El Mago De La Serpiente (57 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago De La Serpiente
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Haplo, frustrado y furioso al verse desafiado por un enemigo al que había considerado un fácil adversario, se sintió impaciente por poner fin al duelo lo antes posible. Su cadena de acero aún flotaba en el aire. En un instante, Haplo modificó la magia: cambió la forma que habían adoptado los signos mágicos, les dio la de una lanza y arrojó ésta directamente al pecho de Samah.

En la mano izquierda del sartán apareció un escudo. La lanza chocó contra él y los eslabones mágicos que la formaban empezaron a abrirse y separarse.

En aquel mismo instante, una ráfaga de viento se levantó de las aguas y, tomando la forma y la fuerza de un puño enorme, se abatió sobre Haplo, lo golpeó de lleno y lo obligó a retroceder tambaleándose.

El patryn fue a aterrizar pesadamente sobre la arena de la playa.

Aturdido por el impacto, Haplo se puso en pie rápidamente en una reacción intuitiva que su cuerpo había perfeccionado en el Laberinto, donde ceder a la debilidad aunque sólo fuera por un instante significaba la muerte.

El patryn pronunció las runas y los signos mágicos de su cuerpo brillaron como llamas. Abrió la boca para dar la orden que pondría fin a aquel encarnizado enfrentamiento, pero la orden se convirtió en una maldición de sorpresa.

Notó que algo se enrollaba con fuerza a su tobillo y empezaba a tirar de él, tratando de hacerle perder el equilibrio.

Haplo se vio obligado a olvidarse de su hechizo y bajó la vista para ver qué era lo que había hecho presa en él.

El largo tentáculo de alguna mágica criatura marina había surgido del agua. Concentrado en sus hechizos, Haplo no había advertido cómo se deslizaba por la arena hacia él. Ahora, el tentáculo lo había atrapado; sus anillos, relucientes de runas sartán, se enroscaron rápidamente en torno al tobillo del patryn, a su pantorrilla, a su muslo...

La criatura tenía una fuerza increíble. Haplo hizo esfuerzos por soltarse pero, cuanto más se debatía, más aumentaba la presión del tentáculo hasta que, con un brusco tirón, hizo caer al patryn de bruces en la arena. Haplo agitó las piernas y lanzó puntapiés en un vano intento por desasirse. De nuevo, se vio enfrentado a una decisión terrible: o dedicaba su magia a liberarse, o la empleaba para lanzar un nuevo ataque.

Se volvió para echar una ojeada a su adversario. Samah lo observaba complacido, con una sonrisa de triunfo en los labios.

«¿Cómo puede pensar que ha vencido?», se preguntó Haplo con irritación. Aquel estúpido monstruo no era letal; no lo estaba envenenando, ni trataba de exprimirle la vida con la fuerza de sus anillos.

Era un truco, una distracción para ganar tiempo, se dijo. Seguro que Samah daba por sentado que su adversario concentraría sus energías en intentar liberarse, en lugar de lanzar un contraataque. Pues bien, el sartán iba a llevarse una sorpresa.

Haplo concentró todos sus poderes mentales en reorganizar el hechizo que había estado a punto de lanzar. Los signos mágicos centellearon en el aire y, ya empezaban a juntarse con un zumbido que denotaba su poder, cuando el patryn notó la puntera de una bota empapada de agua.

Agua...

De pronto, Haplo comprendió la intención de Samah. Así era como el sartán se proponía derrotarlo. Un recurso muy sencillo, pero eficaz.

Bañarlo en agua del Mar de la Bondad.

Soltó una maldición, pero sé esforzó en no dejarse llevar por el pánico. Ordenó a la estructura rúnica cambiar de objetivo, la convirtió en una lluvia de dardos incendiados y la dirigió contra la criatura que lo tenía atrapado.

Pero el tentáculo de la criatura estaba mojado con aquella agua y, cuando las flechas mágicas lo tocaron, emitieron un siseo y su fuego se apagó.

