Verger se dedicó a aspirar con delectación su cigarro antes de responder.
—Tienes un plazo de veinticuatro horas para conseguir la información.
—Como usted diga, señor.
—Retírate, Pierre. Y tráeme los datos que necesito.
Con el sonido de fondo del correteo furtivo de Cotin camino de la puerta, André Verger tomó asiento en su sillón y se giró para contemplar la noche de París, que se había impuesto por fin sobre los trémulos destellos del sol declinante. Era lo bueno del invierno: lo temprano que anochecía. La oscuridad le apasionaba.
El lado tenebroso de la vida era mucho más seductor, más estimulante.
Osciló en su sillón, exhalando contra la ventana el humo denso de su cigarro. Siguió con los ojos su trayectoria vaporosa, sus volutas indolentes, hasta que la consistencia de aquellos rizos grises se disolvió en el aire un poco más arriba.
A Verger solo se le había ocurrido un posible motivo capaz de provocar aquel caos espiritual en París. Incluso había consultado incunables que contenían atávicas leyendas, buscando detonantes cuyos indicios coincidiesen con los que él estaba presenciando o intuyendo.
Había una única hipótesis posible, tan apabullante y trascendental que requería una confirmación inmediata: ¿Había resurgido la Puerta Oscura, después de tanto tiempo oculta? ¿Se había abierto, generando la aparición de un nuevo Viajero? Aguardaría los resultados de Cotin antes de actuar, antes de dar un solo paso. A sus cincuenta años, era capaz de esperar.
Pero si sus sospechas se materializaban, nada lo detendría. Nada.
* * *
El último en llegar fue Dominique. La Vieja Daphne —puesta al corriente de la incorporación del ausente Mathieu— fue abarcando con la mirada cada uno de los rostros de sus jóvenes e improvisados pupilos. Después de tres meses, los custodios del secreto de la Puerta Oscura se reunían de nuevo. La bruja percibió en el gesto de Pascal y Michelle un sutil rubor, una leve conmoción que ambos procuraban revestir de nerviosismo o impaciencia. La vidente frunció el ceño, perspicaz.
Dominique, desde su silla de ruedas, también atendía al aspecto acalorado que presentaba la pareja de amigos, rastreando en sus gestos poco naturales algún síntoma que le permitiera justificar su repentina suspicacia. ¿Había ocurrido algo que él no supiese? De ser así, ¿cuándo había tenido lugar?
Jules era el único que sabía que ellos dos habían estado solos en aquel lugar esa misma tarde, al haber sido el siguiente en llegar al local de la vidente. De todos modos, continuaba sin recuperarse de la perenne fatiga que parecía acompañarle sin descanso desde el ataque del vampiro meses atrás, así que tampoco estaba para muchas deducciones. Al menos su aspecto, demacrado y pálido, no distaba mucho de la apariencia que siempre había ofrecido y que seguía quedando muy bien con su vestuario gótico: sus camisetas siniestras, el abrigo de cuero negro con las solapas levantadas, las botas oscuras...
—Sentaos donde podáis —invitó Daphne con su voz áspera, señalando sillones y sillas repartidos por toda la estancia, el desvencijado salón que casi todos conocían—. Ha llegado el momento de que hablemos.
Los jóvenes obedecieron mientras la bruja cerraba con llave la puerta del local, y arrastraba una pesada cortina para tapar la única ventana de la habitación. Necesitaban intimidad, y la luz los hacía demasiado vulnerables ante cualquier eventual fisgoneo.
—Pascal actuó ayer como Viajero —comunicó, solemne y sin preámbulos—. Eso ha marcado el final del tiempo de cuarentena que acordamos a su retorno.
Todos lo sabían ya. Dominique frunció el ceño.
—¿Y eso por qué? —preguntó, volviéndose hacia Pascal—. Creía que seguíamos como siempre...
La vidente se pasó un pañuelo por las comisuras de los labios, y se acomodó en su sillón antes de responder.
—Como sabéis, la condición de Viajero otorga diferentes potestades en ambos mundos —comenzó—. Una de ellas, que quizá no conocíais, es la capacidad de acceder a la memoria retenida en los lugares. El Guardián y yo le pedimos que nos ayudase con ese don en un caso muy urgente, y él accedió.
Salvo Pascal, los demás se quedaron como estaban ante aquellas frases de contenido tan enigmático. La vidente se apresuró a explicar en qué consistía esa peculiar competencia que acababa de mencionar, y en pocos minutos todos asentían con la cabeza. Después de lo vivido meses atrás, ya nunca se encontrarían con nada que no estuvieran dispuestos a creer, si provenía de una fuente fiable.
—Alucinante, una vez más —farfulló Jules.
Incluso en medio de aquellas solemnes circunstancias, Dominique no pudo evitarlo, se imaginó poseedor de aquel don y no tardó en precisar el lugar al que acudiría a recrear alguna escena del pasado reciente: las duchas del vestuario femenino del
lycée.
