El manuscrito de Avicena (36 page)

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Authors: Ezequiel Teodoro

BOOK: El manuscrito de Avicena
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El monje se alisó el hábito con un gesto desabrido e indicó de nuevo la salida. Por ese camino no sacarían nada, admitió en su fuero interno el agente, que fue el primero en decidirse a salir.

Camino del exterior, siguieron aturdidos al hermano que les había conducido ante al abad. Javier se sentía moderadamente satisfecho por lo conseguido. Al fin y al cabo habían encontrado el nombre de una población que, según los datos de su PDA, no superaba los trescientos habitantes. Muy difícil se les debía dar para no encontrar pistas en un lugar tan pequeño, pensaba. Con todo, le había impresionado la reacción del abad. No era normal un comportamiento así por mucho que se hubieran aprovechado de la buena voluntad de los monjes para acceder a su despacho. Alex, sin embargo, estaba convencida de que detrás de las obstrucciones se escondía algo que tarde o temprano les perjudicaría.

Volvieron a pasar por el claustro románico de dos alturas y ante el ciprés alargado que hace guardia en una esquina del patio. Luego atravesaron la puerta que da paso al vestíbulo y se dirigieron a la salida, despidiéndose del monje que les acompañaba con un escueto saludo de cortesía. Ya en la calle resolvieron regresar al automóvil para continuar viaje hacia el pueblo que les mencionó el abad, y se encaminaron hacia el coche rodeando el monasterio. Sobre ellos un sol de media tarde apenas calentaba las frías piedras del pueblo. Alex se retrasó admirando el consistente perfil del monasterio cuando percibió movimientos en uno de sus estrechos ventanales, un monje la saludaba y señalaba hacia abajo, justo debajo advirtió una pequeña puerta que parecía no haber sido usada hace años. Javier y el médico caminaban diez o quince metros por delante. La joven inglesa se preguntó qué podría ocurrir ahora, todo se había sucedido de forma tan extraña desde el robo en su apartamento. De pronto descubrió que hacía siglos que no pensaba en ello, es como si ahora tuviera otra vida. Mientras meditaba veía alejarse a sus dos acompañantes, un poco más y alcanzarían la esquina del monasterio y doblarían a la izquierda.

—¡Doctor!

El médico y Javier se giraron. Alex les hacía señas. ¿Qué querría ahora? pensó el agente del CNI.

Cinco minutos después esperaban ante la diminuta puerta que le indicó a Alex el monje de la ventana. Dentro se oyó el sonido del cerrojo al abrirse.

—Disculpen esta chocante manera de reunirme con ustedes, pero era la única manera de evitar al abad. —Aseguró un monje joven, que apenas superaba la treintena, tras hacerles pasar. Luego les aconsejó que se mantuvieran en silencio y les condujo por una serie de pasillos oscuros y escaleras interminables hasta una biblioteca enorme y luminosa, con miles de estantes repletos de libros de lomos de cuero. El médico se sorprendió. No es esta la imagen que podría tener de una biblioteca medieval.

El agente sonrió al ver el asombro en sus rostros.

—No es la original, por supuesto. Hubo un incendio, el techo se derrumbó. Ésta es completamente nueva.

Javier le miró con dureza, no confiaba en él.

—¿Y usted es?

—Ah, sí, perdonen, pero con las prisas... Yo soy el ayudante del hermano bibliotecario, el hermano Ignacio.

—¿El ayudante? El abad nos dijo que se encontraba en una feria de libros. —Advirtió Alex.

—Sí, así era hasta anoche. Volví a última hora de forma precipitada, por eso el padre José Alfonso desconoce mi regreso.

—¿Y por qué quería evitar al abad? —Preguntó la inglesa, que en los pocos minutos que llevaba en Santo Domingo de Silos había aprendido a recelar de los monjes.

—Bueno, eso es algo que se encargará de explicarles el hermano bibliotecario, si les parece bien. Creo que les interesará mucho, sobre todo a usted doctor Salvatierra. —No entendían nada, durante la estancia en el monasterio no habían desvelado sus nombres, sin embargo les conocen, al menos al médico—. Deben estar un poco desconcertados; no se preocupen, les aseguro que el hermano bibliotecario aclarará sus dudas y les proporcionará la información que necesitan.

Mientras se dirigían hacia la celda del bibliotecario, Javier se preguntaba si esa entrevista encerraría alguna trampa que no llegaba a presumir. Sería imposible que tuviera relación alguna con los terroristas de Al Qaeda y bastante improbable que estuvieran de por medio los agentes del MI6.

—Aquí es. Pasen, yo les esperaré fuera.

El cuarto, de paredes blancas y desnudas y apenas seis metros cuadrados, contenía un escritorio de madera vieja, una silla desvencijada, un crucifijo y un camastro pegado a dos de las paredes. En la cama, un hombre de edad avanzada les observaba con expresión exultante mientras se embozaba entre las mantas para tratar de mantener el calor que parecía escapársele del cuerpo. La piel de sus manos traslucía innumerables venas azules. Sus ojos grises recorrieron a los tres extraños que habían irrumpido en su soledad y, una vez acabada la inspección, su boca desdentada les sonrió con franqueza.