El agua lamió el pie de Haplo, luego la pierna... El patryn, con desesperación ahora, hundió las manos en la arena tratando de agarrarse a algo, de evitar verse arrastrado al mar. Sus dedos dejaron largos surcos en la playa. La criatura de las profundidades era demasiado fuerte y la magia de Haplo se estaba debilitando; las complejas estructuras rúnicas empezaban a desunirse, a desbaratarse.

¡Los puñales! Logró volverse de espaldas, debatiéndose contra los anillos cada vez más apretados que lo inmovilizaban; a continuación, se abrió la camisa a tirones, llevó la mano a la bolsa de hule y empezó a desenvolver la tela que protegía las armas.

Pero un pensamiento frío y cargado de lógica lo impulsó a detenerse. Era la lógica del Laberinto, la lógica que mas de una vez le había valido la supervivencia. El agua le llegaba a los muslos. Aquellos puñales eran su único medio de defensa y había estado a punto de permitir que se mojaran. No sólo eso, sino que había estado a punto de revelar su existencia a su enemigo..., a sus enemigos, pues no podía olvidar al público invisible que, probablemente, asistía decepcionado al final del espectáculo.

Era preferible aceptar la derrota —por amargo que resultara— y conservar la esperanza de poder devolver el golpe, que arriesgarlo todo en un intento desesperado que no le llevaría a ninguna parte.

Con la bolsa de hule apretada con fuerza contra el pecho, Haplo cerró los ojos. El agua le cubrió la cintura, el pecho y la cabeza, hasta sumergirlo.

Samah pronunció una palabra. El tentáculo liberó a su presa y desapareció.

Haplo quedó varado en la arena, a merced de las olas. No tuvo necesidad de mirarse para saber qué descubriría: una piel desnuda, de un color blanco enfermizo.

Permaneció tendido tanto rato y tan inmóvil, con las olas lamiéndole suavemente el cuerpo, que Alfred debió de alarmarse.

—¡Haplo! —exclamó, y el patryn escuchó unas pisadas torpes arrastrándose sobre la arena en dirección a él, acercándose insensatamente al agua.

Incorporó la cabeza y lanzó un grito:

—¡Perro! ¡Deténlo!

El animal corrió tras Alfred, atrapó entre sus dientes los faldones de la levita del sartán y tiró de él.

Alfred cayó pesadamente hacia atrás y quedó sentado sobre la arena con las piernas abiertas y extendidas y los brazos en jarras. El perro se plantó a su lado, visiblemente satisfecho de sí mismo, aunque de vez en cuando volvía la vista a Haplo con aire inquieto.

Samah dirigió una mirada de disgusto y desprecio a Alfred.

—Ese animal parece tener más juicio que tú.

—Pero... ¡Haplo está herido! ¡Podría estar ahogándose! —protestó Alfred.

—El patryn no está más herido que tú o que yo —replicó Samah con indiferencia—. Está fingiendo. Lo más probable es que, incluso ahora, esté urdiendo algún plan. Pero, sea el que sea, ahora tendrá que hacerlo sin su magia.

El Consejero se acercó, manteniendo en todo instante una distancia prudencial entre él y el borde del agua.

—Levántate, patryn. Tú y tu secuaz me acompañaréis a Surunan, donde el Consejo decidirá qué hacer con vosotros.

Haplo no le prestó atención. El agua había destruido su magia, pero también lo había tranquilizado. Había calmado su fiebre, su rabia. Volvía a pensar con claridad y podía empezar a analizar sus opciones. Una pregunta asaltaba con insistencia su mente: ¿dónde estaban las serpientes dragón?

Estaban escuchando, observando, saboreando el miedo y el odio, a la espera de una muerte final. No intervendrían, al menos mientras durara el duelo. Pero éste ya había terminado. Y Haplo había perdido su magia.

