—Ahí tiene uno, agente —murmuró Wells.
—¡Dios santo…! —exclamó Clayton.
Por un instante, el agente pareció hipnotizado por la sobrecogedora visión que tenía lugar ante sus ojos.
—No creo que su pistola le sirva de mucho ahora… —comentó en un tono fatalista el hombre con cara de simio.
Haciendo caso omiso de su comentario, Clayton abrió la trampilla del techo y gritó:
—¿Ha visto lo que tenemos pegado a los talones, Murray? ¡Haga que los caballos vayan más rápido! ¡Que vuelen, maldita sea!
Tras unos segundos en los cuales Wells imaginó a los enamorados dejando su conversación a medias y girando sus cabezas hacia atrás para descubrir horrorizados al trípode que brincaba en su dirección, sintieron un brusco tirón que les obligó a agarrarse a sus asientos: el millonario azotaba ahora a los caballos con fuerza, intentando concederles a golpe de látigo el poder del vuelo. El paseo romántico había terminado. Comenzaba una carrera desesperada por llegar al abrigo de las colinas antes de que el trípode les diera caza. Encajonado entre Clayton y el prisionero, Wells dejó escapar un jadeo angustiado mientras a través de la ventanilla observaban al ingenio acortar distancias con sus impresionantes saltos, salpicando arena y piedras en todas direcciones cada vez que sus poderosas patas se hundían en la tierra.
—¡Más rápido, Murray! —gritó Clayton junto a su oreja.
Con un nuevo brinco que hizo retumbar el mundo, el trípode se situó a apenas veinte metros del carruaje. Wells observó cómo el tentáculo se mecía en el aire, y sintió la espesa melaza del pánico obstruyendo sus venas: sabía lo que significaba aquel familiar balanceo. Y esta vez no tendrían escapatoria. Contempló con resignación cómo el tentáculo les apuntaba, y se preparó para morir en los próximos segundos, junto a un palurdo y al agente más arrogante de Scotland Yard.
En ese momento, se oyó una fuerte detonación. Pero para su sorpresa, fue el trípode quien recibió el impacto. La monstruosa cabeza de la cosa tembló ostentosamente y una parte de ella estalló en una docena de fragmentos metálicos de distinto tamaño, que cayeron a su alrededor como una lluvia de polen mortífero. Una esquirla impactó contra una zona de la parte trasera del carruaje, haciéndole perder momentáneamente el rumbo, pero Murray enseguida recuperó el control. Se oyó entonces un segundo estallido, proveniente de un lugar distinto del anterior, y la máquina recibió una nueva sacudida, aunque esta vez el disparo apenas le rozó el costado derecho. Wells observó entonces cómo el tentáculo se desentendía de ellos y buscaba a sus atacantes, probablemente los cañones de los que les había hablado Clayton, que debían de encontrarse apostados entre los árboles hacia los que el carruaje se dirigía dando bandazos, ahora con cierta ventaja sobre su monstruoso perseguidor. El tentáculo efectuó un disparo y, con un silbido inquietante, el poderoso rayo calórico trazó una línea llameante hacia su izquierda, haciendo saltar por los aires una docena de árboles. El escritor tuvo la sensación de que la cosa había disparado a ciegas, y eso le hizo albergar esperanzas sobre el favorable desenlace del duelo. En ese instante, el carruaje debió de cruzar la línea de defensa, pues de pronto se hallaron rodeados de un despliegue bélico que lo aturdió: a su alrededor, repartidos por doquier, había docenas de pesados cañones Maxim tras los que se afanaban los artilleros, y varios carros de munición, y un gran número de soldados escondidos tras los árboles y los peñascos. Todo ello componía una aparente confusión en la que Wells quiso creer que existía algún tipo de orden. Con un frenazo brusco, Murray detuvo el carruaje al rebasar el último grupo de cañones. De un salto sorprendentemente ágil, bajó del pescante y ayudó a apearse a la muchacha.
