Pascal no permitió que aquella nostalgia lo distrajese. Quería acabar cuanto antes para recuperar su vida, al otro lado de la Puerta Oscura. Poco acostumbrado de nuevo a la permanente oscuridad, su cuerpo empezaba ya a pedirle su dosis de luz.
—¿Estás preparado? —avisó a su camarada muerto, atenazando con una mano el picaporte del portal.
—Sí —respondió Ralph, asustado pero incapaz de frenar su impulso en aquella aventura que, por primera vez desde hacía años, le permitía sentir como si sus vacíos pulmones se llenaran de oxígeno. Y es que esa incursión a territorio vedado, en apariencia una simple travesura, constituía para él una auténtica transfusión de vida, al haber logrado quebrar la rutina a la que estaba condenado hasta que culminara su tiempo de espera.
Acompañaría al Viajero, lo ayudaría. Sería, tal vez, su manera particular de expiar pasados errores.
—¿Y si está cerrado? —aquella duda acababa de surgir en la mente de Pascal.
—No lo estará —tranquilizó el suicida, alegrándose de poder facilitar, en esta ocasión, una respuesta segura—. ¿Qué sentido tendría aquí?
Claro. Ante ellos, todos los accesos se mostraban expeditos, como manos inertes de dedos abiertos, extremidades sin fuerza de aquellos cadáveres que eran las construcciones en la ciudad muerta.
En cierto modo, Pascal sintió como si profanara esos espacios con su presencia palpitante. No obstante, mantuvo su determinación de seguir adelante. Encendió su linterna, cuyo haz procuró mover poco para hacerlo menos visible.
La puerta se rindió al primer empujón del Viajero. Los dos accedieron entonces al edificio y, en completo silencio, avanzaron hasta la zona de las escaleras. Todo estaba vacío; no había sillas ni otros muebles. Solo tabiques y el hueco despejado del ascensor.
—¿A qué piso vamos? —preguntó Ralph, impaciente.
—Cualquiera sirve. Por ejemplo... ¿al segundo izquierda?
El otro asintió, y al momento ascendían por las escaleras hasta encontrarse frente a la puerta que buscaban.
—¿Y ahora? —Pascal preguntaba, simulando que todavía le hacía falta alguna instrucción. Como siempre, estrategias pueriles para ganar tiempo.
—Cuando tú digas, estás en tu casa —concluyó Ralph con una tenue pincelada de humor.
El Viajero mantuvo su gesto concentrado, demasiado tenso para valorar aquel esfuerzo de su compañero por suavizar la situación. Sin hacer más comentarios, alargó el brazo y empujó la puerta. Esta, sin emitir el más leve chirrido, se venció hacia el interior ofreciendo la vista de un apartamento tan ausente de contenido como el vestíbulo del edificio que acababan de atravesar. Numerosos desconchones en la pintura adornaban las paredes de aquel presunto hogar.
—¿Tampoco aquí hay muebles? —preguntó Pascal, sorprendido de aquel vacío tan deprimente—. ¿Y es aquí donde los hogareños tienen que permanecer?
Pascal había imaginado que se encontraría en aquel nivel con un reflejo de todos los objetos de su mundo, lo que incluía, ahora se daba cuenta, los accesorios que de alguna forma daban vida a una residencia. Pero no. Los pisos eran allí, una vez más, meros esqueletos carentes de sustancia, huecos comunicados entre paredes desnudas.
El suicida, mientras tanto, había asentido a sus interrogantes.
—Por lo visto, este es el panorama que tienen que soportar los fantasmas —confirmó—. No es mucho mejor que lo mío, la verdad. Ahora entiendo que a veces se cuelen en el mundo de los vivos. Lo que estamos haciendo es como... —Ralph entrecerró los ojos, esforzándose por elegir la metáfora más adecuada—. ¿Si tú, en tu dimensión, te metieras en la televisión y aparecieras en medio de alguna serie? Eso es, sí. Aunque los personajes continuarían sin poder verte, claro.
—Muy gráfico, Ralph, pero ¿quieres bajar la voz? —le amonestó Pascal—. No sabemos si aquí hay algún hogareño...
El otro cayó en la cuenta de que, en efecto, todavía no podían confirmar que estuviesen solos. Por eso obedeció de inmediato al Viajero, y ambos comenzaron a recorrer las diferentes estancias con pasos cautelosos. Avanzaban rápido; inspeccionar interiores vacíos no requería mucho detenimiento y la casa no era muy grande. Pronto pudieron confirmar que no había presencias extrañas en las proximidades, lo que les permitió relajarse un poco.
—Mira —Ralph señaló un espejo colgado en el baño—. Como te dije, el cristal sí se mantiene en esta dimensión.
—Es cierto —Pascal se aproximó para rozar aquella superficie en la que se veía reflejado su rostro—. Increíble.
Su mano acababa de sumergirse en la plancha de vidrio, convertida ahora en una capa de tacto aceitoso que le resultó familiar. Sí, conocía aquella sustancia en la que el movimiento de sus dedos inmersos provocaba turbulencias, ondas que deformaban el reflejo de su rostro. Ya había experimentado su contacto, arrastrado por la insistencia de Melissa Lebobitz.
