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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El mar oscuro como el oporto (30 page)

BOOK: El mar oscuro como el oporto
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La meseta terminaba en amplias terrazas que conducían a un río situado más abajo. Esa región era mucho más rica, pues había franjas de tierra sembradas de quinua, una especie de las quinopoidáceas, y varios campos de cebada rodeados por muros de piedra. Había también gran cantidad de piedras formando varios montones y una oveja descarriada al borde de uno de los campos.

—Otra vez las ovejas —dijo Eduardo en tono desaprobatorio.

Muy lejos, a la derecha del río, había un poblado indio, pero Eduardo giró a la izquierda. Entonces, con cierta angustia, le dijo a Stephen que, aunque la colina del otro lado parecía más alta, no lo era ni estaba más lejos, y que la granja de llamas se encontraba justo al otro lado de la cima, aunque era un lugar un poco bajo para las llamas, y que por ese sendero llegarían mucho más rápido.

Y así fue. Pero a Stephen le costó mucho; jadeaba y tenía que concentrarse mucho para poder guiar la mula por el rocoso sendero y seguir los rápidos pasos de Eduardo lo mejor posible, lo que tenía como consecuencia que se perdiera la explicación referente a varias pequeñas aves y plantas y una lagartija. Además, los insectos atravesaban el sendero y no los recogía ni los examinaba. Subían muy próximos al muro situado al este. Podían oír el viento por encima de sus cabezas, pero sólo notaban algunos ocasionales remolinos, y los rayos de sol todavía traspasaban el escaso aire. Cada vez que Eduardo se daba cuenta de que se había adelantado más de unas pocas yardas, se detenía y tosía o se sacudía la nariz, y ésa fue la primera vez que Stephen notó que un joven modificaba su paso por consideración a su edad. Cogió otra bola de hojas de coca, inclinó la cabeza y se miró los pies. Aunque lo que le había dicho a Gayongos era sensato, el maldito Dutourd había logrado meterse en su mente, hasta el nivel justamente inferior al consciente, y le había provocado una absurda ansiedad. Aunque el ejercicio físico le ayudaba a combatirla y las hojas de coca tenían un efecto tranquilizador, no se dio cuenta de que había llegado a la cima hasta que una ráfaga de viento le dio de lleno, y entonces la angustia dio paso a un gran interés en el presente.

—Ya llegamos —dijo Eduardo.

En efecto, habían llegado. Había grandes construcciones de piedra en otra elevación, corrales y distantes rebaños. Una niña india que estaba montada en una llama se bajó, se acercó corriendo a Eduardo y le besó en las rodillas.

Stephen fue conducido a un granero bastante grande y tomó asiento en un haz de leña cubierto de una hierba parecida al galio. Luego le trajeron un cuenco con mate y una pajita de plata. Los indios era muy corteses, pero no le sonreían, lo mismo que le había ocurrido con los pocos indios que había conocido hasta entonces, y le parecía que formaban un pueblo triste, poco sociable y reservado. Por eso se asombró al ver que, a pesar del profundo respeto que le tenían a Eduardo, al verle pusieron una expresión alegre e incluso dejaron escapar risas, que nunca había oído. Eduardo sólo se dirigía a ellos en quechua, que hablaba con fluidez, y de antemano había pedido disculpas por ello a Stephen, explicándole que la mayoría de los indígenas no sabía español y que algunos lo sabían pero preferían ocultarlo.

Pero ahora, volviéndose hacia Stephen, habló en español:

—Señor, permítame mostrarle un guanaco que está ahí fuera. Es el antepasado salvaje de la llama, como usted recordará, pero este ejemplar fue cazado muy joven y es muy dócil.

—Es un hermoso animal —dijo Stephen, mirando al esbelto animal de color ocre y vientre blanco, que mantenía erguido su largo cuello y devolvía la mirada sin miedo—. Y medirá unos doce palmos.

—Doce palmos exactamente, señor. Y aquí viene por el sendero nuestra mejor llama. Su nombre en quechua significa
nieve inmaculada.

—Un animal aún más hermoso —dijo Stephen, volviéndose para observar la delicadeza con que caminaba la llama al lado de un niño indio, meciendo la cabeza.

Apenas puso atención a la llama, intentando calcular su altura y su peso, cuando el guanaco, reuniendo sus energías, dio un salto hacia delante con las dos rodillas dobladas y, asestándole un golpe por debajo de los omóplatos, le hizo caer boca abajo.

Entre el griterío recogieron a Stephen y le sacudieron el polvo y se llevaron al guanaco tirándole de las orejas. Y mientras tanto, la llama permaneció impasible y con una mirada despectiva.

—¡Madre de Dios! —exclamó Eduardo—. Lo siento mucho. Estoy avergonzado.

—No es nada, no es nada —dijo Stephen—, sólo una tonta caída sobre la hierba. Vamos a ver cómo está la llama.

La llama permaneció inmóvil mientras se acercaban. Miraba a Stephen de forma muy parecida a la del guanaco y cuando estuvo muy cerca le escupió en la cara con muy buena puntería y abundante saliva.

