El mapa de la vida (13 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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Por las calles, la gente fluía como un líquido, caminaba de prisa, se sorteaban unos a otros. Sintió de pronto una gran corriente de solidaridad y emoción, como le había ocurrido en el Madrid que vivió entre 1976 y 1977, después de morir Franco, cuando la ciudad superó su grisura gracias al calor de las personas en sus calles, tomadas a gritos y a abrazos. Tal como debió de ser también Madrid el día de los atentados, según le han dicho: una ciudad heroica y emocionada.

Le sucede inesperadamente: se fija mucho en la gente que ve y aparece de golpe un sentimiento de tributo, de extensión en sus vidas; los comprende a todos, penetra en ellos como un fino aroma por su nariz; ama a la gente en las aglomeraciones involuntarias, los andenes de Metro, los buses atestados, las colas en las paradas, las esperas en los semáforos, ama todos los colores de piel y todas las razas mezcladas, todos los orígenes perdidos y ahora hallados y compactados en un solo presente y en un mundo que nunca fue pensado tal cual es.

Ada aparcó. Tenía sed y quiso comprar una botella de agua en el local más próximo. Por suerte había un hueco entre dos coches justamente en el instante en que quiso aparcar; lo hizo frente a una de las tiendas de alimentación chinas que habían visto esa mañana repetidas veces ya, al pasar perdidos por la misma calle. Estaba al fondo de un pasaje.

Vieron en la entrada a un hombre que daba muestras de nerviosismo, por cómo se movía; evitaba mirarlos a los ojos; podría ser el dueño, aunque era casi un anciano. Tenía una inusual cara de conejo alargada, con ojos saltones y rasgados. Parecía querer cerrar, pero no le dio tiempo a bajar la verja y cuando quiso darse cuenta Gabriel y Ada ya estaban dentro.

—¿Qué desean?

—Tan sólo una botella de agua. ¡Ésta! La cojo yo —dijo Ada sacándola ella misma de la máquina refrigeradora que había en la entrada.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Gabriel al ir a pagar.

—No del todo.

—Le veo sudando. ¿Va a cerrar ya?

—Sí, voy a cerrar.

—¿Cierra siempre tan temprano?

—No, no siempre. Oiga, ¿por qué me hace tantas preguntas? ¿Es del Ayuntamiento o de Sanidad?

—No, no soy ni del Ayuntamiento ni de Sanidad, sólo me extrañaba que cerrara tan pronto. Aún no es mediodía. Mire su reloj.

—Ya miré mi reloj. Bueno, no me importa, hoy cerraré antes. No me encuentro muy bien.

—¿Está solo?

—¿Qué?

—Le pregunto que si está solo —dijo Ada.

—No, mi hija está dentro, preparando algo de comer, o una medicina. Ya le digo que no me encuentro muy bien.

—Deme también una caja de leche y esa caja de galletas.

—Cójalas usted misma, no tengo muchas fuerzas. Les iré cobrando. Luego me iré a dormir.

—¿Desea que lo acompañemos o que llamemos a su hija?

—No, no es necesario. Págueme y ya está. Son cinco euros.

—¿Tiene cambio? —dijo Ada presentándole un billete de cincuenta.

—No, hoy no tengo cambio. Necesito beber algo. Váyanse, se lo regalo, pero tengo que cerrar. No tengo tiempo.

—Como quiera, pero iremos a cambiar y luego le traeré los cinco euros.

—Ya le digo que se lo regalo. Voy a cerrar.

—¿De veras que está bien? Parece que se va a desmayar.

Cuando Ada dijo eso, el anciano se desplomó. Gabriel trató de levantarlo mientras Ada iba corriendo al interior de la tienda para pedir auxilio. Se topó con una mujer que ya venía hacia ella con un frasquito en una mano y una cuchara en la otra. Detrás de la mujer aparecieron varios niños, agarrados unos a otros. Gabriel le buscaba el pulso al anciano, pero no se lo encontraba. Estaba absolutamente pálido y sus ojos en blanco.

