Read El manuscrito de Avicena Online
Authors: Ezequiel Teodoro
Él sabía todo aquello. Había recorrido sus callejuelas décadas atrás y desde aquel tiempo apenas se habían producido cambios en su fisonomía; sin embargo no estaba preparado para ver aquel caos que se había adueñado de la ciudad y sus habitantes. Al salir del oscuro agujero por el que penetró en Jerusalén, se topó con todo tipo de enseres arrojados a las calles, puertas desvencijadas medio caídas y las porquerías de los habitantes habían ido ganando terreno puesto que nadie se dedicaba a su limpieza; numerosos techos y paredes se habían venido abajo a causa de los proyectiles lanzados por los cristianos y humeaban aún en el suelo, en las esquinas se guarecían del miedo harapientos sucios y hambrientos. Si había un infierno, el asedio de los
dhimmis
lo trajo a la Ciudad Santa.
Había vivido y actuado sin escrúpulos. Pero este paisaje que se dibujaba ante él lo molestaba; la guerra, se decía, saca las miserias de la gente a la puerta de sus casas, a la vista de todos, es obscena. Él, que introducía sus manos en las entrañas aún calientes de sus adversarios, arrugaba ahora la nariz y desviaba la mirada. Al fin y al cabo, era su religión la que estaba siendo masacrada.
Caminaba vigilando sus propios pasos y evitando las calles más concurridas, cercanas a las murallas, donde se agolpaban los defensores de la ciudad. La luz del alba asomaba por el este y el silencio era absoluto, casi fantasmagórico. Algo estaba a punto de ocurrir. El
Viejo
confiaba en que esa calma no fuera el preludio de un nuevo ataque.
La mañana despertó cristalina. Uno y otro bando podían divisar sus caras sin estorbo de brumas que empañaran el ambiente, parecía que Dios, o tal vez Alá, hubiera limpiado el aire para poder observar cómodamente el combate que se libraría en su nombre. Los pellejos del lado cristiano resonaban en la llanura. La rítmica percusión se oía a leguas de distancia semejando truenos continuos y regulares, mientras la infantería sacudía sus picos y piquetas contra los escudos con la misma cadencia, uniendo a los tambores un sonido metálico que acrecentaba la impresión de que el estruendo colmaba el campo y la propia Ciudad Santa. No se oía ni una sola voz humana ni dentro ni fuera de Jerusalén.
Varias filas de centenares de infantes cubrían en formación gran parte de la extensión entre el campamento y las murallas, detrás se situaban los ballesteros y los caballeros. La tez, pálida, de los francos y, tostada, de los sarracenos, permanecía impasible, como si el largo asedio no los hubiera afectado ni a unos ni a otros. Quizá el conmovedor sermón de Pedro
el Ermitaño
unas horas antes había levantado los ánimos de los cristianos y, tal vez, la certeza de que sería la última jornada para la defensa de sus hogares había propiciado el desánimo en los sarracenos. En cualquier caso, los hombres de Buoillon se convencieron de que este era el día decisivo, porque la toma de Jerusalén no admitiría más retrasos: el hambre y la sed los devoraba y, además, el ejército fatimí de El Cairo marchaba en ese instante hacia la Ciudad Santa para proteger a sus hermanos musulmanes. En unos días la causa de la Cristiandad estaría definitivamente perdida.
El duque de Baja Lorena dio una orden y las hileras de infantes se abrieron para dar paso a tres catapultas, cuatro onagros y un trabuquete. El ejército de la Cristiandad había usado ya algunos de estos artilugios durante las últimas semanas pero sus armas de asedio se habían visto reforzadas con nuevas incorporaciones fabricadas a partir de las naves que las tropas genovesas usaron para arribar a Tierra Santa, desmanteladas para la ocasión por sus propios tripulantes.
En el lado mahometano la inquietud crecía a causa de la sorpresa de los ingenios cristianos. Los defensores de la ciudad se miraban preocupados y se aferraban a sus cuchillos, como si estos constituyeran una especie de sortilegio que los salvaría de los bárbaros seguidores del
Nazareno.
Tenían noticias de los ataques a Edesa y Antioquía por parte de los francos y, por tanto, eran conocedores de la extrema crueldad con que trataban a los vencidos. No estaban dispuestos a dejar a sus hijos y mujeres en manos de los infieles; la mayoría se mantendría en su puesto hasta perder la vida.
A una señal de Buoillon comenzó la toma de la ciudad. Los primeros en ponerse en marcha fueron los encargados de las máquinas de asedio, una a una comenzaron a hacer su trabajo lanzando enormes piedras y proyectiles envueltos en pez ardiente. El duque trataba de provocar el desconcierto entre las tropas sarracenas antes de iniciar la segunda parte de su ofensiva. El inicio de la contienda había despertado las gargantas de los soldados de ambos bandos, que se desgañitaban profiriendo insultos y amenazas para darse valor a sí mismos. El ruido se elevaba por encima de sus cabezas envolviéndolos a todos en una sinfonía de voces desgarradas, crujir de derrumbes y retumbar de tambores. Las piedras catapultadas caían sin remisión a pocos codos de distancia por detrás de los muros, aplastando en su caída a mujeres y niños que aguardaban en la retaguardia para suministrar flechas, venablos y piedras. Los guerreros mahometanos lanzaban sus dardos y lanzas cortas, y arrojaban piedras, pero el ejército franco aún se mantenía fuera de su alcance esperando el momento propicio para avanzar.
