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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El mar oscuro como el oporto (22 page)

BOOK: El mar oscuro como el oporto
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—Tal vez lo fueran por el excesivo uso de mercurio, pero dudo que un observador objetivo se equivocara.

—Los malos huyen a donde no puedan atraparles —sentenció Martin—. Querido Maturin, he sido muy malo. He tenido muy malas intenciones.

—Debe beber agua de lluvia durante la noche —le recomendó Stephen—. Cada vez que se despierte, beba al menos un vaso, para eliminar todo lo que pueda. Padeen le traerá varios frascos para la orina y espero que estén llenos por la mañana. Tengo muchas ganas de dejarle en tierra y empezar a tomar medidas más radicales, querido colega, porque no hay ni un momento que perder.

* * *

No había ni un momento que perder, y, afortunadamente, las formalidades que había que cumplir en el puerto de Callao no tardaron mucho, gracias a que el agente comercial, que se había ocupado de las presas de la
Surprise
en el viaje realizado desde Inglaterra, y su hermano, que era el jefe del puerto, dieron la bienvenida a la fragata y su valiosa cola. Tan pronto como terminaron, Jemmy Ducks llevó a Stephen en el esquife hasta la costa. A la izquierda vieron una cantidad de barcos demasiado grande para aquella ciudad tan pequeña. Había barcos de Chile, México, de otros países del norte y al menos dos de China.

—Justo por el través, detrás de la goleta amarilla, hay un barco que probablemente haya venido de Liverpool —dijo Jemmy—. Están todos muy ocupados en las cofas.

La marea estaba alta, y en la polvorienta orilla, cuando Stephen subía hacia un arco de la muralla, le envolvió una nube del polvo de las ruinas a que el viejo Callao había sido reducido por los terremotos. Cuando pasó, vio de pie bajo la cornisa a un grupo de hombres malcarados de todos colores, desde negro hasta amarillo sucio y les dijo:

—Caballeros, por favor, tengan la amabilidad de indicarme dónde está el hospital.

—Su señoría lo encontrará junto a la iglesia de los dominicos —respondió un hombre de tez marrón.

—Señor, está justo antes de llegar al almacén de Joselito —explicó un negro.

—Venga conmigo —dijo otro, y condujo a Stephen por un túnel hasta una inmensa plaza sin pavimentar donde se arremolinaba el polvo—. Ahí está la casa del gobernador, pero está cerrada —añadió, señalando la parte de la plaza más cercana al mar—. Y a la derecha está el palacio del virrey-continuó, señalando hacia la izquierda—. También está cerrada.

Ambos se volvieron. En medio de la plaza, tres aves parecidas al buitre, de plumaje blanco y negro y alas de aproximadamente seis pies de envergadura, se disputaban los resecos restos de un gato.

—¿Cómo llaman a estos animales?

—¿A estos animales? Pájaros, su señoría. Allí, antes del almacén de Joselito, está el hospital.

Stephen lo miró con gesto preocupado. Era un edificio bajo con pequeñas ventanas con barrotes y el techo plano, de barro, y apenas a un palmo de distancia del suelo. Sin duda, era una construcción prudente, porque en aquel país había muchos terremotos, pero como hospital dejaba mucho que desear.

—En el hospital hay al menos cien personas y las camas están a considerable distancia del suelo. Ahí sale un maldito hereje con un paisano.

—¿Cuál? ¿Ese caballero bajito y rubio que se tambalea?

—No, no, no. Ése es un buen hombre, un cristiano viejo. Y sin duda, también su señoría es un buen hombre y un cristiano viejo.

—Ninguno es más viejo, pero algunos son mejores.

—Es un cristiano, aunque sea inglés. Es un gran abogado que ha venido a dar clases sobre la Constitución británica en la universidad de Lima. Se llama Curtius Raleigh. Seguramente habrá oído hablar de él. Está borracho. Tengo que ir corriendo a buscarle su coche.

—Se ha caído.

