Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
—No, de hecho no tengo abogado. La parecerá una idiotez, pero ¿por qué no acepta ser usted mi abogada? Sé que pedido así, de golpe, queda raro.
Olimpia no esperaba esa propuesta. La frase desbarataba la firmeza fría con que había decidido mantenerse frente a Ada. Sacudió la cabeza. ¿Aquella mujer le estaba pidiendo que la representara? Pero aún no podía representarla «del todo», se dijo, como si la idea viniese de alguna parte ignota de la fatalidad.
—Perdón, la verdad es que no sé qué pensar —dijo—. Ni siquiera sé si es posible. Tendré que consultarlo con el señor Bauman. Sería pasar a ser el abogado de los dos, o sea llevar los intereses de los dos afectados en el mismo caso. Esto es normal si hay acuerdos, como sabrá. Aquí tan sólo hay un único desacuerdo entre ustedes, por lo que veo, que es la cláusula de, vamos a llamarla, desafección. En fin —suspiró profundamente Olimpia, como recapitulando todo su razonamiento—, si usted consiente en mantenerla, y si Bauman, a quien he de dejar la última palabra, ya que fue el primero que me contrató, acepta, yo por mi parte no tendría inconveniente en ser su abogada.
—Se lo agradezco, de veras, muchas gracias —dijo Ada—. Y sí, estoy de acuerdo, consiento en que se incluya esa cláusula, créame. Ahora lo que le pido es que, como abogada mía, vea cómo convencer a Santiago para que la retire.
—¿Quiere ahora que él retire la cláusula que usted acaba de aceptar incluir?
—En efecto. Como abogada de Santiago hará una cosa, como abogada mía, hará la contraria. Creo que podrá hallar el camino para contentar a los dos.
—No imagino cómo. Si hago lo que quiere cada uno, es la parálisis. No llegaremos a ninguna parte.
—Siempre se llega a alguna parte. No haga lo que quiere cada uno, sino lo que sea más justo. Es abogada, ¿no? Luego tendrá un alto concepto de la justicia.
—De cierta justicia sí. Bueno, ya me las arreglaré. Santiago aceptará.
Olimpia, de pronto, cambió de tema, no sin poder evitar una sonrisa, quizá la primera sonrisa desde que las dos mujeres se conocieron.
—¿Cree que los hombres y las mujeres desean su propia destrucción?
—¿Y eso por qué me lo pregunta? Usted conoce más casos de divorcio, ¿no?
—Lo digo porque he visto a Santiago —dijo Olimpia— y debo advertirle de que su ex marido reacciona cada vez peor. No acepta su marcha. Se hace violento, amenazante, habla muy mal de usted delante de los hijos. Vamos, he sido testigo de ello. Delante de mí dijo cosas de usted que me incomodaron.
—¿Y cómo reaccionaron Dani y Paula?
—Paula se quedó callada. Daniel le reprochó a su padre aquellas palabras, lo que motivó una discusión entre los dos hermanos. En ese punto me fui. Aquello no me incumbía.
Olimpia bajó el tono de voz, pero en realidad se estaba dulcificando. Ahora ya no era la abogada estricta que notificaba una rescisión a una de las partes afectadas para cancelar un contrato, sino que se había transformado en una mujer que le hablaba a una amiga, o a otra mujer tan sólo.
—Esto no debería decírselo —carraspeó mientras evitaba mirar a los ojos de Ada—, pero ha tenido algún problema con su trabajo en el hospital.
Ada lo sabía, se lo había dicho Dani, su único confidente ahora que Paula se había decantado por proteger a su padre. «Ya no somos familia. Nos hemos eliminado», le decía su hijo. Ella lo abrazó cuando se lo oyó decir; quería desmentírselo. Sin embargo, Dani no le contó directamente cuál era el alcance de los problemas de su padre en la consulta.
