La pasión había protagonizado sobrecogedores crímenes a lo largo de la historia, y por lo visto continuaba haciéndolo.
Pascal, desbordado por la impactante información que se veía obligado a asumir, dejó que Michelle acabara de hablar antes de iniciar su confesión. Conocer la forma en que el espíritu errante se había sacrificado contra André Verger acentuó aún más su sentimiento de culpabilidad.
Todo era una locura. Una locura cuyo detonante principal era él.
Por enésima vez, Pascal se maldijo por no haber tenido el aplomo de hablar antes con ella, por haber cometido la estupidez de prolongar su doble juego. Pretender ganar tiempo, escapar de su responsabilidad, solo había supuesto una estrategia cobarde y deshonesta que había empeorado las cosas hasta un extremo inconcebible.
¿Podría arreglarse todavía? El rostro de su amiga reflejaba pocas esperanzas.
Pascal no pudo evitar las lágrimas, experimentando un dolor desconocido, que nacía como una ráfaga nerviosa, como un latigazo recóndito, desde lo más profundo de sus entrañas. Y pidió perdón.
—No te reconozco, Pascal —aquellas palabras se hundieron en el chico con la profundidad lacerante de una puñalada—. ¿Cómo has podido hacernos algo así?
El hecho de que Michelle incluyera a Beatrice entre las perjudicadas dejaba claro que consideraba al muchacho el único responsable. Y lo peor fue que él, en su fuero interno, estuvo de acuerdo con aquella acusación. Pascal se propuso terminar mostrando esa honestidad que había sido incapaz de exhibir durante todo aquel tiempo.
El Viajero se intentó excusar aludiendo a lo que ocurriera cuando Michelle aún no había ofrecido una respuesta clara a su petición, durante su rescate en el Más Allá. Buscaba su indulgencia. Se acercó a ella, se puso en cuclillas y le tomó una mano que ella cedió sin emoción.
—Yo te quiero, Michelle —ahora sí la miraba a los ojos—. Como no he querido a nadie.
Ella lo enfocó con sus pupilas enrojecidas, moviendo la cabeza hacia los lados.
—Pues tienes una forma muy extraña de demostrarlo, Pascal. ¿Ahora que no puedes continuar tu juego me pides perdón? ¿Cómo quieres que sepa cuáles son tus verdaderos sentimientos? —se quejó ella, destrozada—. En ningún momento te han impedido utilizarnos a las dos.
—No os he utilizado, Michelle. Yo...
—Tú qué.
Pascal se pasó una mano por la cara, desesperado ante la forma en que su proyecto más íntimo se iba precipitando hacia la nada.
—No sé, Michelle. No sé qué decir —tragó saliva—. ¿No basta decirte que te quiero?
Él levantó la mirada, anhelando un gesto piadoso de aquella chica a la que amaba como nunca se hubiera atrevido a imaginar.
—No lo sé —reconoció ella con voz rota—. Ahora todo ha cambiado. Me has estado mintiendo, Pascal. Has jugado conmigo, con las dos.
Michelle apartó su mano y se levantó.
—Debo irme —anunció—. Lo único que importa ahora es la vida de Dominique. ¿Nos vemos en el hospital?
Pascal se mantuvo apoyado en la silla que acababa de dejar vacía su amiga.
—Sí —murmuró vencido—. Allí nos vemos.
—Pascal —Michelle llegó hasta la puerta de la habitación y se volvió; él se giró hacia ella—. ¿Qué te daba Beatrice? ¿Qué te ofrecía ese fantasma que yo, estando viva, no podía ofrecerte?
Pascal se tomó unos segundos antes de contestar.
—Supongo... supongo que nada, en realidad —reconoció—. Todo aquello fue un espejismo, Michelle. Solo eso. Un espejismo que me deslumbró.
Ella frunció el ceño.
—Un espejismo que la ha condenado, ¿no? Y que a mí me ha roto el corazón.
Michelle abandonó la habitación. Pascal, con la cabeza apoyada en un brazo de la silla y los ojos cerrados, escuchó sus pisadas por el corredor, suspirando por que se detuvieran, por percibir un atisbo de clemencia en aquella despedida que flotaba en la atmósfera crispada de la casa.
—¡Yo no elegí ser el Viajero! —alcanzó a gritar él, hundido—. Todo me superó, eso es todo...
Su voz, convertida en un hilo moribundo, se perdió en un susurro.
Michelle se había detenido un instante, sí, antes de salir del piso. El suave golpeteo de sus zapatillas había cesado, algo que no pasó inadvertido para Pascal.
La chica había llegado a escuchar la doliente lamentación de su amigo mientras se secaba unas lágrimas que resbalaban por su mejilla.
Instantes después, el sonido seco de un portazo comunicó a Pascal que, ahora sí, se acababa de quedar solo.
Muy solo.
