Read El mar oscuro como el oporto Online

Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El mar oscuro como el oporto (31 page)

BOOK: El mar oscuro como el oporto
2.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
CAPÍTULO 9

El miércoles muy temprano el viento del este, que había amainado durante la noche, dejó paso a la calma. Cesaron los remolinos de polvo y los golpes de los postigos y dejaron de caer las tejas. Había una bendita calma. Cuando el sol ascendió unos diez grados, la brisa marina empezó a soplar hacia tierra, y a media mañana empezó a soplar un viento moderado del sudoeste. La
Surprise
podría haber desplegado todas las gavias, pero Tom Pullings, a quien le gustaba menos navegar a toda vela que a su capitán, ordenó que tomaran un rizo.

El viento estuvo entablado todo el día y el siguiente. El viernes Tom volvió a desviarse del rumbo para ir a la isla de San Lorenzo y la atravesó hasta el cabo donde estaba situado el faro, desde el que se dominaba una inmensa parte del océano limitada por la nítida línea del horizonte.

Tom oteó el horizonte con su catalejo mientras bebía té helado muy despacio. Allí al oeste estaba lo que había buscado toda la tarde y toda la noche del día anterior, un remoto punto blanco entre el cielo y el mar. Subió al faro, se sentó donde podía apoyar firmemente el catalejo en la roca y lo enfocó con mucho cuidado. A esa altura ya se podían ver las gavias de la embarcación y las de otra que estaba detrás, y mucho antes de que la probabilidad se convirtiera en una certeza, el corazón le brincó dentro del pecho, pues estaba seguro de que el barco era el
Franklin
y de que traía una presa.

Poco después, cuando sentía el calor del sol en la nuca, ya se podía ver el casco, y sintió gran alegría y satisfacción, pues por haberlo tenido bajo su mando sabía que no había posibilidad de error. Ahora podía regresar a la
Surprise
ysentarse tranquilamente a contemplar su nueva jarcia, recién hecha, colocada y ennegrecida donde debía estarlo, incluidas las vergas. Y ahora podía contárselo al padre Panda.

Desde hacia días Tom estaba cada vez más preocupado, porque el doctor no estaba y el reverendo venía cada noche para saber si tenía noticias del capitán. El reverendo estaba muy angustiado y, obviamente, sabía que algo malo pasaba, porque había traído de vuelta a los enfermos, le había aconsejado que terminara de negociar la venta de las presas, además de que cargara la fragata con el agua y las provisiones y que la sacara del astillero y la preparara para zarpar. Sin duda había algo raro en el pueblo, porque la gente corría de un lado a otro y se comportaba de una forma muy extraña. Algunas personas que siempre habían sido amables, e incluso extremadamente amables, ahora se habían vuelto retraídas. Un ejemplo era el encargado de la atarazana, que era todo sonrisas y le había ofrecido una copa de vino el domingo, y el lunes tenía una actitud reservada e incluso distante. Por otra parte, los abastecedores de barcos y los empleados del astillero se habían vuelto muy codiciosos. Además, tres comerciantes de considerable categoría habían ido a verle al anochecer (ahora la mayoría de las visitas se producían de noche) y le habían pedido que llevara un tesoro hasta Valparaíso. El señor Adams, que hablaba español casi tan bien como el doctor y que se ocupaba de todo tipo de negocios, dijo que cuando regresara el virrey se formaría un gran alboroto, habría una situación infernal y la gente robaría cuanto pudiera. No sabía realmente por qué razón, puesto que corrían muy diferentes rumores, pero parecía que los militares y algunos civiles se habían comportado mal.

Tom llegó a su bote (el esquife del doctor recién pintado de verde), empezó a remar y avanzó entre pequeños barcos que echaban nasas para pescar langostas. Había visto muchos pescando de esa forma primitiva aproximadamente a una milla de la costa. Eran embarcaciones estrechas y alargadas, algunas de ellas simples canoas, y como no había ningún marino entre sus tripulantes, no hizo caso cuando le gritaron en tono burlón: «¡Espía inglés, sí, sí! ¡Marrano! ¡Hereje!».