—Muy bien —añadió Samah—, os llevaré conmigo como estáis.

Haplo se sentó en el agua.

—Inténtalo.

Samah empezó a entonar las runas, pero le falló la voz. Carraspeó y probó de nuevo. Alfred contempló al Consejero con perplejidad. Haplo, con una siniestra sonrisa.

—¿Cómo...? —Samah se volvió? furioso, hacia el patryn—. ¡Pero si ya no tienes poderes mágicos!

—Yo, no —respondió Haplo sin alterarse—. ¡Pero ellas, sí! —Y señaló hacia la caverna con una mano aún mojada.

—¡Bah! ¡Otro truco!

Samah intentó de nuevo pronunciar el encantamiento.

Haplo se puso en pie y avanzó unos pasos chapoteando hasta volver a pisar arena seca. Se sentía observado. Los estaban observando a todos. Lanzó un gemido de dolor y miró con rabia a Samah.

—Creo que me has roto una costilla —dijo, y se llevó una mano al costado, palpando los puñales ocultos bajo la camisa. Para utilizarlos debería tener la piel seca, pero esto no sería difícil de conseguir.

Con un nuevo gemido, se tambaleó y cayó sobre la playa. Al instante, hundió las manos en la arena cálida y seca. El perro soltó un gañido y empezó a gimotear, compadeciéndose de él.

Alfred, con una expresión ceñuda de preocupación, se encaminó hacia el patryn y le tendió las manos.

—¡No me toques! —exclamó Haplo—. ¡Estoy mojado! —añadió, con la esperanza de que aquel estúpido captara la indirecta.

Alfred retrocedió con aire dolido.

—¡Tú! —dijo entonces Samah, en tono acusador—. ¡Eres tú quien está obstruyendo mi magia!

—¿Yo? —Alfred, boquiabierto, balbuceó unas palabras incoherentes—. Yo... yo... ¿Yo? No, imposible... Yo no podría...

Haplo se concentró en un pensamiento: regresar al Nexo para transmitir el aviso. Permaneció tendido sobre la cálida arena, encogido, lanzando gemidos como si sufriera un dolor atroz. Su mano, seca ya al contacto con la arena, se deslizó bajo la camisa hasta el interior de la bolsa.

Si Samah intentaba detenerlo, moriría. Se abalanzaría sobre él y le hundiría el puñal hasta el corazón. Las runas grabadas en el acero desbaratarían cualquier magia protectora que hubiese invocado en torno a sí.

Entonces empezaría el auténtico reto.

Los dragones. Aquellas criaturas no tenían intención de permitir que ninguno de ellos escapara.

Si conseguía llegar hasta el sumergible, continuó pensando Haplo, la magia de la nave debería de ser lo bastante poderosa como para mantener a raya a los dragones. Al menos, el tiempo suficiente para permitirle alcanzar de nuevo la Puerta de la Muerte.

La mano de Haplo se cerró en torno a la empuñadura de la daga.

En aquel instante, un grito lleno de terror hendió el aire.

—¡Haplo, ayúdanos! ¡Socorro!

—¡Parece la voz de una humana! —exclamó Alfred con estupor, al tiempo que sus ojos escrutaban la oscuridad—. ¿Qué hace aquí un mensch?

Haplo se quedó inmóvil, con el puñal en la mano. Había reconocido la voz: era la de Alake.

—¡Haplo! —volvió a gritar ésta con desesperación, frenética.

—¡Ya los veo!

Alfred indicó una dirección, por donde aparecieron tres mensch que corrían para salvar la vida. Las serpientes dragón se deslizaban tras ellos conduciendo a sus víctimas como ovejas al matadero, divirtiéndose con ellas, alimentándose con su pánico.

Alfred corrió hasta Haplo y volvió a tenderle la mano para ayudarlo a incorporarse.

—¡Deprisa! ¡No tienen ninguna posibilidad! Una extraña sensación invadió a Haplo. Ya había hecho aquello, o algo parecido, en otra ocasión...

