—Puede ser. La cuestión es... —Jules volvía a la realidad— si debemos contárselo en el caso de que aún no lo sepa. No creo que sea muy oportuno, si esta misma tarde va a enfrentarse a Marc...
Michelle procuraba reprimir su desolación.
—¿Y si ocurre lo peor? ¿Tenemos derecho a impedir que Pascal se despida de su mejor amigo?
Jules asintió tras asimilar aquel interrogante. No, no podían hacerle eso a Pascal, aunque las consecuencias que podían desatarse en función del resultado de su misión permitían valorar aquella alternativa. Se limitaron a aguardar en silencio, abrumados por los acontecimientos.
Minutos después, el Viajero llegó hasta ellos. En su rostro ceniciento de ojos desvaídos comprobaron que, ahora sí, habían logrado contactar con él. Acababan de hacerlo. Pascal no se terminaba de creer aquella noticia, y buscó en ellos un resguardo que, en realidad, no podían ofrecerle.
—Ha ocurrido —confirmó Michelle abrazándolo—. No podemos decirte más.
Pascal se apartó de ella con el rostro húmedo. Sus ojos llorosos interpelaban a sus amigos alternativamente. El Viajero se sentía tentado de enfadarse con el herido, necesitaba un culpable para tan desastrosa noticia y, en su desesperación, pretendía recriminar a Dominique una hipotética imprudencia. Si terminaba sucediendo lo peor...
Tampoco lograba entenderlo. Pascal luchaba contra los remordimientos de haber matado a un hombre, de haber estado jugando con los sentimientos de Michelle y Beatrice..., luchaba contra tantos obstáculos... Pero aquello ya era demasiado. No. La condición de Viajero le había permitido ir superando su carácter gris, y adoptar un protagonismo con el que, de forma inconsciente, siempre había soñado. Pero no estaba dispuesto a pagar cualquier precio por ello.
No sacrificaría a un amigo. El rango de Viajero no valía la vida de Dominique, y Pascal no lograba quitarse de la cabeza la sospecha de que si Dominique había sufrido aquel atropello había sido, tal vez, por su culpa.
De algún modo, la Puerta Oscura continuaba así con su dramática recaudación, una recaudación a la que todos ellos se oponían. Ninguno iba a renunciar a Dominique. El grupo era indivisible. Incluso Jules se mostraba más erguido, su fatiga había quedado relegada a un segundo plano ante la gravedad de las últimas noticias. Volvió a desear poder cambiarse por su amigo, otorgarle su vida —libre entonces de la contaminación vampírica— para que afrontase un amplio futuro. Ese futuro que le correspondía y que ahora ofrecía a Dominique un horizonte mucho más breve.
Los tres se pusieron en marcha. Recorrieron el pasillo de aquel piso, iniciando así una ruta hacia el hospital que les iba a resultar larguísima. Cuando ya llegaban a la puerta del apartamento, Michelle desvió los ojos hacia un espejo colocado en el recibidor, que le devolvió la imagen del luctuoso desfile que ellos protagonizaban.
Lo único raro fue que, junto al sólido reflejo de Pascal y ella misma, Jules aparecía borroso sobre el cristal, casi desvanecido.
Michelle se frotó los ojos, achacando a sus lágrimas aquel efecto. Cuando volvió a mirar, ya ninguno de los tres quedaba al alcance del espejo, así que lo olvidó y reanudó la marcha sombría. Su mente, brillante y gótica, había estado a punto de atar cabos con una sorprendente precisión. Algo que solo las trágicas circunstancias habían impedido.
* * *
Marguerite observó aquel palacio con discreción, sin detenerse. A pesar de su experiencia en la persecución de objetivos móviles, había terminado perdiendo de vista al forense, a quien había seguido desde su domicilio un rato antes. Salió del coche y dio todavía varias vueltas antes de decidir que tenía que ser en el interior de ese edificio donde, definitivamente, se encontrara Marcel.
Pero ¿qué lugar era aquel, y qué estaba haciendo su amigo allí en día festivo? ¿Cómo era posible que ella no conociera un palacio que, bajo su capa polvorienta, ofrecía aquel aspecto tan pintoresco en pleno centro de París? A la detective le llamó la atención el extraño fenómeno de mimetismo que producían esas paredes antiguas, camuflando la excepcionalidad de la construcción.
Marguerite se vio obligada a interrumpir su asedio al edificio en cuanto distinguió a cierta distancia una silueta que reconocería a kilómetros.
Se trataba de la excéntrica vidente Daphne, escoltada por un chico que tendría alrededor de veinte años y que Marguerite reconoció al momento: se trataba del mismo muchacho con el que Marcel había llegado al piso en el que habían vivido el inquietante episodio del baño. Vaya sorpresa.
