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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El mar oscuro como el oporto (21 page)

BOOK: El mar oscuro como el oporto
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—Si no terminan en un mes, no podrán terminar —respondió Stephen—. Pero dejaré un mensaje en el barco. Que Dios te bendiga.

* * *

Las embarcaciones no iban a separarse hasta que el sol estuviera muy bajo, en primer lugar porque el capitán Aubrey tenía que hablar largamente a los otros capitanes y redistribuir los tripulantes, y en segundo porque quería engañar a un barco que se encontraba lejos por el oeste, una posible presa. Quería que el distante barco creyera que formaban un convoy que avanzaba sin prisa hacia el sur, con destino a Callao, hablando frecuentemente entre sí con tranquilidad, así que no pensaba dar la señal para separarse hasta que fuera imposible ver las juanetes del barco incluso desde la cruceta del palo mayor.

Pero mucho antes de eso, el doctor Maturin tuvo que cumplir con su deber como cirujano de la fragata. Después de volver a la
Surprise
, permaneció un rato junto al coronamiento mirando la alineación de los barcos. El
Alastor
tenía pocos tripulantes, pero con los mástiles intactos y la jarcia casi completamente libre de estorbos; el ballenero estaba en un estado muy parecido; el
Franklin
ahora tenía el bauprés reparado con palos del barco de cuatro mástiles. Formaban una espectacular hilera de vergas y velas, el tipo de cola con que la
Surprise
, la depredadora fragata, había llegado a menudo a varios puertos.

—Perdone, señor —dijo Sarah, justo detrás de él—. Padeen pregunta si va a tardar mucho. Después de un momento le tiró de la chaqueta y, alzando la voz, repitió—: Perdone, señor. Padeen quiere saber si tardará mucho y espera que no, por el amor de Dios.

—Voy contigo, nena —dijo Stephen, recobrando la sensatez—. Creí oír un león marino.

Bajó a la enfermería, todavía bastante maloliente a pesar de que había dos mangas de ventilación y de no estar tan llena como en los primeros días que siguieron a la batalla, cuando los pacientes yacían por todas partes del sollado y apenas podía pasar entre ellos. Padeen, su ayudante, que era uno de los hombres más amables que habían salido de Munster y nada le había restado humanidad, estaba llorando junto a un tripulante del
Alastor
. El marinero se había caído del coy y, con el brazo destrozado, estaba en el suelo medio metido debajo de otro y se agarraba con todas las fuerzas a una anilla cada vez que intentaban ayudarle. Estaba fuera de sí no sólo por el terrible fin de la batalla y el horrible futuro que le esperaba, sino también porque la fiebre le había hecho perder el juicio que le quedaba. Pero lo que no pudo conseguirse con la amabilidad, la cautela y la fuerza de Padeen, ni con los argumentos de las niñas, lo consiguió el doctor Maturin con su serena autoridad. Cuando el marinero estuvo otra vez en su coy, amarrado y con la herida vendada, Stephen empezó su agotadora ronda. Había pocos supervivientes del
Alastor
, y de esos pocos ya habían muerto tres a consecuencia de las heridas. La mayoría de los restantes eran prisioneros y no habían participado en la batalla porque se habían escondido sin armas en la bodega de proa.

Todos los demás eran sus compañeros de tripulación, marineros con quienes simpatizaba y había hecho muchos viajes, y en algunos casos les conocía desde que habían entrado en la Armada. El enorme corte que le habían hecho a Bonden con un sable, que tan angustiosamente habían cosido, parecía curarse bien; sin embargo, en otros casos le parecía que sería necesaria una extirpación, y pensaba en eso y en los riesgos con mucha pena, acrecentada por el hecho de que los marineros confiaban plenamente en sus poderes y le estaban muy agradecidos por el tratamiento.

Fue una ronda agotadora, y debía ir seguida de una visita a las pequeñas cabinas de la proa, donde dormían los suboficiales. Como el señor Smith, el condestable, no estaba a bordo del
Franklin
, Stephen había puesto al señor Grainger en su cabina porque era más apropiada para un hombre herido que la suya en la popa. Ahora se dirigía allí acompañado por Sarah, que sostenía una palangana, gasa y vendas, y cuando atravesaron por la parte donde la luz del día proyectaba sombras formando recuadros oyeron en la cubierta el grito:

—¡Dé la señal de separarnos, señor!

Entonces Pullings respondió:

—Entendido, con todo respeto.

—Señor, ¿puedo subir a mirar? —preguntó Sarah.

—Muy bien —dijo Stephen—, pero deja la palangana y las gasas y ve despacio.

Los barcos se separaron con la inevitable calma que tenían las despedidas en la mar, despacio al principio, manteniéndose a corta distancia; pero si uno se distraía unos momentos mirando un pájaro o un alga flotando en el mar, notaba después que la distancia había aumentado a una milla y ya no podía distinguir las caras de sus compañeros. Y con aquel cálido viento del sur, los barcos que navegaban en dirección opuesta se separaban a quince o dieciséis nudos incluso sin tener desplegadas las juanetes.

