Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
No sólo olía a carne asada, sino a un perfume fuertísimo y a incienso. El barman, que ya sabía lo de la muerte de Berlioz y conocía su domicilio, pensó por un momento si no habrían celebrado un funeral, pero en seguida desechó por absurda la idea.
De pronto el sorprendido barman oyó una voz baja y gruesa:
—¿En qué puedo servirle?
Y descubrió, en la sombra, al que estaba buscando.
El nigromante estaba recostado en un sofá muy grande, rodeado de almohadones. Al barman le pareció que el artista iba vestido todo de negro, con camisa y zapatos puntiagudos del mismo color.
—Yo soy —dijo el barman, en tono amargo— el encargado del bar del teatro Varietés...
El artista alargó una mano, brillaron las piedras en sus dedos, y obligó al barman a que callara. Habló él muy exaltado:
—¡No, no! ¡Ni una palabra más! ¡Nunca, de ningún modo! ¡No pienso probar nada en su bar! Mi respetable caballero, precisamente ayer pasé junto a su barra y no puedo olvidar ni el esturión ni el queso de oveja. ¡Querido amigo! El queso de oveja nunca es verde, alguien le ha engañado. Suele ser blanco. ¿Y el té? ¡Si parece agua de fregar! He visto con mis propios ojos cómo una muchacha, de aspecto poco limpio, echaba agua sin hervir en su enorme samovar mientras seguían sirviendo el té. ¡No, amigo, eso es inadmisible!
—Usted perdone —habló Andréi Fókich, sorprendido por el inesperado ataque—, no he venido a hablar de eso y el esturión no tiene nada que ver...
—¡Pero cómo que no tiene nada que ver! ¡Si estaba pasado!
—Me lo mandaron medio fresco —dijo el barman.
—Oiga, amigo, eso es una tontería.
—¿Qué es una tontería?
—Lo de medio fresco. ¡Es una bobada! No hay término medio, o está fresco o está podrido.
—Usted perdone —empezó de nuevo el barman, sin saber cómo atajar la insistencia del artista.
—No puedo perdonarle —decía el otro con firmeza.
—Se trata de otra cosa —repuso el barman muy contrariado.
—¿De otra cosa? —se sorprendió el mago extranjero— ¿Y por qué otra cosa iba a acudir a mí? Si no me equivoco, sólo he conocido a una persona que tuviera algo que ver con la profesión de usted, una cantinera, pero fue hace muchos años, cuando usted todavía no había nacido. De todos modos, encantado.¡Asaselo! ¡Una banqueta para el señor encargado del bar!
El que estaba asando la carne se volvió, asustando al barman con su colmillo, y le alargó una banqueta de roble. No había ningún otro lugar donde sentarse en la habitación.
El barman habló:
—Muchas gracias —y se sentó en la banqueta. La pata de atrás se rompió ruidosamente y el barman se dio un buen golpe en el trasero. Al caer arrastró otra banqueta que estaba delante de él, y se le derramó sobre el pantalón una copa de vino tinto.
El artista exclamó:
—¡Ay! ¿No se ha hecho daño?
Asaselo ayudó a levantarse al barman y le dio otro asiento. El barman rechazó con voz doliente la proposición del dueño de que se quitara el pantalón para secarlo al fuego, y muy incómodo con su ropa mojada, se sentó receloso en otra banqueta.
—Me gustan los asientos bajos —habló el artista—, la caída tiene siempre menor importancia. Bien, estábamos hablando del esturión. Mi querido amigo, ¡tiene que ser fresco, fresco, fresco! Ése debe ser el lema de cualquier barman. ¿Quiere probar esto?
A la luz rojiza de la chimenea brilló un sable, y Asaselo puso un trozo de carne ardiendo en un platito de oro, la roció con jugo de limón y dio al barman un tenedor de dos dientes.
—Muchas gracias... es que...
—Pruébelo, pruébelo, por favor.
