Read El manuscrito de Avicena Online
Authors: Ezequiel Teodoro
Recorrieron con rapidez los metros que los separaban de la cuesta y subieron por ella hasta que superaron la altura de la casa. Allí estaban. Eran dos cabezas de piedra blanca, las dos mirando hacia el sur, una de ellas vigilaba el suroeste y la otra directamente el sur.
—Ahí las tenéis —insistió Alex—. Creo que el hermano bibliotecario no nos mentía.
—Efectivamente —respondió el médico—, el monje sabía lo que decía. Y ahora que ya estamos en el pueblo correcto, ¿qué?
—¿Habéis encontrado algo en el otro lado?
El agente y el médico se miraron de forma enigmática.
—Entramos, bueno en realidad sólo yo..., me adentré en una especie de museo que hay al comienzo del pueblo y...
Javier calló unos segundos y reemprendió su explicación.
—Cuando estaba en el interior sentí algo detrás. Al principio creí que era el doctor pero después no estaba tan seguro.
—¿Viste a alguien?
—No, no vi a nadie en concreto. Sólo una sombra. Noté una corriente de aire procedente del otro lado de la habitación y me dirigí hacia allí. Había una puerta, y todos los indicios apuntaban a que había sido abierta poco antes.
—Todo esto es muy raro —reconoció Alex—. El bibliotecario nos dice que aquí hay gente viviendo y el pueblo parece completamente abandonado, y además nos encontramos con esto.
Los tres enmudecieron mientras observaban las cabezas pétreas.
—Hay alguien que no quiere que lleguemos al manuscrito —soltó el médico.
Alex pensó en su padre y en Jeff. El rencor se difuminaba. ¿Darse por vencida? Lo meditó un instante y después lo rechazó, no sería justo, concluyó.
—Estamos obligados a seguir adelante, sobre todo tú —sentenció dirigiéndose al médico.
—Entonces continuemos —intervino Javier.
El sol había alcanzado su cénit. Los tres miraron al cielo, debían apresurarse si no querían que les cogiera la noche. El graznido d un grajo los asustó. Se habían apoyado en el coche aplastados por un ambiente asfixiante, ¿qué ocultaba el pueblo? El doctor Salvatierra recordó a Silvia, no tenía mucho tiempo. Se incorporó y carraspeó un par de veces, después habló.
—Trae tu PDA, vamos a seguir adelante.
Segundos más tarde Javier leía.
—Dirigíos hacia la casa matriz y estaréis en la buena senda.
—¿La casa matriz? ¿La casa matriz? Matriz, madre, matriz madre...
La raíz de la palabra matriz es madre. ¿Dónde vivió la madre del monje?
—Busca en el libro alguna referencia al lugar donde vivieron sus padres.
Alex no estaba de acuerdo. Matriz también puede significar principal, central, primigenio, origen, los sinónimos se le agolpaban en la mente. La casa matriz podría ser la primera casa del pueblo, la más antigua, o la principal, la de mayor relevancia social, también la casa donde vivía su madre, aquella señora que le legó la custodia del manuscrito. La inglesa pensaba en cada una de estas posibilidades sin decidirse por una en concreto, cuando el agente la interrumpió.
—Lo mejor será que inspeccionemos la iglesia.
—¿Por qué la iglesia? —Preguntó Alex.
—Ya has oído al doctor. Se trata de la casa de la madre. No hay duda. Y si es la casa de la madre, qué madre mejor que...
La inglesa no aguardó a que terminara su razonamiento.
—... que la Virgen María. Sí ya sé a dónde querías ir a parar. Pero estás equivocado...
El agente fue a replicarle y Alex se lo impidió.
—Es imposible que sea una iglesia. La iglesia no es la casa de la Virgen, es la casa de Dios. A la mujer siempre se la ha mantenido apartada de la religión, incluso a la Virgen María —aseguró—. Su figura es meramente decorativa, y más aún en la Edad Media, donde existía una cerrazón fundamentalista en tono a la religión católica. Si hubo una época en la que la iglesia no podía ser llamada la casa de la madre, esa era la Edad Media.
Esperaba que la contradijera, sin embargo, al no hacerlo, continuó.
—No es una iglesia y está claramente demostrado. Ahora debemos centrar nuestros esfuerzos en otras ideas.
—Y si no es una iglesia, ¿la casa de sus padres? —Insistió el médico.
—Puede ser, también podría referirse a la casa señorial o aquella de la que surgió el pueblo. Podrían ser tantas cosas.
El médico asintió pensativo. Javier miraba a ambos con escepticismo.
—Lo mejor será que subamos lo más alto posible —dijo el agente.
—De acuerdo —Alex miró a su alrededor—, esa colina es nuestra mejor opción. Tal vez esa torre... —señaló una torre de varias plantas—sea el campanario de la iglesia. Desde allí dispondremos de una visión de conjunto.