—Mi marido sólo necesita esta medicina y dormir —dijo la mujer. Lo repitió varias veces.

—Creo que hay que llamar a una ambulancia. El viejo está mal.

—No, le daremos la medicina y luego mi marido dormir.

Ada entró en el cuarto de donde habían salido la mujer y los niños. Era muy reducido. Había tres camas y una pequeña cocina de gas butano en el suelo, sobre la que había dos sartenes. Había también por todas partes latas de conserva abiertas. Las paredes estaban sucias y no había más respiradero que un ventanuco que daba a la escalera de vecinos de la casa contigua. Colgado de una percha, sobre un gancho de la pared, había un vestido rosa que parecía estar secándose.

—¿Está sola? —preguntó Ada, volviendo del cuarto.

—No, están mis hijos. Él es mi marido.

—¿El anciano es su marido? ¿No es su padre?

—Sí, es mi marido. No mi padre.

—Pero nos dijo...

—No mi padre.

Gabriel metió su brazo por debajo del cuello del anciano y lo incorporó un poco para levantarle la cabeza. Lo preciso para que la mujer le introdujera en la boca la cuchara con la medicina. Mientras tanto, Ada había cerrado la tienda y trataba de comunicar con el Samur por el móvil, pero la línea estaba ocupada. La mujer empezó a desnudar al anciano. Primero le quitó una chaqueta de punto y luego una camisa. Tenía una camiseta de tirantes y estaba en los huesos. Los niños se habían puesto en un lugar del mostrador, muy juntos, y miraban la escena como si ya les fuese familiar.

—Le pasa cuando cree que está cayendo —dijo la mujer—. Cree que está cayendo desde muy alto. Puede estar días cayendo. Él se cree eso, y entonces le viene el ataque.

—¿Cree que está cayendo desde una altura?

—Sí, desde muy alto.

—Pero no está cayendo, ¿verdad?

—No, no está cayendo. Mi marido se pone de pie y mira adelante y dice que está cayendo. A veces dice que está cayendo muchos años, pero yo sé que sólo son unos días y entonces le viene el ataque. Por eso le doy la medicina. Quiere agarrarse a algo pero no puede, mueve las manos, sólo eso. Me da pena que crea que está cayendo.

—Démosle un poco de aire —dijo Gabriel, y miró en derredor buscando algo con lo que abanicarlo.

Encontró una pequeña pila de periódicos. Curiosamente eran bastante antiguos, de las fechas inmediatamente posteriores a los atentados del marzo pasado. «¡Vaya! El mundo siempre está hecho de coincidencias», pensó. Cogió uno para usarlo como abanico delante de la cara del anciano. Le faltaban las primeras hojas. Estaba doblado por la noticia sobre las víctimas de los atentados. Era una lista de nombres con varias fotos de sus caras al lado, sonrientes la mayoría de ellas. Eso le sobresaltó. No pudo mirar más. La mujer le tiraba de la manga.

—Habría que bañarlo —dijo la mujer.

—Pero es mejor que antes se reponga.

—¿Me ayuda a llevarlo al baño?

Ada preguntó si tenían baño.

—Sí —dijo la mujer señalando una puerta que Ada fue a abrir.

Era un minúsculo cuarto con un retrete turco bastante sucio y un lavabo desportillado y rajado. Sobre el retrete había un elemental armazón de tablas y en la parte superior la alcachofa de una ducha. Uno de los niños corrió a abrir el grifo y el agua salió a presión, mojando toda la superficie del cuarto y las manos de Ada.

La mujer y Gabriel alzaron al anciano y lo llevaron hasta la ducha.

—Metámosle sólo la cabeza. Que se moje la nuca.

—No, déjeme a mí.

La mujer sujetó al anciano por las axilas y cerró la puerta del cuarto tras de sí. No les dejó entrar. Ada y él miraron a los niños y luego se miraron a los ojos, perplejos. Había que aceptar aquella extraña situación. Tal vez le acababan de salvar la vida al anciano. O tal vez aquello fuese un ataque más de los habituales que padecía y la mujer y los niños, sin inmutarse demasiado, se limitaron sólo a seguir los pasos dados otras veces. Sabían que se recuperaría, por eso no estaban realmente asustados. Al menos no como ellos.

