El mapa de la vida (28 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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—Un sitio normal, pero no frecuente para otras personas —recalcó Alí.

Tampoco debía ser un sitio en los que la policía buscara habitualmente en cualquier registro (baldosas movidas, el hueco de detrás de un frigorífico o de una lavadora, dentro de la cisterna del inodoro o en el doble fondo de un mueble, etcétera).

Mientras Alí hablaba al otro lado, Sayyid procuraba imaginar sitios donde esconderlo, pero no se le ocurría ninguno. Decidió pensarlo más tarde. Alí le dijo que se quedara en casa, sin moverse, esos tres días. No se sabía en qué momento podría llegar el mensajero con el paquete, ni tampoco si llegaría de día o de noche. Sayyid esperó que Alí soltara ahora una ironía sobre esto, pero como no llegaba se limitó a decir que si no iba al trabajo podía perder el empleo que tanto le había costado lograr, o al menos levantaría sospechas.

Alí le pidió que llamara al trabajo al día siguiente y dijera que se encontraba mal, que estaba enfermo por algo que comió la noche anterior y le produjo una leve intoxicación. «Bien. ¿De acuerdo en todo?», dijo por último la voz de Alí. Cuando Sayyid asintió, colgaron al otro extremo de la línea. Él hizo lo mismo. Siempre colgaba unos segundos después, como si esperara a asegurarse de que habían colgado o de que no había escuchas.

Se dispuso a pasar los tres días encerrado en casa, atento al timbre de la puerta; llamaría por la mañana al trabajo para darles la excusa que le sugirió Alí. Sin embargo, eso no fue necesario, porque dos horas después llamaban al telefonillo del portal. Preguntaron por Hamed. Él titubeó unos instantes antes de responder: «Sí.» Le traían un paquete, tenía que firmar un recibo.

Al abrir la puerta de la casa, reconoció el rostro del mensajero; era alguien que le sonaba de la mezquita, se habían cruzado en alguna ocasión. El hombre le sonrió pero se limitó a indicarle dónde debía firmar, a la vez que le ofrecía un bolígrafo. Era una pantomima de entrega por parte de un mensajero, simulaba pertenecer a una de esas empresas de mensajería rápida. Incluso el individuo que le sonrió llevaba una cazadora azul con unas franjas amarillas en los bolsillos de la pechera y los puños de las mangas, para incrementar el ambiguo efecto de ser un mensajero profesional. Cuando se iba a marchar, el hombre se giró y le dijo a Sayyid, que sujetaba el paquete con las dos manos: «Guárdalo bien, dentro de un mes exacto pásate por Abu Bakr y espera allí. No lo olvides: un mes exacto.» El hombre no dejaba de sonreír mientras le decía esto.

Cuando se fue, Sayyid pensó de nuevo en dónde esconderlo de manera que estuviera realmente seguro. Seguía sin ocurrírsele ningún lugar del que Liddell no sospechara o donde no mirase. Incluso en su propia habitación no había ningún sitio verdaderamente secreto, porque no tenía nada en ella, salvo la cama y la mesa y un par de maletas; allí todo era registrable. Pensó en la obviedad de dejarlo a la vista de todo el mundo, en un rincón de la mesa, sujetando los libros ahora caídos. Se dijo que ésa sería una medida extrema, la solución última si no hallaba nada mejor.

Necesitaba salir a la calle, estaba embotado. Dejó el paquete provisionalmente bajo la almohada: el riesgo era que si registraban la casa en ese momento, sería uno de los primeros sitios donde mirarían, pero no había otro lugar en el que Fred no metiera las narices.

Cuando se serenó, bajó los cuatro pisos morosamente. Al salir a la calle, dejó atrás el olor a aceite requemado de la churrería que ya desde el segundo rellano lo impregnaba todo. Se sentó en un banco algo alejado, hasta donde no llegaba ese olor, pero desde el que podía seguir vigilando el portal. Temía que algo pasara, que todo se pudiera desbaratar por una filtración o un chivatazo. Se puso más alerta al oír el paso por el cielo de un helicóptero de tráfico, haciendo un ruido ensordecedor. Volaba demasiado bajo. Eso aumentó su ansiedad para ocultar el paquete en algún sitio insólito.

