Estaba claro que este pueblo de clase media alta, de profesionales de cierto nivel, arrebataría la máxima concentración espacial del poder a Majadahonda, la localidad vecina que en su día presumió de tener la agrupación socialista más glamourosa, la de los altos cargos: José Borrell, Javier Solana, Luís Carlos Croissier y José María Rodríguez Colorado, entre otros.
Una vez avecindado con el jefe, la esposa de Javier, Ana Pérez Santamaría, funcionaría del Estado, se ocupa de que las niñas del matrimonio presidencial, Alba y Laura, de 6 y 4 años respectivamente, sean matriculadas en el colegio de los hijos de Javier y Ana. La hija menor de Javier de Paz, Ana, tiene la misma edad que la mayor de Zapatero.
Ambas familias se encuentran con frecuencia en la recogida de los niños y en las típicas actividades escolares. Ana se convierte en la persona de la máxima confianza de Sonsoles Espinosa, en su cicerone para guiarla por Madrid, una ciudad acogedora pero que lleva un tiempo conquistar, sobre todo si uno viene de León, una deliciosa ciudad de 135.000 vecinos.
Los dos matrimonios se citan para ver juntos los partidos que transmite la televisión, especialmente en los que juega el Barca, del que ambos son adictos, aunque el corazón de Javier late con más fuerza por el Valladolid; acuden juntos a los cines del Zoco roceño o el de Majadahonda, o se desplazan a los de Madrid; quedan para almorzar o cenar los fines de semana; las esposas van de tiendas juntas, que eso une mucho. En fin, los De Paz y los Zapatero se hacen íntimos. Y cuando llega la ocasión Sonsoles nombra a su amiga Ana jefa de su gabinete, un puesto que sigue desempeñando cuando escribo estas líneas. Ana es funcionada del INEM, pero se han resuelto sin demasiados escollos los problemas administrativos propios de su cambio de responsabilidades. El 25 de mayo de 2004, dos meses después de que José Luís Rodríguez Zapatero ganara las elecciones, nombra a Javier de Paz presidente de Mercasa, una empresa pública importante pero de fácil gestión, integrada en la Sepi, el
holding
público, de la que Javier había sido vicepresidente entre 1993 y 1996, el periodo que ocupó la poltrona de la Dirección General de Comercio Interior.
Javier de Paz podría haber optado a otro cargo más deslumbrante, pero, inteligente que es, prefiere el bajo perfil; Zapatero quería tenerle en Madrid y al «Amigo» Mercasa le pareció un sitio cómodo, una empresa que ya conocía. Como no se quería separar de la actividad privada, le parecía el sitio adecuado para compatibilizar otros asuntos.
—Javier, ¿qué quieres ser, ahora que eres mayor? —le había preguntado el presidente, y se quedó con la boca abierta cuando «El Amigo» le dice:
—Mercasa me va bien.
—¿Mercasa, qué es eso? —se interesa Zapatero, sorprendido—. ¿Es eso donde está Vidal Díaz Tascón?
—No, eso es Mercorsa José Luís, la que se ocupa de los mercados en origen de los productos agrarios, yo quiero la de los mercados centrales de abastos.
—Bueno, bueno, tú verás…
Zapatero, obviamente, ni se molestó en consultarlo con los ministros que tienen que ver con el asunto: el de Agricultura y el de Economía. Javier había pensado bien su jugada. Ante todo no llamar la atención y prepararse para el gran salto, que no dará escalando puestos políticos, una carrera que había decidido abandonar para siempre. Pero nunca abandonaría la política entendida en sentido amplio, en el de la influencia que proporciona la cercanía al poder.
El gran salto vital lo da con el desembarco en Telefónica, la primera empresa de España, la gran multinacional presente en 50 países, donde cuenta con 200 millones de clientes y una cuota del 10 por ciento del mercado mundial de las telecomunicaciones y, lo que es más importante, con un presupuesto de publicidad de 1.000 millones de euros. He narrado en uno de mis libros que cuando Felipe González ofreció a determinado personaje una poltrona ministerial, éste se lo agradeció debidamente, pero, alegando que su vida profesional había transcurrido en la gestión empresarial, le insinuó que prefería la presidencia de Telefónica, entonces una empresa pública como expresaba su denominación Compañía Telefónica Nacional de España. González le contestó con sorna: «¡Toma, y yo!».
La irrupción de Javier de Paz en el gigante de las telecomunicaciones es digna de una novela de ficción político-económica. Hete aquí que César Alierta —colocado al frente de la compañía por José María Aznar para relevar a Juan Villalonga, su compañero de pupitre—, a la vista de la defenestración de Alfonso Cortina de Repsol y de los intentos que se le atribuyen al nuevo gobierno de derribar a Francisco González de la poltrona del BBVA y a Manuel Pizarra de Endesa, pone sus barbas a remojar.