Madre mía, aquella capacidad no tenía precio. Ver sin ser visto. Dominique ya se imaginaba esquivando bellezas, flirteando entre imágenes de chicas desnudas, bajo chorros humeantes de agua que a él, sin embargo, no le mojaban. Tragó saliva, dejando volar sus fantasías. Una de sus manos le traicionó con el movimiento comprometedor de una caricia a un cuerpo imaginario, que interrumpió al instante, algo azorado. Al menos, nadie había advertido su extraño comportamiento. La certeza de que, por desgracia, el disfrute de aquella visión retrospectiva no podía compartirse, devolvió a Dominique a la realidad de un modo brusco. Qué injusticia, se quejó por dentro. Pascal jamás sacaría a ese don el partido que él sí estaba dispuesto a extraer.
De haber conocido la índole de aquellas especulaciones, Daphne habría advertido a Dominique que el hecho de que Pascal pudiera acceder a la memoria de los lugares no implicaba que todos los lugares tuvieran algo que decir. Tal vez eso hubiera frenado el hormonal espejismo del chico.
Junto a él, la conversación continuaba:
—Aunque, en teoría, todavía se iba a prolongar este tiempo de prudente inactividad —reconocía Daphne, sin sospechar que Pascal ya había decidido interrumpir la cuarentena cuando le avisaron—, el Guardián de la Puerta me ha confirmado que la policía ha cerrado el caso de Delaveau. Por eso la decisión de recurrir a Pascal ayer, en un caso de extrema necesidad, no nos ha puesto en peligro.
—Es una suerte que Marcel Laville trabaje para la policía —comentó Pascal—. Es como tener a un cómplice infiltrado, un topo. Tiene acceso a una información que nos puede venir muy bien.
Todos estuvieron de acuerdo; se trataba de una casualidad sumamente útil.
—Mientras no ejerza de doble agente... —añadió Dominique, siempre envuelto en su humor de planteamientos retorcidos.
—Su solemne rango como Guardián garantiza la absoluta fidelidad de Laville al servicio de la Puerta —Daphne se había tomado en serio el comentario del chico; todavía no lo conocía lo suficiente como para interpretar con acierto sus sarcásticas observaciones.
—Vale, vale, no pretendía dudar de él —se disculpó—. Y a partir de ahora, ¿qué?
Dominique acababa de pronunciar el interrogante que flotaba en todas las mentes.
—A partir de ahora, aunque sin abandonar la discreción, ya podemos hacer «vida normal» —respondió Daphne, dudando si calificar así la extraordinaria realidad cotidiana que se disponían a reanudar—. Basta de disimulos. Podemos reunimos todos juntos como estamos haciendo ahora, aludir al crimen de Delaveau, visitar el nuevo emplazamiento de la Puerta Oscura en el palacio de Le Marais...
—Y puedo volver a cruzar la Puerta —afirmó Pascal, adoptando sin darse cuenta una pose de gravedad que no pasó inadvertida para nadie.
Las palabras del Viajero habían interrumpido la conversación. En el fondo, se produjo una espontánea coincidencia: todos los presentes aguardaban la reacción de la vidente, que ahora se mantenía en silencio. Entre todas las cosas que el final de la cuarentena permitía, en realidad, aquella era la más trascendental. ¿Podía retornar Pascal al Más Allá? Mejor dicho, ¿debía hacerlo? Todos se mostraban ansiosos ante la posibilidad de que se restableciese aquella comunicación entre dimensiones, anhelaban noticias de ese otro mundo que les estaba vedado como vivos, pero que existía con la misma consistencia que su propia realidad.
La Vieja Daphne resopló, renuente a perder el control de los acontecimientos, algo que ocurriría de forma inevitable en cuanto Pascal se introdujera en la Puerta Oscura. Pero ¿acaso era concebible, tras un siglo de ausencia, disponer por fin de un Viajero y no consentirle viajar? Tampoco ella ostentaba esa autoridad. Nadie podía ordenar al Viajero, solo él era dueño de su destino. Los demás tan solo podían ofrecerse a su servicio.
—Sí, Pascal —aceptó la bruja—. Pero recuerda que esos viajes continúan siendo de alto riesgo. Allí no podemos ayudarte.
El chico sintió la adrenalina burbujear en su interior y se revolvió nervioso en su asiento.
—Claro, Daphne. No tengo intención de volver a pisar la región de los condenados —dijo—, me limitaré a la Tierra de la Espera. Y no me apartaré de los senderos de luz.
Sus palabras brotaban con una emoción evidente. Michelle comprendía que se trataba de un lógico sentimiento ante la posibilidad de vivir una vez más una experiencia única, pero al oírle hablar así, lo que le vino a la mente fue la imagen de aquella chica misteriosa, Beatrice, que le había acompañado en su rescate por el Más Allá. Sí, aquella chica estaba muerta, lo sabía. Pero no lo parecía, y además era muy guapa. Durante el secuestro de Michelle, Beatrice y Pascal habían compartido un tiempo, una intimidad. Y eso le dolía muy dentro, aunque no estuviese dispuesta a reconocerlo.