Se quedó mirando hacia arriba, hacia el helicóptero que daba vueltas por la zona, preguntándose qué buscaría la policía. Tal vez a alguien como él.

También hubo un helicóptero como ése cuando un domingo, al regresar de la mezquita, escogió caminar dando un rodeo y se adentró por los alrededores del Santiago Bernabéu. Enseguida se dio cuenta de que iba a contracorriente de la masa que subía hacia el estadio por la calle Padre Damián. Como andaba abstraído y meditabundo no se percató de que la multitud crecía a medida que se acercaba al estadio. Toda esa masa de gente que avanzaba muy junta y sin tocarse le pareció un mundo de bárbaros ante el que alzarse de hombros y despreciarlos. Luego pensó que podría haber hermanos musulmanes entre ellos, aunque serían pocos, sin duda, y quizá impuros.

El fútbol sólo le gustaba en las grandes ocasiones, aunque él seguía al Zamalek desde que era niño, pero sólo a esa edad había ido alguna vez a verlos jugar en su campo, incluso tenía una camiseta con la franja transversal roja del equipo. Un día, hacía unos seis años, un yemení le regaló una entrada para ver un partido importante en el Estadio Internacional de El Cairo: Egipto contra Camerún, las dos potencias africanas; hacia el final del partido hubo una amenaza de bomba y la policía se empleó a fondo para evacuar a la gente de las gradas con el miedo en la cara; por el apresuramiento y el descontrol policial hubo algunas víctimas. No explotó ninguna bomba, pero murieron dos mujeres por las aglomeraciones. Entre todo el griterío, las bocinas de los coches y las sirenas de las ambulancias, también atronaba el tableteo de un helicóptero, como si lo tuviera a dos palmos de su oreja.

Cuando recordó eso frente a la masa que se dirigía al estadio, aquel domingo en Madrid, se dijo que el Bernabéu no era un mal sitio para los planes que empezaban a fraguar en su cabeza. Unos planes que el paquete explosivo bajo la almohada, allá arriba, en la habitación del cuarto piso, su casa, con un tic-tac-tic-tac desactivado todavía, convertía en realidad a marchas forzadas, y él no era ajeno a esa realidad: por el contrario, él la estaba fundando.

Pensaba, sentado en el banco, en la gran noticia que sería que unas cuantas gradas del estadio saltaran por los aires. También ha considerado la opción de hacerlo en una estación de autobuses. Sería mucho más sencillo, estaba seguro de ello, poner el paquete en una papelera de los muelles donde arribaban los autobuses o hacerlo explotar en uno. Pero su pensamiento se inclinaba por analizar, con la misma frialdad que en un videojuego, las posibilidades de ubicación de la bomba en el estadio: entradas, salidas, efectos multiplicadores, número de víctimas, medidas de seguridad, notoriedad pública, entrada en el Paraíso, y ya se imagina la escena de muchos helicópteros volando por encima del Bernabéu, sacando heridos, muertos, personas aterradas, reproduciendo el hecho justo e inevitable de hace poco más de un año, en los trenes. Pero dio marcha atrás para volver a considerar hasta qué punto lo de la entrada en el Paraíso era para él una motivación. No creía en eso, no creía en esas estupideces que le cuentan a los pobres desgraciados sobre vírgenes huríes que lo esperan en el Cielo tras el martirio. Eran cuentos de madres para épocas en las que no había suicidas. Ahora las madres ya no contaban esas historias.

