Alake se adentró en el pasadizo en sombras lleno de ruidos.
Devon se dispuso a seguirla, pero descubrió que no podía desasirse de Grundle, cuya mano lo agarraba, rígida y contraída como la de un cadáver.
—¡No! —suplicó la enana—. ¡No me dejéis! El elfo tenía la cara blanca como la tiza y en sus ojos brillaban unas lágrimas contenidas.
—¡Nuestros pueblos, Grundle! —susurró, tragando saliva—. ¡Nuestros pueblos...!
La enana dejó de gimotear y se mordió el labio. Luego, a regañadientes, soltó al elfo. Devon echó a correr. Grundle se puso en pie trabajosamente y fue tras él dando tumbos.
—¿Se marchan ya los jóvenes mensch? —inquirió el rey de las serpientes dragón.
—Sí, Regio —contestó uno de sus secuaces—. ¿Cuáles son tus órdenes?
—Matadlos poco a poco, uno después del otro. Dejad que el último viva lo suficiente para contarle a Haplo lo que han escuchado aquí.
—Cómo tú digas.
La lengua de la serpiente dragón vibró de placer fuera de su boca.
—¡Ah! —añadió el soberano de los ofidios como si se le ocurriera en aquel instante—, haced que parezca que han sido los sartán quienes los han matado. Luego, devolved los cuerpos a sus padres. Eso pondrá fin a cualquier proyecto de «guerra sin derramamiento de sangre».
DRAKNOR
CHELESTRA
El sumergible ofrecía un aspecto extrañamente patético y desvalido, varado en la orilla como una ballena agonizante. Haplo dejó al inconsciente Alfred en el suelo sin demasiada suavidad. El sartán se desplomó y emitió un gemido. Haplo lo miró con expresión sombría. El perro se mantuvo a cierta distancia de ambos y miró a uno y otro, expectante e indeciso.
Alfred abrió los párpados. Durante unos instantes, su cara de desconcierto hizo patente que no tenía idea de dónde estaba ni de qué había sucedido. Luego recobró la memoria y, con ella, el miedo.
—¿Se..., se han ido? —preguntó con voz temblorosa. Se incorporó, apoyado en sus codos huesudos, y miró en torno a sí con el pánico en los ojos.
—¿Qué pretendías con tu aparición? —exigió saber Haplo.
Tras comprobar que no se veía ninguna serpiente dragón, Alfred se tranquilizó y, con aire avergonzado, respondió mansamente:
—Devolverte el perro. Haplo movió la cabeza.
—¿De verdad esperas que crea eso? ¿Quién te ha enviado? ¿Samah?
—No me ha enviado nadie. —Alfred reunió las diversas partes de su cuerpo larguirucho y huesudo, puso cierta apariencia de orden en ellas y consiguió sostenerse en pie—. He venido por propia voluntad para devolverte el perro... y para hablar con los mensch. —Titubeó ligeramente, antes de decir esto último.
—¿Con los mensch?
—Sí, bien... ésa era mi intención. —Alfred se sonrojó de vergüenza—. Dispuse la magia para que me llevara hasta ti, dando por hecho que estarías a bordo de los cazadores de sol, con los mensch.
—Pues no es así.
Alfred bajó la cabeza y dirigió una mirada nerviosa a su alrededor.
—No, ya veo que no. ¿Pero no..., no deberíamos marcharnos de aquí?
—Yo voy a irme bastante pronto, desde luego. Pero antes vas a decirme por qué me has seguido. Cuando me marche, no quiero caer en una trampa sartán.
—Ya te lo he dicho —protestó Alfred—. Quería devolverte el perro. Ha sido muy desgraciado. Pensé que estarías con los mensch. Ni se me pasó por la cabeza que pudieras estar en otra parte. Tenía prisa y no pensé...
—¡Eso sí que puedo creerlo! —dijo Haplo con impaciencia, cortando sus excusas. Miró fijamente a Alfred y continuó—: Pero todo lo demás, no. ¡Oh! Seguro que no mientes, sartán, pero, como de costumbre, tampoco dices la verdad. Has venido a devolverme el perro. De acuerdo. ¿Qué más?
El rubor de Alfred se intensificó y se extendió al cuello y a la calva.
—Pensaba que te encontraría con los mensch y tendría ocasión de hablar con ellos, de instarlos a tener paciencia. Esta guerra será una cosa terrible, Haplo. ¡Terrible! ¡Debo detenerla! Necesito tiempo, eso es todo. La participación de esas..., de esas criaturas espantosas...
Alfred observó de nuevo la cueva con un estremecimiento y, volviéndose otra vez a Haplo, contempló los signos mágicos de su piel, que despedían un brillante resplandor azul.
—Tú tampoco te fías de ellas, ¿verdad?