Se formó otro griterío, pero sólo Eduardo parecía realmente apenado. Mientras le lavaban y secaban, Stephen vio en el fondo a dos niños indios que se partían de risa.

—No sé qué decir —intentaba disculparse Eduardo—. Estoy desolado, desolado. La verdad es que a veces les hacen eso a las personas que los molestan, y a los hombres blancos aunque no los molesten, y debería haberme acordado, pero después de estar hablando un rato con usted me olvidé de su color.

—¿Le importaría darme un poco de mate? —preguntó Stephen—. Es una bebida muy refrescante.

—Enseguida, enseguida —respondió Eduardo.

Luego, cuando regresó con, el cuenco, dijo:

—Justo detrás de ese pico tan alto es donde tenemos las alpacas. Desde allí a veces puede verse una manada de vicuñas, y a menudo las pequeñas aves trepadoras que llamamos pitos. No está muy lejos y pensaba llevarle hasta., allí, pero creo que es demasiado tarde y que tal vez esté harto de las llamas y su familia.

—¡No, en absoluto, en absoluto! —exclamó Stephen—. Pero es cierto que no debo llegar tarde al convento.

Durante el descenso, Eduardo se ponía más triste a medida que perdían altura. Sus ánimos bajaban a la vez que la pendiente. Cuando pararon a descansar entre las piedras cubiertas de musgo que otro gran desprendimiento de tierra había arrastrado, como consecuencia del más reciente terremoto, Stephen, para distraerse, dijo:

—Me alegro de haber visto a su gente tan contenta. Según mi corta experiencia en Lima y sus alrededores, tenía la falsa impresión de que eran malhumorados y tristes.

—Un pueblo al que le han quitado sus costumbres y sus leyes, cuya historia y cuya lengua han sido ignoradas y cuyos templos han sido saqueados y derribados, tiene motivos para ser malhumorado y triste —dijo Eduardo y, después, recobrándose, añadió—: No digo que ésta sea la situación de Perú, y creo que sería una herejía negar los beneficios de la verdadera religión. Lo que digo es que eso es lo que piensan los indios más obstinados, que probablemente hagan secretamente los antiguos sacrificios… Por favor, no se mueva —agregó en tono enfático, señalando con la cabeza el otro lado del valle, por donde las terrazas y los campos llegaban hasta el río. En la montaña había una bandada de cóndores que volaban en círculo, pero no a gran altura. Stephen los observó y tres de ellos se posaron en las rocas—. Si dirige su pequeño catalejo al borde del campo de cebada, en la mitad de la pendiente, verá la oveja descarriada —susurró Eduardo.

Stephen apoyó el catalejo en el espacio que había entre dos rocas, lo enfocó de modo que viera el borde del campo de cebada y lo movió hasta que pudo ver un bulto blanco, aunque estaba oculto casi por completo por un puma que lentamente se comía la oveja.

—A menudo hacen eso —explicó Eduardo—. Los cóndores vienen poco después que el puma ha matado su presa, pues parece que le vigilan cuando va de un lado a otro, y esperan a que se llene y se retire a un lugar resguardado para bajar. Pero el puma no soporta ver que los cóndores se la comen y sale corriendo y ellos suben. Entonces él come un poco más, se retira y ellos regresan. Mire, ahora se va.

—Nuestros buitres son más discretos —dijo Stephen—. Esperan horas, mientras que estas aves vienen enseguida. ¡Dios mío, cómo comen! No quisiera habérmelo perdido por nada del mundo. Gracias, estimado Eduardo, por enseñarme el puma, esa admirable bestia.

* * *

Durante la vuelta hablaron de lo ocurrido teniendo en cuenta hasta el más mínimo detalle, como el ángulo exacto que formaban las primarias de los cóndores y su extensión cuando se posaban en las rocas, el movimiento de la cola, la expresión de disgusto del puma cuando regresó por tercera vez y se encontró con que sólo quedaba un montón de grandes huesos. Llegaron al monasterio en un tiempo razonable, pero roncos, pues hablaban casi gritando para poderse oír porque el viento, aunque estaba disminuyendo de intensidad, todavía era muy fuerte. Cenaron con muchas más personas en el gran refectorio, y Stephen se retiró a su celda tan pronto como acabó la oración para dar gracias a Dios.

No comió mucho y bebió menos. Ahora no tenía sueño (otro de los efectos comunes de masticar coca), pero eso no le disgustaba porque podía pensar en todo lo que había pasado ese día. Lamentaba haber oído la noticia de la llegada de Dutourd, inoportuna pero sin importancia, pero estaba satisfecho del resto. Al mismo tiempo seguía el cántico de los monjes. Ese monasterio benedictino era muy riguroso y separaba maitines de laudes, por lo que la primera se rezaba a medianoche, haciendo el servicio religioso realmente largo, con el nocturno entero, las lecciones y el tedéum, y la segunda se rezaba de manera que el salmo del medio coincidiera con la salida del sol.