El barman cogió el trozo de carne por compromiso: en seguida se dio cuenta de que lo que estaba masticando era muy fresco y, algo más importante, extraordinariamente sabroso. Pero de pronto, mientras saboreaba la carne jugosa y aromática, estuvo a punto de atragantarse y caerse de nuevo. Del cuarto de al lado salió volando un pájaro grande y oscuro, que rozó con su ala la calva del barman. Cuando se posó en la repisa de la chimenea junto al reloj, resultó ser una lechuza. «¡Dios mío!» pensó Andréi Fókich, que era nervioso como todos los camareros. «¡Vaya pisito!»
—¿Una copa de vino? ¿Blanco o tinto? ¿De qué país lo prefiere a esta hora del día?
—Gracias... no bebo...
—¡Hace mal! ¿No le gustaría jugar una partida de dados? ¿O le gustan otros juegos? ¿El dominó, las cartas?
—No juego a nada —respondió el barman ya cansado.
—¡Pues hace mal! —concluyó el dueño—. Digan lo que digan, siempre hay algo malo escondido en los hombres que huyen del vino, de las cartas, de las mujeres hermosas o de una buena conversación. Esos hombres o están gravemente enfermos, o tienen un odio secreto a los que les rodean. Claro que hay excepciones. Entre la gente que se ha sentado conmigo a la mesa en una fiesta, ¡había a veces verdaderos sinvergüenzas!... Muy bien, estoy dispuesto a escucharle.
—Ayer estuvo usted haciendo unos trucos...
—¿Yo? —exclamó el mago sorprendido—; ¡por favor, qué cosas tiene! ¡Si eso no me va nada!
—Usted perdone —dijo anonadado el barman—. Pero... la sesión de magia negra...
—¡Ah, sí, ya comprendo! Mi querido amigo, le voy a descubrir un secreto. No soy artista. Tenía ganas de ver a los moscovitas en masa y lo más cómodo era hacerlo en un teatro. Por eso mi séquito —indicó con la cabeza al gato— organizó la sesión, yo no hice más que observar a los moscovitas sentado en mi sillón. Pero no cambie de cara y dígame: ¿y qué le ha hecho acudir a mí que tenga que ver con la sesión?
—Con su permiso, entre otras cosas, volaron algunos papelitos del techo... —el barman bajó el tono de voz y miró alrededor, avergonzado— y todos los recogieron. Llega un joven al bar, me da un billete de diez rublos, y yo le devuelvo ocho cincuenta... después otro...
—¿También joven?
—No, de edad. Luego otro más, y otro... Yo les daba el cambio. Y hoy me puse a hacer caja y tenía unos recortes de papeles en vez del dinero. Han estafado al bar una cantidad de ciento nueve rublos.
—¡Ay, ay! —exclamó el artista—, ¿pero es cierto que creyeron que era dinero auténtico? No puedo ni suponer que lo hayan hecho conscientemente.
El barman le dirigió una mirada turbia y angustiada, pero no dijo ni una palabra.
—¿No serán unos cuantos granujas? —preguntó el mago preocupado—. ¿Es que hay granujas en Moscú?
La respuesta del barman fue nada más que una sonrisa, lo que hizo disipar todas las dudas: sí, en Moscú hay granujas.
—¡Qué bajeza! —se indignó Voland—. Usted es un hombre pobre... ¿verdad que es pobre?
El barman hundió la cabeza entre los hombros y quedó claro que era un hombre pobre.
—¿Qué tiene ahorrado?
El tono de la pregunta era bastante compasivo, pero no era lo que se puede llamar una pregunta hecha con delicadeza. El barman se quedó cortado.
—Doscientos cuarenta y nueve mil rublos en cinco cajas de ahorro —contestó de otra habitación una voz cascada— y en su casa, debajo de los baldosines, dos mil rublos en oro.
El barman parecía haberse pegado al taburete.
—Bueno, en realidad, eso no es mucho —dijo Voland con aire condescendiente—, aunque tampoco lo va a necesitar. ¿Cuándo piensa morirse?
