Pero la Onda siempre terminaba por corregir sus desequilibrios y así sucedió, a un coste terrible. A fines del siglo XX los humanos libraron una guerra terrible entre ellos. Sus armas eran maravillas de la ciencia y la tecnología, y produjeron la muerte y la destrucción de incontables millones de miembros de su raza. En ese día, la ciencia se destruyó a sí misma.
El dinasta frunció el entrecejo, disgustado. Ciertas partes de aquella obra le parecían meras conjeturas e hipótesis sin fundamento. Kleitus no había conocido a ningún mensch, pues todos los existentes en Kairn Necros habían muerto antes de que él naciera, pero le resultaba extremadamente difícil de creer que ninguna raza provocará de forma deliberada su autodestrucción.
—Es cierto que he encontrado textos que corroboran lo que éste apunta —murmuró, pues tenía la costumbre de hablar consigo mismo cuando estaba en la biblioteca, para romper el permanente silencio que le ponía los nervios a flor de piel—. Pero los autores proceden del mismo período histórico y, probablemente, comparten la misma información falsa o inexacta que este documento. Así pues, todos deben ser tomados con reparos. He de tenerlo en cuenta.
Los supervivientes se vieron sumergidos a lo que se conoció como la Edad del Polvo, durante la cual tuvieron que emplear todas sus fuerzas y recursos en la mera supervivencia. Fue durante esta época de penalidades cuando surgió una estirpe mutante de humanos que, una vez acallado el incesante estruendo de la ciencia, escucharon el flujo de la Onda a su alrededor y dentro de ellos. Luego, reconocieron y utilizaron el potencial de la Onda para la energía mágica. Y desarrollaron las runas para dirigir y canalizar esa magia. Los hechiceros, hombres y mujeres, recorrían la tierra en grupos para llevar la esperanza a unos seres perdidos en la oscuridad. Se llamaron a sí mismos sartán, que significa, en el lenguaje rúnico, «los que traen de vuelta la luz».
—Sí, sí. —El dinasta exhaló un suspiro. Hasta entonces, casi nunca había tenido ocasión de recurrir a la historia, de hurgar en un pasado muerto y acabado, en una especie de cadáver descompuesto más allá del límite de la resurrección.
O tal vez no tanto...
La tarea resultó ingente. Nosotros, los sartán, éramos pocos. Para facilitar el renacimiento del mundo, recurrimos a enseñar a las razas inferiores el uso de nuestra magia más rudimentaria, reservándonos el conocimiento de la verdadera naturaleza y poder de la Onda con el fin de mantener el control y evitar que ocurriera de nuevo la catástrofe que se había producido una vez.
En nuestra ingenuidad, creímos que nosotros éramos la Onda. Cuando ya era demasiado tarde, nos dimos cuenta de que no éramos sino una parte de ella, que nos habíamos convertido en una irregularidad de la Onda y que ésta tomaría una acción correctora. Demasiado tarde, descubrimos que algunos de entre nosotros habían olvidado los objetivos altruistas de nuestra labor. Esos hechiceros buscaban hacerse con el poder por medio de la magia. Buscaban el dominio del mundo. Patryn, se hacían llamar: «Los que vuelven a la Oscuridad».
—¡Ah! —Kleitus respiró profundamente y se dispuso a leer con más atención y detenimiento.
Los patryn se pusieron ese nombre como burla hacia nosotros, sus hermanos, porque al principio se vieron obligados a actuar en lugares oscuros y secretos para mantenerse ocultos de nosotros. Forman un pueblo muy unido y son ferozmente leales entre ellos y a su objetivo permanente, que es el dominio completo y absoluto del mundo.
—El dominio completo y absoluto —repitió el dinasta, frotándose la frente con la mano.
Nos resultó imposible infiltrarnos en una sociedad tan cerrada para aprender sus secretos. Los sartán lo intentamos, pero aquellos de nosotros a quienes enviamos entre los patryn desaparecieron y sólo cabe pensar que fueron descubiertos y destruidos. Por eso sabemos tan poco de los patryn y de su magia.
Kleitus hizo una mueca de decepción pero continuó leyendo.
Corre la teoría de que el uso de la magia rúnica por parte de los patryn se basa en la porción física de la Onda, mientras que nuestra magia se apoya más en la porción espiritual. Nosotros cantamos y bailamos las runas y las dibujamos en el aire, y recurrimos a transcribirlas físicamente cuando lo dicta la necesidad.
Los patryn, por el contrario, se apoyan sobre todo en la representación física de las runas, llegando al extremo de pintarlas en sus propios cuerpos para potenciar su magia. Dibujaré aquí...
El dinasta interrumpió la lectura, volvió atrás y repitió la última frase. «Pintarlas en sus propios cuerpos para potenciar su magia.» Continuó leyendo, en voz alta:
—«Dibujaré aquí, como curiosidad, algunas de las estructuras rúnicas que se sabe que utilizan. Nótese la semejanza con las nuestras, pero adviértase también que es el estilo bárbaro en que están construidas las runas lo que modifica radicalmente la magia, creando todo un nuevo lenguaje de poderes mágicos toscos pero llenos de fuerza.»
