Read El manuscrito de Avicena Online
Authors: Ezequiel Teodoro
El monje se interrumpió por un acceso repentino de tos. Cada vez que tosía todo su cuerpo se sacudía como una hoja y la saliva se le acumulaba en la comisura de los labios, desbordándose después a lo largo de la barbilla. El médico miró al anciano preocupado.
Cuando se repuso volvió a hablar del pueblo.
—Ahora apenas tiene habitantes, aunque todavía se mantienen en pie unas doscientas casas. No será fácil encontrar el manuscrito, pero las señales que el autor de la guía detalló deberían llevarles hasta el lugar dónde se oculta.
—Tal vez no sea difícil—aventuró Alex.
El monje la miró con un punto de ironía.
—Ustedes, los jóvenes, lo ven todo fácil.
Alex acusó la crítica, sin embargo eludió un enfrentamiento, no era necesario.
—Ya sólo les puedo ayudar con un consejo —advirtió—. Tengan cuidado allí. En el pueblo se esconden cosas que parecen proteger el documento. —En la cara de Javier asomó una leve sonrisa—. No se burle señor Dávila, créame, hay algo que se encarga de proteger el secreto y ni yo mismo sé qué o quién es.
La furgoneta que escondía a Silvia circulaba a una velocidad moderada. Los dos árabes no tenían prisa por llegar a su destino, además preferían ser precavidos en sus movimientos y utilizar siempre carreteras secundarias sin demasiado tráfico. La esposa del médico permanecía acurrucada en la parte posterior. Ya no iba amarrada, no tenía a dónde ir.
El traidor les despidió en San Petersburgo con las últimas instrucciones y regresó al laboratorio. Su desaparición sería sospechosa en estos momentos, y aún podía ser útil a la organización si se mantenía atento. Silvia intentó dormir pero no podía quitarse de la cabeza la última conversación con el secuestrador. Siempre había cerrado los ojos ante los abusos de las compañías.
—Todo es por el bien de la ciencia —se decía una y otra vez ante el menor atisbo de ilegalidad por parte de las sociedades para las que había trabajado. Pero ahora percibía con claridad que estaban llegando demasiado lejos.
Los laboratorios le habían implantado un rastreador, no podía ser de otra manera. La habían localizado muy rápidamente. Recordó que al poco de comenzar su trabajo le hicieron un chequeo médico que ella no estimó necesario, incluso le inyectaron la vacuna para la gripe, o quizá otra cosa. En estos momentos dudaba de todo. Hacía ya tres horas que habían abandonado Madrid, ella no lo sabía pues viajó sedada en la bodega de un pequeño aeroplano que aterrizó y despegó varias veces desde San Petersburgo. Ahora circulaban por carretera. Se sentía mareada y tenía hambre, y ninguno de los espías de Al Qaeda parecía tener intención de parar.
—Estoy enferma, necesitaría descansar y comer algo —gritó la secuestrada desde la parte posterior de la furgoneta.
Uno de los terroristas abrió una ventanilla.
—Ahí atrás tiene un tubo para sus necesidades. Y vacíelo ahí —le indicó.
—¿Me van a obligar a hacer mis necesidades aquí?
El terrorista asintió con una sonrisa irónica.
—Bajo el sillón, junto a la puerta izquierda, hay un cajón con alimentos envasados al vacío y bebidas —agregó al tiempo que cerraba la ventanilla, aislando de nuevo el compartimiento trasero.
Silvia se quedó sola mirando embobada el tubo de plástico que tenía en la mano, asqueada ante la necesidad de tener que orinar en ese objeto que sujetaba como si fuera una rata infectada de Hepatitis A.
El agente y el médico se mantenían en silencio en los asientos delanteros del coche. Alex no había parado un segundo desde que abandonaron el Monasterio de Silos; hablaba de su padre, de Jeff, de todo lo que ocurrió desde que descubrió el robo en su casa. El doctor Salvatierra lo comprendía y la dejaba desahogarse sin interrumpirla, sin embargo Javier seguía molesto por sus continuas injerencias en la investigación y metía baza de vez en cuando tratando de fastidiarla. Pero Alex no se dio por aludida en ningún momento, parecía encerrada en su historia. Su mente había sufrido mucho en los últimos días y por primera vez daba salida al dolor. Lo hacía poco a poco, tal vez con una lentitud deliberadamente buscada, quizá para no olvidar que los asesinos de su padre aún tenían una deuda pendiente con ella.
—... fue entonces cuando llegué al apartamento de tu esposa... —concluyó—. El resto ya lo sabes, os seguimos hasta el museo y... todo ocurrió muy rápido. El pobre Jeff intentaba protegerme y eso le costó la vida.
—Debió ser un buen hombre —apuntó el médico.
—Lo era, desde luego. Se enfrentó a sus superiores en la Policía y al MI6 simplemente porque no estaba bien lo que trataban de hacer.
—Esa es una gran razón. La mejor, sin duda —aseguró el doctor, casi hablando para sus adentros—. Quizá esa sea la única forma de conducirse en la vida, plantarse cuando las cosas no se hacen bien aunque eso signifique ir en contra de tus prioridades.