El hecho fue que le habían obligado a tomarse un descanso en el hospital debido a unas negligencias incomprensibles como cirujano, descuidos con pacientes que luego podían convertirse en demandas y más demandas, aparte de mala imagen, y, para colmo, descortesías inaceptables con familiares de fallecidos, todo ello causado por una aparente conducta agresiva, estresada, fruto de la época de ansiedad por la que atravesaba, tal como le diagnosticaron finalmente en el mismo hospital sus amigos antes de darle la baja.
—Lo sé. Estoy al tanto —dijo Ada, después de guardar un ambiguo silencio.
—No sé qué aconsejarle, la verdad —titubeó Olimpia, tocándose sucesivamente los dedos, como si de pronto fuera consciente de que la diferencia que mantenía con aquella mujer, esa injusta superioridad que le servía de motor interior, podía cambiar muy pronto si el médico, el día de la operación, se veía en la fatídica tesitura de tener que amputarle el pecho. ¿Qué aconsejarle a una mujer a la que, probablemente, transcurrido poco tiempo, cada mañana, desnuda frente al espejo, se parecería el resto de su vida? Y entonces aumentó su angustia: «¿Y será larga mi vida?»
—No sé qué consejo espero de usted. Somos ridículos y trágicos a la vez cuando hablamos con el ex marido o el ex cónyuge —dijo Ada—, sobre todo cuando hay que decir que todo se acabó. Se sabe además que no todo se acabó, que es más bien una pose y que quedan rescoldos. Los rescoldos son lo peor. Pueden avivar. Avivar el amor o el odio.
—Sí, es cierto.
Ada volvió a tener dudas sobre si Olimpia se habría acostado con Santiago. Si iba a ser su abogada, tenía que saberlo. Se lo preguntó directamente.
—¿Se ha acostado con él?
Olimpia la miró con franqueza. Parecía que la hubiesen empujado por detrás para dar un paso al que se resistía, sintió un golpe en alguna parte de su orgullo que se desvanecía. Supo que tenía que contestar con sinceridad. De nada le valía mentir. Muy pronto, aquella mujer que ahora le preguntaba eso sería la única persona en este mundo que podría comprenderla absolutamente.
—No, no lo he hecho.
Aquella frase parecía encubrir otra previsible, etérea: «No lo he hecho
todavía
.» Pero Ada lo consideró una elucubración por su parte.
—¿Y lo pensó o lo deseó? —insistió Ada para eliminar todo resquicio de duda, aunque sabía que se trataba de una duda estúpida; a ella le importaba un bledo aquella relación. Sin embargo, la pregunta le hacía superior.
—No, no lo deseé ni me lo planteé. Pero si quiere saberlo, le diré que creo que él sí lo ha intentado. Siempre está demasiado cerca de mí, y eso me pone tensa. No me agrada tener pegado a mi cogote el aliento de mis clientes.
Hubo una pausa.
—¿Cree usted que un amor sustituye a otro amor? —preguntó Ada a Olimpia, al cabo de un rato—. Se lo pregunto muy en serio. No es una frase retórica.
—Eso aún no me ha pasado —contestó la abogada—, pero sería estupendo.
—¿Sabe, Olimpia?, le diré algo que no imagina sobre el amor. Cuando comparas vida y muerte y su debilísima frontera común, lo único que importa es la posibilidad que hayas tenido alguna vez de decir: «Te amo.» Sólo eso vale algo. Y atesoras las veces que lo has dicho y que te lo han dicho. Bueno, en fin, de esto también tratan los divorcios, creo —Ada optó por restarle densidad a sus palabras. Se levantó de donde estaba sentada y le tendió la mano franca a Olimpia—. Entonces, ¿serás finalmente mi abogada? ¿Abrirás los ojos a Santiago?
Olimpia Vergara, como despedida, asintió, aceptaba aquel tuteo; aunque en realidad no podía apartar de su mente el pensamiento de cómo se podía decir «Te amo» teniendo un solo pecho. Y en cómo se lo podían decir a ella.
—Te llamaré —dijo esbozando una sonrisa indescifrable.
Cuando su figura se perdía por el bosque del parque, Ada sintió una gran cercanía hacia aquella joven. La comprendía, la comprendía muy bien.
