El mar oscuro como el oporto (18 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El mar oscuro como el oporto
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—Digan al señor Vidal que venga —ordenó y, después de unos momentos, explicó—: Señor Vidal, cuando hayamos hablado con el capitán del ballenero, veamos sus cartas marinas y saquemos del barco toda el agua que podamos en treinta minutos, tomará usted el mando y lo llevará a Callao con una moderada cantidad de velamen desplegada. Nosotros nos desviaremos un poco con la esperanza de encontrar un barco francés, y es probable que le alcancemos a usted; pero si no es así, espere allí. El señor Adams le dará los documentos necesarios y el nombre de nuestro agente, que se ocupó de las presas de la fragata cuando salimos. Puede llevarse a algunos de nuestros hombres y al capitán, al contramaestre y al cocinero del ballenero, aunque, por supuesto, no podrán llevar armas encima ni en los baúles.

—Muy bien, señor —dijo Vidal, impasible.

—Respecto al agua, tiene media hora para sacarla, así que no hay ni un minuto que perder. Puesto que el mar está un poco agitado, eche bastante aceite de ballena, no escatime. Uno o dos barriles no van a ninguna parte.

—Sí, sí, señor. Echar y no escatimar.

* * *

—Jack, ¿sabías que los diligentes marineros han traído gran cantidad de barriles de agua? —preguntó Stephen cuando llegó a la cena, más tardía de lo habitual y con menos luz.

—¿Ah, sí? —preguntó Jack—. Me asombra.

—Así es. ¿Puedo coger un poco para lavar a mis pacientes con una esponja y lavar su ropa por fin?

—Bueno, puedes coger un poco para lavarles. Estoy seguro de que te bastará con un cuenco pequeño. Pero respecto a lavarles la ropa, lavarles la ropa… ¡Dios mío! Eso sería un gasto extraordinario, ¿sabes? La sal no le hace daño a los arenques ni a las langostas. Además, mi camisa no se ha lavado con agua dulce desde Dios sabe cuánto tiempo y parece papel de lija. Esperemos a que llueva. ¿Has mirado el barómetro?

—No.

—Empezó a bajar en la primera guardia de cuartillo, y ya ha llegado a las veintinueve pulgadas y sigue bajando. Mira el menisco. Además, el viento está rolando a popa. Si no hay fuertes ráfagas de lluvia esta noche o mañana, te daré uno de los barriles mejor dicho, medio barril, para la ropa.

Después de un corto e insatisfactorio silencio, el doctor Maturin dijo:

—Sin duda, no será nuevo para ti que el ballenero se ha ido, según me dijeron, a Callao. Que Dios les bendiga si pueden llegar allí.

—Lo he notado —dijo Jack, cortando el pastel de carne, pescado y vegetales.

—Pero tal vez no sepas que dos de sus hombres olvidaron sus pastillas ni que Padeen le dio a Smith un linimento pero olvidó decirle que tenía que darse fricciones con él en vez de tomárselo. Sin embargo, nadie, nadie me ha dicho por qué navegamos con tanto afán por el enfurecido mar con marineros cuyos nombres ni siquiera conozco, en dirección, a juzgar por el sol, casi opuesta a Perú, adonde estaba ansioso por ir, adonde tú me hiciste creer que llegaríamos antes del cumpleaños de Briedie.

—Nunca dije qué cumpleaños, si éste o el próximo.

—No sé cómo puedes hablar de mi hija con tanta ligereza. Siempre he hablado de las tuyas con el debido respeto.

—Una vez, cuando todavía usaban pañales, las llamaste «un par de tontas con cabeza de nabo».

Stephen reflexionó unos momentos y luego dijo:

—Deberías estar avergonzado, Jack, muy avergonzado. Ésas fueron tus propias palabras cuando me las enseñaste en Ashgrove antes de hacer el viaje a la isla Mauricio. ¡Que el diablo te lleve!

