El mapa de la vida (30 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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—Hamed, dime únicamente si es verdad lo que me ha dicho Eddin.

—Sí. ¿Qué es?

—Que no irás más por Abu Bakr.

—No.

—Porque los perros husmean demasiado, ¿verdad? Es eso, ¿no?

—Sí.

—Bien. Entonces haremos lo siguiente: te llamará mi prima Zahra, a quien no conoces, para hablarte de tu boda. Ya me entiendes. Ahora está de viaje. Tardará en venir. No la esperes pronto. Y no te olvides del nombre: Zahra, mi prima.

—Bueno, de acuerdo —y colgó, como siempre, dos segundos después de que lo hicieran en el otro lado.

No había transcurrido ni un minuto cuando volvió a sonar el móvil de nuevo. Era otra vez Alí, con voz muy calmada y menos artificiosa.

—Hamed, sólo una cosa más —Alí ensayó un largo silencio—: ¿sigues todavía deseando hacer esa boda?

—Sí, por supuesto, ésas son mis previsiones, no desconfíes —dijo Sayyid sin dudarlo e iba a colgar primero cuando Alí hizo amago de seguir hablando.

—Si te cuesta dormir, puedo ayudarte. Sin ninguna deshonra.

—No es necesario, gracias.

—Entonces, ¿duermes bien?

—Bastante bien, sí.

—Mi prima puede ir antes, si tú quieres.

—No, no. No quiero. Y además ahora estoy con gente.

—Perdona, Hamed. Ya hablaremos luego.

—No sobre este asunto. Que tu prima me llame cuando tenga que ser, no antes. Adiós.

—Adiós, Hamed.

Luego se dirigió a Souza para ofrecerle el té prometido, pero la conversación le había contrariado. Ahora estaba de mal humor y no deseaba que su amigo se quedara; preferiría estar solo, meditar acerca del ofrecimiento de Alí, de su pureza o su impureza, del sexo. Pero ya no tenía a mano el Corán para consultar.

Mientras él estuvo hablando con Alí, Souza se había refrescado en el lavabo para quitarse el sudor de la cara y del cuello.

—Prepararé ese té de una vez —dijo Sayyid.

—No, no quiero tomar nada, Gamal. Sólo agua. ¿Tienes una toalla? De buena gana me daría esa ducha.

—Pues dúchate, Archie, no hay ningún problema. Encontrarás una toalla limpia ahí dentro —dijo Sayyid indicando con la cabeza la puerta de un armario del pasillo. Abrió el frigorífico para sacar una jarra con agua fría.

—Luego podríamos dar un paseo hasta O’Donnell. Ahora hará mejor tiempo —dijo Souza después de saciar su sed con dos vasos.

—¿No esperamos a Fred?

—Sí, claro —repuso Souza—. ¿Qué te parece si cenamos en el Pizza Hut?

—Por mí mejor no hacerlo —dijo Sayyid, reticente a ese tipo de restaurantes—. Estoy harto de ese sitio. Es barato, pero no hay nada
halal
. En realidad es barato y malo.

—Puedes pedirte una ensalada o una pizza de nada.

—Siempre pido algo de nada —dijo dominando su enojo. Quería estar solo y rumiar su destino, ayunar varios días. Pero regresó al esfuerzo del cambio de humor. Era fundamental—: Entonces, ¿no quieres ver la foto?

—¿Qué foto?

—¡La de Safti! Está clavado en el césped, con las piernas abiertas, exhausto, con la lengua fuera después de una de sus carreras. Es una foto memorable.

