Las puertas de los otros cuartos estaban abiertas, señal de que ninguno de sus compañeros de huida permanecía dentro, por lo que el escritor bajó la escalera hacia la planta baja, aunque en el salón tampoco encontró a ninguno de ellos. Incómodo por ser el que más había dormido, algo que cualquier lengua maliciosa, como sin duda lo era la de Murray, podía achacar a la despreocupación que le provocaban los graves acontecimientos en los que estaban inmersos, se dirigió a la cocina, que se hallaba igualmente vacía. Por un instante, temió que el malvado millonario se las hubiese ingeniado para convencer a la muchacha de que lo mejor era abandonarlo allí con Clayton. Pero aquel temor se desvaneció de su susceptible mente al contemplar a través de la ventana el carruaje de Murray junto al abrevadero. Con la pomposa «G» pintada en la puerta, y uno de los faroles amputado, el coche seguía en el mismo lugar donde lo habían dejado al llegar. A menos que hubieran optado por marcharse a pie, sus compañeros estaban todavía allí, en alguna parte. Wells se reprobó sus suspicacias: el millonario era un hombre mezquino y traicionero, pero mientras durara aquella situación tan excepcional parecía dispuesto a dejar sus diferencias a un lado para cubrirse las espaldas el uno al otro. Ahora eran un equipo, le gustase a él o no.
Preguntándose dónde estaría, el escritor salió a la entrada de la casa, y examinó la calurosa mañana que se desplegaba sobre el mundo. Todo parecía tan tranquilo como un día cualquiera, salvo por el cañoneo que le llegaba del sudeste como un ronroneo apagado, delatando que en alguna parte la artillería británica se estaba enfrentando a un trípode. En la dirección opuesta, distinguió una gruesa trenza de humo que trepaba hacia el cielo, surgiendo desde detrás de las remotas colinas que ocultaban Epsom. Wells se preguntó con inquietud cuántos trípodes habría repartidos en torno a Londres. Clayton le había informado que, aparte del cilindro de Horsell, habían aparecido otros en el campo de golf de Byfleet y cerca de Sevenoaks, pero si aquello era una invasión en toda regla, seguramente habría más.
Fue entonces cuando oyó las voces de sus compañeros procedentes del cobertizo que había a unos metros de la casa. Wells se dirigió hacia allí para reunirse con ellos. Tenían que reanudar el viaje hacia Londres cuanto antes, pues si sus sospechas eran ciertas, probablemente los trípodes estuvieran posicionándose para avanzar hacia la metrópoli en formación, en cuanto lograran deshacerse de la pequeña molestia que suponían las baterías británicas diseminadas por la zona. Y para cuando eso ocurriera, era conveniente haberles sacado la mayor ventaja posible. De lo contrario, entrar en Londres se convertiría en una operación en extremo complicada, pues tendrían que atravesar la línea enemiga.
—¡Esto es más difícil de lo que pensaba! —oyó exclamar a Emma en tono desesperado mientras caminaba hacia el cobertizo.
—Creo que la clave está en el ritmo, señorita Harlow —respondió Murray con voz tranquila—. Pruebe a realizar movimientos más cortos y enérgicos.
Wells se detuvo en seco, desconcertado ante el diálogo que estaba teniendo lugar dentro del cobertizo, y especialmente tras escuchar las instrucciones del millonario. ¿Qué requería de unas instrucciones así?, se preguntó, mientras la mente se le anegaba de imágenes tan explícitas como escabrosas.
—¿Está seguro? —preguntó Emma—. ¿No le haré daño?
—Unas manos tan delicadas como las suyas serían incapaces de causar ningún dolor, señorita Harlow —fue la halagadora respuesta del millonario.
—De acuerdo, probaré como usted dice… —dijo la muchacha, voluntariosa.
Hubo entonces un silencio de varios segundos, en los que Wells aguardó sin moverse de su sitio, intrigado.
—¿Y bien? —preguntó Murray.
—Tampoco así parece funcionar… —respondió la muchacha un tanto desilusionada.