—Llevo esperando este momento mucho tiempo, señores... y señorita —dijo sin preámbulos—. Lamento no poder ofrecerles un asiento. Sólo tengo ese que ven ahí. Puede usarlo usted, doctor Salvatierra. Usted señor Dávila y usted señorita Anderson acomódense junto a mis pies si no les importuna el contacto con un moribundo.

En la cara del médico, el agente y la joven inglesa se dibujaba el más completo asombro. El doctor se acercó hasta la silla sin dejar de observarle. ¿Quién es?

—Aunque soy viejo y mis ojos ya no son lo que eran, puedo ver que se sienten confundidos —reconoció el monje—. Siéntense —volvió a pedir—, lo que tengo que explicarles me llevará un buen rato.

El médico tomó asiento mientras Javier y Alex esperaban al pie de la cama sin atreverse a hacer lo que les había rogado el monje. Y éste les volvió a sonreír.

—No teman nada, como ya les habrá dicho mi ayudante, soy el bibliotecario del monasterio. En mayo haré ochenta y siete años, y de esos años he pasado ochenta y tres entre estas paredes. Desde que mis padres, Dios los haya acogido en su seno, me entregaron a un hermano de la congregación he conocido muchos cambios. Con algunos he estado de acuerdo y con otros no tanto, pero siempre me he mantenido fiel al abad, fuese cual fuese su instrucción. Así ha sido durante prácticamente toda mi vida, hasta que llegó el padre José Alfonso. El nuevo abad, que lleva menos de dos años en su cargo, no procede del monasterio, sino de un priorato de la abadía. Accedió al cargo sin oposición porque supo jugar bien sus estrategias; debo reconocer que en el pasilleo de la política eclesiástica es bastante meritorio su trabajo. Sin embargo, nos está poniendo en peligro a todos con su ignorancia.

Alex trataba de comprender qué relación podían tener esas rencillas personales con el libro, el manuscrito, el secuestro de Silvia y el asesinato de su padre, de modo que cuando el monje tomó aire para continuar hablando intentó interrumpir para reconducir la conversación.

—Hermano, nosotros...

—Déjeme terminar —la detuvo bruscamente—. Ustedes, los jóvenes, creen que todo tiene que ser rápido, al instante. Permita a este viejo, ya en las últimas, que se pueda desahogar antes de ir al meollo de la cuestión. ¿Dónde estaba?

El médico dirigió a Alex una mirada reprobadora y después fue a apuntar al monje en qué punto de la historia estaba.

—Gracias doctor, ya recuerdo. El abad es un ignorante —continuó—, un estúpido con título universitario que no cree en los secretos que el monasterio guarda celosamente. Por eso nos está poniendo en peligro, como les he dicho antes. Hay cosas que deben conservarse ocultas y ser protegidas para que no caigan en malas manos. —De repente calló, como si le volviese a faltar aire, dirigió una mirada recelosa hacia la ventana e hizo un gesto con la mano a sus interlocutores para que se acercaran—. Ustedes conocen la existencia del manuscrito —afirmó en un susurro—y saben el riesgo que entraña para la humanidad si se hacen con él personas más interesadas en destruir que en crear.

El doctor ratificó sus palabras con un gesto.

—Desde hace más o menos año y medio percibo movimientos extraños alrededor de la abadía —prosiguió el monje—. Ingleses, franceses, árabes se han entrevistado en secreto con el abad, y por lo que he podido descubrir, han venido a comprar. Pese a los turistas, el monasterio no pasa por su mejor momento económico, aunque la solución no es esa. Traté de alertar al padre José Alfonso de los perjuicios que nos traería, pero su soberbia le impide seguir los consejos de un pobre viejo como yo. Por lo que sé, está a punto de vender el libro del que ustedes poseen una copia.

El agente abrió la boca tratando de pedir una explicación.

—Sí, señor Dávila. Conozco la existencia de esa versión —confirmó—. Yo se la envié a la esposa del doctor —anunció ante el desconcierto de quienes le oían—. Como antes les decía, hace más o menos un año que vengo sospechando del abad, así que hice una serie de discretas averiguaciones a través de amigos bibliotecarios, intelectuales y eruditos, quienes me dieron noticia de la existencia de un proyecto en Rusia que dirigía una científica española llamada Silvia Costa. Me hice con el original y le pedí a mi ayudante que lo escaneara y, una vez hecha la copia, lo devolví a su lugar. Después contacté con unos religiosos ortodoxos que me confirmaron ciertos detalles y, aquí en España, hice mis deberes acerca de su esposa.

En ese instante se detuvo un momento y miró a los ojos al doctor

Salvatierra.

—Debo confesarle que la engañé... Le dije que era un historiador de la Universidad de Salamanca. El resto imagino que ya lo conocerán, hace unos días le desvelé que la copia del manuscrito que ellos guardaban no era más que un señuelo y la convencí de que debía seguir las instrucciones del libro que le enviaba.