Era cierto que pensar en el fútbol y en las estrellas del Zamalek distraía a Sayyid de las otras preocupaciones. Pero Souza no quiso ver la foto. Se limitó a sonreírle mientras cerraba la puerta del cuarto de baño. A esa hora ya oscurecía. Con la disminución de la claridad, el ambiente se hizo azulado. Souza se dio una ducha; al salir para vestirse, entró directamente en la habitación de Gamal y buscó el interruptor. Entonces, al dar la luz, vio las maletas abiertas, con la ropa visible en su interior colocada de cualquier manera; además, la cama permanecía deshecha, como si acabara de llegar o se fuera a marchar inminentemente. Todo parecía desordenado, pero no imaginó que pudiera estar así adrede; sin embargo, Sayyid lo había hecho para que Fred no pensara que guardaba algo. Así, a los ojos de los demás todo era más evidente.

—¿Te vas de viaje?

Al oír esas palabras, Sayyid se sobresaltó; algo indefinible se abrió paso dentro de él, algo con lo que hasta entonces no había contado: el temor a fracasar. ¿Había descuidado algo? Pensó de pronto que tal vez Souza hubiera oído las últimas palabras de Alí por teléfono. Pero era imposible que Archie sospechara nada acerca de sus planes. Eso lo tranquilizó. Sin embargo, prefirió indagar.

—¿A qué te refieres, Archie?

—No sé, veo ahí, en tu mesa, un billete de avión. Y las maletas están como a medio empacar. Parece que te vas.

Sayyid le echó un vistazo a la mesa en la que sólo había un libro de medicina abierto por la mitad, un bloc de espiral y dos bolígrafos, uno rojo y otro azul. En una esquina había, en efecto, un billete de avión colocado entre dos vasos vacíos, de uno de los cuales sobresalía el brote de una planta.

—¡Ah, ese billete! —exclamó—. Es el de mi venida. La vuelta caducó hace unos meses. Lo saqué de ese libro. Me recuerda de dónde vengo y me avisa de que no voy a ninguna parte.

—Toma, te devuelvo la toalla —dijo Souza con indiferencia, sin haberle prestado mucha atención a la respuesta de Sayyid—. Creo que lo mejor será dejarle una nota a Fred, diciéndole dónde estaremos.

—Pero no iremos al Pizza Hut.

—¿Se te ocurre otro sitio mejor por aquí cerca?

—La verdad es que no.

Salieron del piso en dirección a la calle. Sayyid cerró la puerta con doble vuelta de llave. Cuando bajaban por la escalera, en el rellano del tercero, apareció Lorenzo, sentado en un escalón. No se saludaron, pero el niño intercambió una mirada con Sayyid con la connivencia imperturbable de dos socios adultos. Souza, que lo había visto en ese mismo sitio cuando subió antes, le preguntó ahora si no prefería jugar en vez de estar allí todo el tiempo, cuidando ese escalón, como un soldado. Lorenzo se limitó a decir: «Vigilo.» Archie Souza no comprendió, pero aun así le contestó, alzando la barbilla con fingida seriedad: «Pues abre bien los ojos, chico, que hay mucha policía por la zona.» Lorenzo se encogió de hombros.

(V). Souza y Sayyid se cruzaron con un hombre que salía del Pizza Hut en el momento en que ellos entraban. Tenía una expresión ausente aunque tranquila. Probablemente habían coincidido allí en más de una ocasión, pero nunca se habían mirado, por lo tanto menos aún podrían reconocerse. El hecho carecía de importancia para las vidas de sus protagonistas, salvo ese hilo sutil que, sin que lo supieran, los rozaba en ese momento: un par de zapatos en una explosión.

El hombre era vendedor de cortacéspedes de John Deere; también era el hermano pequeño de V, el ingeniero de telecomunicaciones de treinta y siete años que había muerto en los atentados. Eso, claro, nadie lo podía imaginar, y él no hablaba de ello casi nunca. Tampoco parecía un hombre que tuviera muchas ganas de conversar con los demás. En realidad, si se le observaba con atención, transmitía disonancias, como esas radios que se oían mal por mucho que se les afinase el dial; era obvio que le faltaba algo, no se sabría decir qué. Un hombre ahora incompleto.