* * *
Se habían reunido en el local de la Vieja Daphne, dado que el palacio de Le Marais se encontraba tomado por la policía, que investigaba la muerte de la detective Betancourt. Por duras que fuesen las circunstancias, no podían permitirse ni el más leve descuido, y una inspección policial podía resultar, cuando menos, muy incómoda. Al menos, el dolor por Marguerite quedaba mitigado por el éxito obtenido en el enfrentamiento contra el ente demoníaco, lo que ayudaba a recuperar un estado de ánimo contaminado aún por otras lacerantes incógnitas: Dominique y Jules, cada uno envuelto en su propia batalla. El primero contra la muerte, el segundo contra la no-muerte.
Allí estaban los supervivientes, sentados, contemplando en silencio los movimientos de la anfitriona. El grupo de los conocedores del secreto de la Puerta Oscura, excepto Dominique, se había vuelto a reunir, sin transición, apenas veinticuatro horas después del retorno de Pascal. Todos, incluido Jules.
El joven gótico presentaba un aspecto macilento. Ojeroso, con las mejillas consumidas y con una piel de blancura casi transparente, mantenía su mirada clavada en el suelo, como sintiéndose culpable por la inexorable condición vampírica que ahora lo situaba en el punto de mira de todos sus amigos. Su tradicional delgadez se había acentuado, y su figura de huesos marcados no hacía más que removerse mientras aguardaba, no sabía si una propuesta o un veredicto. Al menos, la penumbra de aquella estancia le hacía más fácil la espera.
—¿Qué tal en el palacio? —indagó la bruja, mirando al forense.
—Va bien. El hecho de contar ya con el cadáver del asesino de Marguerite ha reducido mucho los movimientos policiales. Si tienen carnaza, no incordiarán mucho.
Daphne asintió.
—Con el cuerpo del culpable será fácil contentarlos y que no hagan demasiadas preguntas.
—Las harán, de todos modos —repuso Marcel—. Que acaben con un policía siempre despierta un desmesurado corporativismo. Pero tengo las respuestas oportunas. Son demasiados años trabajando con ellos. Juego en casa.
—Sabes que no nos llevábamos precisamente bien —la vidente movía la cabeza hacia los lados—, pero debo reconocer que Betancourt era una profesional muy valiente y honesta. Por eso su pérdida es irreparable.
—A pesar de su mala reputación entre algunos de sus compañeros, me encargaré de que quede claro que la suya fue una intervención heroica —el forense apretaba los labios de indignación—. Aunque de poco sirven los homenajes postumos.
—Lo único que deja ella en este mundo es su recuerdo —estimó la vidente—. Por eso es importante ayudar a que sea el mejor posible.
—Supongo que tienes razón.
Volvió a imponerse un silencio.
—¿Dominique? —Daphne iba tratando cada una de las prioridades antes de abordar el tema principal que motivaba aquella reunión.
Pascal debía responder a esa cuestión; era el último que lo había visitado en el hospital. No obstante, tardó en contestar. Su mente no se apartaba de Michelle, con quien apenas había cruzado palabra desde su conversación horas antes, lo que había contrastado especialmente con la cálida acogida que los demás seguían ofreciéndole tras su retorno del Más Allá. ¿Se habrían dado cuenta los demás?
—¿Qué sabemos de Dominique, Viajero? —insistió Daphne, cortando las reflexiones del muchacho.
Pascal despertó de su inquieta ensoñación con dificultad.
—Sin... sin novedades —titubeó muy serio—. No mejora, pero tampoco empeora.
Jules alzó entonces sus enfebrecidos ojos hacia él, consciente de que era el único que no estaba al corriente de lo que sufría. Todos aguardaban, respetando su derecho a ser quien se lo comunicara a su amigo, y no era cuestión de prolongarlo más.
—Pascal —comenzó con voz ronca—, estoy enfermo.
Aquella repentina declaración dejó al aludido perplejo, no tanto por su contenido como por la solemnidad con la que Jules se acababa de expresar.
—Ya lo sé —contestó, sin alcanzar a imaginar lo que se le avecinaba—. Lo sabemos todos, no consigues superar ese cansancio crónico. Pero no te preocupes, buscaremos algún médico que...
—Lo mío no tiene cura —cortó el otro, decidido a no andarse con tapujos—. No es una enfermedad de los vivos.
Nadie más intervenía. Ahora, el rostro de Pascal había pasado a mostrar un asombro petrificado.
—¿Qué has dicho?
—Varney —Jules había retomado la mirada vencida, sus pupilas se centraban en un punto perdido del suelo—. Me mordió. Hace meses que me estoy convirtiendo en un... vampiro.
La reacción de Pascal fue inmediata, tajante.
—Eso es imposible.
Pascal se negaba a contemplar aquella absurda posibilidad. Su mente no estaba preparada para asumir nuevas pérdidas, y mucho menos de aquella turbia naturaleza.
Jules señalaba con uno de sus brazos a espaldas del Viajero. El Viajero obedeció la indicación y se giró para encontrarse, al fondo, con un espejo de medianas dimensiones colgado en la pared, sobre un aparador de madera oscura. Lo de menos fueron el cristal, el marco, la escena. Ni siquiera importó el murmullo que detectó en los demás.
