—En este ciclo, mandarán un emisario a la gente del príncipe para comunicarles la muerte prematura de su líder. Dentro de tres ciclos, cuando la resurrección se haya completado, los duques proyectan rescatar el cadáver del príncipe, devolverlo a su pueblo e instar a éste a declarar la guerra a Su Majestad. La facción del conde se unirá al pueblo de Kairn Telest.
—De modo que, dentro de tres ciclos, proyectan irrumpir en las mazmorras de palacio y rescatar al príncipe.
—Exacto, señor.
—¿Y tú te ofreciste a ayudarlos, Tomás?
—Tal como me ordenasteis, señor. Tengo que reunirme con ellos esta noche para repasar los últimos detalles.
—Mantennos al tanto. Corres un riesgo, ¿lo sabes? Si descubren que eres un espía, te matarán y te enviarán al olvido.
—Acepto el riesgo, señor. —Tomás se llevó la mano al corazón e hizo una profunda inclinación de cabeza—. Soy un completo devoto de Su Majestad.
—Continúa tu buena labor y tu devoción será recompensada.
Tras esto, Kleitus bajó los párpados y reanudó la lectura.
Tomás miró a Pons, quien indicó que la entrevista había terminado. Con una nueva reverencia, el joven abandonó la biblioteca y cruzó las cámaras privadas del dinasta escoltado por uno de los sirvientes cadáveres.
Cuando Tomás se hubo marchado, cerrando la puerta tras él, Kleitus levantó los ojos del manuscrito. Por su expresión inquisitiva y meditabunda, era evidente que no había leído una sola palabra del texto que tenía ante él. Tenía la mirada perdida en un punto muy lejano, mucho más allá de las paredes de la caverna en que se hallaba.
El Gran Canciller vio, con un nudo de aprensión en la boca del estómago, que la mirada del dinasta se hacía sombría y su frente se llenaba de profundas arrugas. Pons se acercó a él con cautela, sin atreverse a perturbarlo. Sabía que el dinasta lo quería cerca pues, de lo contrario, ya le habría mandado marcharse. Así pues, se acercó a la mesa, tomó asiento y esperó en silencio.
Transcurrió un rato largo hasta que Kleitus salió de su ensimismamiento con un suspiro. Pons, conocedor de su papel, le preguntó con tacto:
—¿Su Majestad comprende todo esto: la llegada de los dos extranjeros, el individuo de las runas en la piel, el perro que murió y ahora está vivo?
—Sí, Pons, creo que lo entiendo.
El Gran Canciller esperó de nuevo, en silencio.
—La Separación... —dijo el dinasta—. La guerra catastrófica que había de traer, de una vez por todas, la paz a nuestro universo.
¿Y
si te dijera que no ganamos esa guerra, como hemos creído tan alegremente durante todos estos siglos? ¿Y si te dijera, Pons, que perdimos?
—¡Señor!
—Sí, fuimos derrotados. Por eso no llegó nunca la ayuda que se nos había prometido. Los patryn deben de haber conquistado los demás mundos y ahora esperan, tranquilamente, el momento de apoderarse de éste. Somos lo único que queda. La esperanza del universo.
—¡La profecía! —musitó Pons, y su voz reflejó un verdadero temor reverencial. Por fin, empezaba a aceptar tal posibilidad.
Kleitus se dio cuenta de la conversión de su ministro, advirtió que le llegaba la fe. «Un poco tarde», pensó, pero se limitó a ensayar una sombría sonrisa y no dijo nada. No tenía importancia.
—Ahora, Pons, déjame solo —añadió por último, saliendo de nuevo de su ensimismamiento—. Anula todos mis compromisos para los dos próximos ciclos. Anuncia que hemos recibido noticias inquietantes sobre la presencia de una fuerza enemiga hostil al otro lado del mar de Fuego y que estoy efectuando los preparativos para proteger nuestra ciudad. No recibiré a nadie.
—¿La orden incluye a Su Majestad, la reina, señor?
El matrimonio había sido un enlace de conveniencia sin otro propósito que mantener la línea dinástica. Kleitus XIV había engendrado a Kleitus XV, junto a varios hijos e hijas más. La dinastía estaba asegurada.
—La única excepción eres tú, mi canciller. Pero sólo quiero que te presentes si se trata de una emergencia.
—Muy bien, señor. ¿Y dónde podré encontrar a Su Majestad si necesito consultarle algo?
—Estaré aquí, Pons —respondió el dinasta mientras su mirada recorría la biblioteca—. Estudiando. Queda mucho por hacer y sólo tengo dos ciclos para prepararlo todo.
