Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
—En la habitación número 4 —contestó el barman.
Entonces el profesor miró a su paciente con detención, se fijó en la cabeza, en el pantalón mojado y pensó: «Lo que faltaba, un loco...». Luego preguntó:
—¿Bebe vodka?
—Nunca lo he probado —respondió el barman.
Al cabo de un minuto estaba desnudo, tumbado en una camilla fría cubierta de hule. El profesor le palpaba el vientre. Es necesario decir que el barman se animó bastante. El profesor afirmó categóricamente que por lo menos de momento, no había ningún síntoma de cáncer, pero que como insistía tanto, si tenía miedo porque le hubiera asustado un charlatán, debería hacerse los análisis necesarios.
El profesor escribió unos papeles, explicándole dónde tenía que ir y qué tendría que llevar. Además, le dio una carta para el profesor neurólogo Buré, porque tenía los nervios deshechos.
—¿Qué le debo, profesor? —preguntó con voz suave y temblorosa el barman, sacando su gruesa cartera.
—Lo que usted quiera —respondió el profesor seco y cortado.
El barman sacó treinta rublos, los puso en la mesa y luego, con una habilidad inesperada, casi felina, colocó sobre los billetes de diez rublos un paquete alargado envuelto en periódico.
—¿Qué es esto? —preguntó Kusmín, retorciéndose el bigote.
—No se niegue, ciudadano profesor —susurró el barman—, ¡le ruego que me detenga el cáncer!
—Guárdese su oro —dijo el profesor orgulloso de sí mismo—. Más vale que vigile sus nervios. Mañana mismo lleve orina para el análisis, no beba mucho té y no tome nada de sal.
—¿Ni siquiera en la sopa? —preguntó el barman.
—En nada de lo que coma —ordenó el profesor.
—¡Ay! —exclamó el barman con amargura, mirando enternecido al profesor, cogiendo las monedas y retrocediendo hacia la puerta.
Aquella tarde el profesor no tuvo que atender a muchos enfermos y al oscurecer se marchó el último. Mientras se quitaba la bata, el profesor echó una mirada al lugar donde el barman dejara los billetes y se encontró con que en vez de los rublos había tres etiquetas de vino «Abrau-Dursó».
—¡Diablos! —murmuró Kusmín, arrastrando la bata por el suelo y tocando los papeles—. ¡Además de esquizofrénico es un estafador! Lo que no entiendo es para qué me necesitaría a mí. ¿No será el papel para el análisis de orina? ¡Ah!... ¡Seguro que ha robado un abrigo! —Y el profesor echó a correr al vestíbulo, con la bata colgándole de una manga —¡Xenia Nikítishna!— gritó con voz estridente, ya en la puerta del vestíbulo—. ¡Mire a ver si están todos los abrigos!
Los abrigos estaban en su sitio. Pero cuando el profesor volvió a su despacho, después de haber conseguido quitarse la bata, se quedó como clavado en el suelo, fijos los ojos en la mesa. En el mismo sitio en que aparecieran las etiquetas, había ahora un gatito negro huérfano con aspecto tristón, maullando sobre un platito de leche.
—Pero... bueno, ¿qué es esto? —y Kusmín sintió frío en la nuca.
Al oír el grito débil y suplicante del profesor, Xenia Nikítishna llegó corriendo y le tranquilizó en seguida explicándole que algún enfermo se habría dejado el gatito y que esas cosas pasaban a menudo en casa de los profesores.
—Vivirán modestamente —explicaba Xenia Nikítishna— y nosotros, claro...
Se pusieron a pensar quién podría haberlo hecho. La sospecha recayó en una viejecita que tenía una úlcera de estómago.
—Seguro que ha sido ella —decía la mujer—. Habrá pensado: yo me voy a morir y me da pena del pobre gatito.
—¡Usted perdone! —gritó Kusmín—. ¿Y la leche? ¿También la ha traído? ¿Con el platito?
—La habrá traído en una botella y la habrá echado en el platito aquí —explicó Xenia Nikítishna.
—De acuerdo, llévese el gato y el platito —dijo Kusmín, acompañándola hacia la puerta. Cuando volvió la situación había cambiado.
Cuando estaba colgando la bata en un clavo oyó risas en el patio. Se asomó a la ventana y se quedó anonadado. Una señora en combinación cruzaba el patio a todo correr. El profesor incluso sabía su nombre: María Alexándrovna. Un chico se reía a carcajadas.
—Pero, ¿qué es eso? —dijo Kusmín con desprecio.
En la habitación de al lado, que era el cuarto de la hija del profesor, un gramófono empezó a tocar el foxtrot «Aleluya». Al mismo tiempo el profesor oyó a sus espaldas el gorgojeo de un gorrión. Se volvió. Sobre su mesa saltaba un gorrión bastante grande.
