Dijo eso último con los ojos clavados en la muchacha, que temblaba como una hoja, probablemente arrepentida de haber alardeado de su valentía disparándole innecesariamente en el pie. Ahora, aquella bravata iba a pasarles factura a todos, se dijo Wells, quien, pese al miedo que también empezaba a sentir, no pudo evitar observar con curiosidad antropológica a aquel individuo de alma rudimentaria, a quien el ansia de vengar su ultrajado orgullo le había impulsado a perseguirlos, sin importarle lo más mínimo que el mundo se estuviera derrumbando a su alrededor. Tampoco parecía importarle a sus compinches, el hombre con cara de simio y el que le había ayudado a defender el carruaje en la estación, un hombretón pelirrojo que al sonreír mostraba una hilera de dientes ennegrecidos, como si acabara de darse un atracón de moras.
—Ahora veamos cómo podemos resolver esta desagradable situación —prosiguió el cojo con turbadora calma, sin apartar los ojos de Emma—. Yo la empujé al barro, y a cambio usted me voló el pie. Bien, ¿cuál debería ser mi respuesta ahora, señorita? —El mozo recorrió el cuerpo de la muchacha con una mirada deliberadamente grosera—. Mmm… creo que ya lo sé. Y estoy seguro de que cualquiera de sus amigos adivinará con suma facilidad lo que se me acaba de ocurrir, pues los hombres nos comprendemos sin palabras, ¿no es cierto, caballeros? —Dedicó una sonrisa burlona a Murray y a Wells, y volvió a contemplar a la muchacha con una mirada de rapaz—. Si sube conmigo arriba por su propia voluntad y se deja hacer sin resistirse, seguro que será más placentero para ambos.
—Si le tocas un solo pelo a la señorita, te mataré —le interrumpió Murray con voz gélida.
El tono que el millonario había empleado hizo pensar a Wells que no se trataba de ninguna bravata. Murray estaba dispuesto a hacerlo de verdad: estaba dispuesto a matar a aquel palurdo. Desgraciadamente, dada la situación, no iba a tener demasiadas oportunidades de llevar a la práctica su amenaza.
—¿Matarme? —El cojo soltó una desagradable carcajada—. Me temo que no has comprendido bien cómo están las cosas, grandullón. ¿Quién tiene la pistola ahora?
—Eso no supone ninguna diferencia, Roy —respondió Murray sin inmutarse, sorprendiendo al mozo al llamar por su nombre, una forma efectista de señalarle que no le imponía ni respeto ni miedo—. Adelante: mátame, que yo te mataré a ti luego.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo harás? ¿Acaso puedes detener una bala? —El cojo se dirigió a sus compañeros al decir aquello, buscando su complicidad. Los otros emitieron las pertinentes carcajadas—. Parece que estamos ante un auténtico héroe, muchachos. —El mozo volvió a mirar a Murray, esta vez con cierta simpatía—. De modo que me matarás si toco un pelo a la señorita, ¿no es así?
—Lo has entendido muy bien, Roy —le felicitó el millonario con una sonrisa tranquila, empleando el mismo tono con el que se dirigiría a un niño poco inteligente.
—Entonces pronto lo veremos —le desafió el cojo, escupiendo las palabras entre dientes—, porque pienso hacer mucho más que eso.
Después se quedó callado, observando a Murray con una mezcla de rabia y curiosidad. El millonario le sostuvo la mirada sin dejarse impresionar, hasta que el cojo soltó una risita despectiva, como si aquel duelo le resultara ridículo o aburrido. Luego paseó los ojos por la habitación, y volvió a observar a sus prisioneros uno a uno, examinándolos con una mueca de disgusto, como un sargento pasando revista a su tropa. De repente, dejó que su mirada resbalase poco a poco hacia el suelo, y frunció el ceño, como si hiciera cuentas.
—Un momento —dijo—, ¿dónde está el otro tipo?
—No había nadie más en el cobertizo, Roy —respondió solícito el hombre con cara de simio—. Solo los tortolitos.
El cojo sacudió la cabeza lentamente, como si no le satisficiera la respuesta.
—Estos tipos cargaban con un borracho, ¿no os acordáis? Ve a mirar arriba, Joss —ordenó al pelirrojo, señalando el techo con la mandíbula.
