El mapa de la vida (45 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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El hombre mayor no sabe qué hacer, necesita que el joven lo oriente y lo ayude a montar en el caballo.

—¿Adónde vamos?

—¡Sube y lo verás!

Esa palabra, «ver», de repente se ha vuelto opaca, incomprensible para él desde que se despertó en mitad de la noche.

—¿Qué tengo que ver? He olvidado cómo se ve.

—Volarás en la grupa de
Buraq
. Es un caballo alado. Pero no verás hasta que estés donde
Buraq
te lleve. Allí sabrás lo que es ver.

—Y tú, mi Voz, ¿dónde estarás?

—A tu lado, siempre estaré a tu lado, Muhammad. Notarás mi aliento en tus ojos.

Un cubo de agua se empezó a vaciar. Muhammad oía cómo caía el agua sobre la misma piedra del patio de su casa donde los cascos de
Buraq
habían cloqueado un minuto antes. También reconoció ese sonido.

—Será el viaje más importante de cuantos has hecho en tu vida y de todos los que harás.

—¿Por qué no oigo el ruido de las calles de La Meca?

—¿Acaso se puede oír el ruido de las calles en las alturas?

En verdad, a lomos de aquel insólito caballo, el hombre mayor llamado Muhammad siente en el costado el golpe de una elevación y el ritmo de un aleteo le aventa el rostro. Se separa del suelo; nota una ligera liviandad; nada del suelo llega hasta él, sólo oye los latidos de su corazón y las exhalaciones de
Buraq
. No se imagina cómo es una montura con alas: puede ser un caballo normal, como los otros que tanto aprecia, pero en su fantasía fabula con que el caballo posee un rostro femenino, el rostro de la mujer que más ha amado, Jadiya, ahora muerta, o mejor el de una niña, como su esposa A’isha.

—¿Adónde vamos?

—El vuelo será corto pero llegarás por un milagro a la Mezquita Más Lejana.

—¿Hasta allí vamos? ¿Hasta Jerusalén?

—Sí, hasta allí, piensa en ello.

—¿Y allí qué haremos?

—Te espera una escala por la que sólo tú podrás subir.

—¿Hasta dónde asciende esa escala?

—Es la escala que te llevará a varios lugares. Será un viaje corto y largo a la vez.

—¡Qué extraño!

—Uno de esos lugares es el cielo, donde te reunirás con Dios, aunque será de paso. También te conducirá a lugares que no existen todavía, ciudades del este y del oeste que llamarán con extraños nombres, pero en los que el tuyo será pronunciado como el Huracán que Devasta en la Batalla, y como la Sangre del Esfuerzo, y todos te culparán a ti de la desgracia en esas ciudades.

—¿Y qué haré allí?

—Dime tú, Muhammad, lo que harás allí, porque sólo tú lo vas a saber.

—¿Y tendré miedo allá arriba?

—Sí, Muhammad, allá arriba tendrás mucho miedo. Pero Allah te protegerá con el fuego que siempre te protege.

Después de concentrarse, Sayyid se inclinó hacia delante, dobló la cintura y las palmas de las manos tocaron las rodillas. A continuación se irguió, se sentó sobre sus piernas y se postró contra el suelo posando todos sus dedos de manos y pies, más su frente y su nariz.
«Glorificado seas, mi Señor, el Altísimo
.» El hombre de naranja del Centro de Detención de Bahía Guantánamo hacía exactamente lo mismo que Sayyid, pero a miles de kilómetros de distancia. Al igual que él, se sentaba sobre sus talones y dejaba reposar sus palmas en sus muslos.
«Oh, Señor, perdóname, ten misericordia de mí, guíame, protégeme y dame alimento
.» Ambos se postraron por segunda vez, más brevemente. De nuevo en la anterior posición, volvieron su cara hacia la derecha y dijeron:
«La paz y la misericordia de Allah esté con vosotros
.» Luego los dos se giraron hacia la izquierda y repitieron la misma frase.