(Z). El atentado privó a Z, el cocinero español de treinta años muerto en Atocha, de encontrarse con Olimpia Vergara en la consulta del oncólogo, en el Clínico de la plaza de Cristo Rey, el mismo día que a ella el doctor la citó para darle el resultado de las pruebas. Si Z no hubiera muerto, su vida habría continuado sin misterios hasta ese momento de la cita del médico; en esa visita, el médico le habría diagnosticado un tumor cerebral y un mes después lo hubiera operado con muy buenas expectativas de éxito. A Z nunca nadie le dijo «Te amo», ni tampoco él se lo había dicho a nadie todavía. Eran dos palabras cuyo pleno sentido de dicha, como una botella de champán sin abrir, reservaba para la ocasión, cuando ésta llegara, si llegaba. A partir de su operación, de la que un destino ya imposible le habría dado el regalo de prolongar su vida —como hará más tarde con Olimpia—, se multiplicaban las esperanzas de que existiese una persona, o más de una, a quien decirle esas dos palabras, o que se las dijeran a él, y con quien descorchar ese champán de la dicha, porque Z era un hombre atractivo, y joven, y podría llegar a ser con el tiempo un cocinero de moda. La vida estaría cumplida entonces, la muerte ya podría venir cuando quisiera, porque Lo Importante, resumido en esas dos palabras, habría sido pronunciado. Pero todo fue al revés. El ángel lo sabe (siempre lo sabe).
La muerte vino mucho antes de lo que Z se imaginaba; la muerte traicionó a Z en aquellos trenes; la muerte, naturalmente llegó a deshora. Era Z muy vitalista y amaba las cosas tal cual venían, no se dejaba afectar por lo deprimente, amaba la vida, amaba a las personas con las que se cruzaba, amaba su ciudad, Madrid, amaba desear que pasaran otras cosas más adelante y amaba esperar que pasasen, amaba reírse, siempre se estaba riendo, como un conejo o una liebre, siempre se reía mucho rato. Solía ir por la calle canturreando y silbando.
Tenía, sin embargo, problemas de desorientación y esto le hizo sentirse muy perdido toda su corta vida. Por eso acostumbraba a dejar las cosas para otro momento, sencillamente porque temía perderse en el tránsito de hacerlas; eso explicaba el hecho de que, si hubiera vivido, habría postergado una y cien veces la visita al médico. Tal vez si hubiese acudido antes, le habrían detectado a tiempo ese tumor que tacharían de anecdótico.
Pero Z se desorientaba mucho en la gran ciudad, todos los edificios eran idénticos para él, y por eso la temía. Amaba y temía Madrid. Esta circunstancia le hacía creer que pasaba mucho más desapercibido y anónimo: no era nadie en ningún sitio, creía él, y no pensaba que pudiera gustar a nadie, aunque lo esperaba siempre. Al cabo del día su realidad era ésta: estaba absolutamente solo.
No conoció a nadie ni expresó con nadie sus sentimientos en toda su vida. Fue un solitario a su pesar. Simpático y gracioso, pero solitario. Solía decir una frase enigmática: «Ni siquiera Dios puede hacer que no haya pasado lo que ya ha pasado»; y la aplicaba para todo, lo primero para consigo mismo: «Ni siquiera Dios puede hacer que yo sea de otro modo después de ser como soy.»
Si no hubiera muerto, habría respondido al saludo de Olimpia Vergara, o, como era muy sociable, él la habría saludado a ella. Los dos habrían compartido el miedo ante sus respectivos diagnósticos. En unos minutos, cara a cara con el médico, se iba a producir la sentencia, como en el circo romano: pulgar hacia abajo, tumor, de qué clase, cuándo quitarlo, cómo suspender la vida un tiempo, o para toda la eternidad, si la cosa salía mal, etcétera, o pulgar hacia arriba, alivio, una buena borrachera, reanudación de todos los planes, procreaciones y pasos adelante, etcétera.
