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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (42 page)

BOOK: El manipulador
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La segunda persona en llegar tenía vuelo directo desde Londres, y viajaba con la «British Airways». Se trataba de Denis Gaunt, exactamente igual a sí mismo, salvo en el hecho de que tenía el cabello canoso y se veía quince años más viejo de lo que era en realidad. Llevaba un estrecho maletín de cuero con cerradura de combinación, sujeto a la muñeca izquierda por unas esposas, y lucía una corbata azul en la que tenía estampada la figura de un galgo, el distintivo de uno de los cuerpos de Mensajeros de la Reina.

Todos los países disponen de correos diplomáticos que se pasan la vida acarreando documentos de una Embajada a otra y volviendo con más documentos a sus respectivas naciones. De acuerdo a lo establecido en el Tratado de Viena, se les considera personal diplomático y sus equipajes no son registrados. El pasaporte de Gaunt estaba expedido a otro nombre, pero era un documento británico perfectamente válido. Lo presentó y pasó por los distintos controles sin impedimento alguno.

A la entrada del aeropuerto, un funcionario de la Embajada lo estaba esperando en un «Jaguar» para conducirlo a la Embajada británica, a donde llegó una hora después de Thornton. Así que pudo entregar a éste todos los instrumentos necesarios para el ejercicio del arte del maquillaje, los cuales había transportado en su propia maleta.

La tercera persona en pisar suelo moscovita fue Sam McCready, que llegó desde Helsinki en un vuelo de la «Finnair». Él también llevaba un pasaporte británico válido expedido a un nombre falso, y él también se había maquillado. Pero debido al calor que hacía dentro del avión, algo había salido mal.

Su rubia peluca se había ladeado un poco y, por debajo de ella, asomaba un mechón de cabellos oscuros. La goma de pegar que sujetaba su rubio bigote parecía haberse derretido, y, en uno de los extremos, su bien recortado bigote se había levantado, y le caía un poco sobre el labio superior.

El policía del control de entrada se quedó mirando la fotografía en el pasaporte y luego escudriñó el rostro del hombre que tenía frente a él. Los rostros eran idénticos, cabellos, bigote, todo. Nada hay de ilegal en el hecho de llevar una peluca, ni siquiera en Rusia; es algo que muchos hombres calvos hacen. ¿Pero un bigote que se afloje de pronto? El policía del control de pasaportes, que no era el mismo que había visto al rabino Birnbaum, ya que Scheremetievo es un aeropuerto muy grande, también fue a consultar a un oficial superior, el cual contempló al pasajero a través de un espejo unidireccional.

Al otro lado de ese mismo espejo, un fotógrafo sacó varias fotografías del pasajero, se impartieron una serie de órdenes y algunas personas pasaron de hallarse en condición de espera a encontrarse en estado de alarma operativo. Cuando Sam McCready hubo terminado en el control de aduanas y salió del aeropuerto, dos automóviles «Moscovitch», sin distintivo oficial, lo estaban esperando. También él fue recogido por un coche de la Embajada —de no tan alta categoría como un «Jaguar»—, y conducido hasta el edificio de la Embajada británica, aunque, en esta ocasión, el automóvil de la Embajada fue seguido durante todo el trayecto por dos vehículos de la KGB, cuyos ocupantes se encargaron después de dar aviso a sus superiores del Segundo Directorio Principal.

A últimas horas de la tarde, las fotografías de aquel extraño pasajero llegaban a la localidad de Yazenevo, donde tiene su sede el cuartel general del aparato de contraespionaje de la KGB, el llamado Primer Directorio Principal. Acabaron su recorrido sobre el escritorio del subdirector, el general Vadim V. Kirpichenko. El general se las quedó mirando, leyó luego el informe sobre la peluca y el extremo del bigote suelto, cogió las fotos y bajó con ellas hasta el laboratorio fotográfico.

—A ver si podéis quitarle esa peluca y el bigote —ordenó el general.

Los técnicos se pusieron a trabajar con el aerógrafo. Cuando el general vio el resultado final, estalló en estruendosas carcajadas.

—¡Qué me lleven todos los diablos si éste no es Sam McCready! —murmuró.

Informó al Segundo Directorio Principal de que sus propios hombres se encargarían de seguir al sospechoso e impartió las órdenes.

—Hay que vigilarle las veinticuatro horas del día. Si establece contacto con alguien, detened a los dos. Si recoge algo de un buzón falso, detenedlo. Si se tira un pedo apuntando hacia el mausoleo de Lenin, detenedlo.

El general colgó el auricular y leyó de nuevo los datos del pasaporte de McCready. Se suponía que el hombre, un especialista en electrónica, había volado desde Londres vía Helsinki, para limpiar la Embajada de micrófonos ocultos y aparatos de escucha, una labor rutinaria.

—¿Pero qué demonios estás haciendo realmente aquí? —preguntó el general al rostro de la fotografía que tenía sobre su escritorio.