Sayyid se levantó, recogió la alfombra y la colocó donde estaba, en la esquina junto a la mesa de estudio. De la calle llegaba el frenado de los autobuses en la parada cercana. Fue a la cocina para prepararse un té con galletas. Pronto se levantará Fred, habrá ruidos en la casa, pondrá alto la radio, más noticias sobre humillaciones en las dos guerras abiertas por el mundo, y Sayyid irá a su trabajo. El hombre de naranja, por su parte, no comía nada en ese momento ni lo hará durante el resto del día. Su huelga de hambre es a muerte. Los hombres de la custodia lo están reanimando porque otra vez se ha desmayado.

Muhammad percibió que
Buraq
dejaba de dar aleteos, o al menos ese movimiento era el que él sentía al zarandearse y cabecear. Quiso bajar del caballo, pero el joven se lo impidió.

—No descabalgues aún, Muhammad. Donde has llegado sólo es una roca.

—¿Desde qué lugar he de subir al cielo, dónde está la escala?

—Subirás dentro de ti, hasta la cima. Estás sobre la roca de Abraham, es un buen sitio para ti.

—¿Entonces arriba hay una cima?

—Sí, una cima desde la que verás Jerusalén y más allá, hasta Áqaba, los desiertos, los ríos, los mares, los barcos que surcan los mares, los hombres y las mujeres que te seguirán, más los hombres y las mujeres que no creerán en ti. Desde la cima verás la vida. Y entonces verás.

—Quiero conocer esa escala, Voz mía, llévame a ella.

—Ya la has subido, Muhammad, pero no te diste cuenta. Yo te guié en la bajada. ¡Abre los ojos!

De nuevo oyó el agua del cubo que se vaciaba. Al abrir los ojos, vio que quedaban unas pocas gotas en él, un chorrito que se desprendía. Con la última gota, el viaje había terminado.

El joven cuya voz había oído todo ese tiempo, puso el cubo del revés sobre la piedra del patio.

—¿Es ésta la roca?

Esta vez el joven no respondió.

El caballo en el que Muhammad estaba montado no tenía alas, pero era blanco y hermoso, y su rostro era un bello rostro de caballo. Todavía era de noche y todo el mundo en La Meca dormía, incluso los sirvientes de su casa, en cuyo patio se encontraba. Regresó hasta su cama a paso seguro, aunque todo seguía a oscuras en la casa. Cuando se volvió para despedirse del joven, éste ya no estaba. El corto y largo viaje había tenido lugar y ahora Muhammad recordaba todo lo que había visto en él. En aquel cielo al que lo llevó
Buraq
la forma más extraña de cuantas le mostró el futuro fue un tren que ardía.

GABRIEL. Esa vez llega demasiado pronto a su escondite. Eva no está en la zapatería. Sin embargo, dentro ve a Karen, que comprueba entre sus manos la elasticidad de unos Gaia D’Este antes de mostrárselos a unas clientas. Una le está diciendo algo a la otra. Karen, a unos pasos frente a ellas, presta atención. Luego las dos mujeres han pasado a escuchar lo que Karen les está diciendo, a la vez que dirige algunas miradas a los zapatos. Ha debido de convencerlas, porque Karen se dispone a guardar los Gaia D’Este en su caja y a meter ésta en una bolsa para dársela a las clientas. Una de las mujeres saca la cartera, de la que extrae una tarjeta de crédito. La buena vista de Gabriel le permite apreciar por los colores que es una Master Card. Las tres mujeres hablan y ríen mientras la tarjeta es aceptada. Los Gaia D’Este son unos zapatos de salón bastante caros. Eva se alegrará de la venta cuando llegue. Pero, ¿dónde estás, Eva?, se impacienta él.

