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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (45 page)

BOOK: El manipulador
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En sus sueños sería sólo Mr. McCready, el que vivía en la casita situada frente al embarcadero, o Sam el que tomaba plácidamente su cerveza en la intimidad de la taberna de la localidad con los cangrejeros y los pescadores del lugar. No era más que un sueño, por supuesto, una fantasía que le había asaltado a veces en la oscuridad en alguna callejuela encharcada por la lluvia de Checoslovaquia o de Polonia, cuando esperaba que se celebrase un «encuentro» o mientras vigilaba el lugar en el que había un buzón falso, para averiguar si había sido puesto bajo vigilancia, antes de acercarse para recoger el mensaje depositado en su interior.

Pero May se había ido al otro mundo y él se encontraba solo en éste, protegido únicamente por la camaradería del más pequeño de los mundos pequeños, junto a otros hombres que habían decidido servir a sus países respectivos y vivir en esos imperios de las sombras en los que la muerte no se presenta arropada con las llamaradas de la gloria, sino que está envuelta en el pálido destello del rayo de una linterna en el rostro y el rechinar de las botas de los soldados sobre el pavimento. Él había logrado sobrevivir a todos esos peligros, pero sabía que no lo conseguiría ante los mandarines.

Para colmo de males, sabía que pasaría el resto de su vida en algún lugar solitario del sudoeste británico, alejado de los otros viejos veteranos de la guerra, que tomarían sus copas de ginebra en el club de las Fuerzas Especiales, en las inmediaciones de Herbert Crescent. Al igual que la mayoría de las personas que habían pasado su vida entre las sombras, Sam era un solitario convencido, un hombre al que costaba mucho hacer amigos, una especie de zorro macho que prefería los ocultos refugios conocidos antes que los espacios abiertos.

—Quiero decir —prosiguió Timothy Edwards— que aquellos días en los que era necesario entrar y salir furtivamente de Alemania Oriental son cosas del pasado. En octubre de este mismo año, Alemania Oriental dejará virtualmente de existir, e incluso, hoy en día, tan sólo existe de nombre. Las relaciones con la Unión Soviética han cambiado por completo, hasta el punto de haberse vuelto irreconocibles; ya no habrá más desertores, sólo huéspedes honorables…

«¡Ay, Dios mío! —pensó McCready—, el pobre se lo ha tragado ¿y qué ocurrirá, mi querido Timothy, cuando el hambre acose a los moscovitas y los partidos de la línea dura cierren filas y se lancen contra el acosado Mijaíl Gorbachov? Qué más da, ya lo verás…»

McCready dejó de prestar atención y se puso a pensar en su hijo. Era un buen muchacho, un bravo mozo, que acababa de terminar sus estudios en el instituto y se disponía a convertirse en arquitecto. La vida le sonreía. Tenía una bonita novia rubia que vivía con él —todos parecían hacer lo mismo en los días de hoy…—, por lo visto, las chicas guapas no sentían la necesidad de verse rodeadas de seguridad. Lo cierto era que Dan le visitaba de vez en cuando. Unos momentos hermosos. Pero el chico tenía su propia vida, una carrera por delante, amistades que hacer, lugares que visitar, y Sam esperaba que esos lugares fueran más agradables y seguros que aquellos en los que su padre había tenido que moverse.

Le hubiera gustado haber pasado más tiempo con su hijo cuando éste era pequeño, haber dispuesto del ocio necesario para revolcarse con él sobre la alfombra del cuarto de estar y leerle cuentos por las noches sentado junto a su cama. Con demasiada frecuencia, eso era algo que había delegado en May, ya que él se encontraba muy lejos, en algún país lejano y dejado de la mano de Dios, mientras contemplaba con angustia la barrera de alambre de espinos y esperaba, impaciente, la llegada de su agente arrastrándose por el túnel en la tierra, o escuchaba los bocinazos que le indicaban que jamás volvería a ver a ese compañero.

Había tantas cosas que había hecho, y visto, y lugares en los que había estado que, en realidad, no podía comentar con ese joven que aún le llamaba
papá
.

—Te estoy muy agradecido, Timothy, por tus sugerencias, las cuales, en cierto modo, se adelantan a las mías.

Denis Gaunt estaba haciendo un buen trabajo, obligando a esos hijos de puta a escucharle, ganándoselos para su causa a medida que hablaba. Era un hombre bueno, un agente con madera de líder sin duda alguna, pero también bueno.

—Porque —prosiguió Denis Gaunt— Sam se da perfecta cuenta, al igual que todos nosotros, de que no podemos seguir moviéndonos en el pasado, rumiando una y otra vez el pasto de la «guerra fría». Pero el asunto es que hay también otras amenazas que se ciernen sobre nuestro país y de las cuales podemos decir que van en aumento. Por ejemplo, la proliferación de los armamentos de alta tecnología que van a parar a manos de inestables tiranos en el Tercer Mundo. Todos nosotros sabemos con toda exactitud qué clase de armas ha vendido Francia a Irak. Y, por supuesto, está el asunto del terrorismo.