¿Celos? Michelle no podía creerlo, se resistía a caer en algo que tantas veces había criticado en los demás. Nunca habría imaginado aquella situación sufrida en primera persona. ¿Y celosa por qué, por otra parte, cuando ni siquiera Pascal y ella eran capaces de concretar en qué circunstancia se hallaba su relación?
Michelle recordó el beso que acababa de compartir con su amigo, mirándolo a la cara mientras todos discutían sobre planes inmediatos. Él no se daba cuenta, demasiado absorto en sus propias emociones. Aquel primer beso. Michelle rememoró su tímido comienzo, el roce inexperto de los labios de Pascal, su ardiente continuación... y su titubeante final, que ella había precipitado a regañadientes viendo que, de alguna forma, estaba perdiendo al chico. ¿Qué le había ocurrido a su amigo, en qué pensaba? Al separarse, y solo durante unas décimas de segundo, Michelle había detectado en los ojos del chico un hermetismo, una ausencia furtiva que él se había apresurado a ocultar, aunque tarde.
El Pascal Viajero, aquel que había rescatado a Michelle en las desoladas tierras del Mal, albergaba muchos enigmas. Por mucho que ella pretendiese recuperar a su amigo de siempre, en algunos aspectos había cambiado, y lo había hecho de forma irreversible.
No obstante, a pesar de aquella extraña forma de terminar el beso y de la aún más rara reacción de Pascal, a Michelle le había gustado mucho aquel contacto, para qué negarlo. Y todavía sentía su suave cosquilleo.
Durante aquellas semanas había pensado mucho en él. Mucho más de lo habitual, y en un sentido más intenso. Ella odiaba la incertidumbre, por eso esa misma tarde se había lanzado en plan suicida aprovechando la oportunidad que le ofrecían las circunstancias. Ella no se arredraba ante nada; frente a cualquier vacilación, optaba por la intervención más resolutiva y asumía las consecuencias que se derivasen de ella.
Y le había gustado. Algo especial sí sentía por Pascal, lo suficientemente sólido como para que el riesgo de que afectara a la amistad que compartían perdiera algo de protagonismo. ¿No constituía semejante hecho una respuesta a su duda? Sin embargo, ahora el conflicto, el dilema, parecía haberse desplazado hacia Pascal.
Daphne había recuperado, mientras tanto, su actitud silenciosa, y adoptaba en aquel momento un gesto ceñudo que los chicos no supieron interpretar. La mente de la vidente volaba hacia su compañera Agatha, con quien no había logrado contactar desde su angustiosa intuición del día anterior, algo que se sumaba a las misteriosas visitas sobrenaturales que Pascal había recibido. ¿Volvían las aguas a agitarse? ¿Tan poco descanso les concedían los acontecimientos?
Comenzó entonces el relato del Viajero, que narró con detalle los inquietantes ataques a los que se había enfrentado en su casa y en los vestuarios del
lycée.
Otra incógnita más.
Ninguno de los presentes, centrados en sus propias cavilaciones bajo la voz pausada del Viajero, podía percatarse mientras tanto de los movimientos sospechosos de un desconocido junto al tabique del local de Daphne, en el exterior. Una silueta encorvada que merodeaba hacía rato por el Pasage D'Argenson, ese oscuro callejón al que daba la ventana que la vidente había tapado con la cortina al comienzo de la reunión.
Una silueta que, poco después, se deslizaba para perderse definitivamente en la noche.
C/ Benito Pérez Galdós, Madrid,
14-11-2008, 16:40 h
Dionisio Guillén conversaba por teléfono. Se interrumpió para estudiar las cartas de tarot sobre la mesa con la cabeza inclinada, ya que sujetaba el auricular con el hombro en una postura algo incómoda pero que le permitía mantener sus manos libres para barajar y colocar los naipes.
—En cuanto al amor... —reanudó, interpretando lo que veía—. Te ha salido la carta del Ermitaño, ¿sabes?
—Dígame —se oyó al otro lado de la línea—. ¿Y eso qué significa?
Dionisio no tardó en contestar; a fin de cuentas, aquel cliente pagaba por minuto y tampoco era cuestión de abusar; llevaban ya cerca de un cuarto de hora hablando.
—Este arcano representa la búsqueda de la realización interior y el encuentro con la luz —explicó—. En el terreno del amor, suele asociarse con un distanciamiento en una relación complicada. ¿Atraviesas dificultades con tu pareja?
La consulta telefónica se prolongó todavía cinco minutos más. En cuanto colgó, Dionisio recuperó su postura normal y dedicó unos segundos a masajearse la nuca. Por aquel día ya tenía suficiente, aunque aún le quedaba un rato antes de poder descansar. Confió en que no llamara nadie más.
Se echó hacia atrás en su butaca de cuero verde, disfrutando del ambiente acogedor que reinaba en aquella habitación, dedicada a biblioteca y sala para las sesiones de lectura de cartas. Paseó su mirada por las estanterías repletas de libros, procurando relajarse. La luz, procedente de unas velas que encendía cuando le tocaba trabajar, otorgaba un ambiente evocador a la estancia.