César Alierta, prudente zaragozano, hace llegar mensajes a Moncloa de que con él no habrá problemas. Zapatero confía entonces a Javier de Paz, a la sazón presidente de Mercasa, la tarea de gestionar las relaciones del gobierno con el presidente de la multinacional de la Gran Vía, con quien se ve cada quince o veinte días a lo largo de la primera legislatura. El caso es que Alierta quiere meter en el consejo de administración a Manuel Pizarra, uno de los personajes del mundo de los negocios más próximo a José María Aznar; un agente de cambio y bolsa que gozaba de la simpatía de todos los dirigentes del Partido Popular que vivieron las guerras de Endesa como una cruzada contra el gobierno socialista. Pizarra había sido para los populares el gran héroe de la cruzada. Como se sabe, Manuel Pizarra consiguió que la compañía que dirigía no cayera en manos de los catalanes de Gas Natural, apoyados por el gobierno de la nación y por el de Cataluña, pero no logró que la fuerza a la que había pedido ayuda, la alemana E.ON, desembarcara en la primera eléctrica española. Finalmente, Zapatero entregó Endesa a otra empresa extranjera y para más inri, pública, la italiana Enel. De esta historia se hablará ampliamente en otros capítulos.
Manuel Pizarro había quedado descolocado tras el resultado adverso de su cruzada y su paisano y amigo César Alierta le ofreció el sabroso puesto de consejero de Telefónica. Pero el zaragozano comprende que para meter al amigo turolense, hombre del PP hasta las cachas, necesita encontrar a un socialista que restablezca el equilibrio. Alierta le pide insistentemente nombres a Rodríguez Zapatero por medio de Javier de Paz, pero el presidente del Gobierno no termina de decidirse. De Paz ve que ésta es su gran oportunidad y juega sus cartas con maestría. En un momento determinado le confía al jefe que está pensando en dejar Mercasa, pues le han ofrecido un puesto muy atractivo en la empresa privada. El jefe, y sin embargo «Amigo», se decide entonces:
—Tú eres mi hombre en Telefónica, Javier. Estoy seguro de que lo harás muy bien.
Zapatero aprovechaba la oportunidad de retribuir los servicios prestados por Javier de Paz y de poner en la Gran Vía —ahora su despacho se encuentra en un moderno rascacielos elevado en Sanchinarro— a un peón de su absoluta confianza. De no hacerlo, se arriesgaba a que Alierta colocara a otro socialista menos grato. De hecho, en la compañía se había manejado para tan deseado puesto, el nombre de Carlos Solchaga, a quien Zapatero no había dado el plácet. Si éste no se decidía podría encontrarse con el hecho consumado del nombramiento de otro personaje de la vieja guardia que no serviría con el mismo celo su «proyecto», o sea su poder.
El «asunto Solchaga» tiene gran interés porque expresa elocuentemente la mentalidad de Zapatero. El navarro, dos veces ministro con González y portavoz del grupo parlamentario socialista en la última etapa de éste, es un hombre que a pesar de su baja estatura, pesa mucho por su inteligencia y es reconocido como economista de primera. No es un «vieja guardia» trasnochado, sino un valioso compañero que había apostado por el leonés y a quien apoyó en el congreso que le llevó a la cima.
Malas lenguas aseguran que precisamente era esto lo que inquietaba al presidente. Es más fácil perdonar al adversario, a quien siempre tendrás a tus pies agradecido, que favorecer a quien te ayudó, que, al menos, espera una mayor consideración. En el fondo, los favores no se perdonan. Zapatero se encuentra más cómodo con gente como José Bono, que fue su gran adversario en el XXXV Congreso, o con Alfredo Pérez Rubalcaba, que se convirtió en el gran estratega del hoy presidente del Congreso de los Diputados, después de pasar por las cercanías de Rosa Diez, que con gente como Carlos Solchaga, Jordi Sevilla, o Jesús Caldera, que le ayudaron a encumbrarse.
Durante algunas semanas, al inicio del primer gobierno de Zapatero se da por hecho que Solchaga y el ex ministro de Industria Aranzadi se incorporarán al consejo de Telefónica. La noticia, sin embargo, no acaba de producirse. Evidentemente el presidente de Telefónica, hombre de pensamiento rápido, pero de decisiones maduradas y acciones parsimoniosas es muy desconfiado, y más en asuntos políticos, donde no siempre es fácil discernir quién está en alza y quién en baja; quién promete para el futuro y quién para el pasado. Hace entonces un nuevo intento de que Zapatero le otorgue el nihil obstat para los nombramientos, a través de Javier de Paz, naturalmente, y es cuando éste le dice:
—César, haz lo que quieras, que para eso eres el presidente, pero como amigo te digo que no te engañes, que no pienses que con Solchaga has cumplido con el gobierno, que el navarro no es el hombre del presidente.
