El mar oscuro como el oporto (38 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El mar oscuro como el oporto
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—Me temo que no verás mucho al sur —dijo Jack.

Dirigió el catalejo hacia allí y lo mantuvo fijo mientras el mástil donde se encontraba giraba de tal modo que la coleta se le movía hacia la izquierda, luego hacia la derecha y después hacia atrás.

Stephen, que acurrucado en la paja observaba el mástil, preguntó:

—¿Cuánto crees que nos movemos?

—Bueno —respondió Jack, todavía recorriendo con la vista la línea del horizonte por el sur—, con el balanceo nos inclinamos unos veinte grados y con el cabeceo unos doce, así que a esta altura el balanceo nos hace desplazarnos setenta y cinco pies y el cabeceo cuarenta y cinco. Y describimos una elipse bastante aguda. ¿Estás seguro de que no te molesta?

—No, en absoluto —repitió Stephen, obligándose a mirar por encima de la barandilla otra vez, y después continuó—: Dime, amigo mío, ¿la gente viene por aquí voluntariamente? Quiero decir, aparte de los que navegan de una punta a otra de la costa americana.

—¡Oh, sí! Con el viento del oeste casi permanente, ésta es la vía más rápida para ir de Nueva Gales del Sur hasta El Cabo. ¡Oh, sí! empezaron a usarla desde el principio del establecimiento de esa infernal colonia, ¿recuerdas? Y la Armada todavía… Te diré una cosa, Stephen, hay un horrible temporal al sur. La marejada ya es más fuerte y temo que se desate una horrible tormenta. ¡Bonden, Bonden! Sujeta el cabo porque voy a mandar al doctor abajo. ¡Echa una mano, echa una mano!

* * *

Era una horrible tormenta. La
Surprise
se alejó cuanto pudo de la hilera de islas rocosas Diego Ramírez, a veces avanzando de una vez largos tramos, pero en ocasiones las inmensas olas que venían del sur la obligaban a quedarse al pairo con las velas de capa; sin embargo, siempre se mantenía alejada de la costa, para seguridad de los que iban a bordo, pues todos, hasta el último marinero, temían la costa a sotavento más que a nada en este mundo y quizá también el otro, y al menos ése fue el único consuelo que tuvieron hasta que la tormenta cesó. Durante el resto del tiempo, la fragata estuvo moviéndose violentamente, con agua de mar atravesando la cubierta de proa a popa, y todos los marineros estaban de guardia durante la noche y ninguno se acostaba seco, ni entraba en calor, ni comía ni bebía nada caliente.

Pero la tormenta cesó. El viento del oeste volvió a soplar y la fragata regresó con dificultad, atravesando las grandes olas del sur que el viento cortaba lateralmente produciendo una terrorífica marejada. La mayoría de los vientos fuertes e inestables tienen nefastos efectos, y ése no era una excepción. Aunque no se perdió ni resultó herido gravemente ningún hombre, el mastelero y el mastelerillo de repuesto que estaban en la parte de sotavento de la cubierta, fuertemente amarrados con cabos dobles, cayeron por la borda junto con otros palos importantes como un montón de ramas. Además, el esquife del doctor, que estaba metido dentro de la lancha, se hizo pedazos, aunque la lancha quedó intacta. El doctor, contemplando aquel espectáculo apocalíptico desde el escotillón de la cabina (no le permitían subir a la cubierta), vio algo que no había visto nunca. Un albatros que pasaba por las crestas y las simas de las olas, usando sus naturales dotes, fue sorprendido por una masa de agua empujada por la contracorriente y arrojado al mar. Se alzó moviendo vigorosamente las alas y huyó atravesando la ola que estaba elevándose. Por supuesto, no pudo oírse ningún sonido, pero a Stephen le pareció que tenía una expresión indignada.

La fragata volvió a su puesto, desde donde se divisaban las islas por el través de babor, pero los tripulantes trajeron consigo el frío, el típico frío del Antártico, que siempre había por debajo de los sesenta grados de latitud. Los guardiamarinas sentían un perverso placer al atrapar los trozos de hielo que caían para echarlos en el grog, que ya estaba frío, pero los marineros más viejos, sobre todo los que habían navegado en balleneros del Pacífico sur, les miraban con desaprobación y preocupación a la vez, porque para ellos el hielo era un signo de que algo peor, mucho peor, estaba aún por ocurrir.

Ese frío y la extraña presencia del hielo al final del verano significaban que cuando el viento del oeste cesara, lo que ocurría a veces, sin aparente razón habría calima o espesa niebla.

Y el viento cesó el viernes, el día después de la luna llena, y entonces empezó a soplar el viento del norte, que aumentó de intensidad cuando salió el sol. Inmediatamente después del desayuno, el marinero que estaba en la cofa de serviola gritó con fuerza y emoción:

—¡Barco a la vista! ¡Dos barcos a la vista por la amura de babor!