—Así es. Y ese miserable alto y de pelo negro le está levantando. Ese hereje es el cirujano del Liverpool. Tengo que irme corriendo.

—No le detendré, señor. Por favor, acepte esta pequeñez.

—Que Dios se lo pague, su señoría. Adiós, señor. Que no encuentre nuevos obstáculos.

—Que no encuentre nuevos obstáculos —repitió Stephen.

Observó durante un rato las aves con el catalejo de bolsillo, mientras el nombre aún seguía en el fondo de su mente. Poco después, cuando el coche de Curtius entró en la silenciosa y polvorienta plaza, dos de ellas levantaron el vuelo, una con los restos del gato y la otra tratando de arrebatárselo. Se fueron volando hacia el interior, hacia Lima, que estaba situada a cinco o seis millas. Era una hermosa ciudad con torres blancas que tenía detrás una serie de montañas de aspecto aún más hermoso que subían y subían en la distancia, hasta que sus picos nevados se confundían con el cielo y las blancas nubes.

El coche, tirado por seis mulas, se alejó, y el señor Curtius iba cantando
Greensleeves.

Stephen se acercó al inglés que quedaba allí, se quitó el sombrero y saludó:

—Buenos días, señor Francis Geary.

—¡Stephen Maturin! —exclamó—. Por un momento pensé que eras tú, pero tengo las gafas cubiertas de polvo. —Se las quitó y miró a su amigo con sus ojos miopes—. ¡Qué alegría verte! ¡Qué alegría encontrar a un cristiano en esta tierra de bárbaros!

—Veo que acabas de salir del hospital.

—Sí. Uno de los hombres del
Three Graces
, del que soy cirujano, tiene síntomas muy similares a la fiebre paratifoidea, y quería aislarle en un lugar donde recibiera los cuidados apropiados hasta que la enfermedad se declare para evitar que contagie a todo el barco. La enfermedad puede ser tan peligrosa como el sarampión o la viruela para los habitantes de nuestra isla, y tenemos muchos a bordo. Pero ellos no quieren escuchar. Así que fui a ver al señor Raleigh, que había viajado con nosotros y es un católico romano, para que les persuadiera. Está enseñando derecho en la universidad y es un hombre influyente. Pero no, no y no. Le dieron una o dos botellas de excelente vino, como seguramente habrás notado, pero no cedieron. Cuando veníamos de Lima, me dijo que no esperaba tener éxito porque el recuerdo del comportamiento de los bucaneros, que incluso saquearon las iglesias, aún está vivo. Y creo que en eso tenía razón. Sea por lo que sea, no quieren tener nada que ver conmigo ni con mí paciente.

—Entonces me temo que no tengo esperanzas, pues mi paciente no sólo es protestante, sino que, además, es clérigo. Ven a tomar una taza de café conmigo.

—Con mucho gusto. Pero en tu caso no tendrías esperanzas ni aunque él fuera el Papa. La construcción es muy baja y maloliente y no tiene ventilación. Además, hay muchas personas y están amontonadas unas sobre otras indiscriminadamente, así que nunca admitirían al pastor allí.

Geary y Maturin habían estudiado medicina juntos y habían compartido un esqueleto y varias víctimas encontradas en el Liffey y el Sena. Ahora, mientras estaban sentados a la sombra bebiendo café, hablaban con la falta de inhibición propia de los médicos.