—Tal vez esté siendo usted demasiado brusca —se atrevió a criticarla Murray.
—¿Eso piensa? —Emma se enfadó—. ¿Por qué no lo hace usted mismo en vez de dirigirme?
—No pretendía dirigirla, señorita Harlow —se excusó Murray—. Me limitaba a sugerirle que… —Dejó la frase inacabada, como si el resto se le hubiese obstruido en la garganta.
Se produjo un nuevo silencio. Wells siguió clavado donde se había detenido, dudando si avanzar o no. No era posible que estuviesen…
—Tal vez deberíamos avisar al señor Wells —propuso Murray a Emma—. Quizá él tenga más experiencia que nosotros.
Al oír su nombre, Wells se ruborizó de golpe. ¿Avisarlo a él? ¡Avisarlo a él!
—Permítame que lo dude, señorita Harlow —se apresuró a responderle Murray.
A Wells le ofendió que el millonario se mostrara tan convencido de su falta de experiencia, aunque no supiera en qué.
—¿Por qué no prueba a colocar su mano más arriba? —sugirió Gilliam.
—¡Ya está bien, abandono! —exclamó Emma, repentinamente enojada—. ¡Hágalo usted!
—De acuerdo, de acuerdo —convino Murray intentando calmarla—. Pero no se lo tome así, señorita Harlow, si le dejé a usted fue porque pensé que le hacía ilusión probar cosas nuevas…
Aquello dio paso a un nuevo silencio, esta vez más largo que los anteriores. Wells, sintiéndose ridículo allí parado, resolvió dirigirse al cobertizo de una vez, tal y como había pensado en un principio, aunque se fue aproximando a la puerta entreabierta tratando de hacer el menor ruido posible: no tenía ninguna intención de anunciar su llegada, pues no sabía a ciencia cierta qué tipo de escena se vería obligado a interrumpir. Caminando casi de puntillas, logró alcanzar la puerta, y cuando lo hizo, echó un discreto vistazo dentro, temiendo ver algo tan turbador que se le quedara grabado para siempre en la memoria. La escena que tenía lugar en el interior del cobertizo, sin embargo, le produjo un gran alivio. Se desarrollaba de espaldas a la puerta, por lo que ninguno de sus compañeros percibió su presencia: Murray estaba sentado en un taburete de ordeñar, ligeramente encorvado hacia delante, y trasteaba con sus manazas en las ubres de una enorme vaca que se dejaba hacer con disgusto, mientras la muchacha, de pie a su lado y con los brazos cruzados, parecía juzgar severamente su pobre intento de extraer alguna gota de leche del animal.
—¿Y bien, señor Murray? —preguntó Emma en un tono irónico—. ¿Logra algún avance? Quizá debería realizar movimientos más cortos y enérgicos.
Wells sonrió, divertido ante la simpática escena, pero decidió no interrumpirla, pues su presencia seguramente arruinaría su desenlace natural. Se limitó a esperar tras la puerta sin hacer ruido, observando los ridículos intentos del millonario por mostrarse ante la mujer que amaba como alguien bregado incluso en los aspectos más insospechados de la vida.
—Las vacas son animales generosos, señorita Harlow —le oyó proclamar con voz engolada—. Este ejemplar, por ejemplo, no desea otra cosa que saciar nuestra sed con el regalo de su leche, y es ahí donde entra la pericia del hombre, que ha de manipular sus ubres con respeto y cuidado, como sin duda yo…
En ese momento, el millonario debió de ejercer sobre las ubres de la vaca una presión desacertada o pudiera ser que incluso indecorosa, pues el animal se revolvió con tanta brusquedad que derribó a Murray del taburete, haciéndole proferir una maldición. Emma dejó escapar entonces la risa más bonita que Wells había oído nunca, una risa que no pudo evitar comparar con el armonioso discurrir de un arroyo descendiendo por la montaña, con las notas de una flauta travesera desliándose en el aire, con el delicado murmullo de una hilera de campanitas de plata al ser acariciadas por la brisa o con cualquier tonada melodiosa que alguna otra obra de la naturaleza o ingenio humano alcanzara a producir. Y no era solo una impresión suya, pues desde el suelo, bendecido por sus cadenciosas carcajadas, Murray la miraba arrobado, con la sonrisa de éxtasis del santo que presencia un milagro en su propia celda.
