—Ese coche es de mi propiedad, caballeros. Que nadie se acerque a él o será lo último que haga —anunció con dureza, aproximándose al grupo liderado por los mozos con pasitos flexibles.
Cuando llegó hasta ellos, tendió una mano a la joven sin dejar de apuntarles.
—Señorita Harlow, permítame que la ayude —dijo caballerosamente.
La muchacha pareció pensárselo unos segundos, pero al final se levantó sujetándose de su mano. Con gesto abstraído, se colocó tras Murray y se sacudió el barro del vestido, mientras miraba a su alrededor un tanto aturdida. Sin apartar el arma de los mozos, Murray hizo una señal al escritor y a la dama con su mano libre para que subieran al coche.
—Eh, Gilliam… —susurró Wells a su espalda.
—¿Si, George?
—Creo que te olvidas del agente Clayton.
Sin bajar el arma, Murray echó un vistazo por encima de su hombro y distinguió el cuerpo del agente tirado en el suelo, justo donde lo había dejado. No pudo evitar lanzar una maldición entre dientes. Luego volvió su atención al grupo de agresores, que le dedicaron una sonrisita divertida, para contemplar nuevamente a sus compañeros unos segundos después; indeciso, clavó la mirada en la muchacha, que permanecía a su lado con gesto desorientado.
—De acuerdo —resolvió Gilliam para sí, y tendiendo el arma a Emma, le preguntó con suavidad—: Señorita Harlow, ¿tendría la amabilidad de mantener a raya a estos caballeros mientras el señor Wells y yo cargamos al agente en el coche? Disculpe que le pida tal cosa, pero ¿cree que se siente capaz de hacerlo?
Emma observó algo confusa el arma que Murray le ofrecía, y luego lo miró a él. Gilliam le dedicó una sonrisa tan tierna como alentadora. Eso hizo que la furia transformara de nuevo el rostro de la muchacha.
—¿Capaz? Naturalmente, señor Murray —respondió, tomando el arma en sus delicadas manos—. No creo que resulte demasiado complicado. Debería usted probar a llevar un corsé.
El intercambio del arma hizo que el mozo que la había agredido lanzara una risotada, al tiempo que daba un paso hacia ella. La muchacha lo detuvo encañonándolo con el revólver.
—Le aconsejo que no dé un paso más, amigo, porque yo no me limitaré a arrojarlo al barro —masculló con fiereza.
—Oh, qué miedo —se burló el mozo, dirigiéndose a su grupo—. La damita pretende hacernos creer que es capaz de…
No pudo acabar la frase porque Emma, con un movimiento rápido, bajó el arma y le disparó en un pie. La bala traspasó la puntera de su bota, produciendo un pequeño surtidor de sangre. El mozo se arrodilló, apretándose el pie con el rostro contraído de dolor.
—Maldita puta… —gimió.
—Bien —dijo la muchacha, dirigiéndose a los demás—, al próximo le dispararé en la cabeza.
Sorprendido ante la bravura de la muchacha, Murray la contempló fascinado. Wells tuvo que darle un golpecito en el hombro para que le ayudara con Clayton. Entre ambos metieron al agente en el carruaje. Luego el millonario se acercó a la muchacha y le pidió el arma, sonriéndole complacido.
—Buen trabajo, señorita Harlow —la felicitó—. Espero que pueda disculparme por haberla puesto en esta situación de riesgo.
—Es usted muy amable, señor Murray —respondió ella con ironía, devolviéndole la pistola—, aunque le recuerdo que el riesgo lo ha corrido usted al confiarme el arma. Seguro que pensaba que estos rufianes podrían habérmela arrebatado.
—Oh, estaba seguro de que eso no sucedería. —Gilliam sonrió—. ¿Ha olvidado que he tomado el té con usted?
—Ejem… —carraspeó Wells desde el interior del carruaje—. Siento interrumpirles, pero les recuerdo que los marcianos vienen hacia aquí.
—Es cierto, es cierto… —dijo Murray, ayudando a entrar a la muchacha en el coche. Luego se volvió hacia el grupo, y ejecutando una reverencia, añadió—: Gracias, caballeros, han sido todos muy amables. Desgraciadamente, este coche es demasiado lujoso para sus traseros.