Para Sayyid todo era cuestión de justicia y de fe. El Profeta unía las dos cosas; el Profeta era la Razón y el Fuego, la Ley y la Venganza. Alguien le dijo, además, que los estadios eran lugares simbólicos de Occidente, lugares festivos donde se mezclaba todo, como en los circos romanos: la gente del pueblo, el sacrificio, el martirio, Marx y el Profeta. Luego vendría otro problema, el de elegir el sitio óptimo y menos vigilado del estadio (si por fin era un estadio el lugar, porque no dependía de él, el lugar, sino de Alí o comoquiera que se llamase el hermano que fabricaba por teléfono aquella voz nasal y falsa, tan cómica, para que no se le reconociese si las conversaciones eran pinchadas por la policía). Pero aún era pronto, todavía le tocaba esperar unos meses. La fecha le será dada. Su objetivo se limitaba por ahora a preservar el paquete.

Vio pasar a unos mendigos y a unos vagabundos arrastrando cartones y mantas viejas, y llevando bolsas de plástico atiborradas de objetos inenarrables. Su pelo era estoposo, con nudos. De cuando en cuando se daban la vuelta e insultaban a gritos a otro vagabundo que, unos bancos más allá, a la derecha de donde estaba Sayyid, permanecía sentado en un alcorque cuyo árbol estaba partido por el tronco y sólo era un palo enhiesto. Sayyid lo observó: era un negro con la capucha subida pese al calor y una pernera del pantalón hecha jirones; tenía a su izquierda un montón de papeles sucios, revistas y periódicos viejos. Los examinaba uno a uno como si fuese un trabajo burocrático para el que estaba obligado a ser minucioso; arrancaba alguna página o media página, abría un sobre con publicidad del que alguien se había deshecho sin mirarlo siquiera y lo había tirado a la basura, o parecía leer con suma atención alguna noticia atrasada. Lo que no le interesaba lo arrojaba al fondo del alcorque, sin reparar en dónde caía ni cómo; parecía que estuviera solo en toda la ciudad, le traían sin cuidado las otras personas que pasaban y se fijaban en él, las miraba con desprecio.

En cambio, los demás vagabundos que pululaban por la zona y que, aun alejados, seguían insultando al negro de la capucha como si lo avisaran de que había penetrado en un territorio que no le pertenecía, vivían por el barrio, dormitaban en la entrada de una iglesia, en un cajero automático, o en los pasadizos subterráneos que comunicaban Menéndez Pelayo con el Retiro. En los tres sitios los apalizaban de tarde en tarde pandillas de policías de paisano o de neonazis. «Como en todas partes —se dijo—. En la calle están los mismos miserables de todas las ciudades del mundo.»

Quizá el negro del alcorque fuese un compatriota con expresión enfurecida, desdichada, un compatriota con peor suerte que la suya, que ya era mala, pero al fin y al cabo tenía trabajo, era médico, había estudiado, tenía un techo bajo el que dormir, y una idea clara de lo que les podía salvar a todos. Pero no dejaba de ser un egipcio de clase inferior.

Pensó que podía haber hablado con Alí más intelectualmente, incluso con Eddin podría haberlo intentado, haberles dicho que para él el Corán, la Lectura Santa, era un libro de piedad, pero también de limitaciones. Y que estaba convencido de que
El Capital
era igualmente un libro de piedad y de limitaciones. ¿Entenderían media palabra si les diera él sus razones para aceptar el paquete, para llevarlo y hasta para detonarlo, bien pegado con cinta adhesiva a sus tripas, bien juntito a sus pulmones, a su bazo, a su hígado, a su corazón, ese corazón que un tiempo latió acelerado por el amor de Azza, Azza la inolvidable, Azza la desaparecida por siempre, Azza la ya casada con otro? ¿Entendería alguno de los más puros de la mezquita de Abu Bakr que a él el Paraíso no le importaba lo más mínimo, que se reía de la recompensa de los mártires, aunque lo acabara siendo? ¿Les podía explicar su teoría, tan particular, del Auténtico Marxismo Compasivo, en el que sólo cabía medir las cosas desde la eficacia?