Uno de aquellos cabrones, que se encontraba a cierta distancia en una vieja, miserable y desvencijada embarcación casi del tamaño de la lancha de un barco de guerra, pero con sólo tres remeros perezosos, era muy insistente e imitaba repetidamente el grito de un león marino para provocar la risa. Pullings frunció el entrecejo, empezó a remar un poco mas rápido, apartando la vista de la lejana embarcación, que tenía una forma desconocida para él y llevaba bitas y otros cabos colgando por fuera de la borda. Después de todo, él tenía un alto cargo en la Armada real, era un capitán y ni un montón de leones marinos podían burlarse de él.

A medida que aumentaba la velocidad, se oían más gritos de leones marinos, que por ser tan roncos resultaban desagradables. De repente cesaron, y desde un lejano punto en las tranquilas aguas pudo oírse claramente una voz áspera y no muy alta que decía:

—¡Maldito cabrón!

Ése no era el grito de un nativo ni una frase para burlarse de los herejes, sino una típica expresión marinera, que conocía desde su niñez, y la habían dicho en el característico tono de la Armada. Se volvió y con una mezcla de horror y placer vio la corpulenta figura de su capitán, que subía a la base de un mástil para dar un grito decisivo, y reconoció el destrozado casco de la lancha del
Alastor
. Viró el esquife, lo abarloó con la lancha y, sin perder tiempo preguntando qué había pasado o comentando su horrible aspecto, les dio su botella de té helado porque estaban tan sedientos que casi no podían hablar, su rostro no parecía humano y tenían los labios negros. Entonces les tiró un cabo y empezó a remolcar la lancha hacía la costa.

Pullings remaba con una fuerza prodigiosa, moviendo los remos hacia adelante y hacia atrás de manera que crujían y se doblaban bajo sus manos. Nunca había visto al capitán con un aspecto tan malo, ni siquiera después de la batalla del
Alastor
. En parte eso se debía a la venda ensangrentada que tenía en el ojo, y en parte a que estaba barbudo, demacrado y tenía la cara tan delgada que estaba casi irreconocible. Además, se movía con dificultad, como un viejo, y remaba lentamente. Pullings miraba la lancha desde el esquife y observó que el capitán, Johnson
El moreno
y Bonden hacían todo lo que podían con remos muy desiguales, hechos de palos rotos; Killick achicaba el agua, y Joe Plaice y el joven Ben estaban tumbados e inmóviles. Las dos barcas apenas se movían. Todavía tenían que recorrer casi tres millas, y a esa velocidad no recorrerían ni la mitad antes de que la marea bajara y las arrastrara a alta mar.

La
Surprise
, que se encontraba en la rada, tenía a bordo tres guardiamarinas que suplían lo que les faltaba de inteligencia con actividad física. Reade, puesto que sólo tenía un brazo, ya no podía hacer travesuras en la jarcia, corriendo por la parte superior desafiando la gravedad, pero sus compañeros Norton y Wedell le subían con un motón hasta una altura asombrosa, y desde allí, como aún le quedaba una mano y podía doblar las piernas alrededor de cualquier cabo, se deslizaba con gran satisfacción. Ahora estaba en el tope del mayor, sujetándose ligeramente de los obenques de la juanete mayor, a más de cien pies, con la intención de deslizarse por todo el contraestay de la juanete, y al mirar distraídamente hacia la isla San Lorenzo vio un raro espectáculo: una barca pequeña remolcaba a otra mucho mayor. Aunque estaban a gran distancia, notó que la barca pequeña se parecía mucho al esquife color verde guisante del doctor, y entonces se inclinó hacia delante y gritó:

—¡Norton!

—¿Qué?

—Sé amable por una vez en tu vida y mándame el catalejo.