Oyeron al otro lado de la puerta del baño algo que sonaba a un fuerte vómito, y el ruido del agua de la ducha, que no había cesado de correr. Luego llegaron unos lamentos y algunas recriminaciones en cantonés. Mientras aguardaban, Gabriel recordó los periódicos y fue a buscarlos. El que había utilizado como abanico lo tenía uno de los niños en la mano.

—¿Me lo dejas?

El niño se lo tendió enseguida. Eran, efectivamente, listas de nombres, como le había parecido antes; listas de los muertos del 11 de marzo. Entonces entró en un estado de choque, como si se trasladase a un momento y a una sensación ya vividas en otro lugar. Eran las mismas listas que había visto en la policía, unos días después de salir del hospital, cuando lo llamaron para hacer su declaración de los hechos previos a la explosión. No se las habían mostrado, sino que estaban encima de la mesa del inspector que le tomaba declaración. Le preguntó como había hecho ahora con el niño: «¿Me lo deja?» Aquel inspector le pasó las listas, con los nombres y sus caras. Le preguntó si conocía a alguno. «Sí, a todos», contestó Gabriel inmediatamente.

—Vi estas listas, Ada —le dijo sin apartar los ojos del periódico y buscando su mano—, y esto ha sido lo que me ha obsesionado desde entonces. Quiénes éramos, por qué a nosotros, por qué no estamos muertos, qué sintieron en ese último minuto... ¿Qué sentimos, tú y yo, en ese último minuto? Porque en cierto modo fue nuestro último minuto de una vida que ya no está. Luego, cuando regresé al hospital, pedí esas listas de nombres, con sus fotos. La policía me las proporcionó sin problemas. Incluso me las mandaron a casa. Una agente me las trajo con una tarjeta del mismo inspector que me tomó declaración. No sabía hasta ese momento quiénes eran, pero ahora los conozco a todos, de pronto lo sé todo de ellos, y quiero reconstruir algo de lo que fueron o de lo que pudieron ser.

—Yo también vi esas listas, Gabriel —dijo Ada—. En alguna estaba mi nombre por error. Luego pasé a la lista de heridos.

En ese momento la mujer china los interrumpió al abrir súbitamente la puerta del cuarto de baño y salió ayudando al anciano a caminar. Lo llevaba sujeto del brazo, pero el anciano insistía en pasárselo por encima del hombro. Se diría que gruñía mientras lo hacía.

—Ahora mi marido dormirá un poco. Necesitaba medicina y dormir.

—Pero vomitó la medicina.

—La medicina es para vómito —dijo la mujer.

—¿Ya no está cayendo?

—No, ya no está cayendo. La medicina lo ha parado.

—Vale, de acuerdo, no les molestamos más —dijo Ada—. Veo que ha pasado el susto. Les dejamos la leche y las galletas. El agua ya me la he bebido, lo siento. Vendremos otro día.

La mujer se dirigió a uno de los pequeños y le dijo algo muy breve, en cuatro sílabas. El niño les devolvió la caja de leche y las galletas dentro de una bolsa. El anciano se sentó sobre unas cajas de cerveza, en un equilibrio inestable. Tenía los ojos cerrados y estaba inclinado hacia delante moviéndose en un ligero vaivén. Podría derrumbarse de un momento a otro, si le regresaban los vértigos. Gabriel no le quitaba ojo, pero la mujer se les quedó mirando, tal vez en espera de que se fuesen por fin. Fueron unos segundos de incertidumbre. Entonces el anciano levantó la cabeza y les dio las gracias. Esbozó una despedida. Agarró a la mujer por la cintura y puso la cabeza en sus caderas. Babeaba. La mujer ahora se había tornado más joven.

—¿De verdad es su marido? —preguntó Ada.

—Sí, sí. Mi marido.