—¿Están todos bien? —preguntó a voz en grito, intentando que quienes ocupaban el interior de la cabina le oyeran a pesar del ensordecedor cañoneo.
Wells asintió, al igual que Clayton y el prisionero, pero todos permanecieron dentro del carruaje, siguiendo el desarrollo del combate a través de la ventanilla trasera. Desde aquella distancia, que les permitía sentirse relativamente a salvo, observaron cómo el tentáculo efectuaba un nuevo disparo, mucho más preciso esta vez. El rayo de lava lanzó por los aires media docena de pesados cañones con sus correspondientes artilleros, muchos de los cuales golpearon contra los árboles convertidos ya en bultos carbonizados, al tiempo que un denso olor a carne quemada sazonaba la refriega. Al parecer, el trípode no estaba dispuesto a postrar armas. De repente, quien mandaba allí, o tal vez un artillero súbitamente inspirado, disparó contra las patas de la máquina, logrando acertar a una de ellas, que se astilló al instante. El trípode ejecutó algo parecido a una genuflexión, y luego, inclinándose despacio, hundió su colosal cabeza en la tierra, a escasos metros de una batería de sobrecogidos soldados.
—Dios mío, lo han derribado… —musitó Wells, impresionado por la brutal épica de la contienda, pero sobre todo por su resultado.
—Si el Creador lo hubiese considerado oportuno, habría puesto sobre la Tierra alguna criatura de tres patas, pero resulta evidente que no es un diseño muy adecuado —comentó Clayton con su habitual suficiencia.
Una vez abatido el trípode, el rugir de los cañones cesó de repente, y sobre el mundo se extendió un silencio compacto en el que daba pudor hablar. Entonces, en algún lugar de la humeante y destrozada cabeza del trípode, se abrió una especie de portezuela y de su interior emergió su piloto.
En un primer momento, lo que surgió del trípode se le antojó a Gilliam Murray una cucharada de puré de guisantes. Pero luego, a medida que su vista se acostumbraba a lo que estaba viendo, le pareció un monstruoso gusano de cuerpo segmentado, que por el elástico modo en que fluía, casi derramándose sobre la tierra, dedujo que carecía de huesos o de cualquier otro armazón que lo sostuviera por dentro. Era más o menos del tamaño de un rinoceronte, y su piel le recordó a la de ciertas setas venenosas. En algún lugar de aquel cuerpo amorfo le pareció distinguir un archipiélago de orificios y ranuras, por lo que supuso que aquella debía de ser su cabeza. También le pareció discernir en varias partes de su dúctil anatomía un ramillete de finos tentáculos que parecían emitir un resplandor azulado, y de cuando en cuando una suerte de chispazo, semejante a descargas eléctricas. Tras rodar algunos metros, la mole se detuvo, al parecer tendida sobre su propio lomo, y unos segundos después su carne dejó de temblar, adquiriendo toda ella una quietud desasosegante. A su modo, aquella cosa había expirado ante sus narices.
—Como le dije, señor Wells… —murmuró Gilliam, recordando con espanto las cucharadas de nauseabundo puré que su institutriz le obligaba a tomar de niño—. No son alemanes.
—No, no lo son —reconoció Wells, observando estupefacto el cuerpo que había quedado tendido ante la máquina, cuyo aspecto de siniestra polilla le resultaba tan familiar.
—Sé que es una visión fascinante, caballeros —intervino Clayton—, pero si levantan la vista verán algo mucho más sobrecogedor.
Wells y Murray alzaron la mirada y descubrieron a qué se refería el agente. Recortadas contra el humo de las explosiones, distinguieron las siluetas de al menos una docena de trípodes que se aproximaban con sus poderosos andares hacia la desmembrada línea defensiva.
—¡Dios mío! —exclamó Wells—. ¡Sáquenos de aquí, Murray!