Norton, un muchacho siempre amable, hizo algo más que eso. Subió como un hábil babuino hasta donde estaba Reade y le rogó que le hiciera sitio en el pequeño cabo donde tenía apoyados los pies, se descolgó el catalejo del hombro y se lo entregó, sin dar más jadeos que si hubiera subido un par de escalones. Ver a Reade usando el catalejo en el tope del mástil podría hacer palidecer a cualquier hombre de tierra adentro, pues tenía que estirarlo, doblar su único brazo para agarrarse a los obenques, acercarse el extremo del catalejo al ojo y mantenerlo enfocado con una presión constante. Pero Norton estaba acostumbrado a verle y se limitó a decir:

—Nos iremos cuando hayas acabado, compañero. No te quedes aquí toda la noche.

Reade respondió gritando tan alto como le permitía su voz, que ahora estaba cambiando.

—¡Cubierta! ¡Cubierta! ¡Señor Grainger! ¡Por el través! ¡El capitán Pullings está intentando remolcar la lancha del
Alastor
! ¡La lancha está destrozada, en muy mal estado! ¡Están achicando el agua, el capitán está remando y puedo ver a Bonden, pero…!

Las restantes palabras fueron ahogadas por los fuertes gritos con que llamaban a todos los marineros y bajaban las lanchas al agua, sin importarles que la nueva capa de pintura no estuviera seca todavía.

* * *

La lancha del
Alastor
y el esquife se abarloaron con la fragata por el pescante de babor. Bonden enganchó el bichero mecánicamente, y mientras los marineros bajaban rápido con los guardamancebos, Pullings se apresuró a entrar por la popa para ayudar a subir a bordo al capitán.

—¿Dónde está el doctor? —preguntó Jack, levantando la vista hacia la borda.

—En tierra, señor, desde hace cinco o seis días. Mandó decir que está estudiando la naturaleza en las montañas.

—Muy bien —dijo Jack, muy decepcionado y con una sensación de vacío.

Logró subir por la borda apenas con un pequeño empujón. Quería tanto a su fragata que, a pesar de su actual mal estado, se alegraba de estar vivo y a bordo de ella, pero no podía soportar las felicitaciones de los oficiales ni las miradas de asombro de los marineros. Manteniendo el equilibro lo mejor posible, bajó la escala de toldilla y fue hasta su cabina. Después de beber cuatro pintas de agua, pues pensaba que más cantidad sería excesiva y que su efecto resultaría fatal, como lo era para la vacas, los caballos y la ovejas, miró a Plaice y a Ben, que estaban en sus coyes, se lavó, se quitó la ropa, comió seis huevos con pan y una sandía entera y después se tumbó en su coy y cerró los ojos en cuanto apoyó la cabeza.

Poco después del crepúsculo, salió de un profundo sueño. Había un silencio sepulcral en la fragata y la luz disminuía con rapidez. Pensó en el presente, recordó el pasado inmediato, dio gracias a Dios por lo que le había dado y se preguntó: «¿Pero qué pasa? ¿Estoy realmente aquí y vivo?». Se movió y se palpó el cuerpo. Su debilidad era real, y también lo eran el escozor del ojo, la barba y la tremenda sed.

—¡Eh! —gritó sin mucha convicción.

—¿Señor? —dijo Grimble, el ayudante de Killick.

—Trae una jarra de agua con un chorrito de vino.

Cuando terminó de beberla, jadeando, preguntó:

—¿Porque hay tanto silencio en la fragata? No se oyen campanadas. ¿Se ha muerto alguien?

—No, señor. El capitán Pullings dijo que si alguien le despertaba le daría cien azotes.

Jack asintió con la cabeza y dijo:

—Tráeme un poco de agua tibia y dile a Padeen y al joven ayudante del doctor que vengan.

Con ellos también llegó Killick cojeando y con expresión malhumorada. Por un momento Jack pensó que tendría que discutir, algo que apenas podría soportar, pero había subestimado la bondad de ellos, pues se dividieron la tarea sin pelear. Padeen, experto en cambiar vendas, le quitó muy despacio el vendaje mojado; Fabien le quitó la pomada y trajo otra del botiquín; Killick se la puso diciendo que, por lo que podía ver con esa luz, el ojo no había sufrido ningún daño, pero que por la mañana podría emitir un juicio con más fundamento. Después Padeen le puso otro vendaje.