Kleitus cogió varias fichas rúnicas del juego que llevaba en un bolsillo y las colocó sobre el escrito, junto a los dibujos realizados por el antiguo autor sartán. El parecido era casi perfecto.
—Es tan condenadamente obvio. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? —murmuró. Sacudió la cabeza, irritado consigo mismo, y reanudó la lectura.
La Onda, por el momento, parece estable. Sin embargo, entre nosotros hay quien teme que los patryn estén haciéndose más fuertes y que empiecen a constituir una irregularidad. Hay quienes afirman que debemos ir a la guerra y detener a los patryn ahora. Otros, entre los que me cuento, propugnamos que no se haga nada para perturbar el equilibrio pues, de lo contrario, la Onda se descompensará en el sentido opuesto.
El tratado continuaba sus explicaciones, pero el dinasta cerró el libro. El texto no contenía ninguna referencia más a los patryn y se dedicaba a conjeturar sobre lo que podría suceder si la Onda se desequilibraba. El dinasta ya conocía la respuesta. El desequilibrio se había producido y, a resultas de él, había llegado la Separación y, luego, la vida en la especie de tumba que era aquel mundo. Kleitus estaba al corriente de aquella parte de la historia de los sartán.
Pero se había olvidado de los patryn, los enemigos ancestrales, portadores de las sombras y poseedores de unos poderes mágicos «toscos pero llenos de fuerza».
—«Un dominio absoluto y completo...» —repitió en voz baja para sí—. ¡Qué estúpidos hemos sido! ¡Qué redomados estúpidos! Pero aún no es demasiado tarde. Ellos se creen muy listos, creen que pueden pillarnos por sorpresa. Pero no les resultará.
Tras unos instantes más de reflexión, llamó a uno de los cadáveres.
—Busca al Gran Canciller y dile que venga.
El criado muerto salió de la biblioteca y regresó casi al instante con Pons, cuya mayor virtud era estar siempre donde fuera fácil encontrarlo si se lo requería, y permanecer convenientemente ausente cuando no se lo necesitaba.
—Majestad... —dijo Pons con una profunda reverencia.
—¿Ha regresado Tomás?
—Hace un instante, creo.
—Tráelo a mi presencia.
—¿Aquí, Majestad?
Kleitus tardó en responder, miró a su alrededor y asintió.
—Sí, aquí.
Como se trataba de un asunto importante, Pons se encargó de la tarea en persona. Podría haber despachado a uno de los cadáveres para que trajera al joven, pero con los sirvientes muertos siempre cabía la posibilidad de que volvieran con un cesto de flores de rez, habiendo olvidado por completo sus instrucciones originales.
Así pues, el Canciller regresó a uno de los salones públicos, donde solían reunirse gran número de correos y peticionarios. La aparición del dinasta en la estancia habría producido el mismo efecto que un rayo descargado del coloso, lanzando a sus ocupantes a un frenesí de lisonjas, reverencias y alharacas. Tratándose del Gran Canciller, su presencia despertó mucha menos conmoción entre los reunidos. Algunos miembros de la nobleza de bajo rango hicieron humildes reverencias y los de rango superior hicieron un alto en sus partidas de runas y en sus conversaciones para volver la cabeza. Quienes trataban a menudo con Pons lo saludaron, para envidia de quienes no tenían acceso a él.
—¿Qué sucede, Pons? —preguntó uno lánguidamente.
El Gran Canciller, con una sonrisa, respondió:
—Su Majestad necesita...
Numerosos correos se pusieron de pie al instante.
—... un mensajero vivo —acabó la frase Pons, recorriendo la sala con una mirada de aparente aburrimiento e indiferencia.
—Un chico de los recados, ¿no? —dijo un barón, con un bostezo.
Los de rango superior, conscientes de que era un trabajo de sirvientes y que, probablemente, ni siquiera implicaba ver en persona al dinasta, volvieron a sus partidas y a su charla.
—¡Eh, tú! —Pons señaló a un joven situado al fondo del salón—. ¿Cómo te llamas?
—Tomás, Señoría.
—Tomás. Creo que servirás. Ven conmigo.
El joven hizo una reverencia de mudo asentimiento y siguió al Gran Canciller fuera del salón, hacia una parte del palacio privada y protegida por la guardia. Ninguno de los dos dijo nada, aparte de un breve intercambio de miradas de complicidad al dejar la antecámara. El Gran Canciller abrió la marcha seguido a varios pasos, como era debido, por su joven acompañante. Éste llevaba las manos resguardadas en las mangas y la capucha negra, sin orlas que indicaran nobleza, ocultándole la cabeza.
Pons se detuvo antes de entrar en la biblioteca y, con un gesto, indicó a Tomás que esperara. El joven hizo lo que le decían y permaneció en silencio entre las sombras. Uno de los soldados muertos abrió la puerta de piedra y Pons asomó la cabeza. Kleitus había vuelto a la lectura. Al oír abrirse la puerta, levantó la cabeza y asintió a su ministro.