—Bueno, ya ha descubierto algo que se me da tan mal como reproducir una invasión marciana… —murmuró el millonario, incorporándose con una sonrisa avergonzada.
Emma volvió a remover el aire con su risa. Murray también rió, trenzando su risa con la de la muchacha, y durante un momento que a Wells le pareció mágico, ambos parecieron olvidarse de que estaban huyendo de la muerte, y probablemente se sintieron inmortales envueltos en aquella felicidad que había brotado de repente, de la forma más estúpida posible. Antes de que alguno de los dos tuviera tiempo de volverse, el escritor se apartó de la puerta con sigilo y comenzó a desandar sus pasos. Aquel era un momento de complicidad que pertenecía solo a ellos, y no quería que le descubriesen espiándolos. Mientras regresaba al interior de la casa oyendo sus risas, sintió envidia del millonario, pues sabía que hacer reír a una muchacha era el mejor modo de llegar a su corazón. Sí, hacer reír a una dama era un modo mucho más efectivo de conquistarla que reproduciendo una invasión marciana, se dijo. Cualquiera sabía eso.
Una vez en la cocina, se limitó a esperar pacientemente a que regresaran, espiando la puerta del cobertizo a través de la ventana. Cuando los viera salir, él saldría a su vez de la casa, haciéndose el encontradizo, y podrían reanudar de una vez el viaje a Londres, olvidando la absurda pantomima que había tenido que representar. Solo esperaba que a aquel intercambio de risas no le siguiera ninguna de esas miradas significativas que preceden a los besos, pues no sabía si contaba con la suficiente paciencia para soportar que sus compañeros se entregaran a un interludio amoroso en el cobertizo mientras Jane aguardaba en Londres. Se apoyó en el filo de la mesa de la cocina, hundió las manos en los bolsillos y esperó, con la mirada fija en la ventana.
Fue entonces cuando, con una mueca de estupefacción, vio a dos desconocidos dirigiéndose al cobertizo. Eran dos hombres vestidos con ropas modestas, y se acercaban al lugar donde se encontraban sus compañeros con el mismo sigilo con que él lo había hecho apenas unos minutos antes, aunque con intenciones mucho más maliciosas, pues ambos empuñaban una especie de pincho casero. Tras los segundos de incredulidad que le llevó comprender la situación, Wells se incorporó y dio unos pasos por la cocina, indeciso. ¿Serían los dueños de la casa?, se preguntó, pero enseguida descartó esa posibilidad porque sus ropas no eran de granjero, sino de paletos de ciudad. Solo podían ser asaltantes, tipos que aprovechaban cualquier alteración en la rutina del país para sacar provecho. Y era evidente que pretendían sorprender a sus compañeros, sin sospechar que él estaba viéndoles a su vez. Eso le otorgaba una oportuna ventaja sobre ellos, una ventaja que cualquier hombre más decidido y valiente que él sin duda intentaría aprovechar. Pero Wells no era de esa clase de hombres. Se veía incapaz de domar sus nervios hasta alcanzar la serenidad que exigía la situación y, una vez lograda, buscar algo que le pudiese servir de arma y aproximarse a los asaltantes por la espalda para finalmente caer sobre ellos por sorpresa y dejarlos fuera de combate con un par de golpes rápidos y certeros.
No, no era de esa clase de hombres. El corazón comenzó a latirle a un ritmo frenético, y la tensión se apoderó de él de tal forma que enseguida se descubrió saliendo sin la menor cautela de la casa, incluso ruidosamente, con la intención de proferir un fuerte grito que alertara a sus compañeros, pero sobre todo que lo liberase a él de la responsabilidad que imponían las circunstancias, pues la resolución de la situación ya no descansaría solo en sus manos. Sin embargo, el escritor no llegó a emitir ningún grito, ni fuerte ni débil, pues cuando se disponía a hacerlo, algo frío y afilado se posó de repente en su garganta.