—Esto se supone que es... —comenzó, dirigiéndose a Ralph.
—Un acceso a tu mundo, Pascal —concluyó el suicida.
El Viajero no pudo evitarlo; introdujo la cabeza en el espejo provocando un breve sonido de succión. Allí, al otro lado, en ese impreciso espacio oscuro que le recibía, se encontró con el resplandor que producía la luz encendida en el mismo baño que estaba a punto de abandonar, pero del mundo de los vivos, un destello que se filtraba entre las tinieblas a través de algún otro espejo frente al que, tal vez, alguien permanecía observándose.
Pascal se dirigió a su compañero.
—No puedo irme sin comprobar el acceso a mi mundo desde esta región —declaró—. Será solo un momento, vamos.
Ralph dudó: aquella última decisión implicaba un grado más de osadía que quizá superaba su determinación en esa primera fuga de las cuevas. No obstante, acabó cediendo. Bastante soledad había soportado ya... y lo que le quedaba.
Pascal resopló mientras percibía los movimientos tímidos de su compañero, que ya se había situado a su lado sin decir nada. Reuniendo la convicción necesaria frente a su imagen, el Viajero fue aproximando lentamente su cuerpo a la superficie de vidrio hasta entrar en contacto con ella. Había cerrado los ojos, presintiendo el impacto progresivo. Notó sobre toda su figura, durante un instante, una consistencia pegajosa algo asfixiante, como si estuvieran plastificándolo entero. Pero aquella sensación duró muy poco, lo que tardó él en atravesar por completo ese umbral que ofrecía a su avance la resistencia resbaladiza del mercurio. Segundos después, Ralph aparecía también en aquel ámbito cavernoso.
—Deprisa —acució Pascal, recordando los gusanos gigantes que vagaban por aquel paisaje opaco—. Lleguemos hasta la luz.
Pascal enfocaba con su linterna el espacio que los acababa de engullir y que resultó ser una cavidad mediana, de composición rocosa, de la que partían algunas galerías que recordaban el intrincado escenario de una mina. Solo una llevaba hasta la luz.
Los dos se apresuraron a llegar hasta allí. Una nueva plancha de cristal los recibió, en la que el Viajero introdujo la cabeza sin dudar. Tras aquella cortina de vidrio untuoso, quedó ante su vista el escenario acogedor de un cuarto de baño donde —aquí sí— se respiraba vida: cortinas, luz, toallas, un armario... el grifo que goteaba. Descubrir un pequeño cubilete sobre el lavabo con varios cepillos de dientes en su interior emocionó a Pascal de una manera asombrosa.
Aquel era su mundo, al que se asomaba furtivamente.
Una mujer se secaba el pelo en aquel momento, envuelta en un albornoz de ducha. Por suerte no miraba hacia el espejo —tenía sus ojos posados en una revista—, porque Pascal se habría sentido muy violento, aunque ni siquiera estaba seguro de que ella pudiera verle.
No hubo tiempo de más. Oyó a Ralph emitir un breve grito de advertencia y, a continuación, notó la sombra de un cuerpo que se abalanzaba sobre él para atacarle por detrás, precipitándolo de un empujón sobre la dimensión de los vivos.
Algo debió de tirar Pascal en su aparatosa caída sobre el lavabo, porque la mujer del secador se había vuelto hacia el espejo con cara de susto.
* * *
—¿Nada? —repetía Marguerite en plena calle, crispándose por momentos—. ¿No la habéis encontrado por ninguna parte? Pero si es una simple cría...
El agente se encogió de hombros. Ambos se encontraban hablando junto a un coche patrulla, a las puertas del edificio en obras que había sido escenario del encontronazo múltiple de aquella noche y que ahora estaba siendo inspeccionado.
—Tal vez viva cerca de aquí y se ha metido en su casa —aventuró el policía—. Pero lo que te puedo asegurar es que, con la descripción que nos facilitaste, no hemos visto a nadie en un radio de un kilómetro a la redonda. Y no se nos habría pasado: es de noche, y con este frío no hay mucha gente por la calle.
La detective rechazó de plano aquella excusa.
—No. Demasiada casualidad que esa chica viva cerca del lugar desde el que se dedica a espiar. ¿Y el tipo del pasamontañas?
El policía puso cara de circunstancias.
—Todavía te van a gustar menos las novedades, Marguerite.
Ella hinchó los carrillos y taladró con la mirada a su compañero.
—¿Menos? A ver, dispara.
—Por lo visto iba sangrando, estaba herido.
A Marguerite no le gustó el uso del pasado que estaba empleando el agente. ¿Qué le faltaba por oír?
—Eso ya lo sé —repuso, impaciente—. Creo que le alcancé en un hombro. Qué más.
—Un coche patrulla lo localizó hace un rato cerca del Sena y le dio el alto.
—Pues sí que ha corrido, el hijo de perra. ¿Así que lo tenéis?