—Bueno, tal vez lo fueran. Sí, tienes razón. Ahora lo recuerdo. Me aconsejaste que no las tirara al aire porque eso era malo para la mente. Discúlpame. Pero dime, amigo, ¿nadie te ha dicho lo que pasa?

—Nadie.

—¿Dónde has estado?

—He estado abajo, en mi cabina, pensando en el mercurio.

—Una estupenda actividad. Pero ahora no podrás verlo, ¿sabes?, porque está demasiado cerca del sol. A decir verdad, su aparición no es un gran espectáculo ni ayuda mucho a la navegación, aunque tiene su encanto desde el punto de vista astronómico.

—Me refería al elemento metálico. En estado puro, el mercurio es completamente neutral y puedes tomarte media pinta sin que te cause daño; sin embargo, en sus diversas combinaciones a veces es benigno… ¿dónde estarían tus corpulentos marineros sin la píldora azul…?; y a veces, cuando está en manos inexpertas, forma compuestos que son letales en dosis tan pequeñas que parece inconcebible.

—Así que no sabes nada de lo que ocurre…

—Amigo mío, en ocasiones puedes llegar a ser muy aburrido. Ciertamente, oí que algunos hombres gritaban: «¡Follados, follados, les follaremos!». Entre paréntesis, Jack, dime qué significa la palabra «follado». La he oído a bordo frecuentemente, pero no he podido enterarme bien de cuál es el significado náutico.

—No es un término náutico. La usan en tierra tanto como a bordo. Es una grosería y significa el que copula o tiene relaciones sexuales.

Stephen reflexionó unos momentos y luego dijo:

—Así que «follado» es semejante a sodomita y a otros insultos peores que se usan para expresar desprecio y desafiar, por ejemplo, a un enemigo. Y, curiosamente, hace —referencia a las emociones subyacentes de los amantes. Conquista, violación, subyugación… Me pregunto si las mujeres tienen un lenguaje similar.

—En algunas partes de la región occidental de Inglaterra a los carneros les llaman follados —explicó Jack—, lo mismo que a los gatos les llaman mininos, y, desde luego, eso es parte de su deber. Pero no sé lo que fue primero, Si el hecho o quien los hizo, si el huevo o la gallina. No soy lo bastante instruido para decirlo.

—¿No es la gallina?

—No, en absoluto, querido Stephen. ¿Quién ha hablado de una gallina? Pero permíteme decirte por qué navegamos a toda vela en una noche que promete traer tan mal tiempo. En la tripulación del ballenero había un inglés llamado Shelton, un marinero del trinquete en el
Euryalus
cuando estaba al mando de Heneage Dundas, y nos habló de un barco francés, el
Alastor
, que ataca a cualquier embarcación de menor potencia sea cual sea su nacionalidad. Es un genuino barco pirata y lleva la bandera negra con las tibias y una calavera, lo que significa: «Ríndanse o mataremos a todos los marineros y grumetes que estén a bordo y no daremos ni pediremos tregua». Hemos comprobado la información de Shelton y hemos observado la carta marina del ballenero, donde estaba señalado el recorrido, desde que salió de Callao hasta ayer al anochecer, y sabemos dónde es probable que se encuentre el
Alastor
. Su intención es regresar a la costa y esperar frente a Chinchas por un barco de Liverpool que está repostando en Callao antes de regresar a Inglaterra. ¡Escucha!

Por encima de sus cabezas, tres relámpagos de extraordinario brillo iluminaron la escala de toldilla. Luego se oyeron truenos a la altura de los topes de los palos y después llegó el ruido ensordecedor de la fuerte lluvia, no exactamente como un rugido pero de un volumen tan alto que Jack tuvo que inclinarse sobre la mesa para decirle a Stephen que ahora podría lavar a sus pacientes y su ropa también, que habría suficiente agua para toda la tripulación y que durante los primeros diez minutos arrastraría toda la suciedad y luego sería recogida en las lanchas y los toneles.