»Y a eso en particular… —continuó Gaunt mientras se levantaba y cogía una carpeta de cuero de la mesa del secretario del archivo, abriéndola—, permitidme recordaros aquel caso que comenzó en abril de 1986 y que terminó —si se puede decir que la cuestión irlandesa acabará alguna vez— a finales de la primavera de 1987. Es probable que tales casos se repitan una y otra vez, y la misión de nuestra Firma consistirá en enfrentarse a ellos… de nuevo. ¿Qué prescindamos de Sam McCready? Con franqueza, caballeros, eso sería una auténtica locura.

Los superintendentes del Hemisferio Occidental y de Operaciones Locales respectivamente asintieron con la cabeza mientras Edwards les lanzaba una mirada furibunda. Ésa era la clase de conformidad que él no necesitaba. Pero Gaunt se mostró muy persuasivo mientras leía los acontecimientos de abril de 1986 que había desencadenado el caso que tuvo ocupada a la Firma durante casi toda la primavera de 1987.

—El 16 abril de 1986 cazabombarderos que despegaron de los portaaviones estadounidenses apostados en el golfo de Sirte y otros que salieron de las bases británicas bombardearon la residencia del coronel Gaddafi, en las afueras de Trípoli. El área de dormitorios del sorprendido coronel fue atacada por un cazabombardero que había partido de la localidad estadounidense de Exeter, en una operación que recibió el nombre de
Iceman Four
.

»Gaddafi logró sobrevivir, pero no sin sufrir un fuerte ataque de nervios. Cuando se recuperó, juró vengarse, tanto de Estados Unidos como del Reino Unido, ya que nuestro país había permitido a los norteamericanos el despegue de sus cazabombarderos «F-111» desde nuestras bases militares de Upper Heyford y Lakenheath.

»A comienzos de la primavera de 1987 supimos cómo pensaba Gaddafi cumplir sus amenazas contra el Reino Unido, y el caso le fue encomendado a Sam McCready…

UN DESASTRE BÉLICO
CAPÍTULO PRIMERO

El padre Dermot O’Brien recibió el mensaje de Libia a través de la vía normal para ese tipo de primeras comunicaciones: por correo.

Se trataba de una carta completamente ordinaria, y si a alguien se le hubiese ocurrido abrirla —algo que nadie hizo por la sencilla razón de que en la República de Irlanda no se suele interceptar el correo—, no hubiera encontrado nada de interés en ella. El matasellos era de Ginebra, y aun cuando provenía de allí, en el membrete que había junto a los sellos se especificaba que el remitente trabajaba en el Consejo Mundial de las Iglesias, y eso no era cierto.

El padre O’Brien encontró la carta en su casillero, situado en el vestíbulo principal, junto al refectorio, una mañana en los comienzos de la primavera de 1987, cuando salía de desayunar. Echó un vistazo a los otros cuatro sobres que había recibido también, pero su mirada volvió a fijarse en el que le llegaba de Ginebra. Entonces vio la débil marca de lápiz en la solapa del sobre, la cual le advertía que no debería abrirlo en público, ni mucho menos dejarlo tirado en cualquier sitio.

El sacerdote saludó con una amable inclinación de cabeza a dos colegas que se dirigían al refectorio y subió a su dormitorio, en el primer piso.

La carta estaba escrita en el habitual papel delgado que se utiliza para el correo aéreo. El texto era caluroso y afable, comenzaba con
Mi querido Dermot
…, y estaba redactado en ese tono que un viejo amigo suele emplear cuando se dirige a un compañero que está involucrado en la misma obra pastoral. Aun cuando el Consejo Mundial de las Iglesias es una organización protestante, ningún observador casual hubiera encontrado nada extraño en el hecho de que un clérigo luterano escribiese a un amigo que daba la casualidad de que era un sacerdote católico. Aquéllos eran los días del ecumenismo cauteloso, sobre todo en el ámbito internacional.

El amigo de Ginebra le deseaba toda suerte de felicidades, se preocupaba por su estado de salud y le hablaba de la labor que el Consejo Mundial de las Iglesias realizaba en el Tercer Mundo. El meollo de la cuestión se encontraba en el tercer párrafo de la epístola, escrita a máquina. El remitente le comunicaba que su obispo recordaba con placer el encuentro que había tenido con el padre O’Brien y que nada le agradaría más que poder reunirse con él de nuevo. La carta concluía con un escueto
tu querido amigo Harry
.

Con sumo cuidado, el padre O’Brien dejó la carta a un lado y contempló, a través de la ventana de su alcoba, los verdes prados del Condado de Wicklow, que se extendían hasta la lejana localidad de Bray y, más allá, alcanzarían las grises aguas del mar de Irlanda. Éste se hallaba oculto por las cimas de las colinas, e incluso los tejados de Bray adquirían un aire mortecino al encontrarse a tanta distancia de la vieja casa solariega situada en las inmediaciones de Sandymount, donde la Orden a la que él pertenecía tenía su sede. Pero el sol brillaba esplendoroso sobre esas verdes campiñas que con tanta pasión amaba; la misma que ponía en su odio contra el gran enemigo que vivía al otro lado del mar.

