Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
Al poco rato se acercó al monte la segunda cohorte y formó un segundo círculo.
Por fin llegó la centuria dirigida por Marco Matarratas. Avanzaba por el camino formando dos largas cadenas, y, entre las cuales, bajo la escolta de la guardia secreta, iban en carro los tres condenados, cada uno con una tabla blanca en el cuello, donde se leía «bandido y rebelde» en dos idiomas, arameo y griego.
El carro de los condenados iba seguido por otros, cargados con tablones recién cepillados, con travesaños, cuerdas, palas, cubos y hachas. En estos carros iban seis verdugos. Les seguían, montados a caballo, el centurión Marco, el jefe de la guardia del templo de Jershalaím y ese mismo hombre de capuchón con el que Pilatos había tenido una entrevista muy breve en la habitación ensombrecida del palacio.
Cerraba la procesión una cadena de soldados seguida por unos dos mil curiosos que no se habían asustado del calor agobiante, que deseaban presenciar el interesante espectáculo. A los curiosos de la ciudad se habían unido los curiosos peregrinos, a los que dejaban colocarse en la cola de la procesión libremente. La procesión empezó a ascender al monte Calvario, acompañada por los gritos agudos de los heraldos, que seguían la columna y repetían lo que Pilatos proclamara cerca del mediodía.
El ala de caballería dejó pasar a todos, pero la segunda centuria sólo a los que tenían relación directa con la ejecución, y luego, con rápidas maniobras, dispersó alrededor del monte a toda la muchedumbre de tal manera, que ésta se encontró entre el cerco de infantería, arriba, y el de la caballería abajo. Ahora podía ver la ejecución a través de la cadena suelta de los soldados de infantería.
Habían pasado tres horas desde que la procesión iniciara la marcha hacia el monte, y el sol descendía ya sobre el Calvario, pero el calor todavía era insoportable, y los soldados de ambos cercos sufrían del bochorno, se aburrían y maldecían con el alma a los tres condenados, deseándoles sinceramente una muerte rápida.
El pequeño comandante del ala de caballería, que se encontraba al pie del monte, junto al único paso abierto de subida, con la frente mojada y la espalda de la camisa oscurecida por el sudor, no hacía más que acercarse a un cubo de cuero, coger agua con las manos, beber y mojarse el turbante. Después sentía cierto alivio, se apartaba y empezaba a recorrer de arriba abajo el camino polvoriento que conducía a la cumbre. Su larga espada golpeaba el trenzado de cuero de sus botas. El comandante quería dar a sus soldados ejemplo de resistencia, pero sentía pena de ellos y les permitió que, con sus lanzas hincadas en tierra, formaran pirámides y las cubrieran con sus capas blancas. Los sirios se escondían bajo estas improvisadas cabañas del implacable sol. Los cubos se vaciaban uno tras otro, y los soldados de distintos pelotones se turnaban para ir por agua a un despeñadero al pie del monte donde, a la escasa sombra de unos escuálidos morales, acababa sus días en medio de aquel calor infernal un turbio riachuelo. Allí mismo, siguiendo el movimiento de la sombra, se aburrían los palafreneros, sujetando a los cansados caballos.
El agobio de los soldados y las maldiciones que dirigían a los condenados eran comprensibles. Afortunadamente, no se habían confirmado los temores del procurador de que en su odiado Jershalaím se organizaran disturbios durante la ejecución, y, cuando llegó la cuarta hora del suplicio, entre la cadena superior de infantería y la inferior, de caballería, contra todo lo supuesto no quedaba nadie. El sol, quemando a la muchedumbre, la había arrojado a Jershalaím. Detrás de las dos cadenas de las centurias romanas sólo quedaban dos perros, que no se sabía a quién pertenecían ni a qué se debía su aparición en el monte. Pero también a ellos les venció el calor y se tumbaron con la lengua fuera, sin hacer ningún caso de las lagartijas verdes, únicos seres que, sin temor al sol, corrían entre las piedras caldeadas y las plantas trepadoras con grandes pinchos.
Nadie intentó llevarse a los condenados ni en Jershalaím, invadido por las tropas, ni allí, en el monte cercado; y la gente volvió a la ciudad, porque en la ejecución no había habido nada interesante. Mientras tanto, en la ciudad seguían los preparativos para la gran fiesta de Pascua, que empezaba aquella misma tarde.
La infantería romana lo estaba pasando peor aún que los soldados de caballería. El centurión Matarratas sólo permitió a sus soldados quitarse los yelmos y cubrirse la cabeza con bandas blancas mojadas en agua, pero les obligaba a permanecer de pie, con las lanzas en mano. Él mismo, con una banda seca en la cabeza, se movía junto al grupo de verdugos sin quitarse el peto con cabezas doradas de león, las espinilleras, la espada y el cuchillo. El sol caía sobre el centurión sin hacerle ningún daño, y no se podía mirar a las cabezas de león que hervían al sol y quemaban los ojos con su reflejo.