A V, su hermano mayor, le había gustado siempre vestir bien, disfrutaba con la buena ropa y conocía las mejores marcas. Él, el hermano pequeño, tenía también esa misma afición, pero la llevó toda su vida en secreto por ser muy tímido, una timidez que nunca le permitiría expresar sus sentimientos hacia V, abrirle su corazón, compartir aquel gusto refinado por la ropa y el calzado del que el hermano mayor hacía alarde; desde luego nunca le dijo nada a V, a quien, en cambio, solía acompañar de compras e incluso, en los últimos años, debido al trabajo absorbente de su hermano mayor, le compraba la ropa por encargo, siguiendo sus indicaciones.

También V solía calzar buenos zapatos y desde hacía un tiempo fue lo primero que empezó a adquirir sólo por mediación de su hermano, a quien enviaba a las tiendas cuyo escaparate había visto previamente, por lo general cuando ya habían cerrado o en horarios en los que ya no permanecía nadie en su interior. A V le fastidiaba el ritual de tener que hablar con los dependientes y probarse la ropa o el calzado delante de ellos y aguantarles los comentarios casi nunca divertidos y, por supuesto, raramente pertinentes. Con el tiempo, acabó por no soportar la presencia del vendedor. Por eso enviaba con instrucciones muy precisas a su hermano pequeño, quien había demostrado tan buen gusto como el suyo.

Sabía V de muchas tiendas por Serrano y alrededores, pero inexplicablemente nunca puso los pies en la Anna Magnani, ni conoció su existencia. No tuvo tiempo. Su hermano tampoco, ya que al morir V, cambió aquellos hábitos y costumbres, y dejó de comprar ropa y calzado de buenas marcas. También dejó de acudir a las tiendas de esa zona tan exclusiva.

Gracias, como siempre, a su hermano, el día anterior a su muerte a V le esperaron en casa, para que se los probara, unos Gucci extremadamente caros y con una larga puntera cuadrada, también unos Tod’s canela con cordones y no menos caros, y junto a éstos unos magníficos Da Nicola, y un par de Santoni, más unos livianos mocasines Zegna. Casi se podía decir que V coleccionaba zapatos con la complicidad de su hermano, quien, como en otras ocasiones, había llevado a su casa todos aquellos zapatos de las mejores marcas en espera de una decisión. Sólo escogió uno de aquellos pares, los Redwood Hikon con los que siempre había soñado.

No fue sino hasta pasadas unas semanas del atentado cuando el hermano pequeño cayó en la cuenta de que todas aquellas cajas aguardaban, solitarias y huérfanas, alineadas en algún rincón de la casa de V. Las devolvió todas.

Sin embargo, los Redwood Hikon negros, sólidos, elegantes y erguidos en la parte del talón, con un brillo mate, eran los que V llevaba puestos aquella mañana, y seguramente los que había decidido comprar. Cuando el forense se los devolvió, estaban en bastante buen estado, para haber pasado por lo que habían pasado. Conservaban la prestancia de la marca, el tono de piel (aunque en algunas partes, por la explosión, parecía que los hubieran lijado a fondo), la horma aún no estaba hecha a ningún pie y el olor a nuevo se mantenía un punto por encima del olor a quemado. El hombre que justamente ahora salía del Pizza Hut y se cruzó con Sayyid y Souza, quienes no se fijaron en él en tan breve encuentro, calzaba esos Redwood Hikon de su hermano mayor. Ése era el hilo que los rozó, un nexo que les unía a todos con el ángel.

GABRIEL. El Parque de Berlín no dista mucho de su casa. Si ha acabado allí, aquel día de verano, ha sido por azar, llevado por sus pasos sin norte tras una larga caminata. En la entrada ha leído un letrero que indica que aquél es un parque botánico, pero a él lo que le llama la atención es la presencia de un grupo de vagabundos correteando detrás de unas palomas. Le parece un buen lugar para estar. Siente curiosidad por conocerlo mejor.