La torre había sido enclavada en la cima de la cuesta por la que emprendían el ascenso, pero no habían andado dos pasos cuando oyeron un estruendo sobre sus cabezas. En ese momento el alero de una de las viviendas que bordeaba la calle se desprendió cayendo al suelo en medio de una nube de polvo y piedras que volvió más oscuro el día.
Un amasijo de maderos y ladrillos yacía ante ellos. El médico se tapaba la boca para no respirar las partículas que flotaban en el aire y Javier tosía fuertemente. Arriba, en la parte del tejado que no se derrumbó, clavada en una viga, una espada con forma de cruz igual a la que Javier descubrió en el museo, salvo que aquella era más pequeña. El agente retrocedió para contemplarla mejor. No había duda era de la misma forma. Se acercó al médico, que apenas balbuceaba alguna frase inconexa mientras se frotaba un brazo, y lo examinó de un rápido vistazo. Además del polvo en cara, cuello y cabello, sólo había sufrido unos leves cortes en el rostro y en el antebrazo derecho. Nada preocupante. La inglesa se había sentado en el poyete de una casa unos metros atrás del desastre, aparentemente no había sufrido ni un rasguño. Era el segundo aviso. Alguien les instaba a abandonar el pueblo.
Ayudó al médico a sentarse en un alféizar. La polvareda se mantenía en el aire aunque con menor densidad.
—¿Cómo te encuentras?
Los ojos del doctor Salvatierra reflejaban su confusión.
—No ha sido nada grave. ¿Estás bien?
El médico confirmó despacio aunque un gesto de su cara y un movimiento rápido de la mano, que se la llevó al vientre, preocupó a Javier. La herida era reciente, podría haberse reabierto.
—¿Seguro que estás bien?
—Sí, ha sido sólo un tirón de los puntos —se miró el antebrazo derecho—, y esto es apenas un arañazo.
A su espalda Alex permanecía con la mirada extraviada. El agente dejó al médico y se acercó a la joven.
—Alex, ¿te encuentras bien?
La inglesa espiaba un punto en lo alto de la colina.
—En la torre, Javier —dijo de repente.
—¿En la torre qué?
—Hay alguien. He visto una sombra moverse al contraluz de esa ventana justo un segundo antes del derrumbe de escombros. Sea quien sea el que nos ha hecho esto, está allí arriba.
La torre era una estructura construida junto a la iglesia. Posiblemente levantada en la Edad Media, el tiempo había sido benigno con sus paredes, que aparecían firmes y compactas; no ocurría así con su interior, una escalera de madera carcomida, débil e, incluso, en algunos tramos desaparecida. Si alguien había subido hasta lo más alto de la torre, o estaba loco o conocía otra formar de llegar hasta allí sin partirse la crisma en el intento. El agente lo constató al asomarse por la primera de las ventanas que jalonaban su fachada norte.
En el coche esperaban Alex y el médico.
—No existe posibilidad alguna de subir —advirtió—. La madera de la escalera está podrida en algunos sitios, parece muy quebradiza en otros y no existe en el resto.
—Es la mejor opción para encontrar esa casa matriz —lamentó la inglesa.
—Debemos echar un vistazo.
—Doctor, no estás en condiciones en estos momentos —le replicó Alex.
—Tonterías —protestó—. No puedo permitirme ahora ser un obstáculo, mi esposa me necesita.
Alex y el doctor Salvatierra se bajaron del automóvil y se dirigieron a la iglesia precedidos por Javier. Colgada sobre una pequeña colina que precedía a la elevación montañosa que hacía de parapeto en el lado norte del pueblo, indudablemente se constituía como la edificación emplazada en la parte más alta de la villa. La inglesa forzó una sonrisa ante el médico pero se sentía intranquila.
—Tenías razón, Javier —concedió.
—¿Tú dándome la razón?
—Sí... Era necesario presentarse en la iglesia. La torre podría dar nos la solución.
Javier lo ratificó con un movimiento de cabeza y se giró para ver la reacción del médico, sin embargo éste se había acercado a la fachada oriental del edificio y observaba con avidez una cruz sobre el frontón en la que parece que en tiempos había sido la fachada principal.
—¿Qué opinas? —Preguntó al agente cuando llegó hasta él.
—Es una cruz muy rara. ¿Está tronchada la parte superior?
—¿Y la parte de abajo no es muy ancha? Más que una cruz parece una persona con los brazos abiertos —apuntó el médico.
—Hay que tener en cuenta que esta parte de la iglesia es la más antigua. Seguramente sea románica —apuntó el agente—. ¿Las figuras del románico no eran esquemáticas y de poca verisimilitud?
—Este no es el caso —se entrometió Alex—. No es una persona con los brazos abiertos ni tampoco una cruz románica. Es una representación de la virgen... —De repente cayó en la cuenta—. ¡Esta podría ser la casa de la madre!
Los dos hombres la escrutaron sorprendidos.