Aunque podía tratarse de una simple coincidencia —no había que olvidar que la médium tenía el local donde ejercía cerca de allí—, a Marguerite no le cupo duda de que la escasa antelación con la que Marcel había llegado a aquel edificio reducía las posibilidades de una casualidad. Se estaba materializando una cita, eso era lo que estaba ocurriendo. Además —y siendo un poco maliciosa—, el propio aspecto algo tétrico del palacio encajaba bien con todo lo que representaba para la detective una figura como la de Daphne. Y eso que, a raíz de los últimos acontecimientos vividos junto a Marcel y la ayuda prestada por Pascal Rivas en el caso Goubert, se habían debilitado mucho sus suspicacias.
Tanto la bruja como el chico avanzaban mirando hacia todos los lados, con una actitud desconfiada que hizo imposible que Marguerite se aproximara mucho. La misteriosa pareja bordeó el palacio entrando por una calle mucho más estrecha. Para cuando la detective llegó hasta la esquina oportuna y calculó que podía asomarse sin incurrir en demasiados riesgos, la angosta vía mostraba un desolador aspecto vacío.
«Vaya», pensó Marguerite, contrariada. «Esta zona es como el Triángulo de las Bermudas: todo el que pasa por aquí acaba desapareciendo sin dejar rastro».
Entonces acarició su arma y, con cautela, comenzó a recorrer el callejón atendiendo a los posibles accesos a través de los cuales Daphne y su acompañante pudieran haberse evaporado.
Localizó tres puertas, todas con una apariencia igual de vulgar. Pero a ella eso le resultó indiferente; hacía mucho que había aprendido a desconfiar de las primeras impresiones. Su curiosidad iba en aumento: ¿qué ocultaban aquellas paredes?
Sonó su móvil. Qué oportuno, refunfuñó. Tras comprobar con cierto fastidio el número, no tuvo más remedio que responder. Era un compañero de la policía.
—Te llamo porque sé que esto te va a interesar.
—Dime, Jacques.
La detective no dejaba de vigilar los alrededores.
—¿Recuerdas el edificio donde impediste el ataque a la chica desconocida?
—Cómo voy a olvidarlo, esa casa abandonada. A saber lo que su agresor se llevó a la tumba, el muy...
La voz de Marguerite había cambiado; esperaba alguna noticia más rutinaria, pero si lo que su compañero se disponía a comunicarle estaba relacionado con aquel emplazamiento, su interés estaba garantizado.
—Así son las cosas. El caso es que el dueño del edificio, al enterarse de todo lo que ha ocurrido, ha decidido pasarse hoy por su propiedad.
—¿Y?
—Adivina. Se ha encontrado con un «regalito» en una de las plantas superiores.
Marguerite contuvo la respiración.
—¿Un cadáver?
—Justo. Un chico joven. Se está procediendo a su identificación. Parece un okupa.
Marguerite retuvo aquellos primeros datos.
—¿Algún detalle reseñable que me puedas facilitar?
—¡Ya lo creo! —exclamó el otro—. Que le han cortado la garganta. Y desangrado.
—Joder, como al vagabundo del parque Des Buttes Chaumont.
La detective decidió que, de momento, su improvisada labor de vigilancia al forense había terminado. A fin de cuentas, ya tenía un emplazamiento sobre el que investigar. Luego volvería.
Se planteó avisar a su amigo, pero al final lo descartó. «No vendrá», aventuró. «Ahora está demasiado ocupado en misteriosos cometidos de los que no quiere hacerme partícipe...».
Lo llamaría desde el lugar del crimen, cuando reuniese más pormenores que compartir. Marguerite tuvo la intuición de que, a pesar de la actitud distante que Marcel empezaba a mostrar con ella para mantenerla al margen, aquel último asesinato, junto al del vagabundo, iba a obligarlos a trabajar de nuevo juntos.
Al menos la prensa todavía no se había implicado apenas, lo que facilitaba las investigaciones. Aquel consuelo —efímero, pues en cuanto se filtrase a los medios aquel segundo crimen estallaría el impacto mediático— les otorgaba un respiro.
Ella no podía saber que ya se había iniciado una cuenta atrás.
* * *
Acomodados en los mullidos sillones del vestíbulo del palacio, los tres llevaban un buen rato planificando el próximo viaje de Pascal tras el shock que había supuesto para ellos la revelación de que Verger trabajaba en realidad para el ente demoníaco. El Guardián había soltado a bocajarro aquel descubrimiento, al comienzo de la reunión. Daphne había asentido con prontitud, como si se tratara de una información que de forma inconsciente se hubiera esperado.
Cada cierto tiempo, Marcel consultaba su reloj, mostrando una visible preocupación a medida que los minutos transcurrían.
—¿Qué ocurre? —preguntó Daphne, víctima también de extrañas vibraciones desde el día anterior.
El forense suspiró.
—Ya están todos avisados del adelanto de la reunión, salvo Dominique —comentó, mirándola a ella y a Edouard—. No sé dónde se ha metido ese chico. Su móvil sale desconectado o fuera de cobertura.
—Además le necesitamos —añadió Daphne, compartiendo su inquietud—. Para orientar a Pascal en la ciudad de los hogareños, su información es importante. Seguro que puede concretar la zona a la que se tiene que dirigir el Viajero para buscar a Marc.