—¿Por qué dijo él que era su hija?

—Porque no lo iban a creer. Nadie cree que es mi marido.

Era verdad. Al verlos, nadie lo creería.

—¿Puedo quedarme este periódico? —preguntó Gabriel desde el umbral, cuando se iba a marchar.

La mujer, con cara atónita, no comprendió, por eso no hubo respuesta aunque no dejó de mirarlos hasta que subieron al coche y se fueron.

GABRIEL. Mientras va en el coche con Ada y es consciente de que tal vez nunca más vuelva a ver al anciano chino que se sentía cayendo por dentro de sí mismo, piensa en lo atroz del hecho de desaparecer, de pertenecer al olvido: todo lo que se deja atrás, la felicidad, la infelicidad, los esfuerzos, los placeres, las emociones, los sentimientos, la existencia sin más, de pronto se desvanece y se va con el último nanosegundo del último pensamiento del último recuerdo. Se apodera de él la inquietud, el desasosiego hace que apriete con más fuerza la mano de Ada y que inconscientemente tamborileen sus dedos sobre la caña del bastón.

Desapareció gente en los trenes, piensa. Todas esas personas que es difícil asociar con los rostros sonrientes que figuraban en aquellas listas publicadas en el periódico ahora en sus manos. Un minuto eres y al minuto siguiente ya no eres, como cuando se corta la película en un cine, he aquí la única realidad. Eso es una desaparición. También rima con anulación, supresión, defunción, fulminación, volatilización, y se emparenta con olvido, ausencia y final. Gabriel ve desapariciones. ¿Cómo puede explicar eso? Es su condena de ángel, tal vez; o su privilegio.

Como sucedió con una vecina que había en su casa, una mujer mayor, amable y discreta, que vivía sola, a la que sencillamente dejó de ver de una semana para otra, como quien dice; ya no se perfilaba su cara entre las macetas de la ventana del piso de arriba, ni su voz canturreaba en el patio, ni lo saludaba al verlo en el portal cuando ella salía con su enorme abrigo verde. Desapareció, sin más retórica. Se fue sin avisar, sin un lapso de enfermedad ni un sobresalto en la finca; no murió, cree él; o sí, probablemente murió, pero nunca lo supo, nunca lo entendió como una muerte, porque no hubo ceremonial de muerte, con carreras por la casa, ayes de pena, ataúd, coche fúnebre, gente a la que dar el pésame; no, nada de eso, la vecina de Gabriel tan sólo desapareció. Quizá la recluyeran en una residencia, o un familiar más joven se la llevara a vivir con él, no se supo jamás; lo cierto es que se fue de este mundo sensorial suyo con la discreción con que había vivido. Y se fue porque era vieja, pasaba el tiempo y envejecía más y más. Un día, cuando Gabriel quiso pensar en ella, ya no estaba.

Él mismo ha desaparecido de la vida de Eva y ella de la suya. Ya no se usurparán más mutuamente ni el tiempo ni la verdad. Ada desaparecerá de la vida de Santiago y éste desaparecerá de la de Ada, ya sólo hay una gris ceniza que los separa, algo que bastaría con soplar para que ya no estuviera ahí. La existencia se cifra en encadenar desapariciones, soplidos, he aquí la lección. «¿Verá Ada también desapariciones?», se pregunta.

—Los trenes trajeron muy viva la imagen de mi madre.

No sabe por qué de pronto comienza a contarle esto a Ada en el Fiat, como un monólogo, atravesando la glorieta de Quevedo, a la altura del viejo Homeopático.