Tras decir aquello, subió al pescante con movimientos tranquilos, y una vez acomodado, hizo restallar el látigo.
—Maldito engreído —murmuró Wells mientras el carruaje se ponía en movimiento.
—Sí, lo es. El hombre más engreído del mundo. Aunque gracias a él hemos recuperado el coche… —reconoció Emma a regañadientes.
En eso tenía razón, se dijo Wells mientras observaba a través de la ventanilla trasera cómo el coche se alejaba del grupo de agresores. Si Murray no hubiera mantenido la sangre fría, él probablemente habría sido apaleado y ahora seguirían en la estación, contemplando cómo aquel par de energúmenos huían con su coche. A la larga, si la invasión marciana o lo que fuera era sofocada y todo volvía a la normalidad, el mundo se alegraría por tener que llorar a aquel par de brutos en vez de a ellos, cuya aportación a la vida esperaba que fuera más importante que la de dejarse disparar en un pie para que una dama asustada recuperase su confianza.
Tomaron la carretera de Chertsey en dirección a Londres casi al galope, lo que provocó que el cuerpo de Clayton, al que habían colocado sentado frente a ellos, acabara deslizándose por el respaldo hasta quedar tumbado sobre el asiento. El frenético traqueteo del carruaje hacía bailar sus brazos sobre el pecho y movía su flácida cabeza de un lado a otro; parecía un borracho en pleno delirio, un espectáculo en el que Wells y Emma evitaban posar sus ojos, avergonzados por tener que ser testigos de un momento de la intimidad del agente que muy pocos conocerían.
Echando un vistazo por la ventanilla, Wells descubrió que la noche había caído sobre el mundo mientras estaban encerrados en el almacén, aunque durante la refriega ni siquiera había reparado en ello. Ahora la mayor parte del paisaje del otro lado del cristal se encontraba sumido en las sombras. En el horizonte, distinguió un resplandor color cereza, y una nube de humo que trepaba perezosamente hacia el cielo estrellado. De los distantes bosques que se extendían hacia Addlestone les llegaba un inquietante retumbar de cañones, sordo y desacompasado, que le hizo sospechar que en alguna parte el ejército estaba enfrentando a los trípodes.
—Dios mío… —exclamó Emma.
La muchacha contemplaba como hipnotizada algo que sucedía al otro lado de su ventanilla. Asustado por su desencajada expresión de pavor, Wells se inclinó sobre ella para escudriñar la noche. Al principio no logró ver nada, tan solo un bosque de pinos envuelto en una densa oscuridad, pero entonces, deslizándose a través de esa compacta negrura, distinguió lo que mantenía horrorizada a la muchacha: un bulto enorme bajaba rápidamente la ladera, en la misma dirección que su carruaje. Cuando logró diferenciarlo de las sombras, pudo constatar que se trataba de una gigantesca máquina sustentada sobre un trípode, que avanzaba a grandes zancadas gracias a unas patas finas y articuladas que le otorgaban cierto aspecto arácnido. Produciendo un ensordecedor rechinar metálico y meciéndose siniestramente de un lado a otro, aquel ingenio andante de resplandeciente metal avanzaba torpe pero decidido a través del bosque, aplastando sin esfuerzo los pinos que se encontraba a su paso. Wells observó que la parte superior de la máquina se parecía mucho al cilindro marciano que él había descrito, pero el resto de la estructura era muy diferente: se semejaba más bien a un enorme cajón redondeado cubierto de una especie de enrevesado encaje de placas, que le recordó al caparazón de un cangrejo ermitaño. Pudo distinguir también que del vientre le colgaba un manojo de tentáculos articulados, finos y flexibles, que parecían agitarse como si tuvieran vida propia. Más alto que la mayoría de las casas, reflejando la Luna en su superficie metálica, la cosa marchaba implacable hacia Londres, abriendo un sendero en la madeja de pinos.