Con el servilismo de un perro, el hombre que respondía al nombre de Joss se dirigió a la escalera. Wells sintió cómo se le aceleraba el corazón al observarlo subir los peldaños muy despacio, intentando con escaso éxito que crujiesen lo menos posible bajo su formidable peso, con el pincho fuertemente empuñado a la altura de la cintura, dispuesto a hundirlo en las entrañas de cualquier borracho que le saltara encima. Cuando, tras un tiempo interminable, logró llegar arriba, su cuerpo desapareció por el pasillo, sigiloso como una gata preñada.
Con la vista fija en la parte superior de la escalera, todos aguardaron expectantes el veredicto del pelirrojo para reanudar la escena que tenían entre manos. Wells supuso que el tipo no tardaría en anunciar que había encontrado al agente Clayton, quien con toda seguridad continuaría durmiendo en la cama que habían compartido momentos antes, si es que el estruendo que estaba armando el pelirrojo no lo había despertado. Pero tras unos minutos de espera, contemplaron al tal Joss bajar la escalera con un trotecillo confiado.
—No hay nadie, Roy.
Al oír aquello, el cojo puso cara de sorpresa, la misma que Wells se esforzó en disimular apretando los dientes con fuerza, mientras sentía cómo el corazón se le aceleraba. ¡Clayton había despertado! Sí, había despertado y, según parecía, lo había hecho con el tiempo suficiente para esconderse. Eso significaba que no estaba todo perdido. Un agente especial de Scotland Yard, entrenado para actuar con la máxima diligencia en situaciones como aquella, se hallaba en el piso superior, escondido en alguna parte, probablemente ideando un plan para liberarlos. Intentó controlar la euforia que lo invadió, mientras el cojo interrogaba al pelirrojo con expresión recelosa.
—¿Estás seguro, Joss? ¿Has registrado todas las habitaciones?
—Sí, y no hay nadie —aseguró el tipo.
El cojo pareció meditar, mientras sacudía la cabeza con desconfianza. De repente, se volvió hacia Murray.
—¿Dónde esta el otro tipo, grandullón? —inquirió.
—Era una carga para nosotros —respondió con naturalidad el millonario—. No hacía otra cosa que emborracharse, así que decidimos tirarlo en una cuneta. Seguramente todavía no se habrá despertado.
Durante varios segundos, el palurdo observó al empresario con suspicacia, y Wells se esforzó todo lo que pudo en disimular su nerviosismo, agradecido de que el cojo no le hubiera preguntado a él, pues dudaba mucho que hubiera podido improvisar una mentira con la misma calma con la que lo había hecho Murray. Tras un tiempo que se le antojó interminable, el cojo lanzó al fin una carcajada.
—Tienen un modo muy poco educado de tratar a los amigos… —comentó, cuando dejó de reír—. Pero basta de cháchara. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí: la señorita y yo teníamos algo pendiente. Un asunto de venganza, si mal no recuerdo.
Sin apartar de ellos su perversa mirada, y con el gesto lánguido de un caballero que deja los guantes a su mayordomo, el cojo entregó la pistola al hombre con cara de simio.
—Por favor, Mike —pidió con zalamería—, encárgate de vigilar a sus compañeros mientras la dama y yo vamos arriba.
El tal Mike asintió con la gravedad de un niño que lo único que desea en la vida es que su padre se sienta orgulloso de él, y una vez empuñó el arma, estudió a sus prisioneros con hostilidad. Sin más preámbulos, el cojo se adelantó un paso hacia Emma, que se encontraba pálida y temblorosa, y le tendió la mano al tiempo que ejecutaba una grotesca reverencia.
—Por favor, señorita, ¿tendría la amabilidad de concederme un baile privado en mis aposentos?
Apenas terminó la frase, Murray hizo el amago de interponerse entre ellos, pero Mike, que no le había quitado el ojo de encima, lo detuvo colocándole el cañón de la pistola en la sien.
—Quieto, grandullón —le ordenó con voz ronca—. No me hagas malgastar una bala.
El millonario lo midió con la mirada durante unos segundos en los que el corazón de Wells acabó por desbocarse, pero finalmente obedeció: volvió a su posición, comprendiendo que muerto no podría ayudar a Emma. El cojo sonrió divertido ante su apocamiento, y arrancó a la aterrorizada muchacha de su lado con un brusco tirón.