ANTIGUAS PROVINCIAS, ABARRACH
Llegó el período del ciclo llamado «la hora de trabajo del dinasta» y, aunque el dinasta en persona se encontraba lejos de allí, en la ciudad de Necrópolis, la mansión de las Antiguas Provincias empezaba a desperezarse y a iniciar la actividad. A aquella hora, era preciso despertar a los cadáveres del estado de letargo en que permanecían durante el período de descanso; había que renovar la magia que los mantenía activos y era necesario instarlos a atender a sus tareas cotidianas. Jera, como nigromante de la casa de su padre, deambuló entre los muertos entonando las runas que devolvían aquel remedo de vida a sirvientes y operarios.
Los muertos no dormían como lo hacen los vivos. Al llegar la hora del descanso, se les ordenaba sentarse y no moverse, para impedir que perturbaran el sueño de los ocupantes vivos de la mansión. Los cadáveres, obedientes, se dirigían al primer rincón apartado del paso que encontraban y allí esperaban, inmóviles y silenciosos, a que llegara la siguiente jornada.
Seguro que no dormían pero ¿tendrían sueños?, se preguntó Alfred mientras observaba a los muertos con profunda conmiseración.
Tal vez fueran imaginaciones suyas, pero le dio la impresión de que, durante el período en que perdían el contacto con los vivos, arrinconados hasta la jornada siguiente, los cadáveres adoptaban una expresión de tristeza. Las siluetas fantasmales que rondaban en torno a sus cuerpos resucitados lanzaban mudos gritos de desesperación. Alfred pasó el período de descanso dando vueltas en su cama, con el sueño perturbado por los suspiros agitados, llenos de ansiedad.
—¡Vaya imaginación! —comentó Jera al respecto, durante el desayuno. Los duques y Alfred lo tomaron juntos. El conde ya había desayunado, explicó su hija como pidiendo disculpas, y había bajado a su laboratorio a trabajar.
Alfred sólo logró hacerse una vaga idea de en qué andaba metido el anciano, algo acerca de experimentar con variedades de hierba de kairn para intentar desarrollar una cepa resistente que se pudiera plantar en la tierra desolada y fría de las Antiguas Provincias.
—Esos suspiros eran, sin duda, efecto del viento —continuó Jera, mientras servía un té de hierba de kairn, acompañado de lonchas de torb.
{12}
(Alfred, que había tenido miedo de preguntar, sintió un inmenso alivio al advertir que la cocinera era una mujer viva.)
—No, a menos que el viento tenga voz y pronuncie palabras —replicó Alfred, pero se lo dijo en voz baja a su plato y nadie más lo oyó.
—¿Sabéis? Cuando era niño solía sucederme eso mismo —intervino Jonathan—. Es curioso, me había olvidado por completo de ello hasta que has traído el tema a colación, Alfred. Tenía una niñera que acostumbraba quedarse a mi lado durante el período de descanso y, cuando murió y el cadáver fue resucitado, regresó, como es lógico, al cuarto de los niños para seguir haciendo lo que había hecho en vida. Pero, después de muerta, no pude volver a dormir cuando ella estaba presente. Me parecía que lloraba. Mi madre intentó explicarme que eran imaginaciones mías y supongo que tenía razón pero, en aquella época, la experiencia me pareció muy real.
—¿Qué fue de la niñera? —preguntó Alfred.
—Mi madre terminó deshaciéndose de ella —respondió Jonathan con aire algo avergonzado—. Ya sabes que cuando a los niños se les mete algo en la cabeza... No se pueden emplear argumentos lógicos con un niño. Todo el mundo intentaba razonar conmigo, pero la única solución fue librarse de la niñera.
—¡Chiquillo malcriado! —murmuró Jera, sonriendo a su esposo tras la taza de té.
—Sí, creo que lo era —dijo Jonathan, sonrojándose—. Era el pequeño de la familia, ¿sabéis? Por cierto, cariño, ahora que hablo de nuestra casa...
Jera dejó la taza de té sobre la mesa y movió la cabeza.
—Ni mencionarlo. Ya sé que te preocupa la cosecha, pero los Cerros de la Grieta será el primer lugar adonde vayan a buscarnos los hombres del dinasta.
—Pero ¿acaso no será éste el segundo? —replicó Jonathan, haciendo una pausa en el desayuno con el tenedor a medio camino de la boca.
Jera siguió dando cuenta de su plato con gesto complacido.
—Esta mañana he recibido un mensaje de Tomás. Los hombres del dinasta han salido hacia los Cerros. Tardarán medio ciclo, al menos, en llegar a nuestro castillo. Allí, perderán algún tiempo investigando y emplearán otro medio ciclo en el trayecto de vuelta para informar. Sólo entonces, si Kleitus sigue preocupado por nosotros todavía, con la perspectiva de una guerra ante él, el dinasta dará orden de que vengan aquí. Es imposible que lleguen a las Antiguas Provincias antes de mañana. Y nosotros nos vamos hoy, tan pronto como vuelva Tomás.