El millonario obedeció al instante, tomando las riendas y arreando a los caballos. Segundos después, el carruaje brincaba sobre la carretera en dirección a Sheen, dejando al destacamento de soldados abandonado a su suerte. Al rebasar Putney oyeron de nuevo cañonazos, lo cual anunciaba que los trípodes acababan de llegar a las colinas. Unos segundos más tarde, escucharon los inquietantes silbidos del rayo marciano, dándoles la réplica. Empezaba a anochecer cuando cruzaron el puente sobre el Támesis a galope tendido y tomaron King's Road en dirección a Scotland Yard. Llenos de pavor por lo que habían visto y abismados en un silencio funesto, atravesaron las oscuras calles de una ciudad que albergaba la ingenua esperanza de derrotar a los marcianos.
Londres parecía contener el aliento. Tanto en Fulham como en Chelsea, el carruaje de la pomposa «G» tuvo que abrirse paso entre los grumos de humanidad que formaba la gente arracimada en la calle. Apostados en las esquinas, los londinenses tejían conversaciones banales o fumaban, concentrados, de sus pipas mientras observaban con expectación el cielo, que empezaba a teñirse de negro: ninguno de ellos quería perderse el más mínimo detalle relacionado con la invasión. Incluso los que permanecían en sus casas, siguiendo las recomendaciones de la policía, no cesaban de asomarse a las ventanas, a la espera de que la batalla que iba a tener lugar en las afueras de la ciudad terminara de una vez, permitiéndoles volver a sus quehaceres. Desde el carruaje, Wells y sus compañeros vieron algunos rostros solemnemente preocupados, pero como una muestra de la impredecible naturaleza humana, también distinguieron gente bebiendo, cantando o jugando a los naipes en las tabernas, negándose a que aquella situación alterase sus rutinas. Allí nadie había visto un trípode, por supuesto. Los pocos que los habían visto y sobrevivido a ello todavía no habían llegado a la metrópoli para contarlo, del mismo modo que tampoco había llegado la noticia de que los invasores eran marcianos, por lo que probablemente aquella marejada de personas ignorase quiénes estaban atacando al todopoderoso Imperio Británico. A aquella multitud le habían dicho que permanecieran allí, dentro de los límites vigilados de la ciudad, y a juzgar por su tranquila actitud, nadie sospechaba que corriesen ningún peligro real. La sensación de confianza que transmitían aquellas almas le pareció a Wells digna de piedad. Pero ¿qué podían hacer ellos? ¿Advertirles de la aterradora destrucción que habían visto? No, eso solo favorecería que el pánico prendiera en la yesca de aquella nerviosa multitud. Lo único que podían hacer era lo que Clayton había ordenado: dirigirse a Scotland Yard a entregar al prisionero y a recabar información, aunque todos advirtieran que no estaban sino fingiendo una normalidad que ninguno sentía.
Sin embargo, antes se detuvieron en una callecita cercana al solar donde estaban construyendo la catedral de Westminster y que les quedaba de paso hacia la comisaría. Allí era donde vivían los amigos que Jane había acudido a visitar el día anterior, así que Wells agradeció a Clayton que le permitiera parar allí para buscar a su esposa, un poco incómodo porque Emma todavía tendría que esperar para hacer lo propio, ya que Southwark quedaba bastante alejado de su ruta. Bajó del coche, entró en el edificio y subió al trote la escalera que conducía a la planta de los Garfield, rezando para que Jane estuviese todavía allí con ellos. Pero ni siquiera tuvo tiempo de aporrear la puerta, pues clavada en ella encontró una nota dirigida a él. Reconoció la letra de Jane y la arrancó con rapidez. En la nota su esposa le decía que se encontraba bien, pero que iban a abandonar la casa para tratar de enterarse de lo que estaba sucediendo fuera de la ciudad, ya que la información era bastante escasa y ella temía por él. También decía que esperaba que llegase a Londres sano y salvo y que pudiera leer aquella nota, y terminaba diciéndole que, pasara lo que pasase, le esperaría al amanecer del día siguiente en Primrose Hill.
