El mal (78 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El mal
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Por fin, se detuvo. Girándose con cuidado, oteó el majestuoso panorama que se extendía ante sus ojos. Y lo vio.

Vio, lejano, el perfil elevado de una puerta de centinelas alzándose sobre el horizonte neutro. Enorme, maciza, retorcida en su arquitectura, aquella fortaleza marcaba un umbral que separaba la región de los hogareños de un abismo de profundidad desconocida, protegiendo a los fantasmas que aguardaban anclados en el París adormecido.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Ralph.

La simple mención de los centinelas le helaba la sangre.

* * *

Marcel y Edouard permanecían tras la puerta de la casa, tratando de contener los embates provocados por la creciente acumulación de roedores. Otros vecinos, alertados por el escándalo que reinaba en el edificio, habían bajado hasta el vestíbulo para ayudar a mantener bloqueado aquel acceso.

Lo de menos en ese instante era el origen de aquel asedio; la única prioridad consistía en superar ese horror que se abalanzaba sobre ellos como una marabunta y que ya había provocado el desvanecimiento de un señor de avanzada edad.

Entre tanto, Pascal retrocedía asustado ante la transformación que acababa de experimentar el rostro de Marc. Las facciones de este, que durante un rato habían mostrado el verdadero semblante del asesino pederasta, ofrecían ahora un aspecto fiero: la piel de la cara se le había cuarteado dando lugar a una máscara plagada de grietas cuyos ojos inflamados, dominados por pupilas de un rojo incandescente, parecían a punto de escapar de sus órbitas. Más abajo, la boca del ente describía un trazo irregular, con labios abultados por el perfil exagerado de los dientes que habían crecido sobre sus encías. Marc los chasqueó, aproximándose a su víctima con unos brazos extendidos que terminaban en manos crispadas, con dedos curvados como garras.

El Viajero alzó su arma, tratando así de interponer la benéfica influencia de su daga para evitar ser alcanzado por el ente. De nada sirvió: un aura de energía oscura rodeaba a aquel ser, multiplicando su poder.

—Yo te salvé —susurró el Viajero, ganando tiempo—. Algo me debes...

Aquel monstruo soltó una carcajada cargada de malevolencia.

—Viajero, solo me serví de ti —repuso la criatura con voz cavernosa—. Como pienso hacer ahora...

Marc lo quería vivo. El ente se debatía entre matarlo —con lo que garantizaba su propia seguridad— y renunciar a sus planes, o respetar su vida para intentar acometer su retorno al mundo de los vivos.

Pronto resultó evidente que la insaciable ambición de aquel engendro iba a permitir, por el momento, la supervivencia del Viajero. Al menos, hasta que la limitada paciencia de la criatura condenada se agotase.

Lo único que impedía al ente conseguir a Pascal y tenerlo a su merced era la daga que el Viajero aún enarbolaba. Aunque empuñada sin excesiva convicción, se resistía, sin embargo, a apagarse en medio de tanta oscuridad. Marc la observaba con ojos ávidos, aguardando un despiste fatal.

* * *

Ralph continuaba encaramado en la cúspide de la Torre Eiffel, hipnotizado ante la visión lejana aunque precisa de la puerta de los centinelas. Desde allí percibía el influjo sagrado, intimidante, de aquel umbral poderoso que se alzaba marcando un límite que parecía abrasar incluso en la distancia.

«Tengo que hacerlo», se dijo. Recrearse en la imagen sobrecogedora de aquella fortaleza solo servía para prolongar su indecisión hasta convertirla en una agonía de ansiedad que corría el riesgo de inmovilizarlo.

No. No debía dar rienda suelta a sus temores, no debía pensar en las consecuencias que se desatarían si persistía en aquel demencial empeño. Lo único en lo que debía centrarse era en dar ese último paso.

Por fin, el miedo que lo atenazaba sucumbió ante la evidencia de que cada minuto de retraso podía condenar al Viajero. Y tomó la determinación de seguir adelante. Su intuición sobre el ente demoníaco era lo suficientemente inquietante como para darse cuenta de lo que había en juego.

En realidad, mucho más que su propio destino.

Tal vez con aquella maniobra lograría al fin desembarazarse del complejo de huida que arrastraba desde que, en el mundo de los vivos, escogiese el camino del suicidio, un error cuyo pago le pesaba como una losa.

Debía culminar su estrategia.

Ralph no olvidaba que, en el preciso instante en que ejecutase su iniciativa, delatándose ante la sagrada autoridad, ya no habría marcha atrás. Él dispondría entonces de muy poco tiempo para abandonar la Torre Eiffel y, con ayuda de Augustin, llegar hasta Pascal. Todo ello antes, por supuesto, de que los centinelas, advertidos por su propio gesto, lo atrapasen. En caso contrario, de nada habría servido su sacrificio.

Ralph, bloqueando su mente, procedió a hinchar los pulmones al máximo. A continuación, tras comprobar que podía mantener el equilibrio sobre las vigas de hierro, se llevó las manos a la boca con los dedos extendidos para hacer de pantalla y, sin pensarlo más, con el rostro dirigido hacia la puerta de los centinelas, gritó con todas sus fuerzas.