... La mujer le tendió la mano y lo ayudó a incorporarse. Haplo no le agradeció que le hubiera salvado la vida. Ella no esperaba que lo hiciera. Aquel mismo día, tal vez al siguiente, él quizá le devolviera el favor. Así era la vida en el Laberinto.

—Eran dos —dijo, tras contemplar los cuerpos.

La mujer extrajo su lanza de uno de ellos y la inspeccionó para cerciorarse de que seguía en buen estado. El otro enemigo había muerto por la descarga eléctrica que la mujer había tenido tiempo de generar con las runas. El cuerpo todavía humeaba.

—Exploradores —apuntó—. Una partida de caza. —Se apartó la cabellera castaña del rostro y añadió—: Encontrarán a los residentes.

—Sí. —Haplo volvió la cabeza en dirección al lugar del que venían él y la mujer.

Aquellos seres lobunos cazaban en manadas de treinta o cuarenta individuos, y los residentes sólo eran quince, cinco de ellos niños.

—No tienen ninguna posibilidad. —Fue un comentario desapasionado, acompañado de un encogimiento de hombros. Haplo limpió de sangre y pelos su puñal.

—Podríamos volver y ayudarlos a luchar —dijo la mujer.

—Los dos solos no haríamos gran cosa. Moriríamos con los demás. Lo sabes perfectamente.

A lo lejos, sonaron unos gritos ásperos. Los residentes llamaban a la defensa. Por encima de los gritos, las voces agudas de las mujeres entonaban las runas. Y, más agudo todavía que éstas, el llanto de un niño.

La expresión de la mujer se hizo sombría. Su mirada se volvió en dirección a los gritos, indecisa.

—Vamos —la urgió Haplo mientras envainaba el puñal—. Puede haber más fieras de ésas en las inmediaciones.

—No. Se han reunido todas para la cacería.

El llanto del niño subió aún más de tono hasta convertirse en un estridente alarido de terror.

—Los sartán... —murmuró Haplo con tono sombrío—. Ellos nos trajeron a este infierno. Ellos son los responsables de tanta maldad.

La mujer lo miró, con un destello de oro en sus pardos ojos.

—No estoy segura. Tal vez la maldad está dentro de nosotros.

Un grito aterrorizado. El grito de un niño. Una mano tendida hacia él. Una mano rechazada. Un vacío, una profunda tristeza por algo irremediablemente perdido.

La maldad dentro de nosotros.

«¿De dónde procedéis? ¿Quién os creó?» Haplo recordó sus palabras a las serpientes dragón.

«Vosotros, patryn.»

El perro lanzó un seco ladrido de advertencia y corrió a su lado, inquieto y expectante, suplicando que le ordenara atacar.

Haplo se puso en pie.

—¡No me toques! —dijo a Alfred con aspereza—. Mantente apartado de mí y evita cualquier contacto con el agua. Desbarataría tu magia —explicó con impaciencia al observar la confusión del sartán—. Aunque para lo que sirve...

—¡Oh! Sí, tienes razón... —murmuró Alfred, y se apresuró a retroceder.

Haplo sacó el puñal. Sacó los dos puñales.

Al instante, Samah pronunció una palabra. Esta vez, su magia surtió efecto. Unos signos mágicos resplandecientes rodearon al patryn, se cerraron como esposas en torno a sus muñecas y le inmovilizaron los pies. Con un gañido de perplejidad, el perro se apartó de su lado de un brinco y huyó a refugiarse tras Alfred.

Haplo casi podía oír la risa estentórea del rey de las serpientes dragón.

—¡Suéltame, estúpido! Tal vez aún podría salvarlos.

—No me engañarás con tus trucos, patryn. —Samah empezó a cantar las runas—. No esperarás hacerme creer que la vida de esos mensch te importa algo, ¿verdad?

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