—¿No es maravillosa, Alfred? —dijo Jonathan, contemplando con admiración a su esposa—. Yo habría sido incapaz de trazar un plan como éste. Yo habría corrido a nuestra mansión sin reflexionar, y habría ido a parar a las manos de los hombres del dinasta.
—Sí, maravillosa —murmuró Alfred. Todo aquello de que los persiguieran los soldados, de escabullirse durante el período de descanso y de esconderse, lo dejó totalmente amilanado. El olor y el aspecto del torb grasiento que tenía en el plato le provocó náuseas. Jera y Jonathan seguían mirándose embelesados y Alfred aprovechó para coger un buen pedazo de torb y pasárselo al perro, que estaba tumbado a sus pies. El animal aceptó el obsequio, agitando la cola en agradecimiento.
Después de desayunar, los duques desaparecieron para ultimar los preparativos de la marcha. El conde seguía en el laboratorio, de modo que Alfred se quedó en compañía de su propia y acobardada persona (y del omnipresente perro). Se dedicó a vagar por la mansión y, finalmente, dio con la biblioteca.
La estancia era pequeña y carecía de ventanas. La única luz procedía de las lámparas de gas de las paredes. Los estantes, tallados en los muros de piedra, albergaban numerosos volúmenes. Algunos eran muy antiguos, con las tapas de cuero cuarteadas y raídas. Se acercó a ellos con cierta ansiedad, no muy seguro de qué temía encontrar; tal vez voces del pasado que le hablaran de fracaso y derrota. Sintió un inmenso alivio al comprobar que sólo se trataba de monografías, nada alarmantes, sobre temas agrícolas:
El cultivo de la hierba de kairn
o
Enfer
medades comunes de la pauka.
—Incluso hay uno sobre perros —dijo en tono coloquial, bajando la mirada.
El animal, al escuchar su nombre, levantó las orejas y golpeó el suelo con el rabo.
—¡Aunque estoy seguro de que no encontraría ninguna mención a un bicho como tú! —murmuró el sartán. El perro abrió la boca y, con sus ojos inteligentes, dio la impresión de asentir con una sonrisa.
Alfred continuó su inspección al azar, con la esperanza de encontrar algo inocuo en que ocupar su mente y apartarla de la agitación, el peligro y el horror que lo rodeaban. Un grueso volumen con el lomo lujosamente decorado en pan de oro captó su atención. Era una obra hermosa, bien encuadernada y, aunque evidentemente muy consultada, se notaba que había sido tratada con gran cuidado. La sacó del estante y la volvió para ver la tapa.
El arte moderno de la Nigromancia.
Estremeciéndose de pies a cabeza, Alfred intentó devolver el libro al estante. Sus manos temblorosas, más torpes de lo habitual, no lo lograron. Dejó caer el volumen y huyó de la estancia. Se alejó incluso de aquella parte de la mansión.
Deambuló desconsolado por el lúgubre castillo del conde. Incapaz de estarse quieto, incapaz de descansar, fue de estancia en estancia, asomándose a las ventanas para contemplar el yermo paisaje, desplazando pequeñas piezas de mobiliario con sus grandes pies, tropezando con el perro, volcando tazas de té de hierba de kairn con sus manazas.
Sus pensamientos volvían una y otra vez a la biblioteca. ¿Qué era lo que temía?, se preguntaba. ¡Desde luego, no que fuera a sucumbir a la tentación de practicar aquella magia negra! Volvió la vista hacia un criado cadáver que, en vida, había limpiado el té volcado sobre las mesas y que ahora, después de muerto, seguía desempeñando mecánicamente la misma tarea.
Alfred contempló una vez más el paisaje negro, cubierto de cenizas, al otro lado de la ventana.
El perro, que lo había acompañado en todo instante siguiendo la última orden de su amo, observó atentamente al sartán. Tras decidir que tal vez, por fin, Alfred iba a quedarse quieto, se dejó caer en el suelo, se hizo un ovillo con el hocico debajo de la cola, exhaló un profundo suspiro y cerró los ojos.
Alfred recordó la primera vez que había visto al perro. Recordó a Haplo y la visión de sus manos vendadas. Recordó a Hugh, el asesino, y a Bane, el niño suplantado.
Bane.
El sartán adquirió de pronto un aspecto macilento y apoyó la frente en el quicio de la ventana, como si no pudiera soportar el peso de la cabeza...
... El bosque de hargast estaba en Exilio de Pitrin, una isla de coralita que flotaba en Ariano, el mundo del aire. El bosque era un lugar espantoso..., al menos para Alfred, aunque era cierto que la mayor parte del mundo ajeno a la reconfortante paz del mausoleo resultaba aterrador para el sartán. El árbol de hargast es denominado a veces el árbol de cristal. Es muy apreciado en Ariano, donde se cultiva y se sangra para aprovechar el agua que almacena en su tronco frágil y cristalino. Pero el bosque no era lo mismo que un huerto de hargast, donde los árboles eran pequeños y estaban bien cuidados.