Una vez más, el sartán invadía la mente de Haplo, compartía sus pensamientos. El patryn estaba más que harto de aquello. Un rato antes, en la caverna, había dicho lo que no debía: «Los mensch no saben luchar... Los sartán podrían causar muchas bajas».
Y escuchó de nuevo la respuesta siseante: «¿Desde cuándo un patryn se preocupa de cómo viven los mensch... o de cómo mueren?».
¿Desde cuándo?
«Y ni siquiera puedo echar la culpa a Alfred —se dijo—. Eso sucedió antes de que él hiciera su torpe entrada en escena. Fue cosa mía. Fue un error mío», reflexionó Haplo con amargura. El peligro estaba presente desde el principio, pero no había querido reconocerlo. Su propio odio lo había cegado. Como las serpientes sabían que sucedería.
Miró a Alfred y éste, al percibir que el patryn libraba en su interior una suerte de batalla, guardó silencio y esperó con impaciencia el resultado.
Haplo notó el hocico frío del perro contra su mano, y bajó la mirada. El animal alzó la suya y movió la cola. Haplo le acarició la cabeza, y el perro se arrimó a él.
—La guerra con los mensch es el menor de vuestros problemas, sartán —dijo por último. Volvió los ojos hacia la caverna, perfectamente visible pese a la oscuridad, como un jirón de negrura abierto en la ladera de la montaña—. He estado cerca del mal otras veces... en el Laberinto. Pero nunca de algo parecido.
—Movió la cabeza y miró de nuevo a Alfred—. Pon sobre aviso a tu pueblo, como yo voy a alertar al mío. Esos dragones no quieren conquistar los cuatro mundos: ¡quieren destruirlos! Alfred palideció.
—Sí... Sí, lo he notado. Hablaré con Samah, con el Consejo. Intentaré hacerles comprender...
—¡Como si fuéramos a hablar con un traidor!
En el aire de la noche se dibujaron los trazos de unas runas llameantes que chisporroteaban como una cascada de estrellas. Samah apareció en mitad de su despliegue mágico.
—¡Qué extraño que no me sorprenda! —Haplo miró a Alfred con una sonrisa lúgubre—. Casi me empezaba a fiar de ti, sartán.
—¡No sabía nada, Haplo, te lo juro...! —protestó Alfred—. ¡No es cosa mía...!
—No es preciso que sigas tratando de engañarnos, patryn
—declaró Samah—. Hemos vigilado hasta el menor movimiento de tu compatriota, ese «Alfred». Supongo que te resultó muy fácil seducirlo, atraerlo a tus perversos proyectos. Pero estoy seguro de que, a la vista de su ineptitud, ya estarás lamentando la decisión de utilizar a un patán torpe e incapaz como él.
—¡Nunca me rebajaría a utilizar a uno de vuestra raza débil y lloriqueante! —replicó Haplo en son de burla. Pero en silencio, para sí, estaba diciendo: «¡Si pudiera capturar a Samah, podría abandonar este lugar ahora mismo! Dejar atrás a las serpientes dragón y a los mensch, quitarme de encima a Alfred y al condenado perro. El sumergible está dispuesto, las runas nos llevarán sanos y salvos a través de la Puerta de la Muerte...».
Haplo dirigió una mirada de soslayo hacia la caverna. Las serpientes dragón seguían sin dejarse ver, aunque sin duda estaban enteradas de la presencia del Gran Consejero sartán en su isla. Pero Haplo sabía que estarían vigilando; estaba tan seguro de ello como si tuviera aquellos ojos verderrojizos delante de él, brillando en la oscuridad. Y los notó urgiéndole a seguir adelante, impacientes por asistir al inicio de la batalla.
Ávidos de miedo, de caos. Ávidos de muerte.
—Ahí dentro se refugia nuestro enemigo común. Vuelve con los tuyos, Consejero —dijo Haplo—. Vuelve y alértalos, igual que yo me dispongo a volver con los míos para ponerlos sobre aviso.
Tras esto, dio media vuelta y echó a andar hacia su nave.
—¡Alto, patryn!
Unos brillantes signos mágicos estallaron en el aire y un muro de llamas obstruyó la retirada de Haplo. Las runas despedían un calor intenso que le chamuscó la piel y le laceró los pulmones. —Vuelvo a Surunan —le informó Samah—, y tú vas a volver conmigo, como prisionero.
Haplo se volvió hacia él y sonrió.
—Sabes que no lo haré sin resistirme. Tendremos que luchar, y eso es precisamente lo que ellas quieren —respondió señalando hacia la caverna.
Alfred extendió las manos, temblorosas y suplicantes, hacia Samah.
—¡Gran Consejero, escúchalo! Haplo tiene razón...
—¡Silencio, traidor! ¿Crees que no entiendo por qué te pones del lado de ese patryn? Sus confesiones ratificarán tu culpabilidad. Voy a llevarte conmigo a Surunan, patryn. Prefiero conducirte pacíficamente, pero si prefieres luchar... —Samah se encogió de hombros.