Continuó gritando una y otra vez y, sin detenerse a comprobar si su maniobra tenía éxito, inició el descenso antes de que fuera demasiado tarde.

Gracias al escándalo provocado, los centinelas, detectando que un suicida había salido de su recinto y se estaba moviendo por el sector de los fantasmas hogareños, ya habrían empezado a reaccionar, dirigiéndose hacia allí a su ritmo sutil e inexorable.

Ralph tenía tanto miedo ante la posibilidad de aquel encuentro, que se precipitaba sobre la estructura de la torre con la mente en blanco, obsesionado por la imperiosa necesidad de salir de allí.

CAPITULO 57

Las ratas, haciendo gala de su inteligencia depredadora, no habían tardado en encontrar otros cauces —cañerías, conductos de aire acondicionado, ventanas abiertas de algún apartamento vacío— para acceder al interior del edificio donde todavía se guarecían Marcel y Edouard junto al resto de vecinos que procuraban protegerse de la invasión.

Seguían oyéndose gritos horrorizados, carreras y el golpeteo minucioso y veloz de patas diminutas. Nadie había acudido aún a socorrerlos, tal vez un indicio del escepticismo con el que se había ido recogiendo el aviso de aquella plaga inaudita. No obstante, las llamadas pidiendo auxilio se multiplicaban, por lo que era previsible que en muy pocos minutos apareciesen las fuerzas del orden.

Resultaba increíble lo que estaba sucediendo, pero se trataba de algo real, como podían atestiguar muy bien todos los afectados. A aquellas alturas, ese tramo de la manzana estaba literalmente sitiado por las ratas, un torrente gris desde el que se alzaba el agudo rumor de sus chillidos.

Los frenéticos roedores estaban mostrando un comportamiento extraño a los ojos de las personas que residían en el edificio: no alteraban su determinación en ningún caso, no se arredraban ante la presencia humana ni se detenían en los diferentes espacios que recorrían.

Tanto el Guardián de la Puerta como el joven médium, sin embargo, no exteriorizaron, ante aquel fenómeno inexplicable, ninguna sorpresa en sus gestos crispados y sudorosos. Eran muy conscientes de que todo ese despliegue animal perseguía un solo objetivo: devorarlos.

Por eso no se tomaban ni un respiro en su labor de aplastar a todas las ratas que iban llegando hasta ellos, al igual que hacían los pocos hombres y mujeres que se habían atrevido a bajar hasta el recibidor de la casa.

El problema radicaba en que, a cada segundo, el número de roedores aumentaba. Pronto no podrían hacerles frente. Ya el suelo que pisaban se había convertido en una agitada alfombra de cuerpecillos peludos sobre la que ellos se desplazaban con sumo cuidado, conteniendo las arcadas al sentir cómo aplastaban roedores a cada paso.

Ni Edouard ni el forense imaginaban una muerte más dolorosa y repugnante que ser devorados por aquellos animales. Ambos, incluso en aquellas acuciantes circunstancias, pensaban sin embargo en Pascal, en el Viajero. Y en el resto de aliados que aguardaban en el palacio de Le Marais.

Había en juego mucho más que sus vidas.

* * *

El ente se iba aproximando a Pascal mostrando una retorcida sonrisa. Sabía que su adversario agotaba sus últimas fuerzas, y se regodeaba en aquella espera silenciosa, calculada, anhelando tener entre sus dedos aquel corazón caliente. Pronto podría sentir su humedad tibia y esponjosa, cuando lo hubiese arrancado de ese pecho joven para depositarlo en el altar de la ceremonia que le permitiría abandonar aquella dimensión y acceder físicamente al mundo de los vivos. Muy pronto.

Marc dio un paso más y enseñó sus enormes dientes al Viajero. La daga que frenaba sus movimientos volvía a perder vigor ante él, se alzaba ahora a menor altura, como los propios ojos de Pascal. La bruma maligna, alrededor de ellos, se espesaba presagiando el momento en que el Viajero caería por fin en manos del ente. Nada se veía a pocos metros, los columpios y los juguetones perfiles de los niños habían sido engullidos por la compacta niebla.

Marc se aproximó un poco más, su rostro animal se percibía con mayor nitidez. El poder tenebroso que emanaba de aquella criatura acariciaba a Pascal como una brisa infecta, lo asfixiaba. La hoja de su daga había comenzado a tambalearse, y poco a poco acentuaba su inclinación en un gesto de rendición.

Ni siquiera el flujo energético que circulaba por su arma lograba resucitar en el Viajero el aplomo suficiente. Aun así, mostrando una resistencia casi sobrehumana, Pascal se empeñaba en mantener la daga lo más enhiesta posible; mientras quedase un ápice de fuerza en su interior, persistiría en su actitud rebelde. No se sometería.

—¡Pascal!

Aquella inesperada llamada llegó hasta ellos amortiguada por la consistencia ingrávida de la niebla. El Viajero reconoció aquella voz. Se trataba del suicida.