—¿Quiere que le afeite, estimado señor? —preguntó—. Sin duda, usted se quedará tum… tum… tumbado.

—Tranquilo —dijo Killick.

Después de afeitado y casi con el aspecto de un hombre que podría sobrevivir, Jack recibió a Pullings cuando iba a cambiar la guardia.

—¿Como se siente, señor? —preguntó Tom en voz baja.

—Muy bien, gracias —dijo Jack—. Pero dime, ¿has oído algo de Dutourd?

—¿Dutourd? —pregunto Tom, asombrado—. No, señor.

—Ha logrado escapar escondiéndose en la lancha o en el propio
Alastor
. El doctor me dijo que lo mantuviera a bordo, y tenemos que llevarlo allí de regreso.

—¿Cómo vamos a hacerlo, señor? —pregunto Pullings.

—Ésa es una buena pregunta. Tal vez el doctor regrese esta noche y tal vez yo tenga la mente más clara por la mañana. Pero, ¿por qué la fragata está tan bien arreglada y preparada? ¿Por qué ha salido del astillero tan pronto?

—Bueno, señor… —dijo Pullings, riendo—. Estábamos desconcertados, no sabíamos qué hacer. Cuando los carpinteros la carenaron, descubrimos que le faltaba una placa de cobre no más grande que esa mesa, sin duda por causa de una ballena, pero las bromas habían actuado de forma asombrosa. Aunque todavía podía impedir más o menos la entrada de agua, las piezas que estaban alrededor apenas soportaban una marejada. Los carpinteros cortaron la pieza hasta donde la madera estaba en buen estado, la reemplazaron tan bien como lo hubieran hecho en Pompey y le pusieron encima una placa de cobre del doble de grosor que las nuestras. Algunas curvas, como ya sabíamos, no estaban bien, y había otras que no lo estaban y no lo sabíamos, pero los carpinteros eran honestos y no se aprovecharon de nuestra situación. Ahora es perfectamente estanca.

—¿Dónde…? — empezó a preguntar Jack, pero le interrumpió un grito en la cubierta.

—¡Eh, ese bote! ¿Qué bote va?

—Creo que es el padre Panda —dijo Pullings—. Generalmente viene a esta hora para saber si hay noticias de usted.

—¿Ah, sí, Tom? —preguntó Jack, enrojeciendo—. Hazle bajar enseguida. Y mantén la parte posterior del alcázar despejada, ¿quieres?

—Por supuesto, señor —dijo Pullings, e inclinando la cabeza para oír la potente voz que respondía a la pregunta de la fragata, añadió—: En efecto, es él. Quizá pueda decirnos cómo capturar a Dutourd.

Entonces se oyeron los golpes que el bote daba al costado de la fragata debido a que el padre era inexperto. Y se oyeron varios gritos.

—¡Guarde el remo, señor!

—¡Amárralo a la boza, Bill!

—¡Ahí tiene otro guardamancebo, padre! ¡Agárrese fuerte!

Entretanto Pullings exclamó:

—¡Oh, señor! Me olvidé de decirle que el
Franklin
está en alta mar y aparentemente tiene una presa. Voy a traer al reverendo.

Sam estaba más alto y grueso que cuando él y su padre se habían encontrado por última vez. Jack se levantó haciendo un gran esfuerzo y le puso las manos en los hombros, diciendo:

BOOK: El mar oscuro como el oporto
2.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

In the Shadow of the Wall by Gordon Anthony
Wild Blood by Nancy A. Collins
Liverpool Annie by Maureen Lee
The Silver Wolf by Alice Borchardt
The Color of Fear by Billy Phillips, Jenny Nissenson
Avoiding Mr Right by Anita Heiss
In the Kingdom of Men by Kim Barnes