—Mi paciente es también mi ayudante —dijo Stephen—. Siempre le ha gustado tanto como a ti la historia natural, especialmente las aves. Aunque no hizo oficialmente ningún curso, ni guardias, ni asistió a conferencias, se convirtió en un excelente ayudante de cirujano gracias a que constantemente prestaba ayuda en la enfermería y hacía disecciones con frecuencia. Por otra parte, puesto que es un hombre culto, es una agradable compañía. Por desgracia, recientemente empezó a sospechar que había contraído una enfermedad venérea, y como pasamos un largo período sin agua dulce para lavar la ropa, le salieron llagas de la sal, así que pensó que sus sospechas se habían confirmado. Es cierto que en ese momento tenía la mente perturbada, por razones que sería tedioso y casi imposible de explicar, pero entre las cuales figuran la desazón de los celos, el abuso imaginario y la nostalgia del hogar. Además, sus llagas eran mucho mayores que las que he visto hasta ahora. A pesar de todo eso, no sé cómo un hombre de su experiencia pudo convencerse a sí mismo de que tenía sífilis. Pero así fue, y secretamente se administró calomelanos y guayacol, que, naturalmente, no hicieron efecto. Entonces tomó sublimado corrosivo.

—¿Sublimado corrosivo? —preguntó Geary.

—Sí, señor —dijo Stephen—. Y en cantidades que me resisto a decir. Cayó muy bajo antes de decírmelo, pues nuestra relación estaba lejos de ser cordial, aunque existía un afecto latente. Con agua dulce, las lociones apropiadas y la convicción de que no está enfermo han logrado que mejore considerablemente el estado de su piel, pero persiste el efecto de esa intolerable cantidad de sublimado. ¡Jovencita! —dijo, volviéndose hacia el oscuro fondo de la bodega—. Tenga la amabilidad de prepararme una bola de hojas de coca.

—¿Con limo, señor?

—¡Por supuesto! Y también con un poco de
llipta
, si tiene.

—¿Cuáles son los síntomas ahora? —preguntó Geary.

—Fuerte vértigo, tal vez agravado por la pérdida de un ojo hace varios años, dificultad para seguir la secuencia de las letras, cierta confusión mental, desazón y debilidad física. También tiene el pulso irregular y caóticas deposiciones. Gracias, cariño —dijo a la joven cuando le trajo las hojas de coca.

Continuaron hablando del estado de Martin, y cuando Stephen dijo todo lo que pudo sin tomar como referencia sus notas, Geary preguntó:

—¿Tiene dificultad en distinguir la derecha de la izquierda y ha perdido un poco de pelo?

—Sí —respondió Stephen, dejando de masticar y mirando atentamente a su amigo.

—He visto dos casos similares y he oído hablar de varios más en Viena.

—¿Se enteró de cómo se curan?

—¡Por supuesto! Los dos hombres que atendí salieron del hospital por su propio pie. Uno estaba perfectamente bien y el otro tenía un ligero impedimento, aunque en su caso había perdido el pelo de todo el cuerpo e incluso las uñas, lo que, según Birnbaum, sirve de criterio. Pero el tratamiento fue largo y delicado. ¿Qué piensa hacer con su paciente?

—No lo sé. Mi barco está a punto de ser carenado, y él no puede permanecer a bordo. Esperaba encontrarle un sitio en el hospital hasta que pudiera conseguirle un pasaje en un mercante. Es posible que nosotros estemos navegando durante mucho tiempo, y un barco corsario no es un lugar apropiado para un enfermo. Tal vez en Lima…

Stephen guardó silencio.

—Como ha hablado de un pasaje, supongo que el caballero no es un indigente, como suelen ser los ayudantes de cirujano.

—En absoluto. Es un pastor anglicano con dos beneficios y ha obtenido mucho dinero como botín. Si miras hacia la bahía verás dos barcos capturados, de los cuales le pertenece a él una parte considerable.

—Lo digo porque nuestro capitán, un experto en náutica y muchas otras cosas, defiende los intereses de los dueños, hombres insaciables que ignoran lo que es la caridad y la buena voluntad, pero este caso no tiene relación con ninguna de las dos. ¿Por qué su paciente no embarca en el
Three Graces
? Tenemos dos cabinas vacías en el centro del barco, que es una embarcación estanca.

—Esto es muy precipitado, Francis Geary —observó Stephen.