—Muy bien. Así me gusta, caballeros —celebró, amenazando a Emma con el pincho enarbolado a unos centímetros de su cuello. Luego se dirigió expresamente a Murray—: ¿Prefieres que deje la puerta abierta, grandullón, para que puedas oír sus gemidos de placer?
Murray no dijo nada. Se limitó a contemplarlo con una expresión sorprendentemente serena, incluso con suficiencia, como si todo aquello le pareciera un juego sin gracia, aunque a Wells no le pasó por alto la fría determinación de su mirada. Era la mirada de un hombre que había comprendido que el sentido de su vida acababa de cambiar, que no importaba lo que hubiese hecho hasta ese momento ni lo que pensara hacer en el futuro, pues su único destino sería la venganza. Wells supo entonces que, tal y como había prometido, el millonario mataría al cojo. Y si en el desenlace de aquella situación Murray moría, ya fuese de manera deliberada o accidental, volvería del más allá para matarlo, pues el odio que había empezado a prenderle el alma tendería un puente entre ambos mundos, permitiéndole regresar.
En ese instante, a través de la ventana que había junto a la escalera, Wells vio caer una sombra oscura, que enseguida se levantó y desapareció a un lado. Una repentina emoción lo asaltó al comprender que solo podía tratarse de Clayton. Afortunadamente, ninguno de sus raptores lo había visto, pues se hallaban de espaldas a la ventana, por lo que el agente seguía contando con el factor sorpresa. Miró a Murray de soslayo, para comprobar si también él lo había visto saltar, pero el millonario tenía la mirada fija en el cojo, que arrastraba a la asustada muchacha escaleras arriba. Cuando los vio desaparecer en la planta superior, entrecerró los ojos con tristeza, como si se dispusiera a orar, preparándose para escuchar cómo la mujer que amaba gemía de dolor y rabia al ser ultrajada por un mozo de estación que, a causa de un azar perverso, se había convertido en la persona que más daño podía hacerle en su vida.
—Bueno, bueno… No nos pongamos tristes, caballeros —dijo Mike con cruel ironía, fingiendo que trataba de relajar el ambiente—. ¿Qué podemos hacer para divertirnos y olvidarnos de lo que está sucediendo arriba?
—Podemos hacerlos bailar —sugirió el pelirrojo, exhibiendo su podrida sonrisa—. Ya sabes, disparándoles a los pies.
Mike lo miró con desprecio.
—¿Cuántas balas crees que tiene un revólver, Joss?
—No lo sé, Mike.
—Seis, solo tiene seis malditas balas. ¿Quieres que las malgastemos de ese modo?
Seis balas. Hasta ese momento, a Wells no se le había ocurrido pensar en la posibilidad de que el revólver se hubiese quedado sin munición, pero tras un rápido cálculo, dedujo que no tendrían esa suerte: en la refriega de la estación se habían disparado tres, dos al cielo y una al pie del mozo, así que por desgracia quedaban otras tres, las suficientes para acabar con ellos.
En ese momento, se oyó un ruido proveniente de la cocina. Wells comprendió que debía de tratarse de Clayton, que habría entrado en ella por la ventana y ahora estaba atrayendo la atención de sus raptores como parte de su plan de rescate; o eso quiso creer, apartando de su mente la imagen del agente tropezando inoportunamente con algo. Los dos hombres miraron en dirección a la cocina, al igual que Wells, quien también tensó los músculos en un acto reflejo, preparándose para actuar en el caso de que fuese necesario. Tan solo Murray permanecía ajeno a la escena, con la mirada anclada en la parte superior de la escalera.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Mike, sin dejar de apuntarles con el arma—. Ve a mirar, Joss.
—¿Por qué yo? —protestó el pelirrojo.
—¡Por que yo tengo que quedarme aquí, vigilando a este par de estúpidos!