El grito llegó a la cabina, donde Jack estaba comiendo huevos y bebiendo café en una jarra de media pinta desconchada. Y ya había apartado ambas cosas cuando Reade entró precipitadamente gritando:

—¡Dos barcos a la vista por la amura de babor, señor!

Jack subió rápidamente, sin pausa, a lo alto de la jarcia, mientras bajo sus pies se desprendían los trozos de escarcha de los flechastes. El serviola bajó a la verga para hacerle sitio, diciendo:

—Acaban de pasar la isla del medio, señor. Tienen desplegadas las mayores y las gavias. Los vi claramente antes de que la niebla se volviera tan espesa.

El tiempo pasó. Dos campanadas interrumpieron el absoluto silencio de la cubierta, donde no se oía el constante rugido de las olas que venían del sudoeste. En esas latitudes, la niebla podía resistir el embate del viento de casi cualquier intensidad, porque se formaba desde la superficie; sin embargo, el viento podía formar claros, y eso fue justamente lo que pasó cuando a Jack Aubrey se le empezaban a congelar la nariz y las orejas por el frío. A tres millas por el nordeste, vio los dos barcos con sus blancas velas recortándose sobre las negras islas Diego Ramírez. Eran mercantes de trescientas o cuatrocientas toneladas, de proa redondeada y anchos en la parte de la crujía. Sin duda, eran barcos robustos, capaces de llevar una gran carga en la bodega, pero muy, muy lentos.

Se acercó el catalejo al ojo bueno y observó el más cercano. Parecía prepararse para cambiar de rumbo, de modo que tuviera el viento por la aleta para avanzar hacia el oeste y pasar por la costa sur de la última isla del grupo. Luego orzaría y se dirigiría al Pacífico navegando con rumbo tan próximo al norte como el viento lo permitiera. Naturalmente, toda la tripulación, que no era mucha, estaba en la cubierta, y con tan pocos marineros no podía maniobrar rápido; sin embargo, parecía vacilar demasiado para realizar una operación tan sencilla. De repente, Jack pensó que ese mercante era el líder, el que indicaba el camino, y que había pasado antes por allí, pero le costaba conseguir que el barco que estaba detrás viera las señales. Indudablemente, el segundó mercante estaba envuelto en la niebla la mayor parte del tiempo y además, con esa luz, las banderas de señales eran difíciles de leer. Su teoría se confirmó casi enseguida, pues el mercante líder hizo una salva y todos los tripulantes corrieron a la popa para ver el efecto que tenía. Parecía que no había ningún serviola vigilando, y aunque así fuera, Jack estaba completamente seguro de que no habían visto la
Surprise
, ya que estaba al pairo con las mayores arrizadas y era difícil de ver porque no se distinguía bien sobre el fondo gris. Y también pensaba que sería prácticamente invisible para quienes no esperaban encontrar un barco enemigo a lo largo de cinco mil millas.

La intención de los mercantes era obvia, y si la
Surprise
se desplazaba un poco al este y luego hacía rumbo al norte tendría ventaja y podría entablar combate cuando quisiera. No obstante, Jack no quería precipitar los acontecimientos, porque era posible que hubiera un tercer mercante. Como los mercantes habían sido tan puntuales como el coche de posta de Bath a Londres, era muy probable que la información sobre el número de ellos también fuera exacta. Tenía que esperar a que el tercer mercante terminara de bordear las islas y se reuniera con sus compañeros, porque cuando llegara a alta mar ya no podría regresar con ese viento. Muy pronto el viento rolaría al oeste y, con la gran habilidad de la
Surprise
para navegar de bolina, los mercantes no tendrían esperanzas de escapar.

Se inclinó sobre el borde de la cofa de serviola y, sin alzar la voz, llamó a Pullings.

—¡Capitán Pullings!

—¿Señor?

—Por favor, ordene a los marineros que vayan a sus puestos sin hacer ruido. Y no habrá toque de tambores. Después, tan pronto como la niebla nos envuelva, empezaremos a navegar despacio con rumbo nordeste. Diga al señor Norton que suba con un catalejo a la cofa de mesana y a Bonden con otro a la del trinquete.

Se oyó el apagado sonido de muchos pasos en la cubierta inferior. Los marineros sacaron los cañones con infinita precaución, sin que se oyera más que el débil chirrido de una cureña y el inevitable sonido que producían las balas al chocar. Luego la niebla envolvió la fragata, y sin que se dieran órdenes, los marineros desplegaron las velas, largándolas desde las vergas o subiéndolas por los estayes.

La fragata ganó velocidad. Mientras el timonel trataba de cambiar el rumbo, se oyó a Pullings decir:

—Así, así, muy bien.

Sonaron tres campanadas, y Jack, en voz bastante alta, ordenó:

—¡Dejen esa maldita campana!

Quince minutos más. Como esperaba, el viento se volvió más frío y roló al oeste. Sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo, pero no era el único, pues los balleneros se miraron unos a otros asintiendo con la cabeza.

—Señor —dijo Bonden—, dos barcos por el través de babor. Un bergantín y otro barco.