El barman se indignó.
—Eso no lo sabe nadie y además, a nadie le importa —respondió.
—Vamos, ¡que nadie lo sabe! —se oyó desde el despacho la misma odiosa voz—. ¡Ni que fuera el binomio de Newton! Morirá dentro de nueve meses, en febrero del año que viene, de cáncer de hígado, en la habitación número 4 del hospital clínico.
El barman estaba amarillo.
—Nueve meses —dijo Voland pensativo—, doscientos cuarenta y nueve mil... resulta aproximadamente veintisiete mil al mes... no es mucho, pero viviendo modestamente tiene bastante... además, el oro...
—No podrá utilizar su oro —intervino la misma voz de antes, que le helaba la sangre al barman—. En cuanto muera Andréi Fókich derrumbarán inmediatamente la casa y el oro irá a parar al Banco del Estado.
—Por cierto, no le aconsejo que se hospitalice —continuaba el artista—. ¿Qué sentido tiene morirse en un cuarto al son de los gemidos y suspiros de enfermos incurables? ¿No sería mejor que diera un banquete con esos veintisiete mil rublos y que se tomara un veneno para trasladarse al otro mundo al ritmo de instrumentos de cuerda, rodeado de bellas mujeres embriagadas y de amigos alegres?
El barman permanecía inmóvil, avejentado de repente. Unas sombras oscuras le rodeaban los ojos, le caían los carrillos y le colgaba la mandíbula.
—¡Pero me parece que estamos soñando! —exclamó el dueño—. ¡Vayamos al grano! Enséñeme sus recortes de papel.
El barman, nervioso, sacó del bolsillo el paquete, lo abrió y se quedó pasmado: el papel de periódico envolvía billetes de diez rublos.
—Querido amigo, usted está realmente enfermo —dijo Voland, encogiéndose de hombros.
El barman, con una sonrisa de loco, se levantó del taburete.
—Yyy... —dijo, tartamudeando— y si otra vez... se vuelve eso...
—Hmm... —el artista se quedó pensativo—. Entonces vuelva por aquí. Encantados de verle siempre que quiera, he tenido mucho gusto en conocerle...
Koróviev salió del despacho, le agarró la mano al barman y sacudiéndosela, pidió a Andréi Fókich que saludara a todos, pero absolutamente a todos. Sin llegar a entender lo que estaba sucediendo, el barman salió al vestíbulo.
—¡Guela, acompáñale! —gritaba Koróviev.
¡Y de nuevo apareció en el vestíbulo la pelirroja desnuda!
El barman se lanzó a la puerta, articuló un «adiós» y salió como borracho.
Dio varios pasos, luego se paró, se sentó en un peldaño, sacó el paquete y comprobó que los billetes seguían allí.
Del piso de al lado salió una mujer con una bolsa verde. Al ver al hombre, sentado en la escalera, mirando embobado sus billetes de diez rublos, la mujer se sonrió y dijo, pensativa:
—Pero qué casa tenemos... Éste también bebido, desde por la mañana... ¡Otra vez han roto un cristal de la escalera!
Miró fijamente al barman y añadió:
—Oiga, ciudadano, ¡pero si está forrado de dinero! Anda, ¿por qué no lo repartes conmigo?
—¡Déjame, por Dios! —se asustó el barman y guardó apresuradamente el dinero.
La mujer se echó a reír.
—¡Vete al cuerno, roñoso! ¡Si era una broma! —y bajó por la escalera.
El barman se incorporó lentamente, levantó la mano para ponerse bien el sombrero y se percató de que no lo tenía. Prefería no volver, pero le daba lástima quedarse sin sombrero. Después de dudar un poco, volvió y llamó a la puerta.
—¿Qué más quiere? —le preguntó la condenada Guela.
—Me dejé el sombrero... —susurró el barman, señalando su calva. Guela se volvió de espaldas. El barman cerró los ojos y escupió mentalmente. Cuando los abrió Guela le daba un sombrero y una espada con empuñadura de color oscuro.