—Tranquilo, amigo —susurró una voz arrastrada junto a su oído—. No querrá estropearle la sorpresa a sus compañeros, ¿verdad?
No eran dos, sino tres, constató Wells con amargura, mientras los conducían al interior de la casa a empellones, como a un rebaño de ovejas díscolas. Y desgraciadamente sus rostros le resultaron mucho más familiares de lo que habría deseado. Los dos hombres que habían apresado a sus compañeros en el cobertizo —uno de ellos salió rodeando con un brazo el frágil cuello de la muchacha, mientras el otro empujaba con desdén al millonario— se le antojaron vagamente conocidos, pero no supo quiénes eran hasta que el tipo que lo había agarrado a él le empujó hacia una esquina del salón, de modo que pudo verle la cara. Su agresor poseía un rostro barbado y tosco, y unos ojos estrechos como ranuras de alcancía, donde relampagueaba una ira sencilla, animal. Pero lo que al final le permitió reconocerle fue el improvisado vendaje que envolvía su pie izquierdo, una sucia mortaja estampada de manchas en distintas tonalidades rojizas.
Después de que uno de sus compañeros, un tipo de ademanes enérgicos y aspecto simiesco, le entregara la pistola que le había arrebatado a Murray, el cojo les dedicó una mirada siniestra. Durante unos segundos no dijo nada, dejando que todos asimilaran la situación, que comprendieran cómo habían cambiado las cosas desde el encuentro en la estación, aquella refriega que le había dejado el recuerdo de una bala en el pie izquierdo que no le había permitido olvidarles. Luego sonrió amenazadoramente, contento de que la vida le hubiese dado la oportunidad de sonreír así a quienes solía servir. Wells observó de soslayo a Murray, que se mantenía circunspecto, con la mandíbula apretada y una ligera mueca de desagrado en los labios, como si más que la posibilidad de morir lo que le molestara fuese que aquellos patanes pudieran ostentar más poder que él. Sin embargo, por su postura corporal, parecía más preocupado por la suerte de Emma que por la suya propia: se había arrimado a la muchacha todo lo posible, como si pretendiera colocarse delante de ella al menor peligro, protegiéndola con su corpachón de oso.
—Bueno, bueno… —habló al fin el cojo—. Qué agradable sorpresa, ¿verdad? No hay nada mejor cuando se está de viaje que encontrarse con unos viejos amigos con los que poder pasar un buen rato, ¿no estáis de acuerdo, muchachos?
Sus dos compinches rieron la broma con estrépito, prolongando aplicadamente sus carcajadas hasta convertirlas en esforzados rebuznos. Murray apretó su mandíbula con más fuerza aún, al tiempo que daba un disimulado paso hacia Emma.
—Sí, la vida guarda sorpresas en cada recodo —siguió filosofando el cojo—. ¿No os lo dije, muchachos?: «Si seguimos la carretera hacia Chobham acabaremos alcanzando a nuestros buenos amigos». Y así ha sido. Aunque habríamos pasado de largo si no hubiésemos visto el carruaje con la gran «G», lo cual habría sido una verdadera lástima, ¿verdad? —preguntó a sus camaradas con una exagerada mueca de pena que desencadenó nuevas carcajadas—. Pero no, nuestros amigos han tenido el detalle de dejar a la vista el carruaje, lo que demuestra que ellos también tenían ganas de volver a vernos. ¿Acaso no es así, señorita? ¿Tenía usted ganas de volver a verme? ¡Claro que sí! Todas las mujeres que se tropiezan con el bueno de Roy Bowen quieren siempre un poco más de él. Ninguna tiene suficiente nunca. Y al viejo Roy no le gusta decepcionar a una dama. No señor. Aunque debo advertirle que sus maneras dejan mucho que desear. Si quiere que el viejo Roy le haga disfrutar, va a tener que aprender primero buenos modales.