La lluvia no afectó mucho las fuertes olas que llegaban del noroeste, pero alisó la superficie casi como el aceite y ahogó incontables ruidos superficiales de modo que su sonido llegó hasta la enfermería. Stephen, que estaba haciendo la ronda de la tarde, tuvo que repetir sus palabras:

—Me asombra verle aquí, señor Martin. No está en condiciones de estar levantado y debe volver a la cama enseguida.

Obviamente, no estaba en condiciones de estar levantado. Tenía los ojos hundidos, la cara huesuda y los labios apenas visibles.

—Sólo tenía una ligera indisposición, como le dije —afirmó, pero tuvo que agarrarse al botiquín para mantenerse de pie.

—Tonterías —replicó Stephen—. Debe volver a la cama inmediatamente. Es una orden, estimado señor. Padeen, ayuda al señor Martin a ir a su cabina, ¿quieres?

Cuando Stephen terminó su trabajo, subió la escala y fue a la cámara de oficiales. No se movió exactamente como un marino, porque lo hizo con vacilación y como un cangrejo, pero ningún hombre de tierra adentro le hubiera prestado tan poca atención al cabeceo de la fragata, que avanzaba a toda vela con un viento que permitía llevar desplegadas las gavias, a 35 grados por la aleta, mientras la popa subía y subía con las olas. Tampoco ningún otro hombre de tierra adentro se hubiera quedado allí observando el lugar donde se alojaban sus compañeros oficiales, casi sin darse cuenta del movimiento.

La cámara era oscura y alargada como un pasillo. Tenía dieciocho pies de ancho y veintiocho de longitud. En el centro había una mesa que era casi de la misma longitud y a ambos lados estaban las cabinas de los oficiales, cuyas puertas se abrían hacia afuera, pues si se abrieran hacia adentro aplastarían a quien estuviera en el interior. Ahora no había nadie en la cámara excepto un marinero que estaba puliendo la mesa y la base del palo mesana, que majestuosamente se alzaba sobre ella, atravesándola por el centro; sin embargo, en la cabina más próxima a popa podían oírse los ronquidos de Wilkins, que había acabado de terminar la guardia. Cuando sonaran las cuatro campanadas, la mesa se llenaría de hombres ansiosos por la cena. Como era probable que Dutourd fuera invitado (y, sin duda, hablaría), y los rehenes casi siempre hacían mucho ruido, aquél no era un sitio apropiado para un hombre enfermo. Entró en la cabina de Martin y se sentó junto a su coy. Puesto que Martin se había acostado por orden suya, su relación había cambiado y ahora era como la que mantienen un médico y un paciente, y la autoridad que tenía como médico estaba reforzada por el Código Naval. En cualquier caso, habían sobrepasado un límite y ahora Stephen no vacilaba en ocuparse del caso como lo hubiera hecho si Martin se hubiera vuelto loco de repente y fuera necesario encerrarle.

Ahora Martin respiraba tranquilamente y parecía estar sumido en un sueño parecido a un estado comatoso, pero a Stephen le preocupaba su pulso. Poco después, negando con la cabeza, salió de la cabina. Al llegar al pie de la escala vio bajar al joven Wedell, calado hasta los huesos.

—Por favor, señor Wedell, ¿el capitán está en la cubierta? —preguntó.

—Sí, señor, está en el castillo mirando hacia delante. —Stephen se agarró al pasamanos y Wedell preguntó—: ¿Quiere que le dé un mensaje, señor? Ya estoy empapado.

—Es usted muy amable. Preséntele mis respetos y dígale que el señor Martin está muy mal y que me gustaría trasladarle a la camareta de guardiamarinas de babor, por lo que agradecería la ayuda de dos marineros fuertes y juiciosos.