—En aquel hospital —prosigue— donde me recompusieron la pierna como pudieron, recordaba constantemente la muerte de mi madre. Su muerte me introdujo en un vacío extraño. Se diría que mi madre desapareció de la vida como desapareció una vecina que tuve y que acabo de recordar: cuando quise pensar en ella, algo o alguien me hizo ver que ya no estaba, que el pensamiento llegaba tarde. Mi vacío, no obstante, era algo natural, propio del decurso del tiempo, claro: a una madre le sucede un hijo. Pero en los trenes no fue exactamente así, la mayoría eran hijos que todavía no habían sucedido a sus madres. Una gran e injusta involución de la naturaleza, eso fue lo que pasó aquella mañana. —Se llevó los dedos de Ada a la boca y los besó poco a poco, los mordisqueó sin presión—. Pero con respecto a mi madre, mi vacío provenía del hecho obvio de que ya no había nadie delante de mí frente a la historia de los muertos, de todos los muertos de la familia, mis bisabuelos y sus familias, mis abuelos y sus familias, mis tíos, mis profesores, y luego también los amigos y familiares de los familiares de mis abuelos y de mis tíos y de mis profesores; la generación que me amparaba se esfumaba con la muerte de mi madre. Con ella desaparecía el tiempo; ahora ya no había tiempo, pensaba en aquel hospital, mirando mi pierna que no lograba mover: la siguiente muerte será la mía. Decurso inevitable y lógico. Ahora me toca a mí, es lo normal. Y sin embargo, en los trenes desaparecieron otros hijos. ¿Por qué? Las desapariciones nos dejan solos, introducen la inquietud del abandono. ¿Tú también ves desapariciones, Ada?

ADA. Cierto día Ada no volvió a su casa. No volvió nunca más a su casa. Su hermana Bibi se encargó de sacar poco a poco sus cosas del piso de Príncipe de Vergara cuando Santiago no estaba. Las reunía en varios domicilios, el de Gabriel, que pasó a ser de los dos, el de la propia Bibi, el de Martina, la recuperada amiga de Alcalá. Tenía la complicidad de sus hijos, sobre todo de la mayor, Paula, que a sus diecisiete años se esforzaba por distanciarse de su padre.

La vez que Ada se fue a vivir con Gabriel le contó que estuvo una semana pensando en el anciano que caía por dentro. Como le ocurría a él, también a ella le había obsesionado aquel hombre inaudito.

—Una noche no me lo quitaba de la cabeza —dijo—. ¿Cómo diablos se cae uno por dentro, Gabriel, qué es eso de sentirte caer tú solo, estando inmóvil? Me abrigué y salí a la calle. Pensaba en ese enigma. Anduve mucho tiempo por las calles, daba vueltas y más vueltas a la misma manzana, pero los portales me parecían todos diferentes y nuevos; yo creía que iba en línea recta, que pronto me saldría de la ciudad, pero no era así: mi paseo era circular, y, por increíble que parezca, tenía la sensación de que me llevaban, de que no movía yo mis pies, incluso creí que a veces me alzaba un palmo del suelo, al caminar; y no sentía en absoluto el frío de enero, ese frío de las tres de la madrugada, al revés, ardían mi frente y mi pecho, y yo sólo pensaba.

Y se figuró que había un patio interior dentro de ella misma, y se vio cayendo por él, muy privadamente, sustraída de la mirada de vecinos y de curiosos, una caída privada hacia el duro suelo enlosetado del patio, hacia la muerte. «Siempre me sobrecogieron y me angustiaron las noticias de personas que se suicidaban o se caían al vacío por un patio interior», dijo. Era para Ada una muerte triste y solitaria, una caída brutalmente solitaria; carecía de la irónica grandeza de ese brevísimo espectáculo público que era la caída desde la fachada que daba a la calle.

Fue aquella misma noche cuando Ada tomó la decisión de irse de su casa. Había estado dando vueltas por los alrededores meditando el sentido de la palabra caer. Caer por dentro. Caer al vacío. Caer encima. Caer desde lo alto. Caer fuera. De una manera natural, como quien reconoce algo muy sencillo y muy claro pero que hasta entonces lo había visto muy complejo e intrincado, aceptó que ya no podía seguir así, que había llegado al final de su matrimonio. «Justo así se paran los coches sin gasolina.» Se había acabado el impulso. Pura física de rozamiento. El puente entre ella y Santiago se había caído. Irrecuperable. ¿Así que era ésa la caída de la que se trataba? ¡Pero ella caía por dentro, como el viejo!