«Mal momento escoge Ralph», pensó Pascal sin interrumpir el pulso visual con su enemigo.

—¿Dónde estás? —insistía el suicida, moviéndose por las inmediaciones—. ¡Por favor, oriéntame!

A pesar de que la aparición de aquel chico no mejoraba mucho el panorama, lo cierto es que disminuyó la sensación de soledad que se filtraba en el cuerpo de Pascal junto con el tacto gélido de la bruma. Por lo pronto, la daga recuperó —al menos por unos minutos— algo de empuje. La mirada de Marc, percatándose de ello, se afiló.

—¡Pascal!

Sonaba cada vez más cerca. ¿Debía responder? El Viajero dudó, planteándose si hacerlo equivalía a conducir a Ralph a manos del ente demoníaco. Por fin decidió que aquel espíritu generoso no figuraba entre los intereses de Marc, así que delató su posición con un débil grito. Y es que ni siquiera albergaba impulso suficiente para ello.

Enseguida una figura —Augustin había retornado a su enclave doméstico— fue tomando forma a medida que se aproximaba, hasta que adquirió la nitidez necesaria como para ser reconocible. Pascal, incluso en medio de aquellas circunstancias, agradeció el sencillo apoyo de su aparición.

—Bienvenido —murmuró el ente desde su lugar, con la voz deformada por sus fauces, en un tono hambriento que parecía invitar al recién llegado a convertirse en una víctima más.

Ralph, más tranquilo al comprobar que llegaba a tiempo, dio un respingo al ubicar al monstruo y percatarse de su repulsiva transformación. Incapaz de soportar la imagen de su cabeza deforme, se apretó contra Pascal. Ya se disponía a ponerle al corriente de lo que quizá acababa de provocar, cuando una rotunda pesadez surgió de improviso en el aire, atenazó sus sienes y empezó a incrustarse en el ambiente. Un silencio solemne, distinto al que había dominado la escena hasta el momento, barrió la zona aniquilando los escasos sonidos existentes.

Marc había abierto mucho los ojos, exhibiendo un repentino temor.

—Alma débil —increpó a Ralph, escrutando las volutas de bruma a su alrededor—. ¿Qué has traído contigo?

* * *

Todos los vecinos habían huido despavoridos hacia el refugio de sus pisos, ante la incontenible marea de ratas que ya había logrado alcanzar el vestíbulo.

—¡Vengan! —les gritaba a una distancia prudencial el inquilino de uno de los apartamentos de la primera planta, asomado a la escalera—. ¡Pónganse a salvo en mi casa, se están jugando la vida!

El miedo de Marcel, que se revolvía junto a Edouard para quitarse roedores de encima mientras lanzaba estocadas con su katana, era aceptar la invitación y condenar a aquella familia a su misma suerte. Estaba a punto de decidirlo cuando, de repente, el fragor agudo de los chillidos animales se apagó y sus movimientos se paralizaron.

Silencio. Miles de ojillos que no pestañeaban. Ausencia absoluta de movimiento en toda la casa, en los alrededores, en la calle.

En décimas de segundo, aquella escena frenética y ensordecedora en que se veían envueltos Marcel y Edouard se acababa de convertir en una imagen detenida y muda, en una foto, en una espeluznante galería de algún museo de los horrores.

El Guardián y el joven médium, impactados ante ese fenómeno, no se atrevían a moverse por miedo a romper el aparente encantamiento que había provocado aquel misterioso ensimismamiento en los animales.

Las pocas ratas que todavía permanecían agarradas a las ropas de ellos se soltaron y cayeron al suelo, donde se mantuvieron en la misma actitud expectante de las demás.

Transcurrieron los segundos. Los vecinos del edificio, que también percibían la extraña atmósfera que se había impuesto, no osaban profanar aquella calma y continuaban en sus posiciones sin emitir ningún ruido.

Al fin, los ejemplares dominantes de la plaga parecieron ir despertando progresivamente de su atontamiento, pero solo lo hicieron para, mitigada su actitud agresiva y hambrienta, desaparecer por los mismos caminos intrincados por los que habían llegado. Todas las demás ratas obedecieron la misma estrategia, y muy pronto el vestíbulo de la casa se veía libre de aquella amenaza, todavía con el sonido de fondo de diminutas patas recorriendo cañerías y todo tipo de vías.

Fue entonces cuando les alcanzó el sonido estridente de unas sirenas. Llegaba la policía.

* * *

Ralph no había respondido a la interpelación del ente, encogido de miedo tras Pascal. Aunque aún no era posible detectar nada extraño alrededor de ellos, un sexto sentido les advertía de que no estaban tan solos como antes. Algo más acudía a aquel enfrentamiento en el parque infantil. Algo cuya marcha grave e implacable iba provocando una quietud en todos los seres que habitaban allí, en todas esas almas hogareñas que se encogían ahora, ocultas en lo más recóndito de las fisuras que, dentro de los edificios, se abrían como heridas entre dimensiones.

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