Los dos habrían salido del Clínico después juntos porque habrían vuelto a coincidir en el vestíbulo y se habrían intercambiado los resultados (cerebro, operación en quince días, pecho, quirófano en un mes, sin prisas); Z le habría hecho reír con alguna frase ingeniosa, para descargar presión; habrían tomado algo en un bar próximo, luego habrían paseado hasta la boca del Metro, donde él se despediría con una broma más y volverían a reírse como habían hecho un poco antes, en el bar donde habían tomado algo, porque Z le contaría cosas graciosas a Olimpia y se reirían mucho rato, no sabría decir cuánto, hasta que se le saltaran las lágrimas, otras lágrimas, unas lágrimas de felicidad y despreocupación que echaba de menos. Habrían comentado su caso, los pormenores, la incómoda quimioterapia. O no: ella habría eludido todo comentario. Eso haría que ninguno de los dos se sintiera un condenado a muerte.
Todo eso habría ocurrido, incluso habría ocurrido la probable casualidad de que quedasen para otro día y luego para otro, y tal vez también habría ocurrido que se acompañaran en sus respectivas operaciones, y, luego, por qué no, al cabo de unos meses se habrían dicho al oído, entre besos, las palabras de Lo Importante, si no fuera porque ni siquiera Dios pudo hacer que no pasara lo que ya pasó, y Z ha muerto mucho antes de que toda esa encrucijada de esperanzas y posibilidades se despejara después de que un bisturí sajara lo podrido y maligno y dejase que las cicatrices formasen parte de la belleza de los dos. Pero eso ya no podía ocurrir nunca. Ni siquiera Dios podía cambiarlo. He aquí la razón por la que Olimpia no conoció a Z en la consulta del médico.
SAYYID. Miraba el número de teléfono apuntado junto a un nombre en la pequeña caja de cartón que le dieron en la mezquita. Estuvo un rato así, sin decidirse a hacer nada. Finalmente marcó el número y llamó. Preguntó por el nombre apuntado en la cajita, Alí, un nombre seguramente falso. Al otro lado, después de un breve silencio, un hombre le dijo que llamara más tarde, en un cuarto de hora. «De esto se trata —pensó—. Tenerme tenso y esperar.» Colgó sin decir nada más; colgó porque al otro lado, el hombre que había hablado también colgó. Sayyid esperó apenas el tiempo que le habían dicho y volvió a marcar. Esta vez lo cogió otro hombre con una voz distinta, una voz nasal y trucada. Podía ser graciosa. Sayyid volvió a repetir el nombre que había apuntado.
—¿Alí?
—En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso —dijo enseguida la voz nasal—. Sí, yo soy Alí. Eres Gamal, el amigo de Eddin, ¿no? Bien. A partir de ahora serás Hamed. No lo olvides: Hamed. Siempre te llamarán así.
El tono de la voz de Alí era amigable, respetuoso. Le dijo que en un máximo de tres días le llevarán un paquete que habrá de esconder muy bien. No debía abrirlo bajo ningún concepto hasta que él mismo volviera a llamarlo. Que estuviera preparado y armado de paciencia, porque podían pasar meses hasta que lo llamara otra vez. Le recordó que la paciencia era un buen camino para el martirio y que no dejase de rezar y de mantenerse puro. Parecía sonar a una grabación.
—Hasta entonces no te acuerdes mucho de mí —dijo la voz nasal de Alí tratando de bromear.
Luego le volvió a urgir para que pensara con detenimiento dónde estaría más seguro el paquete que le iban a enviar. Insistía mucho en esto. «Es capital que no lo encuentre nadie», dijo Alí, ahora muy lentamente, con una seriedad impostada en cada sílaba para impresionar a Sayyid. No debía levantar sospechas ni provocar la curiosidad; tenía que evitar dar explicaciones sobre qué había escondido en el lugar elegido; no podía ser visto por nadie mientras lo escondía. Cerciorarse de todo era fundamental. Volver a cerciorarse, imprescindible.