Salad Al-Qsa, uno de los líderes de la Ciudad Santa, comprendió que la intención de sus adversarios era desgastarlos, así que ordenó a diez de sus hombres que se desplegasen a lo largo del muro defensivo para conminar a las tropas a no responder hasta que tuvieran a sus enemigos a la distancia adecuada.
Detrás de él, Jerusalén ardía bajo los efectos de los proyectiles mientras grupos de mujeres y niños trataban de extinguir las llamas acudiendo con presteza a dónde eran requeridos.
Tras media hora de combate a distancia, Bouillon decidió que era el momento de emprender el avance. Llamó a uno de sus ayudantes y murmuró una orden. Cinco minutos más tarde hacían acto de presencia en el campo de batalla seis torres de asedio preparadas para amparar a los infantes en su marcha en dirección a la Ciudad Santa.
El castellano se apretó el talabarte, de donde colgaba una magnífica espada bastarda, comprobó que aún pendía de su cintura el cuchillo de armas, se ajustó las enarmas del escudo en el antebrazo, se colocó el yelmo en la cabeza y picó espuelas a su montura. Junto a él marcharían Engelberto y Letaldo, dos belgas de Tournai, y otros caballeros principales, además de su escudero, sesenta infantes y veinte ballesteros. Los soldados de infantería vestían brigantinas y portaban picas, algunos sujetaban también mazas o dagas de tosca confección, los ballesteros —que tan sólo se cubrían con un gambesón—, amén de las ballestas traían consigo cuchillos largos o pequeñas hachas de guerra.
En las murallas, los defensores tensaron sus arcos y colocaron venablos y piedras al alcance de la mano, algunos, por parejas, levantaban enormes ollas con aceite hirviendo para arrojar su contenido obre los soldados que intentaran trepar por la muralla, otros sacaban sus espadones y prorrumpían en locos aullidos.
Dos olifantes sonaron tres veces a cada extremo del ejército franco, los caballeros se adelantaron protegiéndose con sus escudos, una avanzadilla de infantes se puso a resguardo de cada una de las torres, el resto de infantes se ubicó detrás y los ballesteros cerraron la retaguardia. A un nuevo toque de los cuernos, iniciaron la marcha.
Los guerreros sarracenos efectuaban disparos certeros con sus arcos cortos, acribillando a los primeros combatientes, que ya distaban menos de cien codos de las defensas de Jerusalén. Los mahometanos —que contaban con armas más desiguales: alfanjes, mazas, gumías e, incluso, cuchillos de carnicero— disparaban primordialmente hacia los caballeros pero estos abrigaban su cuerpo con los escudos, evitando las más de las veces ser alcanzados en partes blandas. No obstante, más de una decena cayó en los primeros minutos de la refriega en la sección del castellano.
El sonido de los tambores se había apagado hace rato, siendo sustituido por las quejas de los heridos, el entrechocar metálico de las armaduras al caminar, los gritos de ánimo de los francos y las amenazas e insultos de los mahometanos desde su atalaya. Pese al fuego que los hostigaba desde lo alto, ya sea guarecidos por los escudos o por las torres, muchos de los soldados alcanzaron con vida la base de las murallas y colocaron las torres para iniciar el asalto.
Desde retaguardia se suministraron las instrucciones oportunas y los ingenios fueron acercados y redirigidos para que los proyectiles cayeran más atrás de las filas defensivas de los moros, con la pretensión de no abatir a sus propios hombres, que en ese momento soportaban un intenso ataque sobre sus cabezas. Piedras, aceite y agua hirviendo, flechas, lanzas, hasta sillas, mesas o cajas de madera se despeñaban desde la fortificación que pretendían escalar. Los caballeros, abandonada su montura, lanzaban cardadas con garfios para ascender, aunque una y otra vez eran rechazados, precipitándose al vacío.
Los ballesteros hacían su trabajo desde detrás de las torres, sus flechas, más cortas que las disparadas por los arcos mahometanos, eran más veloces y certeras, sin embargo su alcance no superaba los cincuenta codos, con lo que se veían obligados a arriesgarse las más de las veces perdiendo su protección al lanzar los dardos; y aquello los ponía en peligro continuamente. Pese a todo, cuando uno caía era pronto sustituido por otro de la retaguardia.
Mediada la mañana, algunos caballeros e infantes habían conseguido ascender por las escaleras de sus torres sin ser abatidos por el enemigo. Subían pisando los cadáveres de sus propios compañeros y agachándose para evitar las flechas y otras armas arrojadizas que les llegaban desde las saeteras y otras aberturas estratégicamente ubicadas en la parte alta de la muralla. El castellano había conseguido escalar el muro y penetrar por una de éstas oquedades defensivas, acompañado por Tomás y los caballeros Engelberto y Letaldo. Eran los primeros en acceder a la ciudad, y de pronto se vieron rodeados por trece mahometanos.