En la Embajada británica, McCready, Gaunt y Thornton comían a solas. Al embajador no le hacía mucha gracia el tener a esos tres extraños invitados, pero la petición le había llegado del gabinete del Consejo de Ministros, asegurándole que esa molestia no duraría más de veinticuatro horas. En lo que atañía a Su Excelencia, cuanto antes se marcharan esos tres fantasmas indeseados, tanto mejor.

—Espero que resulte —dijo Gaunt mientras tomaban el café—. Los rusos son extraordinariamente buenos jugando al ajedrez.

—Cierto —asintió McCready con toda calma—, pero mañana nos enteraremos de lo buenos que son con el truco de las tres cartas.

CAPÍTULO VI

A las ocho y cinco minutos en punto de la mañana de un caluroso día de julio, un sedán «Austin Montego», sin distintivo oficial alguno, salía por el portalón de la Embajada británica en Moscú y cruzaba el puente sobre el Moskova en dirección hacia el centro de la ciudad.

Según el informe presentado por los agentes de la KGB, Sam McCready iba al volante y viajaba solo. Aunque su peluca y su bigote rubios estaban ahora impecablemente colocados en su lugar, no por eso dejaban de ser visibles para los vigilantes que acechaban tras los parabrisas de diversos automóviles. Al mismo tiempo se hicieron muchas fotografías con cámaras provistas de teleobjetivo, y varias más durante el resto del día.

El agente británico condujo cuidadosamente su automóvil por las céntricas calles de Moscú y luego se dirigió hacia el parque del Archivo Tecnológico, situado en el norte de la ciudad. Durante el trayecto realizó varias tentativas para sacudirse de encima algún posible perseguidor, pero todas fueron infructuosas. Tampoco se dio cuenta de que lo seguían. Los de la KGB estaban utilizando seis automóviles, cada uno de los cuales se comunicaba por radio con los demás, por lo que ninguno de esos vehículos se mantenía detrás del sedán «Montego» durante algo más de unos pocos kilómetros.

Una vez en el recinto del enorme parque el agente del SIS británico abandonó su automóvil y siguió su recorrido a pie. Dos de los vehículos de la KGB se quedaron vigilando cerca del sedán «Montego». La dotación de los otros cuatro coches se apeó y se desplegó por entre los instrumentos científicos en exhibición hasta que el británico estuvo rodeado por un círculo invisible.

El hombre se compró un helado, y estuvo casi toda la mañana sentado en un banco, simulando leer un periódico, mientras que echaba frecuentes ojeadas a su reloj de pulsera como si esperase a alguien. Pero nadie se le acercó, si se exceptúa a una anciana dama que le pregunto la hora. El agente británico le mostró su reloj sin decir ni una palabra, la mujer miró la hora, le dio las gracias y continuó su camino.

En seguida, la mujer fue puesta a buen recaudo, registrada e interrogada. A la mañana siguiente, los de la KGB estaban perfectamente convencidos de que la mujer no era más que una pobre anciana que quería saber la hora. El vendedor de helados también fue detenido.

Poco después de las doce, el agente de Londres sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta un paquete con bocadillos y se los comió muy despacio. Cuando terminó, se levantó del banco, tiró el envoltorio en una papelera, se compró otro helado y regreso a sentarse en el mismo banco.

La papelera fue puesta bajo vigilancia, pero nadie se acercó a retirar el papel de envolver hasta que los del equipo de limpieza llegaron con su carrito para vaciar el cesto. El papel del envoltorio había sido cogido ya por los agentes de la KGB antes de que los basureros pudiesen hacerlo; en realidad, todo el contenido del cesto fue objeto de un análisis minucioso en el laboratorio. Entre las pruebas efectuadas se incluían las encaminadas a detectar algún tipo de escritura invisible, así como micropuntos o microfilmes ocultos entre dos capas de papel. No se encontró nada. Pero sí se detectaron restos de pan, mantequilla, pepinillos y huevos.

Algo más tarde, justo después de la una, el agente británico se levantó del banco y abandonó el parque en su automóvil. Estaba claro que su primera cita había fracasado. Se dirigió a una de esas tiendas en las que sólo se puede comprar con divisas fuertes, con la evidente intención de asistir a una segunda visita, que parecía ser un encuentro de reserva. Los agentes de la KGB entraron en la tienda y se pusieron a remolonear entre las estanterías para ver si el inglés depositaba algún mensaje entre las selectas mercancías que había en oferta o si lo recogía. Si hubiese realizado alguna compra, hubiera sido arrestado de inmediato, tal como rezaban las órdenes, debido a que el artículo comprado contendría probablemente un mensaje, por lo que la tienda estaría siendo utilizada como un buzón falso. Pero no hizo compra alguna, y lo dejaron en paz.

Cuando abandonó la tienda, regresó en el automóvil a la Embajada británica. Diez minutos después salía de nuevo, pero esta vez sentado en la parte trasera de un «Jaguar» que iba conducido por un chófer de la Embajada. Cuando el «Jaguar» salía de la ciudad rumbo al aeropuerto, el jefe del equipo de vigilancia de la KGB estableció comunicación directa con el general Kirpichenko.

—Ahora se está aproximando al edificio del aeropuerto, camarada general.

—¿No ha establecido contacto de ninguna clase? ¿Absolutamente de ninguna?