La caperuza de la máquina rotó entonces unos grados en dirección al carruaje, y Wells tuvo la inquietante sospecha de que aquella cosa les estaba mirando. Pero despejó todas sus dudas cuando, apenas un segundo después, el ingenio modificó ligeramente su trayectoria para arrimarse a la carretera. Por el brusco tirón que sacudió el carruaje, dedujo que Murray también lo había visto e intentaba sacarle ventaja azuzando todavía más a los caballos. Wells tragó saliva y, al igual que Emma, se agarró al asiento para evitar salir despedido a causa del salvaje traqueteo. A través de la ventanita trasera pudo ver cómo una de las patas del trípode surgía de la cuneta y se afianzaba en la carretera. Luego, arrastrando un rebujo de pinos astillados, aparecieron las otras dos. Una vez apuntalada sobre sus tres patas, la cosa emprendió la persecución del carruaje. Sus zancadas resonaban en la noche como una batería de truenos, a medida que el engendro mecánico acortaba distancia. Sintiendo el corazón golpeándole el pecho con furia, Wells contempló cómo, en la parte superior de la máquina, el extraño aparato que lanzaba el rayo calórico iniciaba su familiar movimiento de cobra, haciendo puntería.
—¡Esa cosa va a dispararnos! —gritó, abrazándose a la muchacha y obligándola a tumbarse en el suelo del coche—. ¡Agáchese!
Se produjo entonces una fuerte detonación un par de metros a la derecha del carruaje, cuya onda expansiva lo zarandeó con tal violencia que sus ruedas se separaron del suelo unos segundos, para volver a posarse sobre él con un golpe que amenazó con desmontarlo. Sorprendido de seguir aún con vida, Wells se levantó como pudo, con la intención de echar un nuevo vistazo por la ventana trasera, e intentó mantener el equilibrio a pesar de los bandazos del coche. Se preguntó si Murray seguiría en el pescante o si se habría caído en algún momento de la persecución y ahora viajaban en un carruaje fuera de control. A través de la ventanilla vio el pequeño cráter que el disparo había escarbado al borde de la carretera. Tras él, el trípode continuaba avanzado a siniestros brincos, reduciendo la veintena de metros que lo separaba del carruaje. Con un ramalazo de pavor, advirtió que el tentáculo del cual brotaba el rayo oscilaba de nuevo en el aire, preparándose para efectuar un nuevo disparo. Era evidente que tarde o temprano les alcanzaría. En ese instante, el carruaje se detuvo bruscamente, y la inercia lanzó a Wells de espaldas sobre el cuerpo desmadejado del agente Clayton. Desconcertado, el escritor volvió a su asiento y ayudó a la muchacha también a incorporarse, sintiendo cómo el coche comenzaba a maniobrar. Por la ventanilla trasera, comprobó que estaba dando la vuelta. Sin comprender, asomó la cabeza por la ventana de su izquierda, para descubrir que Murray había colocado el carruaje de cara al trípode, que continuaba su desgarbado avance hacia ellos.
—Pero ¿qué demonios está haciendo? —le gritó.
La respuesta fue un chasquido de látigo, que puso en movimiento a los caballos. El carruaje avanzó traqueteando salvajemente al encuentro con el trípode.
—¡Se ha vuelto loco, Murray! —le espetó.
—¡Estoy seguro de que esa cosa no puede girar tan rápido como nosotros! —respondió el millonario por encima del infernal traqueteo de las ruedas.
Incrédulo, al ver al carruaje dirigirse a toda velocidad hacia el ingenio, Wells comprendió que Murray pretendía pasar por debajo del colosal mecanismo como si se tratase de un puente.
—Dios mío… está loco —musitó, observando cómo el trípode dejaba de avanzar para encañonarlo.
Volvió dentro y abrazó con fuerza a Emma.
—Va a pasar por entre las patas… —le explicó con la voz atenazada por el miedo.
—¿Qué? —balbució ella.
—Está loco…
Emma se abrazó a él con desesperación, envuelta en temblores, y Wells sintió su fragilidad, su calor, su perfume, sus formas de mujer acuñándose en la arcilla de su cuerpo, y lamentó que la única oportunidad que un tipo como él pudiera tener de abrazar a una mujer como ella fuera al huir juntos de una invasión marciana. Aunque se trató de un pensamiento fugaz que no tenía razón de ser en aquella situación, arrojados ambos a gran velocidad contra aquel monstruo de metal que en unos segundos los calcinaría con su rayo calórico, convirtiéndolos en dos muñecos de ceniza. Pero mientras la muerte no llegaba, en ese puñado de segundos en los que sus vidas se estiraban más allá de lo lógico, Wells tuvo tiempo de reconocer que la situación en la que se hallaban no solo podía convertir a uno en un héroe o en un cobarde, sino también en un loco.