—¿Qué quieres decir? —Intervino Javier.
—Nada. Sólo pensaba en voz alta. —Le puso una mano al agente en el hombro—. ¡Estamos tan cerca! Llegaremos en apenas unos minutos a ese pueblo, ¿no es así? —Preguntó cambiando de tema.
—Sí, de hecho, esa villa que veis ahí —señaló unas casas en mitad de la carretera— es Caleruega. Valdeande está a unos tres kilómetros.
Alex se adelantó en su asiento, como si buscara mayor intimidad con el médico.
—Doctor, ¿qué querría decir el bibliotecario con eso de que en el pueblo hay peligros que ni él conoce?
—No lo sé, y espero que nunca lo averigüemos. —Los tres guardaron silencio, cada uno imbuido de sus propias aprensiones.
El pueblo dormitaba a las faldas de una pequeña colina. Unas pocas decenas de casas de piedra marrón se arremolinaban en un desorden de cuestas y estrechas calles. El sol se ponía ya por el oeste, pero aún se apreciaba una luz difusa que bañaba de rayos rojizos los tejados de los hogares que antaño guarecieron a sus propietarios. Desde esa distancia, el pueblo parecía un tupido ramaje de casitas que se aferraban a esa minúscula montaña nacida a sus espaldas. Y allá arriba, a pocos metros de la cumbre, una torre coronaba la aldea, enseñoreándose de cuanto había a sus pies.
A un lado aparecía también alguna granja desperdigada, como si la población hubiera tratado de expandirse conquistando territorio virgen en los costados de la villa, aunque la mayor parte de los valdeandinos habían vivido pegados unos a otros desde tiempos inmemoriales.
—Tiene un aspecto remoto, casi de cuento medieval—Apuntó e médico en el instante que Javier reducía la velocidad.
—No hay luces. —Advirtió el agente.
—¿Cómo? —El médico no entendía a qué se refería.
—El hermano dijo que todavía quedaban algunos habitantes, y no hay luces en las ventanas..., en ninguna ventana. Al menos no se distinguen desde aquí...
—Eso puede ser por la hora, aún no es de noche —señaló la inglesa.
—El sol no alumbra ya lo suficiente. Nosotros mismos apenas podemos vernos las caras. Es imposible que no haya ni una luz encendida, ni en las calles ni en el interior de las viviendas. Aquí hay algo que no cuadra con las palabras del monje.
Sus compañeros de viaje no replicaron. En el fondo sabían que el agente del CNI tenía razón, era extraño.
—Si os digo la verdad, no me fío del bibliotecario.
—Yo sí —contradijo Alex.
—Claro, tú sí —criticó el agente ante el mutismo del médico—. Hagamos una cosa, si no obtenemos resultados en veinticuatro horas nos largamos a esa otra aldea, a Villafáñez. Quizá el hermano bibliotecario tuviera sus razones para que viniésemos aquí en vez de ir al otro pueblo.
Javier desvió la mirada al doctor. Parece que se había convertido en juez de las disputas entre Alex y el agente.
—De acuerdo —dijo finalmente el médico—, pero no podrá ser hasta mañana por la mañana. Mientras tanto busquemos un lugar dónde dormir.
El agente del CNI paró a un lado de la carretera y buscó un hotel en el GPS, el más cercano se encontraba en Caleruega. Se marcharon apesadumbrados. No habían puesto un pie en Valdeande y ya comenzaba a tambalear su fe en las palabras del monje. Esa noche tendrían que dormir en
El Prado de las Merinas,
un hotel señorial construido a pocos metros del casco histórico de Caleruega y muy cerca de la carretera que llevaba a Valdeande.
Mientras Javier y el médico se inscribían en el formulario de la recepción, Alex salió a dar una vuelta. Necesitaba estar sola, y el jardín que había visto al entrar le ofrecía una oportunidad de alejarse de sus acompañantes para pensar.
—¿Y Alex? —Preguntó el doctor.
—No lo sé. Se ha inscrito en el hotel y ha salido —respondió Javier sin poner demasiado interés en sus palabras.
—No creo que sea bueno que nos separemos mucho tiempo.
—No me digas que crees en las historias de fantasmas sobre Valdeande.
El médico no contestó aunque intuía que debían mantenerse atentos. En cualquier caso, no dijo nada, cogió la maleta y se dirigió a su habitación seguido de cerca por el agente.
En esos instantes, Alex curioseaba por el estanque bajo la luz blanquecina de las farolas que alumbraban el jardín. La noche borraba los contornos de las montañas de alrededor, únicamente existía el edificio, de dos plantas, del hotel y el pequeño jardín que lo rodeaba. Más allá sólo la oscuridad.
Unos minutos más tarde sintió que la noche refrescaba y volvió a la recepción dispuesta a subir a su cuarto, pero algo la detuvo en la entrada del hotel: un escudo con dos leones dorados sobre un fondo bermellón, un perro que sostiene el mundo y una antorcha, un barco de vela y el oso y el madroño.