A esa hora está bastante ajena a su propio negocio, sentada en el borde de la cama, mirando con tristeza la pantalla ennegrecida del móvil, después de esperar una hora en vano la llegada de Sayyid, que no tendrá lugar. (Gabriel sabe que eso quiere decir que no tendrá lugar
nunca más
.)

Pero se vuelve a centrar en Karen, sola en la tienda, una vez que las dos clientas han salido satisfechas. En ese momento piensa Gabriel que a ella nunca la espiará nadie; ningún hombre estará nunca donde él está ahora, haciendo lo que él hace, mirando absurdamente los cotidianos y triviales movimientos de un viejo amor que ya le ha olvidado. Advierte entonces que sabe muy poco de los amores de Karen. Novios en París, Roma, Atenas, Singapur y más ciudades. Novios en todas partes. Ella los llama así, pero todos cuantos la conocen entienden que se trata de amores de paso. Él no recuerda haberles visto la cara alguna vez, sólo sabe que son muchos, y que para ella el viaje tiene un papel crucial en el amor, y, ya sea porque viaje para amar allí, en el lugar de destino, o ya porque ligue con alguien aquí, en Madrid, y enseguida le proponga hacer un viaje de escapada como escenario para ese amor; el caso es que siempre resulta un amor efímero. Desde que entró en la vida de Eva, no dejó de haber algún elemento masculino a su alrededor. Amores breves y constantes. Tipos altos y bajos, cultos y analfabetos, dulces y peligrosos. Todos componían más bien una especie de accidente, nada premeditado. Eva siempre la ha tenido por una gran deportista del sexo, pero virgen en materia de sentimientos y nula en psicología. A la larga, nadie sabe si eso es bueno o malo. Pero Karen se ha refinado en esa práctica, es la verdadera inventora del amor errante, fugitivo: la trotamundos del amor por excelencia. Muchos la envidiarán. A él lo deja indiferente.

Al pensar en lo que hace allí apostado, en esa actitud de Ex Marido que juega al Detective Celoso, intuye borrosamente una especie de penitencia por su parte. Pero no está viendo a Eva; ve pasar a un grupo de ancianos por delante del escaparate sin detenerse; ve a una chica con chándal llevando a dos pitbull; ve a una controladora de parquímetros; ve a un cantante conocido firmar un autógrafo. Él se sustrae a toda esa gente. Pero Eva no viene.

En su lugar, sucede esto otro: Karen, por quien no siente nada de nada, se desenvuelve ante sus ojos sin ninguna trascendencia y él no deja de mirarla. ¿Qué hace ahí, desprovisto de voluntad, levantando acta minuciosa de la vida ajena? ¿Es éste su nuevo papel, entonces, captador de circunstancias? ¿Se limita a esperar o también él ha refinado un arte pasivo y entrometido? Con ella no tiene penitencia que purgar. Ni siquiera le gusta. Se enfrasca en estos pensamientos hasta que un ruido ensordecedor le agita todo el cuerpo. El cielo se cubre de nubes. Se oye otro trueno pavoroso y seco. Eso le obliga a cambiar rápidamente de puesto de observación. Entra en una cafetería cercana a esperar que Eva llegue, si finalmente lo hace. No le apremia ninguna prisa, porque no tiene ningún motivo para estar allí.

Echa un vistazo a la prensa, entretanto, sin especial interés. Lee algo sobre un segundo huracán llamado
Rita
que ha pasado por Nueva Orleans con menos fuerza devastadora que el terrible del 29 de agosto, que anegó toda la ciudad, llamado
Katrina
. Hace una lectura relámpago porque la noticia no le incumbe y no despierta su curiosidad. Lee también —y eso sí capta su atención totalmente— que varios ciudadanos habían visto subir al andén de la estación de Metro de Tribunal, procedentes de la boca del túnel, a un numeroso grupo de personas, presuntamente inmigrantes ilegales y extranjeras, aunque no sabían decir de qué personas se trataba. Se calculaba que quizá fueran unas cincuenta o sesenta. Vestían todas ropa correcta y normal, aunque usada y bastante pasada de moda. Al parecer, era un hecho que se venía repitiendo en los últimos meses, una muestra más de la llegada en aluvión de personas sin empleo a Madrid, cuyo crecimiento, decía el periódico, se había disparado muy por encima de las expectativas.