Joss abrió su bocaza para quejarse de nuevo, pero la severa mirada de su compañero le disuadió. Lanzó un suspiro de disgusto, pero empuñó su pincho y se encaminó hacia la puerta de la cocina con andares cautelosos. Desde allí, estudió la habitación con una mirada atenta, pero por lo visto no encontró nada sospechoso. Enarbolando el pincho, se aventuró finalmente en la cocina. Wells se preguntó si el agente Clayton podría doblegar a aquel tipo tan corpulento, que si bien no parecía muy inteligente, sin duda contaría con un largo historial en peleas callejeras. Transcurrieron un par de minutos en los que no sucedió nada. Mike, que no parecía precisamente un dechado de paciencia, se dispuso a lanzar un grito cuando, de repente, se oyeron nuevos ruidos: una deslavazada melodía de golpes, jadeos ahogados y cacerolas chocando contra el suelo que sugería sin excesivas sutilezas que dentro de la cocina se estaba produciendo un enfrentamiento.
—Joss, ¿qué diablos pasa? —quiso saber Mike.
Ante la ausencia de respuesta, el tipo de la cara de simio comenzó a dirigirse a la puerta de la cocina muy despacio, caminando hacia atrás sin dejar de apuntarles, con la intención de descubrir qué estaba sucediendo allí dentro. Wells tragó saliva, tensando el cuerpo como un muelle. La constitución del tal Mike era más o menos como la suya, por lo que tal vez tuviera alguna posibilidad de arrebatarle el arma si se abalanzaba sobre él por sorpresa, cargando con rapidez. Nada más formularlo, aquel pensamiento se le antojó de lo más descabellado, dada su nula experiencia en reyertas. Pero lo más probable era que Clayton necesitara algún tipo de ayuda, por poca que fuese, y resultaba evidente que el millonario, que seguía abstraído en la contemplación de la escalera, no se encontraba en el estado más adecuado para proporcionársela. Si existía alguna posibilidad de darle la vuelta a la situación, seguramente exigiría su intervención, así que el escritor suspiró hondo y fue orientando su cuerpo hacia el tipo con cara de simio discretamente, como un corredor colocándose en posición de salida.
En ese instante, del interior de la cocina surgieron dos cuerpos entrelazados que cayeron al suelo con brusquedad, para rodar por él unos metros hasta casi detenerse a los pies de Mike. Wells pudo ver que uno de ellos era el agente Clayton, que en aquel momento se incorporaba, desvelando un cuchillo de carnicero hundido hasta la empuñadura en el pecho de su contrincante. Pero enseguida comprendió que el agente no tendría tiempo de levantarse para enfrentar al otro, pues Mike, sin perder los nervios, había empezado a levantar la pistola hacía él. Varios pensamientos se amontonaron entonces en la mente de Wells: pensó que no dispondría de una oportunidad mejor para abalanzarse contra el hombre de la cara de simio que ahora que estaba concentrado en Clayton, pensó que si el tipo eliminaba al agente, seguramente tendría que acabar también con ellos, convertidos en testigos involuntarios, y sobre todo pensó que, si bien no tenía ninguna experiencia en peleas callejeras, sí había jugado al fútbol cuando daba clases en Wrexham, por lo que sabía cómo derribar a un contrario. Eso terminó por decidirle. Apretó los puños y echó a correr hacia Mike, en el preciso momento en que este disparaba inevitablemente sobre Clayton. El impacto de la bala tumbó al agente hacia atrás, estrellando su cabeza contra el suelo con un golpe seco. Sin embargo, como el escritor había calculado, el hombre de la cara de simio no dispuso de tiempo para volverse y disparar contra él. Wells logró arrojársele encima antes de que pudiera reaccionar, aprovechando el impulso del salto para aplastarlo contra la pared. El golpe le hizo perder la pistola, que rodó por el suelo. Ambos observaron cómo se deslizaba suavemente por el entarimado, hasta detenerse en mitad de la habitación, demasiado lejos de ellos pero no del millonario, que posó en ella sus ojos con una ligera curiosidad, como despertando de un profundo sueño. Sintiendo a Mike revolviéndose violentamente bajo su peso e intentando rodearle el cuello con las manos, Wells pudo ver cómo Murray recobraba el movimiento y caminaba lentamente hacia la pistola. La tomó del suelo como si no comprendiera lo que era, luego contempló la escalera, y tras un segundo de duda, comenzó a subir los peldaños al trote, con una mueca de siniestra determinación desencajándole el rostro.