La carta lo dejo intrigado. Había pasado mucho tiempo, casi dos años, desde la última vez que había viajado a Trípoli para una audiencia personal con el coronel Muammar el-Gaddafi, el gran líder de la
Jamahariya
del Pueblo libio, el custodio de la palabra de Alá, el hombre al que el remitente de la carta se refería como «el obispo».

Había sido aquélla una rara y privilegiada ocasión; pero, a pesar del florido lenguaje empleado en ella, del tono afable y de las extravagantes promesas, no logró nada en concreto. Ni dinero ni armas para la causa irlandesa. Aquello había terminado con una gran desilusión, y el hombre que había organizado el encuentro, Hakin al-Mansur, jefe del aparato exterior del Servicio Secreto libio, el Moukhabarat, que ahora firmaba como
Harry
, se había limitado a explayarse en tonos apologéticos.

Y por fin, la invitación, el resultado de aquella entrevista. Aun cuando en la carta no se especificaba una fecha concreta para la reunión con el obispo, el padre O’Brien sabía que eso no era necesario.
Harry
le daba a entender que se llevaría a cabo «sin dilación». Y aunque los árabes pueden postergar algo durante años pese a haber dicho que ha de ser sin ninguna dilación, si Gaddafi enviaba una convocatoria como ésa, lo mejor era acudir de inmediato para poder beneficiarse de su magnanimidad.

El padre O’Brien sabía muy bien que sus amigos en la Causa estaban deseosos de ser objeto de tal magnanimidad. Los fondos enviados desde Estados Unidos se estaban acabando, y los continuos llamamientos del Gobierno de Dublín por parte de esos hombres a los que el padre O’Brien veía como traidores, exhortando al mundo para que no enviase ni armas ni dinero a Irlanda, estaban, por desgracia, dando sus frutos. No sería de sabios el ignorar las invitaciones de Trípoli. El único problema consistiría en encontrar una buena excusa para emprender otro viaje tan pronto.

En un mundo perfecto, el padre O’Brien podría haberlo organizado con unas pocas semanas de descanso. Pero lo cierto era que hacía tan sólo tres días que había regresado de Ámsterdam, donde había simulado asistir a un seminario que llevaba el pomposo título de
La guerra por necesidad
.

Durante el tiempo que había pasado en el continente europeo había tenido la oportunidad de escabullirse de Ámsterdam y de alquilar por tiempo indefinido y bajo nombre falso, gracias a unos fondos que había recolectado con anterioridad en Utrecht, dos apartamentos, uno de ellos en la localidad holandesa de Roermond, el otro en Münster, en Alemania Occidental. Más tarde se convertirían en pisos francos Para los jóvenes héroes que irían a refugiarse en ellos con el fin de llevar la guerra al enemigo allí donde éste menos la esperaba.

Para Dermot O’Brien, el viajar formaba parte constante de su vida. La Orden a la que pertenecía realizaba labores misioneras y ecuménicas, y llevaba el Secretariado Internacional. Ese cargo le otorgaba la tapadera perfecta para la guerra; no para la guerra por necesidad, sino contra los ingleses; guerra que se había convertido en la misión de su vida y en la razón de la misma desde el día que sostuvo entre sus manos la destrozada cabeza de un joven moribundo en las calles de Londonderry. Hacía ya muchos años de eso, y había visto a los paracaidistas ingleses recorriendo las calles, y había pronunciado sus últimos votos, mientras para sus adentros se hacía su otra promesa, de tipo personal, de la que la Orden y el obispo nada sabían.

Desde entonces había alimentado y agrandado su visceral odio contra las personas que vivían al otro lado del mar y había ofrecido sus servicios a la Causa en la que lo recibieron con los brazos abiertos. Durante diez años fue el principal «apañador» a escala internacional para el IRA Provisional. Él había recaudado los fondos, movido el dinero de un Banco a otro —utilizando siempre cuentas bajo nombres falsos—; le había procurado pasaportes falsos, además de encargarse de que las armas y sus repuestos llegasen a salvo y fuesen almacenadas en lugar seguro.

Con su ayuda, las bombas colocadas en Regent’s Park y Hyde Park destrozaron a los jóvenes jinetes de la banda militar y sus caballos; mediante su apoyo logístico fue posible que los vehículos cargados de explosivos estallaran en una calle de las afueras de Harrods, destrozando cuanto había a su alrededor y lanzando por los aires entrañas y miembros mutilados. Lamentaba que aquello hubiera sido necesario, pero sabía que era justo. Luego leería las noticias en los periódicos y vería las escenas en la televisión en compañía de sus horrorizados compañeros en la sala de estar de la finca solariega de su Orden; y aceptaría la invitación de algún otro sacerdote de la obra parroquial y oficiaría la misa de difuntos con serenidad y calma espiritual.

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