También lee que todos los días hay desgracias, muertes violentas, asesinatos, ajustes de cuentas, mujeres machacadas por sus maridos o sus novios, cabezas encontradas en arroyos, manos seccionadas halladas en los jardines públicos. Alza la vista hacia la Anna Magnani. Hay bastantes clientes en su interior. Karen no da abasto. Piensa por un instante que tal vez un mal día Karen se equivoque al elegir a uno de sus amores fugaces, y escoja a un indeseable, a un homicida que la deje seca y desnuda en medio de la cama de un hotel, en el otro extremo del mundo. ¿Y por qué no el propio Sayyid con Eva? Eva no sabe ninguna verdad de él, a lo sumo su origen y su profesión. Sacude la cabeza, la idea es ridícula. Vuelve a la prensa y lee lo que ocurre. Lee que el número de crímenes crece. Demasiada paranoia. Pasa la vista por la página rápidamente, como hizo con la noticia del huracán Rita.

La prensa no dice nada del nigeriano muerto en Reina Victoria, no habla de cadáveres de nigerianos, ni de asesinos nigerianos o chinos, ni hablan de mafias chinas o argentinas. No hay ninguna noticia sobre alguna red de túneles para inmigrantes. Nada sobre el caserón fantasmal que él ha visitado una vez como quien se sumerge en una realidad sórdida de la ciudad. Sólo ese suelto que se hacía eco del asombro de unos honrados ciudadanos al ver salir por una puerta de servicio del túnel de Tribunal a otros ciudadanos como ellos, pero de los que no se atrevían a decir que tal vez no fueran del todo tan similares. Constata que la gente no sabe nada de lo que de verdad ocurre debajo de sus pies y de sus casas. Ignora que otra vida de supervivencia está teniendo lugar en un mundo de sordas catacumbas, vistas con sus propios ojos. Más adelante lee en otro artículo que nadie cree las cosas que se dicen hasta que las ve escritas en la prensa, pero que incluso así descree de la realidad. Los hay que dicen: «¡El hombre nunca fue a la Luna! ¡Era un montaje de Hollywood!» Son los mismos que dudan de que exista Francia, si no han puesto nunca sus pies allí. O los que no creen que la Tierra sea redonda si cuando caminan todo sigue plano. Este revuelto de confusión se impone cada día. En otro artículo más, señalan que hay submundos en la capa más profunda de la piel de las ciudades. Siempre los ha habido, claro. La diferencia ahora es que afloran para nuestra perplejidad. La gente normal vive en la epidermis. Es maquillaje, polvos de maquillaje. Las personas que generan raíces profundas son otras. Son las que se abren camino entre la mierda, concluye el articulista. Los llama «ciudadanos emergentes». En general, él está bastante de acuerdo con ese articulista. La gente normal no sabe que se mata, se explota, se compran y se venden cuerpos con frialdad, en el vacío «emergente» de allá abajo. Deja el periódico sobre la barra de la cafetería. Karen vende zapatos a lo lejos. Su normalidad lo tranquiliza. Hay nuevos y feroces truenos sobre la zona. La chica de los pitbull entra en la cafetería y se sienta a su lado. Ni un ladrido. Son perros muy feos. Mira hacia la calle, en la panorámica sólo encuentra la normalidad de la rica epidermis. Pero sigue sin ver llegar a Eva. Una jornada de espionaje perdida.

MIRIAM. Su dedo recorría el contorno del ombligo del joven, se anillaba en los zarcillos de su vello suave. Imitaba sobre esa piel el garabato de una escritura.

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