La mirada de Sayyid hacia aquellos vagabundos, tal vez maleantes y abyectos, no podía ser ya inocente —«¡Fuera la inocencia, buena para nada!»—, pero sí piadosa y misericorde. No había fe más eficaz que el islam, de eso estaba convencido. Tal vez su gran virtud, aquello por lo que Dios, el Clemente, el Misericordioso, se había fijado en él, consistía en su don para unir la piedad y la eficacia, dominar los escrúpulos y no perder la perspectiva desde la que habían de hacerse bien las cosas: «Así procedemos en el corazón de los culpables», rezaba el Libro Sagrado. Por eso le venía bien adoptar ese aire intrigante y silencioso con el que le conocieron todos, para tapar su amargura, para desviar su ancestral venganza y para embridar su superior orgullo.

La vez que, en el partido en El Cairo, se vio el helicóptero volar tan bajo y lento debió de producir en muchas personas la misma impresión de miedo e incomprensión que a los habitantes de La Meca cuando vieron el elefante, en el siglo VI. Y el elefante había sido importante en la vida de Sayyid.

Si él pensaba en su madre, algo que se obligaba a hacer todos los días, le venía a la cabeza la imagen que tuvo de ella la mañana en que le dijeron que acababa de morir: contrariamente a lo que pudiera suponerse fue una imagen de vida, se veía en algún momento de su infancia, quizá siendo un niño de ocho o nueve años, sentado a la mesa de la cocina mientras su madre le contaba nuevamente la historia del Año del Elefante, el año en que nació el Profeta Mahoma, llamado así ese año por ser cuando se vieron por primera vez elefantes en La Meca (o tal vez sólo uno, un solo elefante, pero la madre de Sayyid contaba la historia de varias maneras, y en unas ocasiones era un gran y gigantesco elefante blanco y en otras era una enorme manada de elefantes coronados de castillos con arqueros, dependía de la discusión que tuviera al respecto con su marido), traídos para cercar la ciudad por las enemigas tropas abisinias de Abraha, el virrey del Yemen, cuando corría el año 570 d.C. Dos meses después de la derrota de los abisinios por los pájaros
ababil
(que, como dice el Corán, les arrojaron piedras hasta dispersarlos), nació el Profeta.

Esta historia le gustaba especialmente a Sayyid de niño, y siempre preguntaba qué pájaros eran ésos
ababil
. Y después de que su madre se inventara cómo eran su cuerpo y su formidable pico, y qué plumas fabulosas tenían y el arco tan bello que hacía su vuelo en el aire, Sayyid el Fabuloso se cuestionaba su existencia, preguntándole a su madre si en lugar de ser pájaros, como ella creía, no serían más bien grandes abejas que caían como dardos del cielo, al que cubrían como nubes, unas abejas poderosas y gigantescas, capaces de clavarse en un hombre como un dardo envenenado.

«¿Y si eran una epidemia, madre?» Las epidemias le interesaban a Sayyid, le interesaron de niño y de mayor, le interesaron cuando se hizo médico y cuando se hizo revolucionario: veía una epidemia en todo, Marx se lo había enseñado, y ahora, de nuevo, viendo a los vagabundos pasar, sentado en el banco frente a su casa, en un Madrid que era tierra de impuros y regalo para el martirio, comprendía que la epidemia de la pobreza y de la miseria era la epidemia de la falta de fe.

El padre y la madre de Sayyid discutían sobre esto: PADRE: «¿No dice el Libro: “¿No has visto lo que hizo tu Señor con los dueños del elefante?” En singular, ¡
elefante
!» MADRE: «No, te equivocas, dice
elefantes
, en plural.» PADRE: «¡Dice
elefante
!» MADRE: «Y los
ababil
eran grandes pájaros, digas lo que digas.» PADRE: «Ya, pájaros que nadie ha visto nunca, de tan grandes, ¿no?» MADRE: «Fabulosos pájaros de la fe.» PADRE: «¡Pero si ni el Profeta sabía su edad, como para saber cuántos elefantes y pájaros había en la ciudad antes de nacer él!»

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