El
Franklin
, al mando del capitán Aubrey navegaba en dirección oeste para intentar mantener apartado al enemigo hasta que supiera que la
Surprise
había llegado a puerto, que se había preparado para pasar por el cabo de Hornos, que las presas se habían entregado y, sobre todo, que Stephen había terminado todo lo que tenía que hacer y estaba listo para regresar a Inglaterra. Tenía fundadas esperanzas de que el
Franklin
pudiera enviar presas allí de vez en cuando, pero si no fuera así, tenía una lancha del
Alastor
con aparejo de goleta que podría enviar desde alta mar para llevar mensajes o traer provisiones y noticias desde Callao.

La
Surprise
, al mando del capitán Pullings, hizo rumbo al sudeste para dirigirse a Perú, cuyas montañas ya podían verse desde los topes y cuya corriente fría en dirección norte ya estaba presente. Detrás de ella navegaban las dos presas, a dos cables de distancia una de otra.

El sol se puso cuando el
Franklin
aún se veía en el horizonte y dejó tras sí el cielo dorado, que tenía un aspecto tan hermoso que a Stephen se le hizo un nudo en la garganta. Sarah también estaba emocionada, pero no dijo nada hasta que bajaron otra vez.

—Rezaré siete avemarías todos los días hasta que volvamos a verles.

El contramaestre fue su primer paciente. Había abordado el
Alastor
completamente borracho y, cuando subía a la cofa del mayor persiguiendo a dos enemigos, había caído en el combés encima de un montón de armas. Era un amasijo de cortes y quemaduras, pero lo que le mantenía alejado de su trabajo era una distensión en una pierna que se había golpeado con una jareta. Ahora estaba borracho otra vez y se esforzaba por ocultar su estado hablando lo menos posible, con sumo cuidado y tratando de proyectar su respiración hacia abajo. Le cambiaron las vendas de las heridas y Sarah le trató con menos ternura de lo habitual porque detestaba a los borrachos. Su desaprobación llenó la pequeña cabina, y el contramaestre se puso nervioso y, como si quisiera aplacarla, esbozó una sonrisa estereotipada. Cuando terminaron de vendarle, Sarah regresó a la enfermería y Stephen fue a ver al señor Grainger, a quien habían herido de un disparo de mosquete. La bala había seguido una extraña trayectoria, muy diferente de la de una bala de rifle, y después de una prolongada búsqueda, Stephen había encontrado el lugar donde estaba alojada, en contacto con la arteria subclavia. La herida se estaba curando muy bien, y Stephen felicitó a Grainger por tener la carne tan suave como la de un niño. Aunque el paciente sonrió y reconoció amablemente la atención del doctor, era obvio que tenía algo en mente.

—Hace poco, Vidal vino del
Franklin
a verme y me habló mucho del señor Dutourd —explicó—. Había oído que su petición de ser enviado a Callao con los otros franceses fue denegada. Como usted sabe, Vidal y sus amigos tienen un gran concepto del señor Dutourd y admiran sus ideas sobre la libertad y la igualdad, la abolición de impuestos y la libertad de culto. ¡Libertad! ¡Mire cómo defendió a los desafortunados negros que estaban en el
Alastor
!Se ofreció a comprar su libertad pagando de su bolsillo lo que valen en Jamaica. Dijo que pagaría en el cabrestante y que el dinero engrosaría el botín.

—¿Ah, sí?

—Sí, señor. Por eso a Vidal y sus parientes, pues la mayoría de los seguidores de Knipperdolling son primos en un grado u otro, no les gusta la idea de que le manden a Inglaterra, y posiblemente le lleven ante el tribunal del Almirantazgo para juzgarle y termine ahorcado como pirata sólo por no tener un pedazo de papel. ¿El señor Dutourd es un pirata? Eso no tiene sentido, doctor. Esos malvados hombres del
Alastor
eran piratas, no el señor Dutourd. Son del tipo de hombres que se ven con grilletes en el cabo Tilbury, que son una horrible advertencia para los que navegan por allí. El señor Dutourd es un hombre culto y ama a sus semejantes.

La intención de Grainger era suficientemente clara, pero no se le podía permitir que hiciera una petición directa. Stephen podía recurrir a su condición de médico. Durante una pausa, pidió a Grainger que contuviera la respiración y le tomó el pulso, calculándolo con el reloj en la mano.

—¿Sabe que nos separamos hace una hora? Tengo que ir a decírselo al señor Martin. Creo que con este viento llegaremos muy pronto a puerto, y me gustaría bajarle a tierra firme lo antes posible.

—¿Nos separamos tan pronto? —preguntó Grainger—. No lo sabía ni Vidal tampoco cuando habló conmigo esta mañana. Por supuesto, el señor Martin —añadió después de recuperarse—. Por favor, dígale al pobre que le deseo un buen día. Nos conmovió que se esforzara por subir a la cubierta para sepultar a nuestros compañeros de tripulación.

* * *

—Nathaniel Martin, siento haberle dejado tanto tiempo sin atender —se disculpó Stephen.