Los cuatro atacantes cristianos se pusieron espalda contra espalda para defenderse de las embestidas sarracenas. Los tres primeros mahometanos en acercarse encontraron una certera puñalada en sus tripas, lo que hizo que el resto se lo pensara mejor antes de abalanzarse. El castellano aprovechó ese momento de duda en el enemigo y dio un salto hacia su flanco izquierdo, pillando desprevenidos a dos de los sarracenos. Al primero le hundió la espada en el costado derecho mientras que al segundo le propinó un empellón con el hombro que lo despeñó por la muralla. Los mahometanos reaccionaron, quedaban ocho —afortunadamente aquel lugar donde habían ido a parar era una especie de reducto destinado a los arqueros, cerrado a su vez por un muro que lo aislaba del resto de la muralla—. Los belgas luchaban a brazo partido con cuatro de los defensores de la ciudad, Letaldo había ensartado a uno de ellos con su mandoble y ya embestía contra otro de ellos, usando para tal fin una maza que cargaba con la mano izquierda; Engelberto parecía tener dificultades, uno de los guerreros, Je los dos con los que combatía, lo había herido en el brazo derecho, y tenía que usar la espada con la mano izquierda.
Cerca de ellos, en otras tantas poternas o al descubierto, ya guerreaban sobre las murallas varias decenas de soldados de la Cristiandad. Los gritos y las protestas al sentir las hojas hundirse en sus carnes eran parejas con la rudeza con la que se peleaba.
El castellano hizo una señal a Tomás para que éste se colocara a su diestra, al mismo tiempo dio dos pasos hacia atrás y se inclinó para evitar el alfanje de uno de sus contendientes, que hasta en dos ocasiones había estado a punto de lacerar su pecho, el segundo se mantenía al acecho a la espera de la evolución de la pelea. El castellano se agachó a tiempo de evitar, una vez más, el arma de su contrincante y aprovechó la postura de éste para hincarle desde abajo el puñal de su cintura, hundiéndolo hasta la empuñadura en la ingle de su enemigo y manteniéndolo ahí unos instantes mientras movía en círculo la hoja para provocar el mayor daño posible. El sarraceno dejó caer su espada y se llevó la mano a la entrepierna, desde donde un reguero de sangre caliente se escurrió hasta los pies como un río furioso. Después su cuerpo se tambaleó y acabó por desplomarse.
El castellano dio media vuelta para enfrentarse al otro mahometano, pero éste ya corría escaleras abajo hacia el interior de la ciudad. Se giró bruscamente y se acercó a Tomás. Su escudero llevaba las de perder con los atacantes que le habían tocado en suerte, uno de ellos manejaba con soltura una gumía de un codo de largo, de bella factura y hoja afilada, y el otro no dejaba de arremeter contra él con una maza que blandía amenazante sobre su cabeza. El escudero esquivaba los golpes incesantemente, hasta que su señor intervino en la pelea para enfrentarse con el enemigo de la gumía. El mahometano se movía con rapidez, lanzando estocadas a derecha e izquierda sin descanso, seguramente, intuyó el castellano, debía pertenecer a la nobleza local, pues poseía un consumado manejo de la esgrima.
Él, sin embargo, usaba su espada con las dos manos, impidiendo una y otra vez los ataques agresivos de su rival. Ambos eran precavidos y no descuidaban los flancos en ningún momento para arriesgar un golpe decisivo que al mismo tiempo los pondría en situación de desventaja si era rechazado. El mahometano mantenía la guardia alta al ver que su contrincante franco usaba el peso de la espada para tratar de darle un tajo desde arriba, así que el castellano insistió en esos golpes hasta convencerlo de que su ataque conservaría siempre el mismo destino, y cuando lo tuvo seducido volvió a asestarle una estocada desde arriba y, tras pararla el sarraceno, se giró sobre sí mismo, dándole la espalda, y le atravesó el vientre en un movimiento hacia atrás. Mientras tanto, su escudero había acabado con el enemigo de la maza, que yacía en el suelo con la cabeza abierta de un tajo.
Una vez liberados de sus atacantes, ambos se acercaron a los dos caballeros francos, Letaldo se había arrodillado frente a Engelberto, herido en una pierna. No parecía grave pero necesitaba un torniquete y, más tarde, quizá unos cuantos puntos de sutura. Letaldo se quedó con él y los dos castellanos ascendieron por unas escaleras para continuar con la batalla. Cuando llegaron a la parte más alta de la muralla se encontraron, hasta donde se perdía la vista, con cientos de cadáveres unos sobre otros. Los mahometanos que luchaban en la primera defensa de la ciudad habían muerto o huido, los francos que no habían perecido perseguían a los fugados hacia la segunda muralla defensiva y aquellos que habían permanecido en la retaguardia hasta ese momento subían lentamente por las torres de asedio, aplastando los cadáveres de compañeros y enemigos indistintamente, y resbalando en enormes charcos de sangre. El olor era nauseabundo.