—Te lo advierto, sartán —replicó Haplo sin alterarse—. Si no dejas que me vaya ahora, los tres tendremos mucha suerte si escapamos con vida.
Sin embargo, al tiempo que hablaba, el patryn ya empezaba a construir su magia. Antiguamente, los enfrentamientos físicos entre los sartán y los patryn habían sido escasos. Los sartán —que enseñaban a los mensch que la violencia era reprobable— tenían que cuidar su imagen y se resistían, por regla general, a ser arrastrados a la lucha. En lugar de ella, recurrían a medios más sutiles para derrotar a su enemigo. Aun así, de vez en cuando el enfrentamiento era inevitable y se llegaba al duelo. Éste —siempre espectacular y, a menudo, mortífero— se llevaba a cabo en secreto, sin testigos, pues no era conveniente que los mensch vieran morir a uno de sus semidioses.
El combate entre dos oponentes de estas características resulta largo y agotador, tanto física como mentalmente,
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y corrían historias de combatientes que habían perdido la vida de puro agotamiento. Cada adversario debe preparar no sólo su propio ataque, adecuando su magia a las incontables posibilidades que se le ofrecen en ese momento, sino también una defensa contra el ataque mágico que su oponente pueda lanzarle.
La defensa es, principalmente, cosa de intuición y de conjeturas, aunque ambos bandos afirman haber desarrollado maneras de sondear el estado mental del adversario y, con ello, poder prever su siguiente movimiento.
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Así era el duelo que Haplo y Samah se disponían a librar. Haplo había soñado con aquel momento, lo había anhelado durante toda su vida. Era el mayor deseo de cualquier patryn pues, aunque en el transcurso de los eones habían perdido muchas cosas, había una en la que siempre se habían mantenido firmes: el odio. No obstante, ahora que por fin se le presentaba la ocasión que había impulsado su existencia, Haplo se sentía incapaz de saborearla. Sólo le sabía a cenizas. El patryn no podía apartar de su cabeza el recuerdo de los ojos enormes, rasgados y encendidos, que sin duda observaban cada uno de sus movimientos.
Se obligó a borrar de su mente la imagen de las serpientes dragón y a concentrarse. Invocó la magia y percibió su respuesta. El júbilo lo inundó y sumergió todos sus temores, todos sus pensamientos sobre los dragones. Se vio joven y fuerte, en el momento culminante de su vigor, y se sintió confiado en la victoria.
El sartán tenía una ventaja que el patryn no había previsto. Samah debía de haber librado ya otros duelos mágicos parecidos. Haplo, no.
Los dos quedaron frente a frente.
—Vete, muchacho —dijo Haplo en voz baja, al tiempo que daba un empujón al perro—. Vuelve con Alfred.
El animal soltó un gañido, reacio a apartarse de él.
—¡Hazlo! —Haplo le lanzó una mirada iracunda. El perro, con las orejas gachas, obedeció.
—¡Deteneos! ¡Detened esta locura! —exclamó Alfred, y echó a correr en un desesperado intento de interponerse físicamente entre los dos adversarios. Por desgracia, Alfred no se fijó en lo que tenía delante y tropezó con el perro. Los dos rodaron por la arena en un confuso lío aderezado de aullidos.
Haplo lanzó su hechizo.
Los signos mágicos de la piel del patryn emitieron unos cegadores destellos azules y rojos que, de pronto, se retorcieron en el aire y se unieron hasta formar una cadena de acero que reflejaba con un brillo mortecino el resplandor de las llamas. La cadena surcó el aire a la velocidad del rayo para prender a Samah entre sus recios eslabones. En un abrir y cerrar de ojos, la magia rúnica de los patryn dejaría al Consejero impotente y en manos de su enemigo.
Por lo menos, esto era lo que Haplo había previsto.
Pero era evidente que Samah había intuido la posibilidad de que su rival intentara hacerlo prisionero. El Gran Consejero invocó un hechizo de modo que, cuando el patryn lanzara su ataque, él ya no ocupara el lugar al que éste iba dirigido. Y así sucedió.
La cadena de acero se cerró en el aire. Samah apareció a cierta distancia de ella y contempló a Haplo con desdén, como habría mirado a un chiquillo que le arrojara piedras. Luego, se puso a cantar y bailar.
Haplo intuyó un contraataque del sartán y comprendió que tenía apenas una fracción de segundo para tomar una decisión angustiosa: o bien preparaba una defensa contra el ataque —y ello exigía acertar al instante entre las mil y una posibilidades que se ofrecían a su enemigo—, o lanzaba un nuevo ataque él mismo, con la esperanza de sorprender a Samah indefenso mientras realizaba su encantamiento. Por desgracia, tal maniobra también lo dejaría indefenso a él.