—Comprendí muy lúcidamente que tampoco aquello era una tragedia, sólo un paso más en la escalera de la vida; subas o bajes, los pasos son sólo pasos. No era más que eso, el final de un largo matrimonio en el que ya no había continuidad, porque no había combustible. Y además estabas tú, me había enamorado de ti. Todo había cambiado desde ese momento, desde el momento en que me dije a mí misma: Lo amas, así que no huyas de la verdad —dijo Ada.

Es tarde. Gabriel saca una botella de vino que ya está abierta y llena dos copas. Han apagado la luz, pero el apartamento enseguida se inunda de la luz de la ciudad. Permanecen de pie, mirando hacia la calle. Abajo apenas circulan los coches y, sin embargo, llega de allí un ruido constante, el mismo ruido informe que él oyó aquella otra noche de muchos años atrás, en aquel piso alto de la plaza de España, cuando cumplió los dieciocho.

Echa un vistazo al reloj despertador que hay junto al vídeo, un radio-despertador granate que pertenece a la periodista a quien ha alquilado el piso. La hora que marca la esfera no va con ellos, sucede al margen. Cualquier hora es buena y cualquier hora es mala. Han hablado casi toda la noche; no tienen sueño, si acaso pecan de euforia: se han levantado y se han vuelto a acostar varias veces. Desnudos por la casa, hacen el amor en el sofá, sobre la alfombra, y luego dormitan unas horas. Ríen y beben vino mirando las calles diminutas de la ciudad desde aquel decimosexto piso, excitados —se dicen— por estar vivos. Esto es algo que les ocurrirá de vez en cuando, imprevisiblemente: una explosión de vitalidad y de regocijo únicamente por estar juntos y vivos. Tal vez sea demasiado egoísta, ese sentimiento de plenitud. Amanece en alguna parte, pero también en ellos.

GABRIEL. Ada recitó en voz alta, con los ojos cerrados y movida por un imperceptible vaivén de vértigo, mientras el aire de la mañana le cruzaba el pelo por la cara:

—Madrid es un centro, una convergencia, un vértice, un ombligo.

Estaban ahora al otro lado de las mamparas de cristal del Viaducto, adonde habían ido con las primeras luces del alba, subidos al antepecho de la parte del puente que daba a la Sierra y a los confines de la Casa de Campo. Nadie les había visto subir hasta esa parte prohibida. Habían apurado en el apartamento la noche en blanco esperando esa hora iniciática. Por la calzada circulaban coches que les ignoraban con músicas muy altas. Ningún transeúnte les cruzó la mirada, y las personas que pasaban por la otra acera no se fijaron en ellos porque caminaban demasiado alejadas. Estar allá arriba, sobre el barandal de la balaustrada, era una situación desconcertante: parecían dos locos jugándose la vida.

Ada proseguía:

—Una boca, una entrada, un eje, un núcleo.

El arco del Viaducto a sus pies empezaba a salir de las sombras. Hacía mucho frío en lo alto de la barandilla, donde se habían encaramado. Un paso adelante en falso y caerían al vacío. Por eso era absurdo aquel acto de subir hasta allí, pero a Gabriel no le causaba ni irritación ni disgusto. Se diría que era algo natural en ellos, que lo habían extraído de algún recóndito lugar de su memoria, atraídos por las alturas.

Debajo del Viaducto, por la empinada calle Segovia, en lo que fue una vez un valle, la ciudad empezó a existir como tal. A sus pies, en línea vertical, se abría el centro del centro del centro. Aquella calle, allá abajo, recorrida por autobuses rojos que entraban y salían del arco del puente, era el origen de Madrid. Pero también era el lugar elegido por muchas vidas para poner su punto final. Ada se acordaba de que, siendo ella una niña, su madre le contó que, cuando vinieron a la capital en viaje de novios, le causó una gran impresión ver allí, en una mañana en blanco y negro, a una muchacha suicidada. Iban en un taxi que los guardias municipales desviaron de carril. Desde la ventanilla del taxi apenas si vio el cuerpo tirado sobre los adoquines. Ahora ya no había adoquines, pero Ada se quedó con la palabra y siempre se figuró que caer sobre unos adoquines produciría un dolor mayor que caer sobre el asfalto. En aquella época tampoco había en la balaustrada ninguna de las altas cristaleras que impedían acercarse al borde del precipicio.