Lo impactante, lo trágico, era la imagen duplicada que aquel vidrio contenía en su interior. Pascal pudo verse a sí mismo mirándose absorto, y a los demás... menos a Jules. A través del reflejo se cruzó con las miradas de todos, incluso durante un fugaz instante con la de Michelle —hermética, quizá incapaz de ocultar todo resquicio de dolor, como debía de ser su intención—, pero no con la de Jules.
Y es que su amigo gótico no se reflejaba en el espejo, su asiento en aquella estancia se veía vacío.
Incluso él conocía la única explicación a aquel fenómeno antinatural.
Pascal no supo qué decir, cómo reaccionar. Por fortuna, Michelle intervino, movida por su camaradería gótica:
—Daphne, ¿seguro que no hay ningún remedio o antídoto, algo a lo que podamos recurrir sin necesidad de...?
No terminó de formular su interrogante, aunque todos visualizaron en sus mentes el último recurso que pretendían evitar: un terrible ritual antivampírico que sí podía librar a Jules de su pesadilla, pero arrebatándole la vida al mismo tiempo.
—No lo hay a estas alturas —reconocía la vidente evitando mirar a Jules, esforzándose sin éxito por contemplar la situación desde una perspectiva neutra, abstracta, que eludiese la punzante personificación del problema—. La infección por mordedura afecta al instante a todo el torrente sanguíneo, aunque la corrupción siga un proceso lento en caso de heridas superficiales. Haría falta una transfusión completa de sangre compatible con la de Jules al cien por cien, una transfusión que permitiera vaciarle de sus cinco litros contaminados antes de que la transformación se haya completado. Además —añadió, apurando sus últimos resquicios de firmeza en la voz—, ni siquiera eso garantizaría nada, pues sus donantes tampoco ofrecerían una sangre lo suficientemente fuerte, rica, como para desinfectar por completo el germen del Mal alojado en sus venas y arterias.
—Una contaminación —terminó Marcel, taciturno pero consciente de que no había lugar para la delicadeza en un asunto tan grave— que ya debe de estar corrompiendo tu corazón, Jules, el último estadio antes de la transformación completa. Lo siento.
El chico no alzaba la cabeza. No escuchaba nada que le sorprendiese, en cualquier caso.
Nadie intervenía, casi podía percibirse el eco de las últimas palabras del Guardián, que bajo su tono comedido ocultaban una cruda sentencia para el joven gótico. Palabras que lo desahuciaban, que descartaban cualquier salida que no pasara por una precipitada ejecución.
Daphne acababa de hacer alusión a la fortaleza de la sangre, lo que hizo concebir a Pascal una extraña idea. Se apresuró a compartirla con los demás, aquel círculo de rostros cenicientos y en cierto modo avergonzados —era inevitable sentirse culpable ante la imposibilidad de ayudar a un amigo cuya vida languidecía frente a ellos—, aterrado ante la posibilidad de que concluyeran con el temido dictamen que todos procuraban esquivar.
—¿Y mi sangre? —preguntó—. Soy el Viajero, así que es posible que con una cantidad menor...
Daphne suavizó su semblante, enternecida ante aquel gesto tan generoso.
—No te equivocas al suponer que la sangre de un Viajero es muy poderosa —confirmó la vidente—. Pero Jules requiere una cantidad que tú, en este mundo, no puedes permitirte entregar. Además, la compatibilidad del fluido exige que entre donante y receptor exista un vínculo de consanguinidad, de parentesco. La amistad no es suficiente.
Un nuevo hallazgo para ellos.
La amistad no siempre basta.
Edouard había asentido, con el mismo convencimiento con el que Marcel apoyaba la valoración de la bruja.
Nuevo jarro de agua fría para las esperanzas de aquel grupo formado por los conocedores de la Puerta Oscura.
Mathieu, por su parte, se sentía incapaz, a pesar de sus esfuerzos, de aportar alguna solución. Su ignorancia en torno a aquellos asuntos era completa, salvo lo que pudiera extraerse de las leyendas y la mitología. Rastreaba en sus conocimientos, pero no hallaba nada que pudiese arrojar algo de luz al nebuloso horizonte que se cernía sobre el gótico a cada segundo.
—¿Entonces? —Michelle acababa de hablar, alzando una mirada desafiante—. ¿Qué nos queda? Yo no pienso abandonar a Jules a su suerte.
El propio aludido se irguió en su asiento, arrastrado por su desesperación a sacar a colación un último recurso.
—¿Entonces la sangre de un Viajero es fuerte? —quiso comprobar, y una mueca enigmática se abrió paso entre su desolación.
Daphne repitió lo que ya había señalado:
—Sí, mucho. Pero...
Jules resopló, preparando su último planteamiento.
—Nunca hemos hablado de ello, pero... —se detuvo, ganando tiempo para reorganizar su ideas—. Mi bisabuela Lena...