—¿Dónde? —preguntó Jack.

Ahora le lloraba el ojo herido, y eso afectaba la visión de ambos.

—Los he perdido, señor —respondió Bonden—. El bergantín parecía bastante grande. Tenía las gavias desplegadas y creo que la trinquete también. Pero aparecen y desaparecen. A veces el otro barco parece una corbeta y otras un navío de línea.

Silencio. Confusión. Grises franjas de niebla entre la jarcia, dejando escarcha en todos los cabos. Jack se puso un pañuelo por encima del ojo malo, y cuando se lo estaba amarrando un remolino formó un claro en la niebla. Los mercantes, que eran tres ahora, ya habían pasado las islas y estaban a cierta distancia por el sur, exactamente donde, por lógica, deberían estar; pero, paradójicamente, los recién llegados, que se encontraban entre la
Surprise
y sus presas, se veían con mucha menos nitidez, sólo se distinguían sus siluetas. Pero se veían con suficiente claridad para que Davies
El Torpe
, con un entusiasmo que fue reprimido inmediatamente, exclamara:

—¡Ahora hay cinco cabrones! ¡Cinco!

Durante un instante, Jack pudo ver una fila de portas en el barco más grande, antes que ambos, como dos manchas oscuras, se fundieran con la niebla gris y desaparecieran por completo.

Siguió un largo período de total incertidumbre, pues la niebla se hacía más espesa, luego más fina y después de nuevo más espesa, y ambos marineros confundían los barcos sobre los que informaban, a veces tomando el bergantín por el otro barco o viceversa. Además, las dos embarcaciones se movían bastante rápido e incluso Bonden, un experto marinero, daba variada información sobre su tamaño.

Jack no veía casi nada. Estaba casi seguro de que los barcos eran mercantes españoles que se dirigían al norte, a Valparaíso. El de mayor tamaño, si era realmente tan grande como parecía, era de mil toneladas o más, y posiblemente su destino era Filipinas. El hecho de que tuviera una fila de portas no tenía importancia, pues, aunque fueran de verdad, eso no significaba que detrás hubiera cañones, ya que la mayoría de los mercantes llevaban portas reales o pintadas como medida disuasoria.

—¡Barco a la vista! ¡Barco a la vista por la amura de estribor! —gritó Norton.

Jack se dio la vuelta y vio una gran masa blanca entre la niebla, donde había disminuido de espesor, y entonces oyó a Norton decir:

—¡Oh, no, señor! ¡Lo siento! ¡Es una isla de hielo!

Sí. Y había otra detrás, y empezaron a verse otras por el sur y el este a medida que se formaban claros. Y desde los bloques hielo soplaba un viento cortante.

La
Surprise
estaba perfectamente situada para lanzar un ataque contra los mercantes, que se encontraban a considerable distancia de las islas. Navegaban despacio hacia el sudoeste, y con el viento que soplaba, la fragata podría cruzar su estela en una hora más o menos con una moderada cantidad de velamen desplegado. Los recién llegados se encontraban entre la
Surprise
y sus presas, y probablemente la fragata pasaría muy cerca de ellos. Mientras Jack contemplaba esas borrosas formas, que ahora parecían muy grandes, casi de doble tamaño debido a los reflejos de las partículas de hielo que había en la niebla y la sombra que proyectaban, pensó que tal vez el otro barco era un navío de guerra español enviado para enfrentarse al
Alastor
, porque había llegado a Cádiz la noticia de los estragos que había causado. Entonces se dijo: «Si es así, le pediré a Stephen que hable con ellos civilizadamente».

Se inclinó hacia delante con el fin de ordenar a Pullings virar en redondo para hacer rumbo al oeste, pero cuando estaba tomando aliento, oyó el inolvidable sonido del desprendimiento de un trozo de hielo, pues un pedazo del tamaño de una parroquia se desprendió de la isla más cercana y se sumergió cien pies en el mar, haciendo saltar por el aire un enorme penacho de agua. Entonces cambió la orden y mandó que diera bordadas, una maniobra más rápida pero que requería mayor esfuerzo, y pensó: «Mientras antes nos vayamos de aquí, mejor», mirando hacia las enormes masas de hielo que estaban por popa y se movían hacia el norte, aunque se encontraban mucho más al norte de lo que deberían en esa época del año.

La fragata cambió de bordo. Los marineros enrollaron todos los cabos y, cuando muchos de ellos ya estaban en las vergas de las juanetes, apareció el bergantín como una oscura forma y fue haciéndose cada vez más visible.

—¡Eh, el bergantín! —gritó Jack con su vozarrón, ya en el alcázar otra vez.

No hubo respuesta, pero a través de la niebla que se disipaba, pudo ver que había gran actividad a bordo.

—¡La bandera! —gritó Jack a Reade, el encargado de las señales, y después, en voz más alta, cuando la izaban, preguntó—: ¿Qué barco va?

—¡El Arca de Noé, que salió hace diez días de Ararat, Nueva Jersey! —gritó una voz entre risas.

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