—Trabajo en el Museo Británico, algo debo saber, ¿no? Vamos ver, sé que os dije que en la Edad Media la Iglesia relegaba a la mujer a un papel totalmente secundario, bueno no sólo en la Edad Media aunque eso es otra historia. En aquella época no todo el mundo estaba de acuerdo con esa tesis. Existían discordancias, discordancias que llevaron a muchos a la hoguera aquí, en vuestro país, y en otras naciones tan fundamentalistas como ésta.
Javier quiso protestar y el médico lo frenó para que la inglesa pro siguiera.
—En la Edad Media, poco tiempo después de las primeras Cruza das, nacieron una serie de órdenes militares, los Templarios, los Hospitalarios..., que pronto desafiaron la autoridad de Roma. Estas dos en concreto nacieron en Jerusalén y se expandieron rápidamente hacia Europa, donde les interesaba situar enviados que pudieran influir en monarcas y papas. Bien pudieron pasar por aquí, y muestra de ello es esa Diosa Madre —expuso dirigiendo la mirada hacia la figura—. Los Templarios creían en la mujer de forma distinta. De hecho, consagraban sus iglesias a la Virgen, y esculpían sus cruces con una base acampanada, como la falda de una mujer. Lo que hacían era representar de manera más o menos camuflada su devoción a la Diosa Madre.
El agente carraspeó.
—¿Quiero esto decir que tengo razón, que en la iglesia podría estar el manuscrito o, al menos, la clave para encontrarlo?
Alex sonrió.
—Sí, lo admito, aunque no por los argumentos que esgrimías. En realidad ha sido la suerte, la mera casualidad, lo que ha hecho que resolvieras este acertijo.
Los responsables de las agencias de información volvieron a conectarse. En esta ocasión comparecieron sudados, malhumorados y con un montón de papeles sobre sus mesas de trabajo; y detrás de cada uno tres o cuatro asesores tornando apuntes o tecleando en portátiles.
El director del MI6 les habló de nuevo.
—Bienvenidos señores y señora —saludó dirigiéndose a todos los congregados y en particular a la rusa Petrovna por eso de la caballerosidad británica—. Después de las palabras del comisario conocéis ya las intenciones de Al Qaeda, ahora os voy a explicar el operativo que nosotros llamarnos
Avicena
y que, por diversas cuestiones que no vienen al caso, se creó con unos objetivos distintos..., objetivos que ahora serán reformulados.
El comisario sabía bien a qué se refería Sawford, no era más que un eufemismo para no poner de relieve el interés del sobrino del rey en los supuestos poderes que, al parecer, posee la fórmula que contiene el documento creado por el médico persa. El director de la agencia británica continuaba enamorado del sobrino del monarca y eso les había llevado a todos a esta búsqueda sin sentido.
Mientras Eagan recordaba cómo lo introdujeron en aquella operación del MI6, Sawford explicaba quién era Avicena y qué es lo que teóricamente contiene uno de los documentos escritos por él. No dijo nada de cómo llegó a sus manos una copia del mismo, aunque el comisario sabía muy bien que había sido Hoyce quien se lo había entregado y que éste, aunque nunca desveló de dónde procedía, lo había conseguido de su padre biológico, el Duque de York. El comisario sabía que lo obtuvo fraudulentamente, pues se conducía como un arribista y un estafador sin conciencia.
—En vuestras pantallas podéis ver al científico jefe del operativo, Charles Snelling, que luego os podrá ofrecer más detalles. —La cámara lo enfocó por un momento, y con él, un paso por detrás, a Svenson—. Pero lo más importante no es qué contiene, ni si son ciertas o falsas las virtudes que se le suponen, sino que Al Qaeda no iniciará la operación
Día del Juicio Final
hasta que no posea el documento.
—Entonces estamos a salvo —dijo de inmediato el director de Operaciones del CNI.
El resto de directores ampliaron la imagen de Álvarez en sus pantallas.
—¿Y por qué estamos a salvo, Álvarez?
—Porque la copia del manuscrito se ha perdido y nadie ha encontrado aún el original..., y además creo que es imposible que Al Qaeda lo encuentre antes...
—¿Antes que quién?
El director de Operaciones del CNI parecía reflexionar. Contemplaba con preocupación a los reunidos en la enorme pantalla de su despacho, temiendo que cualquier información le comprometiese.
—Tres personas están buscando el manuscrito y están muy cerca de encontrarlo —se aventuró a contar.
—¿Quiénes?
—No es momento de poner sobre la mesa identidades, aunque debo decir que el MI6 sabe tanto como yo —replicó Álvarez.
La tensión entre el director de los servicios secretos británicos y el director de Operaciones del CNI crecía por momentos.
—¿Creéis que es momento de guardarse información? —Preguntó a toda la concurrencia—. Si existe una situación peligrosa para todos debemos afrontarla juntos sin más dilación. Y si alguno de vosotros esconde datos que pueden ser decisivos, está poniéndonos en riesgo..., a todos sin excepción —recalcó.