En lo que se refiere a si fue Alierta quien eligió de intermediario a Javier de Paz o si fue Zapatero quien le designó como correo del zar, no tengo dudas respecto a que fue esto último lo que ocurrió, a pesar de que, como es comprensible, fuentes de Telefónica avalan la primera versión. De hecho, hay un punto de encuentro entre ambas versiones, pues es cierto que Alierta y De Paz ya se conocían y este conocimiento, aunque no tan profundo como insinúan en Gran Vía —o en Sanchinarro—, pudo tener alguna incidencia, aunque no muy fuerte, en que Zapatero se decidiera por su amigo. Es un factor al que los que conocen bien al jefe no le dan mucho peso, conociendo su prepotencia y su mensaje inequívoco aunque esté envuelto en buenas maneras: «Aquí el que manda soy yo y en eso no admito excepciones». No lo dice con estas palabras, pero quien no sepa traducirle tiene un corto recorrido. Pero como decía, es verdad que Javier de Paz y César Alierta se conocían y habían trabado alguna relación por medio de amigos comunes de la época barcelonesa del primero, cuando era adjunto a la presidencia de Panrico, gentes como los Costafreda, especialmente Albert, los Colomer y los Hinojosa, entre otros.
Carlos Colomer Casellas, presidente del grupo Colomer, y Gonzalo Hinojosa, presidente de Cortefiel, son consejeros de Telefónica y amigos de César Alierta y de Javier de Paz. Uno de los Hinojosa, Juan Pablo, fue asesor de Javier Gómez Navarro cuando Javier de Paz era director general en el Ministerio de Comercio y Turismo.
La verdad es que la decisión es de Zapatero. A partir de que éste le confiara la delicada misión, Javier de Paz y César Alierta se vieron frecuentemente y en el roce del frecuente trato alcanzaron un «buen rollo». En estas reuniones, a veces con almuerzo o cena, Javier le dice al aragonés:
—César, tú tranquilo —como le dijera el Rey a Jordi Pujol cuando el golpe de Estado del 23-F.
Y César, que no las tiene todas consigo replica: —Sí, tan tranquilo como FG—.
FG son las siglas de Francisco González, presidente del BBVA.
—Que estés tranquilo, César —insiste De Paz—, que te lo digo yo, que sé de qué te hablo… Tú eres más listo que FG, te aseguro que nadie te va a mover el sillón. Tienes la palabra del presidente y tú sabes cómo corresponder.
En ese ir y venir pasa la primera legislatura, durante la cual Javier de Paz continúa en la presidencia de Mercasa. Descartado Carlos Solchaga, Alierta le ofrece el puesto de consejero y es entonces cuando le da la noticia que tenía escondida en la recámara: —Javier, estoy encantado de contar contigo pero debes ser consciente de que tendrás un compañero especial: Manuel Pizarra—. Su interlocutor se mesa la barbilla y le dice:
—César, esto tengo que consultarlo.
Y en efecto lo consulta con el jefe y éste emite su veredicto inapelable:
—Adelante con Manuel Pizarra, siempre que quede fehaciente y definitivamente claro que éste no será jamás presidente de Telefónica. Debe ser un compromiso irrevocable. Alierta respira aliviado:
—¿Entonces puedo contar contigo, Javier? El presidente de Mercasa se hace un poco de rogar: —Déjame el fin de semana para pensármelo. No hay mucho que pensar; el fin de semana lo pasa en Barcelona asistiendo a la boda de Carme Chacón, ministra entonces de la Vivienda, con Miguel Barroso, el estratega mediático de Zapatero.
Son las diez de la mañana del lunes 10 de diciembre de 2007 y Alierta mide nervioso su despacho a grandes zancadas. Un hombre de su confianza le tranquiliza desde el sofá:
—No te preocupes, César, nadie se resiste a una oferta semejante. Y en efecto, a las once de la mañana recibe la llamada esperada:
—A tus órdenes, César.
Javier ha decidido sacrificarse una vez mas y renunciar a la presidencia de la empresa pública de los mercados centrales. Pronto se verá que los temores de Zapatero no tienen justificación alguna, pues Manuel Pizarro acepta el puesto de número dos por Madrid en la candidatura del Partido Popular para las elecciones de 2008 e inicia de forma prometedora su carrera política, donde él se ve como máximo responsable de la economía.
Tras la derrota del PP y su propia derrota en el debate televisivo donde fue corneado por Pedro Solbes, Rajoy le relega a un puesto secundario, confiando la responsabilidad económica a Cristóbal Montoro. Entonces el turolense le pide al paisano que le reincorpore, pero éste le dice: «Lo siento, Manolo, pero ahora no es posible». Al turolense se le había pasado el arroz y tuvo que conformarse con lo que le daban en el partido: un puesto demasiado tranquilo para un personaje tan inquieto.
Javier penetra en Telefónica como consejero áulico, como un virrey, y pronto encuentra la oportunidad de recomendarle al presidente de la compañía un «equilibrio» más completo si incorpora a la empresa a Eduardo Zaplana, martillo de socialistas en la anterior legislatura, pero que había sido defenestrado del nuevo poder popular. Y, en efecto, el ex portavoz parlamentario del PP ficha para un cargo de alta denominación, pero de escaso contenido, muy bien retribuido, con dinero y con la consiguiente parafernalia de despachos, secretarias, conductores, tarjetas de crédito, etc.