Los marineros en cuestión, Bonden y un corpulento marinero del castillo que podría haber sido su hermano mayor analizaron rápidamente la situación, como buenos marinos, y sin decir más que «Por la cabeza, compañero» y «Con cuidado» descolgaron el coy donde estaba Martin. Sin sacarle de él, dando un trotecillo con sus pies descalzos, le llevaron a la camareta vacía, donde Padeen le había hecho sitio y había colgado un farol. Ambos pensaban que el ayudante del doctor estaba borracho como una cuba, y en verdad su completa relajación y su tranquila respiración daban esa impresión.

Pero ése no era el caso. Nathaniel Martin se había acostado con ropa y parecía inconsciente. Cuando Stephen y Padeen le desvistieron, vieron que gran parte de su cuerpo estaba cubierto de llagas aparecidas recientemente.

—¿Esto es lepra, su señoría? —preguntó Padeen, hablando con más vacilación y más despacio que de costumbre a causa de su asombro.

—No —respondió Stephen—. Esto lo produce la sal en las pieles muy sensibles y las personas de constitución débil. Ve a buscar agua dulce, que seguramente ya tendremos, y si la cocina está encendida, caliéntala. Trae dos esponjas, dos toallas y sábanas limpias del baúl que está junto a mi cama. Pregúntale a Killick cuáles son las últimas que se lavaron con agua dulce.

Entonces dijo para sí mismo: «Sal y algo peor actuando sobre una mente sensible, sobre una mente desgraciada».

Había visto muchos casos de lepra; había visto eczemas, desde luego, y el efecto del calor extremo; pero nunca había visto nada como eso. Había muchos aspectos del estado de Martin que no podía entender, y aunque pasaban por su mente muchas analogías que podrían servir de pistas para resolver el enigma, ninguna bastaba para hacerlo.

Cuando Padeen regresó, ambos lavaron a Martin dos veces con agua tibia. Luego le untaron con aceite de oliva donde era conveniente y, completamente desnudo, porque estaba caliente y no necesitaba una camisa de dormir, le envolvieron en una sábana limpia. De vez en cuando gruñía o decía palabras inconexas; dos veces abrió los ojos, levantó la cabeza y miró a su alrededor sin comprender; una vez tomó un poco de agua con jugo de limón; pero, por lo general, seguía allí como si estuviera inerte y ya no tenía su habitual expresión de angustia.

Stephen mandó a Padeen a acostarse y se sentó junto a Martin. Mientras le lavaban, había buscado síntomas de la enfermedad venérea que sospechaba que tenía, pero no había ninguno. Como cirujano naval, tenía mucha experiencia en la materia, y no había encontrado ningún síntoma. Sabía, lo mismo que cualquier médico, que la mente podía causar cosas asombrosas en el cuerpo, como por ejemplo, falsos embarazos en que había tangible secreción de leche y otros signos de gravidez; sin embargo, las llagas que tenía ante él eran de otro tipo y más virulentas. Posiblemente, Martin creía que tenía sífilis y esa idea podía provocar trastornos de la piel, ciertas formas de parálisis, estreñimiento, secreciones incontroladas y, además, en un hombre como él, se sumaban todos los efectos de una profunda ansiedad, sentimiento de culpa y odio a sí mismo, pero no aquel padecimiento horrible. Había visto algo parecido en un paciente a quien su esposa le estaba envenenando poco a poco. Más por intuición que por un claro razonamiento, esperaba que sufriera una crisis alrededor de las tres de la madrugada, durante la guardia de primer cuartillo, cuando generalmente moría mucha gente, o al alba.

Continuó sentado allí. La fragata estaba llena de ruidos (el seseo del agua al pasar por los costados, la combinación de todos los sonidos de la jarcia bajo la presión de una gran cantidad de velamen desplegado, el chirrido de las bombas, pues con aquel viento y aquella marejada, se hundía en el agua hasta los pescantes y entraba una considerable cantidad de agua, a la que se sumaba de vez en cuando la de un aguacero), pero él estaba tan acostumbrado a ellos que pudo distinguir las campanadas que marcaban el cambio de guardia y que a menudo coincidían con el sonido de su reloj de bolsillo.

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