—No es mía... —susurró el barman, rechazando con la mano la espada y poniéndose apresuradamente el sombrero.
—¿Cómo? ¿Pero había venido sin espada? —se extrañó Guela.
El barman refunfuñó algo y fue bajando las escaleras. Sentía una molestia en la cabeza, como si tuviera demasiado calor. Asustado, se quitó el sombrero: tenía en las manos una boina de terciopelo con una vieja pluma de gallo. El barman se santiguó. La boina dio un maullido, se convirtió en un gatito negro y, saltando de nuevo a la cabeza de Andréi Fókich, hincó las garras en su calva. Andréi Fókich gritó desesperado y bajó corriendo. El gato cayó al suelo y subió muy deprisa la escalera.
El barman salió al aire libre y corrió hacia la puerta de la verja, abandonando para siempre la dichosa casa número 302 bis.
Sabemos perfectamente qué le ocurrió después. Cuando salió a la calle, echó una mirada recelosa alrededor, como buscando algo. En un santiamén se encontró en la otra acera, en una farmacia.
—Dígame, por favor... —La mujer que estaba detrás del mostrador, exclamó:
—¡Ciudadano, si tiene toda la cabeza arañada!
Le vendaron la cabeza y se enteró de que los mejores especialistas en enfermedades del hígado eran Bernadski y Kusmín; preguntó cuál de los dos vivía más cerca y se alegró mucho de saber que Kusmín vivía casi en el patio de al lado, en un pequeño chalet blanco. A los dos minutos estaba en el chalet.
La casa era antigua y muy acogedora. Más tarde el barman se acordaría de que primero encontró a una criada viejecita, que quiso cogerle el sombrero, pero en vista de que no lo llevaba, la viejecita se fue, masticando con la boca vacía.
En su lugar, bajo un arco junto a un espejo, apareció una mujer de edad, que le dijo que podría coger número para el día 19. El barman buscó un áncora de salvación. Miró, como desfalleciéndose, detrás del arco, donde estaba sin duda el vestíbulo, en el que había tres hombres esperando, y susurró:
—Estoy enfermo de muerte...
La mujer miró extrañada la cabeza vendada del barman, vaciló y pronunció:
—Bueno... —y le dejó traspasar el arco.
Se abrió la puerta de enfrente y brillaron unos impertinentes de oro.
La mujer de la bata dijo:
—Ciudadanos, este enfermo tiene que pasar sin guardar cola.
El barman no tuvo tiempo de reaccionar. Estaba en el gabinete del profesor Kusmín. Era una habitación rectangular que no tenía nada de terrible, de solemne o de médico.
—¿Qué tiene? —preguntó el profesor Kusmín con tono agradable, mirando con cierta inquietud el vendaje de la cabeza.
—Acabo de enterarme por una persona digna de crédito —habló el barman, con la mirada extraviada puesta en un grupo fotográfico tras un cristal— que en febrero del año que viene moriré de cáncer de hígado. Le ruego que lo detenga.
El profesor Kusmín se echó hacia atrás, apoyándose en el alto respaldo de un sillón gótico de cuero.
—Perdone, pero no le comprendo... ¿Qué le pasa? ¿Ha visto a un médico? ¿Por qué tiene la cabeza vendada?
—¡Qué médico ni qué narices! Si llega a ver usted a ese médico... —respondió el barman, y le rechinaron los dientes—. No se preocupe por la cabeza, no tiene importancia. ¡Que se vaya al diablo la cabeza!... ¡Cáncer de hígado! ¡Le pido que lo detenga!
—Pero, por favor, ¿quién se lo ha dicho?
—¡Créale! —pidió el barman acalorado—. ¡Él sí que sabe!
—¡No entiendo nada! —dijo el profesor encogiéndose de hombros y separándose de la mesa con el sillón—. ¿Cómo puede saber cuándo se va a morir usted? ¿Sobre todo si no es médico?