—Bueno —matizó el otro, con cierta incomodidad—, el tío no se detuvo, así que le han estado persiguiendo. Los compañeros no se acercaban demasiado. Dijiste que iba armado, ¿no?
—Ya lo creo. Menuda pieza...
—Al final se dio la alerta por radio, han hecho falta tres efectivos —en su tono se distinguía una admiración sorprendida; era evidente que no estaba acostumbrado a enfrentarse a profesionales—. Entre todos le han conseguido acorralar. El tipo se movía rápido, a pesar de estar herido. Casi escapa varias veces.
—Daba la impresión de estar muy preparado —convino ella—. No se trata de un cualquiera.
Marguerite se humedeció los labios, escéptica, recordando que su compañero no había confirmado aún la captura de aquel hombre. Todavía faltaban datos.
—Pues no me parecen tan malas noticias... —animó al otro a continuar, temiéndose una desagradable sorpresa.
—Es que... —el policía, que conocía de oídas los arranques de furia de la detective, no se decidía a describir el inesperado desenlace de aquella persecución nocturna—. Ese hombre, al verse atrapado, se ha suicidado.
Contra todo pronóstico, Marguerite se mantuvo serena. Por alguna misteriosa razón, ella se esperaba un final parecido. ¿La perniciosa influencia de Marcel?
—¿Cómo lo ha hecho? —preguntó con sequedad.
—Cianuro —aquella nueva voz se incorporaba a la charla; procedía de un forense, compañero de Marcel Laville, que estaba de guardia aquella noche y que acababa de acercarse hasta ellos—. Reconocería a distancia ese peculiar olor a almendras amargas. No se pudo hacer nada. Para cuando los agentes llegaron hasta él, agonizaba. Vuestro tipo debía de jugarse mucho si disponía de una pastilla letal por si las moscas, y no dudó en utilizarla ante la inminencia de que lo arrestaran.
—A saber en qué estaba envuelto... —susurró el policía moviendo la cabeza.
Marguerite le dirigió una mirada ausente.
«¿Lo sabría Marcel?». La detective, suspicaz, tenía en cuenta que el intento de homicidio se había producido frente al domicilio de Pascal Rivas.
¿Casualidad?
¿Y quién era la presunta víctima desconocida que había desaparecido?
.
—¿Había visto algo así antes, doctor? —preguntó Marguerite, volviendo de sus propias reflexiones.
—¿Te refieres a esa tipología de suicidio? —quiso precisar el forense, aludiendo a la pastilla de cianuro—. Había oído hablar de casos parecidos. Me recuerda a los comandos de espías que se introducían tras las líneas enemigas en tiempo de guerra. Pero aquí y ahora resulta tan... exagerado. ¿Mafias rusas?
—¿Llevaba nuestro hombre el cuerpo tatuado? —indagó la detective.
—No.
—Entonces su alternativa queda descartada, doctor. ¿Portaba algún tipo de documentación?
Ahora intervino el policía:
—No, Marguerite. No llevaba absolutamente nada.
La detective refunfuñó.
—¿Ni siquiera el arma?
—Tampoco. Estamos rastreando todo el recorrido que hizo el tipo para llegar hasta allí. En algún momento tuvo que deshacerse de la pistola. La encontraremos.
Daba igual; seguro que le habían borrado el número de serie. Y la munición, elegida entre las más comunes, tampoco arrojaría datos relevantes.
Así funcionaban los profesionales.
—¿Qué van a hacer ahora? —preguntó el forense.
Marguerite se giró hacia él.
—Supongo que habrán tomado las huellas dactilares al cadáver, así que iremos a la comisaría para escanearlas y comprobar en la base de datos si ese hombre está fichado.
La escasa convicción con la que ella se había referido a aquel trámite dejaba clara la nula esperanza que Marguerite depositaba en ese recurso. Los profesionales, los mercenarios, eran siempre criminales invisibles, sin pasado ni futuro. Solo disponían de un furtivo presente que al morir se llevaban consigo.
No sacarían nada del cuerpo que aún permanecía tendido sobre una acera de París. Ella estaba dispuesta a jurarlo. Más le valdría preparar una versión que justificase ante sus jefes su presencia fuera de servicio en un edificio abandonado. Tuvo clara su adaptación de los hechos: había oído ruidos raros mientras paseaba cerca, por lo que, tras comprobar que alguien había forzado el candado, había decidido entrar a comprobar qué estaba ocurriendo. Con aquella sucinta explicación, Marguerite acallaría las impertinentes bocas de sus superiores. Y podría seguir trabajando en paz.
Lo verdaderamente extraño era que Marcel Laville no se hubiese presentado allí. Qué raro que no hubiera olfateado a tiempo aquellos misteriosos acontecimientos. Marguerite se mostró contrariada ante aquella sorprendente ausencia. Le habría gustado tenerlo cerca.
Sonrió con ironía, percatándose de que le daba miedo imaginar qué estaría haciendo Marcel en esos momentos, qué innombrable cometido le habría impedido presentarse con puntualidad en el exacto lugar donde había caído el agresor anónimo.