la misma velocidad que antes, después se elevaron y finalmente se zambulleron en el agua, desgarrando la superficie y lanzando muy lejos las salpicaduras. Luego, con la cabeza erguida, formaron un apretado grupo y por encima de ellas empezaron a revolotear las gaviotas chillando y chillando.

Pasó otro minuto y se oyó un gran estrépito que parecía un trueno o una andanada. Los dos hombres se pusieron de pie, apartaron los altos juncos, miraron detrás de ellos y vieron que la nieve de los dos picos situados a ambos lados del puerto estaba desprendiéndose y formando grandes acumulaciones de más de una milla de extensión. Entonces los picos y el puerto desaparecieron en medio de una masa blanca.

—Posiblemente no durará —dijo Eduardo, recogiendo su escopeta.

Stephen le siguió mientras atravesaba rápidamente los juncales para ir hasta donde habían dejado la llama. En efecto, durante unos minutos pareció que ese derrumbamiento sería el último. Pero mientras Eduardo estaba amarrando sus pertenencias a la silla de la llama, Stephen miró hacia el lago y vio que en el agua casi no quedaban aves porque estaban en la orilla metiéndose apresuradamente entre los juncos.

Con paso lento, el paso típico de los indios, Eduardo y la llama avanzaron por la nieve polvo hacia la franja nevada y el puerto. Todavía quedaba por transcurrir buena parte del día y había suficiente luz para atravesarlo aunque fueran a un paso moderado.

Un segundo estrépito. Luego un estruendo triple que se repitió varias veces. Y entonces el viento primero y la nieve después les envolvieron. Stephen, que no pesaba mucho, fue empujado primero hacia delante, después, violentamente, hacia atrás, luego proyectado hacia arriba y finalmente lanzado contra una roca. Durante unos momentos no pudo ver nada y permaneció allí agachado, protegiéndose la cara para evitar respirar la nieve polvo. Eduardo, que al igual que la llama se había tirado al suelo al oír el primer estrépito, le encontró, le amarró la cuerda a la cintura y le rogó que se sujetara a ella y siguiera moviéndose. Añadió que él conocía perfectamente bien el sendero, que llegarían hasta la franja nevada y más allá doblados hacia delante, que el camino era mucho más fácil allí arriba y que la parte superior del paso estaría despejada.

Pero no lo estaba. Cuando por fin terminaron de subir lentamente, jadeando, entre los rugidos del viento, que era muy variable, y en medio de la creciente oscuridad, se dieron cuenta de que hasta entonces se habían mantenido en una parte que estaba relativamente protegida por la cordillera más alta y que el puerto no sólo había sido afectado por el desprendimiento, sino que éste se había concentrado allí y había aumentado debido a la convergencia de las dos paredes rocosas. El espacio intermedio era ahora era un torrente de aire y nieve donde el frío se parecía cada vez más al de la superficie de los lejanos picos cubiertos de nieve y hielo de donde venía el viento. El sol había desaparecido tras una amorfa masa blanca en algún punto olvidado o inadvertido, pero, gracias a Dios, la luna había cambiado hacía cuatro días y brillaba a intervalos por los claros de las nubes de nieve, permitiendo a Eduardo llegar a una hendidura en la pared rocosa donde estarían protegidos contra el embate del viento y su ruido atronador y, hasta cierto punto, del frío mortal que aumentaba con rapidez.

Era una hendidura triangular, y la parte más próxima al exterior estaba llena de nieve polvo. Eduardo la empujó a patadas hacia la corriente principal y enseguida se desvaneció. Luego empujó a Stephen al vértice y después le siguió, arrastrando la llama al interior. La llama se echó encima de la nieve que quedaba, en medio de los dos, y luego trató de ir más al fondo, pero no pudo. Después de pugnar con ella, Eduardo se las arregló para atarle una rodilla doblada y el pobre animal cedió, bajando su largo cuello y colocándolo entre ellos y apoyando la cabeza sobre las rodillas de Stephen.

Poco a poco, a medida que se recuperaban del inmenso esfuerzo que habían realizado en las ultimas cien yardas y a medida que sus oídos se acostumbraban a los innumerables tonos que tenía el viento al pasar dando aullidos, todos diferentes y extremadamente altos y molestos, iban cambiando algunas palabras. Eduardo pidió perdón a don Esteban por haberle conducido a esto y le dijo que debiera haberlo sabido, que había señales, que Tepec le había dicho que ése era un día de mala suerte. Agregó que el viento cesaría cuando salieran las estrellas de medianoche o cuando saliera el sol. Luego preguntó al doctor si quería una bola de hojas de coca.

Stephen había estado tan cerca de la muerte por el acelerado ritmo cardíaco, la imposibilidad de respirar a aquella altura y el extremo cansancio físico que casi había olvidado su bolsa. Además, en ese momento no tenía fuerzas físicas ni resolución espiritual para buscarla bajo su ropa, así que aceptó la bola agradecido, pasando la mano nerviosamente por encima del cuello de la llama para cogerla.

Apenas cinco minutos después de estar la bola en su boca, su extremo cansancio desapareció, y diez minutos más tarde fue capaz de coger su propia bolsa de coca y ceniza y colocarse en una posición tan cómoda como era posible en ese espacio. Además, sintió que la cabeza de la llama despedía un agradable calor, pero aparte de eso, empezaba a sentir tranquilidad mental y la sensación de estar separado del tiempo y de los problemas inmediatos.

Hablaron un poco, a gritos, de la conveniencia de que una gran masa de nieve tapara la entrada. Pero debido al frío, que aumentaba constantemente, era necesario hacer un esfuerzo tan grande para gritar que los dos se quedaron meditando en silencio y extendieron cuidadosamente toda la ropa que llevaban para que cubriera totalmente su cuerpo, especialmente las orejas, la nariz y los dedos. Lo que les parecía el tiempo, o al menos algo que tenía duración, continuó pasando. Dormir en esas circunstancias parecía imposible, aun sin el efecto que las hojas de coca, mucho más fuerte que el que cualquier tipo de café, tenía en un hombre, sobre todo usadas en tan grandes dosis y tantas veces como ahora.

En un determinado momento Stephen percibió el apagado sonido de su reloj, que desde lo profundo de su pecho dio las cinco y media. Se preguntó: «¿Será posible?», se metió la mano en el pecho y apretó el botón repetidor. El reloj volvió a dar las cinco y después, con un sonido más agudo, marcó media hora. Entonces se dio cuenta de que el viento había cesado, de que la llama tenía la cabeza y el cuello fríos y estaba rígida y de que Eduardo respiraba profundamente. También notó que su propia pierna no estaba cubierta por el poncho desde hacía muchas horas y no tenía sensibilidad y que sobre la masa de nieve que cerraba casi por completo la entrada de la hendidura había luz.

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