El médico le interrumpió.

—¿Por qué la engañó? ¿Por qué a Silvia?

El monje se incorporó levemente.

—Fue necesario. Yo soy demasiado mayor y mi ayudante es muy joven, no conoce los peligros que existen tras estos muros. Su esposa merecía toda mi confianza, he seguido su trayectoria, y la suya también, doctor, y sé que hará lo correcto. No podemos permitir que el manuscrito caiga en malas manos.

—Dijo un señuelo —interrumpió Javier.

—Sí, el manuscrito que poseían en Rusia era una copia falseada. El monje que escribió la guía, el primer guardián de la luz, reprodujo el manuscrito e incluyó deliberadamente un error. Después la archivó en la biblioteca del monasterio —explicó el hermano—. En cualquier caso esa es otra historia que no nos aportará nada que nos pueda servir en este momento. Quiero que...

—... busquemos el original —continuó el agente. El hermano sonrió.

—Exactamente.

—¿Y por qué nosotros? —Intervino el médico.

—Ya se lo he dicho. Confío en que hará lo correcto.

El doctor Salvatierra se levantó. No le importaba nada todo aquello sobre el manuscrito y el peligro que se cernía sobre el monasterio, sólo quería averiguar dónde estaba Silvia.

—¿Cómo sabe lo del secuestro de mi mujer?

—Mis contactos en Rusia me hablaron de ello. La iglesia aún tiene mucho poder, no lo olvide amigo Salvatierra —replicó el monje.

—¿Y cómo me va a ayudar a mí o a Silvia encontrar ese maldito manuscrito?

El monje le sonrió.

—Usted sabe tanto como yo que no tiene más remedio que hacerlo.

—¿Y no teme que lo entregue a los árabes?

—Le repito, usted hará lo correcto cuando llegue el momento.

—Confía demasiado en mí para no conocerme.

—No se equivoque doctor, aunque me encuentre en cama y con este aspecto moribundo, conozco a las personas y sé hasta dónde puedo llegar con usted. —Los rayos de sol se colaban por el ventanuco que se abría encima del cabecero creando una cortina de luz que descendía hasta los pies de la cama—. Cuando el autor de la guía acabó de escribirla, se la entregó al abad para que la protegiera, sólo él y el bibliotecario sabían de su existencia. Luego escribió la copia falseada del manuscrito y la dejó a cargo del bibliotecario, aunque también esto lo conocía el abad. Pero había una llave —desveló—, una manera de garantizar la recuperación del manuscrito. Aquel monje le contó al abad dónde había escondido el documento, el lugar físico, y le dijo al bibliotecario el nombre del pueblo. Así, ambos poseían una parte de la clave por si el libro se perdía. Estos secretos han ido heredándose de abad a abad y de bibliotecario a bibliotecario, ¡y ahora se interrumpirá esa cadena por este maldito abad!

Por un momento la tez del monje se transfiguró dando paso a una imagen de cólera que no habían percibido durante toda la conversación, aunque unos segundos más tarde desapareció tal como llegó.

—Disculpen mi lenguaje, se lo ruego... Estoy a punto de acabar mi trabajo en este mundo hijos míos —su voz parecía cansada—, y antes, si Dios atiende mis ruegos, me gustaría impedir que este preciado bien que es el manuscrito acabe convirtiéndose en un puñal para la humanidad.

El monje calló. Respiraba con esfuerzo y a cada inspiración se oía un diminuto pitido. El doctor Salvatierra sintió compasión por el bibliotecario.

—Le ayudaremos —aseguró.

—Gracias..., gracias.

Después le sonrió levemente. El doctor Salvatierra se levantó y se acercó a la cama. Toda una vida protegiendo un secreto y ahora se veía obligado a destruirlo, ha debido suponer un sacrificio gigantesco. El médico le apretó una mano en un gesto de complicidad.

—Ahora el testigo es nuestro. Ya nos puede decir, hermano, hacia dónde debemos dirigirnos.

—No está muy lejos, a menos de treinta kilómetros.

—¿Tan cerca? El abad mencionó un pueblo de León, Villafáñez

—recordó el agente.

—Él desconoce el nombre del pueblo y las referencias más claras están en esa población. La guía habla del Valle de Fáñez, y lo más lógico es pensar que se refiere a Villafáñez, pero esa no es la realidad —aseguró el monje—. Y ese error se convierte en una ventaja. Si el abad vende el libro, quienes lo compren se dirigirán primero a esa villa, algo que nos conviene a todos.

—¿Cuál es el pueblo entonces? —Insistió el agente.

—Valdeande —respondió el hermano bibliotecario—. Es un pueblo casi abandonado de esta misma provincia. Se creó sobre el año mil, aunque parece que mucho antes ya existieron asentamientos celtas y romanos en la zona. Sus orígenes no están muy claros, es bastante probable que el nombre provenga de Valle de Fáñez, lo que encajaría con el comienzo de la guía:
Id a lo más profundo del Valle de Fáñez.
En cualquier caso, ésta será la ocasión para comprobar la teoría.

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