—Así es —convino Geary—, pero el viaje será lento y tranquilo. Rara vez el capitán Hill despliega las sobrejuanetes, y vamos a hacer escala en Iquique, Valparaíso y tal vez otro puerto más en Chile para cargar provisiones. Y tendremos que prepararnos para pasar por el estrecho de Magallanes en la época del año más apropiada para navegar hacia el este, pues el capitán Hill no quiere arriesgarse a perder los palos de los dueños pasando por el cabo de Hornos. Además, es experto en navegar por el intrincado estrecho porque lo ha pasado muchas veces. Ese viaje sería infinitamente mejor para un hombre en un estado de salud tan delicado. ¿No quiere venir conmigo a ver el barco?

—Con su permiso, señor —les interrumpió Jemmy Ducks—. La marea está cambiando y deberíamos irnos enseguida.

—Jemmy Ducks, cuando hayas bebido una moderada cantidad, vete solo, porque yo voy a ir al astillero a ver el barco de Liverpool.

—Muchas gracias, señor —dijo Jemmy Ducks, tragándose un cuarto de pinta de coñac peruano sin pestañear—. Y presento mis respetos al caballero.

* * *

Cuando Stephen, Padeen y las niñas bajaban de lo alto del cabo, desde donde habían despedido al
Three Graces
agitando la mano durante mucho rato, estaban tristes y silenciosos. El calor del trópico no era sofocante, pues soplaba una agradable brisa marina, pero en la tierra que pisaban, seca y de color amarillo pálido, no crecía ninguna planta ni había vida de ningún tipo, y su esterilidad provocaba tristeza en quienes ya estaban decepcionados. La distancia al alto acantilado era mayor de lo que pensaban, y habían caminado más lento de lo que debían, por lo que el barco de Liverpool ya se había alejado de la costa cuando llegaron allí y, a pesar de que usaron el catalejo de bolsillo de Stephen, no podían estar seguros de haber visto a Martin, que había subido a bordo por el portalón con ayuda de un solo marinero y les prometió sentarse junto al coronamiento.

Caminaban en silencio, con el océano a la izquierda y la cordillera de los Andes a la derecha, ambos de una belleza majestuosa y sublime, pero imposible de calibrar por los humanos, al menos por los que estaban tristes, hambrientos y con una sed intolerable. No volvieron a recuperar la alegría hasta que llegaron al final de la reseca meseta, desde donde se divisaba, a un lado, el lejano verde valle del Rimac, con Lima, bien definida por sus murallas, aparentemente a poca distancia, y al otro lado, Callao, con el puerto lleno de actividad, el astillero y el pueblo de forma cuadrada. Entonces unos y otros exclamaron:

—¡Ahí está Lima!

—¡Ahí está Callao!

—¡Ahí está la fragata, pobrecita!

Para su asombro, la fragata aún estaba en el astillero, desmantelada y a punto de ser carenada.

—¡Allí está la sirvienta del
Franklin
!—gritó Sarah, señalando los barcos que estaban en el muelle.

—Querrás decir la ayudante —la corrigió Emily.

—Jemmy Ducks dice
sirvienta.

—Señor, ella se refiere a la lancha del
Alastor con
aparejo de goleta que está junto al barco de México.

—Con la fragata de medio lado, ¿será posible tomar té? —preguntó Padeen con más soltura que de ordinario.

—Sin duda, habrá té —dijo Stephen, avanzando por el sinuoso sendero que bajaba la colina.

* * *

Sin embargo, estaba equivocado. En la
Surprise
había demasiada confusión para poder disfrutar de algo tranquilamente. Tom Pullings recibió la noticia de que tal vez la fragata sería carenada antes de que le tocara el turno justo después que Stephen se marchara, y cuando él, el carpintero y el único buen ayudante del contramaestre, laboriosos como abejas, iban y venían por entre las latas de pintura, los cabos, los barriles y los palos del almacén de material de guerra, recordando las palabras de Jack («Gasten cuanto necesiten y no escatimen»), llegó la lancha para llevarse a algunos marineros al
Franklin
, que tenía pocos tripulantes.

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