El rostro desfigurado de Matarratas no expresaba cansancio ni descontento, y daba la impresión que el centurión gigante era capaz de seguir caminando durante todo el día, la noche y el día siguiente, todo el tiempo que fuera necesario. Seguía andando de la misma manera, con las manos en el pesado cinturón con chapas de cobre, dirigiendo severas miradas a los postes de los ejecutados o a los soldados en cadena, dando patadas con la misma indiferencia, con su calzado de cuero, a los huesos humanos blanqueados por el tiempo y a los pequeños sílices que encontraba a su paso.
El hombre del capuchón se había situado cerca de los maderos, en una banqueta de tres patas, permanecía inmóvil, apacible, aunque de vez en cuando revolvía aburrido la arena con una ramita.
No es del todo cierto que detrás de la cadena de legionarios no había quedado nadie. Había un hombre, pero no todos podían verlo. No estaba donde el camino abierto subía al monte y desde donde mejor podía verse la ejecución, sino en la parte norte, donde la pendiente no era suave, ni accesible, sino desigual, con grietas y fallas, donde un moral enfermo trataba de sobrevivir, aferrándose a la seca y resquebrajada tierra, maldita por el cielo.
Y precisamente allí bajo un árbol que no daba sombra, se había instalado el único espectador que no participaba en la ejecución. Desde el principio, es decir, hacía ya más de tres horas, estaba sentado en una piedra. Había elegido para observar los acontecimientos no la mejor posición, sino precisamente la peor. De todas formas podía ver los postes y, a través de la cadena de soldados, las dos manchas relucientes en el pecho del centurión; al parecer, esto era suficiente para el hombre que quería pasar inadvertido y sin que nadie le molestara. Pero cuatro horas antes, cuando el proceso de la ejecución daba comienzo, el comportamiento de este hombre había sido muy distinto. Pudo haber sido señalado, por lo que tuvo que cambiar su actitud y aislarse.
Cuando la procesión coronó el monte, dejando atrás la cadena de soldados, apareció este hombre con miedo de llegar tarde. Iba sofocado, corría, más que andaba, por el monte, empujaba a la gente y, al darse cuenta de que delante de él y del resto de la muchedumbre se cerraba la cadena, hizo un ingenioso intento de pasar entre los soldados al lugar de la ejecución, donde los condenados descendían del carro, haciendo como que no entendía los excitados gritos de los romanos. Recibió un fuerte golpe en el pecho con el extremo romo de una lanza y de un salto se apartó de los soldados, a la vez que exhalaba un grito desesperado exento de dolor. Dirigió una mirada turbia y completamente indiferente al legionario que acababa de pegarle, como si fuera insensible al dolor físico.
Corrió alrededor del monte, tosiendo y ahogándose, con las manos en el pecho, tratando de encontrar un claro en la cadena de soldados por donde pudiera pasar. Pero ya era tarde y la cadena se había cerrado. Y el hombre, con la cara desfigurada por el sufrimiento, tuvo que renunciar a sus deseos de acercarse a los carros, de los que ya habían bajado los maderos. Sus intentos no le habían conducido a nada; además podían haberle prendido, y en este día eso no entraba para nada en sus planes.
Por eso había ido a instalarse en el barranco, donde estaba tranquilo y nadie le iba a molestar.
Ahora, este hombre de barbas negras, con los ojos llorosos por el sol y el insomnio, permanecía sentado en una piedra. Estaba apesadumbrado.
Abría, suspirando, su taled gastado en las peregrinaciones, que, de azul celeste, se había convertido en grisáceo, se descubría el pecho golpeado, por el que chorreaba el sudor sucio, o, con expresión de insoportable dolor, levantaba los ojos al cielo, observando las aves que volaban en lo alto describiendo grandes circunferencias, en espera de un próximo festín; o clavaba su mirada de desesperación en la tierra amarillenta, viendo una calavera de perro medio deshecha y lagartijas que corrían a su alrededor.
El sufrimiento del hombre era tan intenso, que a veces se ponía a hablar consigo mismo.
—Oh, imbécil de mí... —murmuraba, tambaleándose en la piedra, en medio de su dolor, mientras arañaba con las uñas su pecho moreno—. ¡Imbécil, mujerzuela insensata, cobarde! ¡Soy una carroña y no un hombre!
Luego se callaba, bajaba la cabeza y, después de beber agua templada de una calabaza, parecía revivir. Agarraba el cuchillo escondido en el pecho bajo el taled o un trozo de pergamino, que tenía enfrente en una piedra, con un frasco de tinta y un palito.
En el pergamino había ya varias cosas escritas.
«Corren los minutos y yo, Leví Mateo, estoy en el Calvario, ¡pero la muerte no llega!»
Y después:
«Desciende el sol, pero la muerte no llega.»
Ahora Leví Mateo apuntó, desesperado, con el palito:
«¡Dios! ¿Por qué te enojas con él? Mándale la muerte.»
Al escribirlo, sollozó sin lágrimas y de nuevo se arañó el pecho con las uñas.