—No tiene importancia, no tiene importancia… —respondió Martin—. El bueno de Padeen ha estado a mi lado, Emily me ha traído una taza de té y he dormido la mayoría del tiempo. Estoy mucho mejor.

—Ya lo veo —dijo Stephen, acercando el farol a la cara de Martin y apartando la sábana—. Los trastornos de la piel tal vez sean lo más desconcertante en medicina —comentó, tocando suavemente la peor de las llagas—. En pocas horas ha habido un cambio apreciable.

—He dormido con el cuerpo totalmente relajado por fin, como no había dormido en Dios sabe cuánto tiempo. No he sentido irritación ni dolor a la más mínima presión ni he dado vueltas en vano para estar más cómodo.

—No se puede hacer nada sin sueño —dijo Stephen y continuó con el reconocimiento—. Sí —añadió, volviendo a colocar la sábana—. Le dejaré en tierra con gusto. La piel se le ha curado, pero no me gusta cómo están su corazón, sus pulmones y sus excreciones. Además, por lo que me dice, siente más vértigo que antes. Tener tierra firme bajo los pies y una dieta vegetariana pueden hacer maravillas. Lo mismo puede aplicarse a algunos de nuestros pacientes.

—Muchas veces hemos visto que así es —reconoció Martin—. Entre paréntesis, quisiera decirle algo curioso. Hace unas horas, cuando desperté de un estupendo rato de sueño, creí oír un león marino y me llené de alegría, como cuando era un niño o cuando estaba en Nueva Gales del Sur. ¿A qué distancia estamos de la costa?

—No sé, pero antes de que los barcos se separaran, dijeron que la cordillera se divisaba desde el tope, y es posible que haya cerca algunos islotes rocosos donde vivan leones marinos. El capitán miraba hacia el oeste… ¡A propósito! Me dijo que le presentara sus respetos. Además, yo he visto una bandada de pelícanos, y las aves no están lejos de tierra.

—Es muy cierto. Pero, por favor, dígame cómo están los pacientes de la enfermería. Supongo que a usted no le ha faltado trabajo.

Durante un rato hablaron de modo profesional de las recientes heridas de armas blancas y balas, las fracturas simples, concoideas y conminutas que habían llegado abajo y el éxito o el fracaso de Stephen al tratarlas. Luego, en un tono menos distante, Martin preguntó por el capitán.

—Lo que me preocupa es su ojo —dijo Stephen—. La herida de pica se está curando bien; la herida de la cabeza, aunque todavía puede apreciarse el trastorno que produjo, no tiene importancia; la pérdida de sangre tampoco es importante. Pero en el ojo le cayó el taco que acompañaba a la bala que le abrió el cuero cabelludo. El taco era grueso, pero estaba medio desintegrado. Extraje muchos fragmentos y, por supuesto, no penetraron en la córnea ni siquiera la lesionaron; sin embargo, tiene persistente hiperemia y lacrimación…

Estuvo a punto de decir que no se podía confiar en un paciente así, porque duplicaría las dosis de medicina y se las tomaría con cualquier remedio de curandero ofrecido como panacea, pues Martin escuchaba al primer charlatán que se le pusiera delante; sin embargo, se abstuvo, y volvieron a hablar de la enfermería, de los antiguos pacientes que Martin conocía.

—¿Cómo están Grant y MacDuff? —preguntó Martin.

—¿A los que les aplicamos el tratamiento de Viena? Grant murió justo antes de la batalla. Aunque, obviamente, no tuve tiempo de abrirle, tengo fundadas sospechas de que fue a causa del sublimado corrosivo. MacDuff está lo suficientemente bien para hacer trabajos ligeros, aunque su estado físico está muy deteriorado y dudo que se recupere del todo.

Después de una pausa y con voz alterada, Martin dijo:

—Tengo que confesarle que yo también me apliqué el tratamiento de Viena.

—¿Con qué dosis?

—No encontré nada en sus libros, así que me guié por la cantidad que usamos para preparar las pociones con calomelanos.

Stephen no dijo nada. Los médicos austriacos más atrevidos administraban un cuarto de grano
[7]
del sublimado, mientras que la dosis de calomelanos empleada normalmente era cuatro granos.

—Tal vez fui imprudente —dijo Martin—, pero estaba desesperado porque ni el calomel ni el guayacol hacían efecto.

—No podían curar una enfermedad que no tenía —respondió Stephen—. De todas formas, le dejaré con gusto en un hospital, donde podrán purgarle una y otra vez cómodamente y con bastante decencia. Tenemos que hacer todo lo posible por eliminar esa sustancia nociva de su organismo.

—Estaba desesperado —dijo Martin, pensando en el horrible pasado—. Estaba sucio, sucio, quemándome vivo, como suelen decir los marineros. Una muerte vergonzosa… Y creo que estaba trastornado. Hasta que usted me aseguró que las llagas estaban producidas por la sal, estaba totalmente convencido de que tenían origen pecaminoso. Admitirá que eran muy parecidas, ¿no es cierto?

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