—No, camarada general. Aparte la anciana y el vendedor de helados, ahora bajo custodia, no ha hablado con nadie, y tampoco nadie se ha dirigido a él. El periódico que había estado leyendo, y que después tiró, así como el papel que envolvía sus bocadillos se encuentran en nuestro poder. Por lo demás, no ha tocado nada.

—Se trata de una misión fallida —comentó pensativo el general Kirpichenko—. Ya volverá. Y nosotros le estaremos esperando.

El general sabía que Sam McCready, con el pretexto de ser un técnico del Ministerio de Asuntos Exteriores británico, viajaba con pasaporte diplomático.

—Dejad que se vaya —ordenó el general—. Vigilad bien, no sea que vaya a establecer algún contacto dentro de la sala de espera; de no ser así, seguidle por los controles hasta que se encuentre dentro del avión.

Poco después, el general examinaría las fotografías que los hombres de su equipo habían tomado con teleobjetivo; entonces pediría una lupa de gran aumento, las examinaría de nuevo, se enderezaría con el rostro enrojecido por la ira y gritaría:

—¡Partida de cretinos estúpidos, éste no es McCready!

A las ocho y diez minutos de esa misma mañana, un «Jaguar», conducido por Barry Martins, el jefe de la delegación del SIS británico en Moscú, salía de la Embajada del Reino Unido y se dirigía, con gran parsimonia, hacia el viejo barrio de Arbat, con sus angostas calles flanqueadas por las elegantes casas de unos comerciantes prósperos que ya pertenecían a una época pasada. Un único «Moscovitch» se encargó de la persecución, pero eso era algo que hacían por pura rutina. Los británicos se referían a esos agentes de la KGB que lo perseguían por todo Moscú, ejecutando una de las tareas más aburridas de la vida, como «la cuadrilla de ostras». El «Jaguar» se metió por el barrio de Arbat como si paseara, pero el hombre que conducía sacaba de vez en cuando de la guantera el plano de la ciudad para consultarlo.

A las ocho y veinte una limusina «Mercedes Benz» salía de la Embajada. Al volante, con chaqueta azul y gorra de visera, iba uno de los chóferes de la Embajada. Nadie se fijó en la parte trasera del automóvil, así no vieron a una figura agazapada contra el suelo del vehículo y cubierta por una manta. Otro «Moscovitch» salió en persecución de este último coche.

Al entrar en el barrio de Arbat, el «Mercedes» pasó al lado del «Jaguar», estacionado. En ese momento, Martins, que se encontraba todavía consultando su plano de la ciudad, reaccionó con prontitud, se alejó del bordillo de la acera efectuando un viraje brusco y se colocó entre el «Mercedes» y el «Moscovitch» que lo seguía. El convoy quedó constituido entonces por un «Mercedes» un «Jaguar» y dos «Moscovitch», todos circulando en fila india.

El «Mercedes» se desvió entonces por una calle de dirección única, seguido por el «Jaguar», al que, de repente, empezó a fallarle el motor, que comenzó a carraspear, toser y gemir, sufrió unas cuantas sacudidas y se detuvo en seco. Los dos «Moscovitch» que quedaron pegados al «Mercedes» y empezaron a vomitar agentes de la KGB. Martins accionó la palanca para abrir el capó, se apeó del vehículo, y levantó la tapa. De repente se vio rodeado por hombres que vestían chaquetas de cuero y que no hacían más que protestar.

El «Mercedes» desapareció calle abajo y giró por una esquina. A ambos lados de la calle se habían formado unos corrillos de moscovitas que contemplaban la escena y se divertían al escuchar cómo el conductor del «Jaguar» decía al jefe del grupo de la KGB:

—¡Escúcheme, buen hombre, si piensa que no tiene más remedio que proseguir con su labor de espionaje, pase por encima de mi coche!

No hay nada que regocije más a un moscovita que ver a un grupo de
chequistas
metidos en apuros. Uno de los agentes de la KGB se metió de nuevo en su automóvil y empezó a hablar por radio.

Cuando el «Mercedes Benz» salió del barrio de Arbat, con David Thornton al volante, éste se dejó dirigir por Sam McCready, el cual, sin ningún tipo de disfraz, y asemejándose precisamente a sí mismo, salió de debajo de la manta y se puso a darle instrucciones.

Veinte minutos después, el «Mercedes» se detenía en un camino solitario y rodeado de árboles en el centro del parque Gorki. Sam McCready se dirigió a la parte trasera del automóvil y arrancó la placa con el distintivo CD, del cuerpo diplomático, la cual estaba asegurada con un pestillo a presión fácilmente desmontable, y, sobre la placa británica colocó una placa de matrícula distinta, preparada con un pegamento muy fuerte por el reverso. Thornton hizo lo mismo en la placa de la parte frontal del automóvil. McCready sacó del portaequipajes el maletín en el que Thornton llevaba sus utensilios de maquillaje y fue a sentarse en la parte trasera del automóvil. Thornton cambió su gorra de visera azul marino por una de cuero típicamente rusa y volvió a ocupar su puesto al volante.

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