Leví estaba desesperado a causa de la trágica mala suerte que habían tenido Joshuá y él, y además, por la grave equivocación que había cometido Leví, según él mismo pensaba. Anteayer Joshuá y Leví se hallaban en Bethphage, cerca de Jershalaím, donde habían sido invitados por un hortelano al que gustaron sobremanera las predicaciones de Joshuá. Los dos huéspedes habían estado trabajando toda la mañana en la huerta para ayudar al dueño y pensaban marchar a Jershalaím hacia la noche, cuando refrescara. Pero Joshuá tenía prisa, explicó que le esperaba un asunto inaplazable en Jershalaím y marchó solo, hacia el mediodía. Ésta fue la primera equivocación que cometió Leví Mateo. ¿Por qué? ¿Por qué le había dejado marchar solo?
Por la tarde Mateo no pudo ir a Jershalaím. Le había atacado una dolencia inesperada y terrible. Temblaba, su cuerpo se había llenado de fuego, chasqueaba con los dientes y pedía agua a cada instante.
No podía ir a ningún sitio. Cayó sobre un telliz en el cobertizo del hortelano y permaneció allí hasta el amanecer del viernes, cuando la enfermedad abandonó a Leví tan inesperadamente como le había acometido. Aunque se sentía débil y le temblaban las piernas, angustiado por el presentimiento de una desgracia, se despidió del dueño y se dirigió a Jershalaím. Allí supo que su presentimiento no le había engañado y que la desgracia había ocurrido. Leví estaba entre la muchedumbre y oyó al procurador anunciar la sentencia.
Mientras llevaban a los condenados al monte, Leví corría junto a la cadena de soldados entre los curiosos tratando de hacer una señal a Joshuá, como diciéndole que él, Leví, estaba allí, que no le había abandonado en su último camino y que rezaba para que la muerte llegara cuanto antes. Pero Joshuá, que miraba a lo lejos, hacia donde le llevaban, no le vio.
Cuando la procesión había avanzado, y a Mateo le empujaba la muchedumbre hacia la misma cadena de soldados, se le ocurrió una idea sencilla y genial, e inmeditamente el apasionado Mateo empezó a maldecirse por no haber caído antes en aquella idea. La hilera de soldados no era muy densa, entre ellos había huecos. Con un poco de astucia y habilidad se podía pasar entre dos legionarios, correr hasta el carro y subirse en él. Entonces Joshuá estaría a salvo del sufrimiento.
No hacía falta más que un instante para clavarle a Joshuá un cuchillo en la espalda, gritándole: «¡Joshuá! ¡Te salvo y me voy contigo! ¡Yo, Leví Mateo, tu único y fiel discípulo!».
Si Dios le bendijera con otro instante más, podría darle tiempo de quitarse la vida él también, evitando la muerte en el madero. Aunque esto último era lo que menos interesaba a Leví, el que fue recaudador de contribuciones. Le daba lo mismo cómo fuera su propia muerte. Sólo deseaba que Joshuá, que nunca había hecho a nadie daño alguno, fuera liberado del suplicio.
El plan era acertado, pero había un problema: que Leví no tenía cuchillo. Tampoco tenía ni una moneda.
Indignado consigo mismo, Leví escapó de la muchedumbre y corrió a la ciudad. Una idea febril se le había fijado en la cabeza: conseguir el cuchillo y alcanzar la procesión.
Llegó corriendo hasta la entrada de la ciudad, evitando las caravanas que afluían a Jershalaím, y vio a su izquierda la puerta abierta de una tiendecilla donde vendían pan. Sofocado por su carrera bajo el sol ardiente, Leví trató de dominarse, entró en la tienda con tranquilidad, saludó a la dueña que estaba detrás del mostrador y le pidió que le alcanzara del estante de arriba un pan que le había gustado especialmente. Mientras ella se volvía, rápidamente y sin decir una palabra, cogió del mostrador un cuchillo de pan, largo, afilado como una navaja, y echó a correr fuera de la tienda.
A los pocos minutos estaba de nuevo en el camino de Jaffa Pero ya no vio la procesión. Echó a correr. De vez en cuando tenía que tenderse sobre el polvo para recobrar la respiración. Y así se quedaba, sorprendiendo a los que pasaban a pie o montados en mulas hacia Jershalaím. Permanecía echado, sintiendo los latidos de su corazón no sólo en el pecho, sino también en los oídos y en la cabeza. Una vez recobrado se levantaba de un salto y seguía corriendo, aunque cada vez más despacio. Por fin, pudo ver en la lejanía la larga procesión envuelta en una nube de polvo. Estaba ya al pie del monte.
—¡Oh, Dios! —gimió Leví, comprendiendo que iba a llegar tarde.
Y había llegado tarde.
Transcurrida la cuarta hora de la ejecución, el sufrimiento llegó a su límite y Leví se llenó de ira.
Se levantó de la piedra, tiró al suelo el cuchillo robado —inútilmente, pensaba ahora—, aplastó con el pie la calabaza, quedándose sin agua, se quitó el kefi de la cabeza, agarró sus escasos cabellos y comenzó a maldecirse.