Estaba medio dormido, pensando en Condorcet, un hombre mucho más corpulento que Dutourd, pero que seguía tontamente al estúpido y sinvergüenza de Rousseau, cuando oyó unos pasos que se acercaban por el pasillo. Sin embargo, ya estaba completamente despierto cuando entró Sam con una vela.

Estaba a punto de hacer un comentario al estilo de los del capitán Aubrey, como, por ejemplo: «¡Ah, has venido hasta el monasterio, Sam!», cuando notó la gravedad de su rostro y dejó de sonreír.

—Discúlpeme por despertarle, señor, pero el padre O'Higgins quiere hablar con usted.

—Naturalmente —dijo Stephen—. Por favor, alcánzame los calzones. Como ves, me acuesto con camisa.

* * *

—Doctor —le saludó el vicario general, levantándose y acercándole una silla—, ¿sabe que hay aquí una misión francesa clandestina que ayuda a los independentistas?

Stephen asintió con la cabeza.

—Recientemente se ha unido a ella o, mejor dicho, ha intentado unirse un hombre exaltado y locuaz que ha provocado su descrédito y, según creo, que hayan decidido abandonar el país. Además, él ha asegurado que es usted un espía británico. Es cierto que el Santo Oficio le ha apresado por decir en público blasfemias como las que Condorcet dijo, pero Castro se ha aprovechado del asunto para congraciarse con el virrey. Habla del «oro de los extranjeros herejes» y ha mandado a un grupo a protestar delante del consulado británico y a otro a romper las ventanas de la casa donde estaban los franceses. Hasta que el virrey regrese no puede hacer nada más, y el general Hurtado probablemente le eliminará mañana, es decir, le hará guardar silencio. Pero no hemos podido encontrar al general en Lima ni en casa de su hermano. No le veremos hasta la reunión de mañana a mediodía, y aunque creo que es una debilidad por mi parte, estoy preocupado. Un hombre como Castro es capaz de hacer mucho daño, y creo que fue un error rechazarle. Le digo todo esto porque quiero que tome medidas por si estuviéramos en lo cierto.

Stephen hizo los pertinentes comentarios y dijo:

—Por lo que respecta al rechazo de un hombre que no es de fiar, me parece que posiblemente esté usted equivocado. Nunca podríamos haber confiado en él y, por otra parte, él hubiera llegado a estar en posesión de muchos nombres.

Volvió a su celda con varias plumas, tinta y un montón de hojas de papel, y mientras andaba reflexionó sobre la imprudencia de sus palabras. Pasó el resto de la noche escribiendo, y al amanecer, todavía sin sueño, dobló los papeles, se los metió en el pecho y entró en la capilla para oír el benedictus.

* * *

Al final de la mañana, gran número de personas empezaron a llegar a los dos monasterios, entre ellas muchos peregrinos que llegaban pronto para la ceremonia y algunos miembros de la liga, que, en general, permanecían silenciosos y se lanzaban ansiosas miradas. Habían mandado a algunos mensajeros a apostarse en el camino para interceptar al general Hurtado y entregarle una carta comunicándole las actividades de Castro para que se preparara para tranquilizar a todos en la reunión y tomar medidas decisivas inmediatamente.

Pero el general no acudió. En su lugar apareció Gayongos, demacrado, con aspecto más viejo y aturdido. Entonces le dijo a Stephen, al vicario general, al padre Gómez y a Sam que Hurtado, muy alterado, había dicho que por los rumores del oro de los extranjeros por todas partes y el ambiente cargado de corrupción, como hombre de honor no podía pensar en realizar ninguna acción más en ese momento.

No perdieron tiempo en protestas. Stephen preguntó si era posible que Castro se apoderara de la fragata.

—Naturalmente que no, antes que el virrey regrese —dijo el padre O'Higgins—. Y aun después es bastante improbable. Pero es posible que se aventure a ordenar que le arresten con cualquier pretexto, así que debe irse a Chile. He escrito una carta para que se la entregue a mi paisano Bernardino, que le llevará a Valparaíso, donde podrá subir a bordo de la fragata.

—Eduardo le enseñará el camino —dijo el padre Gómez y, sonriendo, añadió—: Con él no correrá peligro.

Stephen se volvió hacia Gayongos y preguntó si algunos de los fondos se habían transferido.

—No —respondió Gayongos—. Aparte de varios miles, sólo se han emitido letras para el Gobierno provisional. El oro se iba a distribuir mañana por la tarde.

—Entonces, por favor, reténgalos en la forma en que sea más fácil transferirlos hasta que reciba instrucciones —ordenó Stephen. Después se volvió hacia Sam y dijo—: Padre Panda, aquí tiene una brevísima nota para el capitán Aubrey. Llegará muy pronto, y estoy seguro de que usted podrá explicarle las cosas mejor que yo.

Todos se estrecharon las manos. Gayongos, en la puerta, dijo:

—Siento mucho que haya sufrido una decepción. Por favor, acepte este regalo.

Cuando entregó un sobre a Stephen, por sus mejillas resbalaron silenciosas lágrimas, algo asombroso en su demacrado rostro terminado en una gran papada.

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