Cuando la madre de Ada lo vio, el cuerpo de la joven aún estaba sin cubrir; parecía todo más salvaje y triste. La chica llevaba una gabardina verde oliva, estaba descalza porque los zapatos salieron de los pies mientras caía y habían aterrizado en alguna parte, lejos de ella; un guardia se agachó a recoger unas gafas rotas, a unos metros del cadáver. La joven se había abierto la cabeza; unos regatos de sangre por la cara habían manado de una gran grieta enrojecida en la frente con forma de K. («Aunque nunca la vi, me imaginaba hasta en sueños aquella frente con esa K abierta», dijo Ada.) Estaba boca arriba y no tenía ya expresión; era muy joven y la madre de Ada siempre intuyó que estaba encinta, lo que hacía más indeleble la imagen de su cuerpo deslavazado en la calle. El Viaducto era eso: un solitario mausoleo.

—Una médula, una arteria, un seno, un foco.

Pensaron todo el rato de nuevo en caídas. La terrible caída del ángel es cuando no se le abren las alas. La caída de aquella joven embarazada con una K sangrienta en la frente era una de esas caídas de ángel sin alas.

—¡Saltemos! —dijo entonces Ada.

Y aquello lo dijo porque eran seres extraños. Fueron de pronto conscientes de su rara condición, y desde cuándo eran eso que eran. Les había llegado el ángel; el ángel se había cruzado con ellos, los había atravesado y les hizo parte de sí. Lo sabían desde el principio, pero el hecho que afloraba en ese momento era la certeza, la comprobación. Tenían miedo, pero estaban seguros, como cuando en medio de un viaje se asume de manera irremediable que se está viajando: no es posible ya regresar, pero tampoco es posible avanzar más deprisa, sencillamente se está a merced del movimiento.

Gabriel esperó que Ada le cogiera de la mano, pero no lo hizo.

—¡Saltemos! —dijo él también.

—¿Podremos saltar? —titubeó ella abriendo los ojos de golpe, paralizada. Le dirigió a Gabriel una mirada ansiosa, con la respiración contenida—. ¿Y qué harás tú?

—Saltar.

—Gabriel, llévame contigo, no me dejes aquí.

—Estás ya conmigo.

—¿Nunca me dejarás?

—Por supuesto que nunca te dejaré.

—Todo tiene que ver con caer, ¿verdad?

—¿A qué te refieres?

—A ti, a mí, a mis hijos, a lo que nos sucede, a los atentados. Todo tiene que ver con caer. Tenía razón el viejo, caemos por dentro. Pero ahora, desde donde estamos, podemos caer hacia abajo o caer hacia arriba. ¿Hacia dónde caeremos, Gabriel?

—Hacia alguna parte. ¡Salta!

—Sí, pero tengo miedo —extendió los brazos y volvió a cerrar los ojos.

—¿Por qué tienes miedo?

—Por si no hay nadie abajo para recogernos.

—Es que no hay nadie abajo para recogernos.

—Pero ¿alguien nos cogerá?

—¿Quieres decir vivos?

—O muertos.

—No moriremos. Seguimos vivos y seguiremos vivos.

—Gabriel, ¿tendremos una herida con forma de K en la frente, como aquella chica muerta que vio mi madre?

—¡Claro que no la tendremos!

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. Créeme.

—Pero ¿por qué lo sabes?

—Tal vez porque creo que ya lo he hecho. Me refiero a volar. Lo hice de alguna manera aquella vez, en el Faro de la Moncloa. Alguien voló conmigo, algo me hizo volar y ver los tejados y las casas. La verdad es que no sé qué pasó entonces, pero aquí me tienes.

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