Y mientras el corazón de aquel Wells latía con miedo, el de otro Wells cuya existencia ni siquiera sospechaba palpitaba con calma, componiendo una delicada melodía de xilofón, pues la invasión que dirigía se estaba desarrollando según lo previsto. En un par de horas, los trípodes llegarían a las puertas de Londres, donde esperaba el ejército británico, plantado con valor y entereza entre sus cañones Maxim, simplemente para morir de forma atroz, arrollados por una fuerza poderosa e inconcebible que los exterminaría como simples cucarachas. Y aquel Wells sonrió al pensar en la futura masacre, examinando el mapa del planeta que había colgado en la pared de su despacho.
Espero que, pese al tiempo transcurrido, no se hayan olvidado del ser que adoptó los rasgos de Wells y que ahora, como un director de orquesta, dirige la invasión desde su escondite. ¿Cómo ha llegado hasta allí?, se preguntarán. Bien, retrocedamos algunas semanas atrás, hasta el punto donde abandonamos nuestra historia para trasladarnos hasta los hielos de la Antártida, y echemos un vistazo dentro del ataúd de madera con remaches de cobre que dejamos olvidado en el sótano del Museo de Historia Natural. ¿Qué está sucediendo en su interior, oculto a la vista de todos menos a la mía? Allí, entre los chasquidos hacendosos que producen los corrimientos de carne y las ataduras de los tendones, un ser de otro mundo se reconstruye plagiando la fisonomía del escritor H. G. Wells, que acaba de huir de la Cámara de las Maravillas empujado por otro escritor, aunque de menos relumbrón, llamado Garrett P. Serviss, que sin embargo había tomado el mando de la situación. Ambos, el autor de éxito y el autor mediocre, abandonaron el edificio ignorando las fatales consecuencias de sus actos, en especial la caricia esbozada por Wells en el brazo del extraterrestre. Aquel gesto de sobrecogida admiración dejó sobre su piel el mejor regalo que podía hacerle: una gota de sangre, minúscula e insignificante. Pero que contenía todo lo que él era. Y todo lo que la criatura necesitaba para volver a la vida.
Así que, en la soledad del féretro, como una oruga en su crisálida, un ser del espacio exterior adoptaba trabajosamente forma humana, mientras la sangre de Wells lo avivaba y dirigía. Su columna vertebral se había contraído hasta alcanzar la longitud escrita en la sangre, y mientras el cráneo se rehacía en el extremo superior, al inferior se engarzaba una pelvis estrecha, de la cual brotaron, quebradizos como ramas, dos fémures no muy largos, que fueron inmediatamente atornillados a las tibias por las rótulas. Y así, con parsimonia de estalactita, el ser confeccionó el caballete de una delicada osamenta que enseguida quedó encapotada por un ondulante manto de carne, nervios y tendones. Tras el enrejado del esternón asomaron entonces los esponjosos pulmones, que lanzaron a través de la cerbatana de la tráquea recién colocada un reguero de vaho, anegando la urna con la tibia novedad de una respiración. Y mientras una mano que parecía jugar con arcilla modelaba el hígado, e hinchaba el pellejo de la bolsa del estómago, sobre el armazón de huesos se trababan los deltoides, tríceps, bíceps y demás músculos, como placas de una armadura de carne bajo la que escarbaban venas y arterias. Por aquella enrevesada caligrafía corría subterránea la sangre que bombeaba el corazón, que ahora canturreaba en su pecho. Del amasijo de piel que difuminaba su cara, afloró al fin el rostro de pájaro del escritor, una réplica exacta de Wells sobre aquel papel de calco que previamente habían emborronado las siluetas de algunos marineros del
Annawan
, e incluso la de otro escritor, Edgar Allan Poe. Una boca recién horneada trazó una sonrisa triunfal, casi feroz, donde relucía un deseo de venganza fermentado durante décadas; y unas manos humanas, pálidas y finas, aferraron las cadenas que lo ataban y las desmenuzaron con una fuerza de otro mundo.