Wells se guardó la nota en el bolsillo y le propinó una rabiosa patada a la puerta, maldiciendo que ella hubiese abandonado la casa para intentar enterarse de si él seguía vivo. ¿Adónde habrían ido? No se le ocurría ningún sitio donde buscarla, y deambular por las calles llamándola a gritos le pareció tan romántico como poco efectivo. Regresó al carruaje de mal humor, y les contó a los demás lo que decía la nota.
—De acuerdo —dijo Clayton—, entonces seguiremos con nuestro plan hasta el momento de su cita. Y no se preocupe, señor Wells, no creo que los trípodes logren entrar en la ciudad antes del amanecer de mañana. Su esposa estará bien.
Wells asintió. Ojalá el agente tuviera razón, pues era evidente que aquella calma solo duraría hasta que los trípodes consiguieran rebasar la línea defensiva. Luego nadie, ni siquiera ellos, estarían a salvo. Se dispuso a agradecerle a Clayton las palabras de ánimo, pero el agente ya se había desentendido de él y miraba con curiosidad al fondo de la calle, donde un grupo de cuatro o cinco personas estaba asaltando una tienda de bicicletas. Era el primer disturbio que veían, y probablemente no sería el último, pero lo que había atraído la atención de Clayton no era aquel tímido acto vandálico, sino los tres agentes de policía que lo observaban todo desde la esquina de enfrente, sin decidirse a intervenir. Uno de ellos, el único que no vestía uniforme, era un joven inspector de aspecto pálido y escuchimizado, al que el agente parecía conocer. Clayton mandó que aguardasen un momento y se dirigió hacia allí intrigado por la escena.
—¿Inspector Garrett?
El muchacho se volvió y le observó con sorpresa. Durante varios segundos se limitó a estudiarlo en silencio, como si no le reconociera.
—Agente Clayton… —susurró al fin, como si hubiese rescatado su nombre de las brumas de una memoria remotísima, cuando solían verse a diario en las oficinas de Scotland Yard.
Tras aquel breve saludo, el inspector volvió a guardar silencio, observándolo con una fijeza que incomodó a Clayton, quien había esperado algo distinto a aquella mirada impávida: tal vez un excitado intercambio de impresiones sobre la situación, o sobre la posibilidad de unir fuerzas y trazar un plan conjunto; cualquier cosa menos aquella inquietante indiferencia. Sus compañeros, los dos agentes de uniforme, también le miraban con la misma fría expectación a unos pasos de ellos. Sin saber qué decir, el agente señaló con la barbilla el robo que se estaba cometiendo al otro lado de la calle.
—¿Necesita ayuda, inspector? —ofreció.
Garrett echó un distraído vistazo al quehacer de los vándalos. —Oh, no, tenemos todo bajo control —aseguró.
—Bien… —dijo Clayton sin convencimiento, mientras el inspector volvía a estudiarlo con aquella turbadora impasibilidad—. Bueno, entonces seguiré mi camino hacia Scotland Yard.
—¿Por qué va allí? —preguntó bruscamente el joven.
—Tengo un prisionero que entregar —respondió Clayton, desconcertado ante aquel súbito interés.
Garrett asintió lentamente, con una mueca de pesar aflojándole los labios, y luego, dando por terminada la conversación, hizo un gesto a sus compañeros y todos se dirigieron a la tienda de bicicletas con andares sonámbulos. Los ladrones les observaron acercarse y dejaron lo que estaban haciendo. Hubo un breve cruce de palabras, y acto seguido abandonaron las bicicletas y huyeron calle abajo. El inspector Garrett echó una mirada por encima de su hombro para comprobar si Clayton seguía todavía allí, y le descubrió observándolo. Incómodo, el agente se volvió y regresó al carruaje, no sin antes empeñar una última mirada en comprobar que los policías estaban recogiendo las bicicletas y devolviéndolas a la tienda con el mismo aire desganado con que habían presenciado el robo.