Al cabo de unos minutos, ya está echado sobre el césped, no demasiado lejos de un estanque, el principal. Desde que nota el cosquilleo de la hierba en su mejilla, allí tumbado, experimenta un sentimiento inédito de libertad y pertenencia. Sin que lo pudiera esperar se siente libre, libre como no lo ha sido jamás hasta entonces. Hasta podría haberse desnudado, haber gritado o hecho piruetas. Nada le impide saltar o correr. Es difícil de explicar para él, pero podría jurar que lo que realmente está experimentando es la sensación de haber llegado a una patria que identifica como propia, una patria particular y privada. ¿Es esto lo que viven los vagabundos, lo que sienten los que no tienen casa? ¿Una patria un vulgar parque público? No lo rechaza.

El olor a hierba mojada lo embriaga. Desde donde está, el tráfico queda en un segundo plano, en las calles adyacentes, como San Ernesto o Ramón y Cajal, que han pasado a ser fronteras entre el mundo real y el jardín. Los árboles, todos únicos, reverdecen y brillan. Su cuerpo se acomoda a las irregularidades y terrones del césped como si hubiera hallado el molde natural donde acoplarse.

Su mirada, extraviada al principio, se adapta rápidamente a los jirones de luces y sombras de los confines del parque, donde a lo lejos ve las evoluciones de algunos hombres y mujeres que parecen ociosos, aunque de pronto dan zancadas, hablan entre ellos o embisten a patadas una caja de cartón, incluso hacen algo tan absurdo —pero en realidad es justamente eso lo que están haciendo— como cocinar o tender la ropa; pasarían por ser habitantes de un poblado provisional, como un campamento improvisado, lo que a Gabriel le resulta bastante inconcebible. Uno de ellos, un hombre rubio que lleva una ampolla de clepsidra en la mano y un transistor colgado del hombro, parece destacar del resto. Se pregunta si será una especie de jefe. Lo mira a él. Mira a quien lo mira.

En la pequeña explanada verde en la que se encuentra, se produce de repente un súbito silencio atravesado por voces y sonidos que crecen desde aquel lugar cercano a la verja de la calle Marcenado y a las instalaciones deportivas, donde viven aquellas personas de misterioso comportamiento, y se pierden en el murmullo general del parque, inaudible al poco rato de tratar de escucharlo.

El silencio lo vacía todo de su cabeza. Allí no existe ninguna respuesta porque no existe ninguna pregunta, y el viento no trae nada, ni siquiera dudas. Decide que ha de venir más veces a este parque, siempre que pueda. Berlín será sin duda una especie de refugio al aire libre en medio de la ciudad, ajeno a la ciudad incluso.
Su
Berlín.

Permanece sobre la hierba, al borde de la sombra de un enorme ciprés mexicano. Detrás de él está el vallado de colores del parque infantil, en el que apenas hay niños. El césped aún conserva una humedad y un frescor relajantes. Por los viales del parque algunos de aquellos vagabundos buscan un banco a la sombra. Él divisa, un poco más allá, el estanque mayor, en cuyo centro, plantadas en medio de las aguas, han ubicado tres grandes losas de hormigón procedentes del auténtico muro de Berlín, seccionadas cuando lo derruyeron en 1989. A su alrededor manaban sin cesar cuatro surtidores, tres pequeños y uno cuya columna de agua sobrepasaba la altura del muro.

Asocia entonces ese cielo azul con el cielo que miraba Giotto, un cielo desesperadamente vacío en el que su mente había dibujado una torre que no se tenía en pie. También es el cielo que Fra Angélico imaginaba en los encuentros entre Miriam y el ángel. Se pregunta qué hay que mirar en un cielo que no tiene nada. Tal vez muchas cosas, se responde, tal vez a uno mismo, como en un espejo, o tal vez un gran vacío donde meterlo todo.

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