—Me dijo que esta mañana averiguaría más detalles —confirmó Marcel—. Pero no podemos permitirnos retrasos.
—Llamad a Pascal —propuso Edouard—. Seguro que sabe dónde localizarle.
—Ya lo he hecho —informó el forense con un ligero abatimiento—. Y nada. Tampoco contesta.
—Qué raro —observó el joven médium.
Marcel frunció el ceño.
—Empiezo a estar preocupado.
Entonces el móvil del forense comenzó a emitir su zumbido acostumbrado. El número de Marguerite, comprobó él de un vistazo. ¿Tampoco descansaba los domingos aquella mujer? Marcel cogió aire, se dispuso a disimular su angustia, y respondió.
A los pocos minutos, el Guardián colgaba con el rostro descompuesto. Ya no había duda; había perdido por completo el control de los acontecimientos.
Una muerte más. Un cadáver sin sangre. Un crimen de reminiscencias oscuras del que no sabía absolutamente nada.
Alguien estaba jugando por libre, aprovechando la caótica situación imperante.
Y ese alguien se iba aproximando al Viajero. En esta ocasión había tenido la audacia de estampar su tenebrosa firma frente a su casa.
Marcel experimentaba el agrio sabor de la inseguridad, algo a lo que no estaba acostumbrado. No podía sospechar, sin embargo, que todavía el destino les reservaba un nuevo revés.
Otra terrible noticia se dirigía hacia ellos, una noticia que ya había visitado con su halo fúnebre al resto de conocedores del secreto de la Puerta Oscura...
El ambiente opresivo, triste, que se respiraba en la sala contaminaba la atmósfera esterilizada de aquel espacio sanitario. Muy cerca, tras un tabique acristalado que acordonaba el recinto de la unidad de cuidados intensivos, permanecía Dominique. Su rostro estaba vendado y entubado, y el cuerpo bajo la sábana, hecho un amasijo de cables que lo conectaban con diversos aparatos y pantallas. Un regular sonido como de fuelle delataba la respiración asistida. Sus latidos, débiles, provocaban saltos en la curva verde de la gráfica que mostraba uno de los monitores.
Apenas habían permitido a todos los presentes quedarse unos minutos más allá de la barrera de cristal, asistiendo a esa escena que se les antojaba irreal. Aquello no podía estar sucediendo, nadie podía ni quería aceptarlo. El personal del hospital había obligado a familiares y amigos, con delicadeza, a aguardar en la sala de espera, que, aunque era cómoda, arrastraba el gran inconveniente de que no permitía ver a Dominique.
Al menos Pascal había aprovechado aquel traslado para avisar a Daphne de lo sucedido.
Los padres del chico, desgarrados, habían hecho lo posible —sin éxito— para obtener la autorización que les permitiera continuar junto a Dominique, pues sentían que no debían desperdiciar ni un segundo de la vida de su hijo. Necesitaban verlo a cada instante. El diagnóstico, en cualquier caso, se había revelado demoledor: múltiples fracturas y lesiones, hemorragias internas, traumatismo craneoencefálico severo.
El atropello había sido de una brutalidad sobrecogedora.
«El coche que se lo llevó por delante no podía ir solo a cincuenta por hora», había comentado un policía, impresionado. «Ha destrozado al chaval. Quizá por eso no paró, el muy...».
Los padres, desolados, no lograban comprender cómo alguien podía tener tan poco corazón como para dejar a su hijo tirado sobre la calzada mientras se moría. Tal vez si aquel conductor al menos hubiera avisado a una ambulancia en cuanto ocurrió el accidente...
Todos los detalles de aquel desgraciado suceso parecían confabulados para sentenciar a Dominique. Pero ahí seguía, resistiéndose, mostrando una fortaleza que estaba sorprendiendo a los mismos médicos.
Junto a la familia de Dominique aguardaban Michelle, Pascal, Jules, Mathieu y otros amigos y amigas. Y seguía llegando gente al recinto hospitalario, lo que atestiguaba el aprecio que tenían al muchacho. A pesar de su talante irónico y sus frecuentes salidas de tono, era muy querido.
Dos enfermeras acababan de traer los objetos personales que llevaba Dominique al sufrir el accidente, para que no se perdieran hasta que —si se daba la remota posibilidad de una mejoría— fuese subido a planta. Trasladaban aquellos enseres en una bolsa que depositaron sobre la única mesa de aquella estancia, pegada a una pared lateral. Sus padres no quisieron ni mirarlos; aquel gesto les parecía demasiado vinculado a la muerte.
Pascal sí se aproximó al cúmulo desordenado de objetos, meditabundo, envuelto como todos los presentes en una oleada de recuerdos compartidos con Dominique. Las pertenencias que su amigo llevaba en el momento del accidente eran sencillas: monedas, el móvil aplastado, algún billete, las llaves de casa, un par de carnets, papeles sueltos, un boli.