Pons indicó al joven que se acercara. Tomás apareció de la oscuridad y cruzó el umbral. El Gran Canciller entró con él y cerró la puerta con suavidad. Los cadáveres que protegían a Su Majestad se colocaron en posición de alerta.
El dinasta retomó la lectura del texto que había extendido en la mesa ante sí. El joven y Pons aguardaron en pie, callados e inmóviles.
—¿Has estado en la mansión del conde, Tomás? —preguntó Kleitus sin alzar la vista.
—Acabo de regresar de allí, señor —contestó el joven con una reverencia.
—¿Y los has encontrado allí... a los duques y al extranjero?
—Sí, Majestad.
—¿Has hecho lo que te ordené?
—Sí, por supuesto, señor.
—¿Con qué resultado?
—Un..., un resultado bastante peculiar, señor. Si me permitís explicar...
Tomás avanzó un paso. Kleitus, con los ojos fijos en el texto, agitó una mano con gesto despreocupado. El joven arrugó la frente y miró a Pons, preguntándole sin palabras si el dinasta le prestaba atención.
El Gran Canciller respondió arqueando las cejas en ademán perentorio, como si dijera: «Su Majestad te está prestando más atención de la que desearías».
Tomás, con cierta incomodidad, continuó su informe.
—Como sabe Su Majestad, los duques creen que soy uno de los suyos, del bando comprometido en esta descarriada rebelión...
El joven calló e hizo una profunda reverencia para demostrar sus verdaderos sentimientos.
El dinasta pasó una página.
Tomás, al no recibir orden de lo contrario, prosiguió con creciente desconfianza: —Les he hablado del asesinato del príncipe...
—¿Asesinato? —Kleitus se movió en su asiento y la mano con la que volvía la página se detuvo a medio gesto.
Tomás dirigió una mirada de súplica a Pons.
—Perdonadlo, Majestad —intervino el Gran Canciller con voz apacible—, pero así es como denominarían los rebeldes a la merecida ejecución del príncipe. Tomás debe fingir que comparte tal opinión para convencerlos de que es uno de ellos, y así seguir siendo útil a Su Majestad.
El dinasta terminó de pasar la hoja y la alisó con la mano. Tomás, con un ligero suspiro de alivio, continuó:
—Les he dicho que el hombre de la piel tatuada de runas también estaba muerto... —el joven vaciló, sin saber cómo continuar.
—¿Y cómo han respondido?
—El amigo de ese hombre, el que mató al muerto, ha dicho que no era cierto.
—¿Eso ha dicho? —el dinasta alzó los ojos del pergamino.
—Sí, Majestad. Afirmó que sabía que su amigo, al que llaman Haplo, estaba vivo.
—¿Que lo sabía? —Kleitus cruzó una mirada con el Gran Canciller.
—Sí, señor. Parecía firmemente convencido de ello. Tenía algo que ver con un perro...
El dinasta se disponía a decir algo, pero el canciller alzó un dedo en un gesto, imperioso aunque siempre respetuoso, para que guardara silencio.
—¿Un perro? —inquirió Pons—. ¿Qué es eso de un perro?
—Mientras estaba con ellos, entró en la estancia un perro. Fue directamente hacia el extranjero, que se llama Alfred. Ese tal Alfred pareció muy contento de ver al perro y dijo que ahora sabía que Haplo no estaba muerto.
—¿Qué aspecto tenía ese perro?
Tomás reflexionó antes de responder.
—Es un animal bastante grande, de pelaje negro con las cejas blancas. Es muy inteligente, o así lo parece. Y... presta atención. A las conversaciones, me refiero. Casi como si las entendiera...
—Es el mismo animal, señor. —Pons se volvió hacia Kleitus-—. El que mi guardia arrojó al charco de barro hirviente. ¡Yo mismo lo vi morir! ¡Su cuerpo desapareció bajo el cieno!
—¡Sí, eso es! ¡Exacto! —Tomás pareció asombrado—. ¡Es lo mismo que decía la duquesa, Majestad! Ella y el duque no podían creer lo que veían sus ojos. La duquesa Jera comentó algo sobre la profecía, pero el forastero, Alfred, rechazó con toda rotundidad tener nada que ver.
—¿Qué ha dicho del perro, de cómo puede estar vivo otra vez?
—Ha asegurado que no sabía explicarlo pero que, si el perro estaba vivo, Haplo también tenía que estarlo.
—¡Esto es sumamente extraño! —murmuró Kleitus—. ¿Y has descubierto, Tomás, cómo llegaron a Kairn Necros esos dos forasteros?
—En una nave, señor. Según me ha contado el duque cuando ya me marchaba, llegaron en una nave que dejaron amarrada en Puerto Seguro. La embarcación está hecha de una sustancia extraña y, según el duque, está cubierta de runas como el cuerpo de ese tal Haplo.
—¿Y qué se proponen hacer ahora los duques y el viejo conde?