—¿Le gusta? —Oyó a su espalda.
Alex se giró sobresaltada. Frente a ella, un hombre de unos cincuenta años, de pelo entrecano y traje de chaqueta azul.
—¿Y usted quién es? —Dijo fríamente en inglés.
—Disculpe —el hombre pasó al inglés con una pronunciación exquisita—, soy el propietario del hotel, Tomás de Reguera. No quise asustarla.
—No, perdóneme usted a mí. No le esperaba.
De Reguera volvió a mirar el escudo.
—Es el escudo de mi familia desde hace más de doscientos años. Es bonito, ¿verdad?
—Sí, aunque...
—¿Aunque?
—Un poco extraño.... He visto esos leones y el barco de vela en otros escudos de armas, y el oso y el madroño deben hacer referencia a la capital de su país, pero jamás había contemplado un blasón con un perro sosteniendo el mundo y una antorcha.
—Es el símbolo de los dominicos —explicó el propietario del hotel—. Caleruega es la cuna del fundador de la orden, Santo Domingo de Guzmán.
—Entiendo.
—Aunque si me lo permite, y ya que la noche se presta a ello, yo prefiero una interpretación un tanto más romántica. Todo el mundo sabe que los canes son fieles guardianes, éste preserva la fe del mundo, nos protege de la oscuridad.
Alex permaneció callada. Había oído algo parecido en los últimos días.
—¿Y usted? —Le interrogó el hostelero.
—¿Yo?
—Sí, ¿usted de qué se protege? Al fin y al cabo, todos nos protegemos de algo o de alguien, ¿verdad? —Dijo con aire de misterio.
La inglesa no contestó. Las palabras del extraño habían despertado en ella una sensación de desasosiego. Una comezón le recorría t l cuerpo, como si algo fuese a ocurrir de repente.
—¿Están aquí por negocios?
—¿Estamos? —La curiosidad del propietario del hotel le resultaba cada vez más sospechosa.
—Usted y sus dos amigos. No es habitual ver turistas por aquí en esta época del año.
Alex zanjó la cuestión con una rápida evasiva.
—Perdone. Mis amigos se estarán preguntando dónde estoy. Buenas noches.
Tras unos segundos de indecisión, De Reguera contestó.
—Buenas noches, señorita. Le deseo que descanse cómodamente en su habitación.
La inglesa ascendió rápidamente las escaleras hacia el primer piso camino del cuarto que compartían el médico y Javier. Las preguntas de ese hombre la atemorizaron. Había algo en él que le generaba antipatía, y además estaba lo de ese perro. ¿Qué significa?, se preguntaba mientras corría en busca de la puerta de la habitación de sus compañeros.
El propietario del hotel contempló a la joven al subir los peldaños. Estuvo unos segundos inmóvil, con el entrecejo fruncido y rascándose la barbilla, hasta que la inglesa desapareció en el recodo de la escalera. Luego levantó la mano izquierda, extrajo un minúsculo auricular del reloj de pulsera y se lo colocó en el oído derecho. Después pulsó en la pantalla del reloj.
—Tenemos visita —dijo acercando el antebrazo a su pecho.
—¿Cuándo? —Preguntó alguien desde el otro lado del teléfono.
—Probablemente mañana.
—¿Cuántos?
—Tres: dos españoles, uno de edad avanzada y otro joven, y una inglesa de menos de cuarenta años. El señor mayor podría ser científico, tal vez médico o físico. El muchacho que les acompaña se ha identificado como policía. La joven indicó en el formulario de entrada que es historiadora..., tal vez sea cierto.
—De acuerdo. Pondré en marcha el dispositivo como siempre. ¿Alguna cosa más?
—Me dan mala espina. Tengo la impresión de que esta vez va a ser distinto, puede que sepan más de lo habitual.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro. Ándate con cuidado, podrías tener alguna sorpresa desagradable. —Le aconsejó.
—No te preocupes, no es la primera vez. Actuaré con la mayor discreción. Adiós.
—Adiós. —De Reguera cortó la comunicación y continuó un rato en la puerta, frente a la escalera. Hasta que el recepcionista interrumpió sus pensamientos.
—Señor, ya he acabado mi turno. Si no ordena nada, me marcho a casa.
—Sí..., sí, claro —respondió su jefe sin dejar de mirar la escalera—. Un momento Enrique —dijo de repente—, ¿el audio está en buen uso? Hace tiempo que no lo utilizamos...
—Está perfectamente. Lo revisamos cada semana aunque no lo usemos.
—De acuerdo. Ya puedes marcharte...
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches, Enrique.
Esperó a que su empleado saliera y corrió hacia la sala de grabación. El hotel había implantado un sistema de audio que proporcionaba hilo musical a las habitaciones, y que manipulado de la forma adecuada podía constituirse en un sistema de captación de sonido. Pulsó una serie de teclas en la pantalla del sistema central y oyó unas voces, primero confusamente y después con toda claridad.