«Hmm... ¡tranquilo! —se dijo el profesor—. Ha entrado cuando yo me aparté de la ventana. ¡No es nada extraño!», se dijo mientras pensaba que sí era extraño, sobre todo por parte del gorrión. Le miró fijamente, dándose cuenta de que no era un gorrión corriente. El pajarito cojeaba de la pata izquierda, la arrastraba haciendo piruetas, obedeciendo a un compás, es decir, bailaba el foxtrot al son del gramófono, como un borracho junto a una barra, se burlaba del profesor como podía, mirándole descaradamente.
La mano de Kusmín se posó en el teléfono; se disponía a llamar a Buré, su compañero de curso, para preguntarle qué significaba este tipo de apariciones en forma de gorriones, a los sesenta años, con acompañamiento de mareos.
Entre tanto, el pajarito se sentó sobre un tintero, que era un regalo, hizo sus necesidades (¡no es broma!), revoloteó después, se paró un instante en el aire, y tomando impulso, pegó con el pico, como si fuera de acero, en el cristal de una fotografía que representaba la promoción entera de la Universidad del año 94, rompió el cristal y salió por la ventana.
El profesor cambió de intención, y en vez de marcar el número del profesor Buré, llamó al puesto de sanguijuelas, diciendo que el profesor Kusmín necesitaba que le mandaran urgentemente a casa unas sanguijuelas. Cuando colgó el auricular y se volvió hacia la mesa, se le escapó un alarido. Una mujer vestida de enfermera, con una bolsa en la que se leía «Sanguijuelas», estaba sentada en la mesa. El profesor, mirándole a la boca, dio un grito: tenía boca de hombre, torcida, hasta las orejas, con un colmillo saliente. Los ojos de la enfermera eran los de un cadáver.
—Vengo a recoger el dinerito —dijo la enfermera con voz de bajo—, no va a estar rodando por aquí. —Agarró las etiquetas con una pata de pájaro y empezó a esfumarse en el aire.
Pasaron dos horas. El profesor Kusmín estaba sentado en la cama de su dormitorio, con las sanguijuelas colgándole de las sienes, de detrás de las orejas y del cuello. Sentado a los pies de la cama en un edredón de seda, el profesor Buré, con su bigote blanco, miraba a Kusmín compasivamente y le decía que todo había sido una tontería. A través de la ventana se veía la noche.
No sabemos qué otras cosas extraordinarias sucedieron en Moscú aquella noche y, desde luego, no vamos a intentar averiguarlo, porque, además, ha llegado el momento de pasar a la segunda parte de esta verídica historia. ¡Sígueme, lector!
¡Adelante, lector! ¿Quién te ha dicho que no puede haber amor verdadero, fiel y eterno en el mundo, que no existe? ¡Que le corten la lengua repugnante a ese mentiroso!
¡Sígueme, lector, a mí, y sólo a mí, yo te mostraré ese amor!
¡No! Se equivocaba el maestro cuando en el sanatorio a esa hora de la noche, pasadas las doce, le decía a Ivánushka que ella le habría olvidado. Imposible. Ella no le había olvidado, naturalmente.
Pero en primer lugar vamos a descubrir el secreto que el maestro no quiso contar a Iván. Su amada se llamaba Margarita Nikoláyevna. Y todo lo que de ella contó el pobre maestro era la pura verdad. Había hecho una descripción muy justa de su amada. Era inteligente y hermosa y aún añadiríamos algo más: con toda seguridad muchas mujeres lo hubieran dado todo con tal de cambiar su vida por la de Margarita Nikoláyevna. Era una mujer de treinta años, sin hijos, casada con un gran especialista que había hecho un descubrimiento de importancia nacional. Su marido era joven, apuesto, bueno y honrado y quería a su mujer con locura. Margarita Nikoláyevna y su marido ocupaban toda la planta alta de un precioso chalet con jardín en una bocacalle de Arbat. ¡Qué sitio tan maravilloso! Cualquiera que lo desee, puede comprobarlo visitando el jardín. Que se dirija a mí y le daré las señas, le enseñaré el camino, porque el chalet existe todavía...
A Margarita Níkoláyevna no le faltaba el dinero. Podía satisfacer todos sus caprichos. Entre los amigos de su marido había personas interesantes. Margarita Nikoláyevna no conocía los horrores de la vida en un piso colectivo. En resumen... ¿era feliz? ¡Ni un solo momento! Desde que se casó a los diecinueve años y se encontró en el chalet, no tuvo un solo día feliz. ¡Dioses, dioses míos! ¿Qué le hacía falta a esta mujer? ¿Qué necesitaba esta mujer que siempre tenía en sus ojos un fuego extraño? ¿Qué necesitaba esta bruja, un poco bizca, que un día de primavera se puso unas mimosas de adorno? No lo sé. Seguramente, dijo la verdad; le necesitaba a él, al maestro, ni el palacete gótico, ni el jardín para ella sola ni el dinero. Le quería, era verdad que le quería.
A mí, que soy el narrador de esta verdad, pero ajeno a su historia al fin y al cabo, a mí, incluso a mí, se me encoge el corazón cuando pienso en lo que sufriría Margarita, al volver al día siguiente a casa del maestro (afortunadamente sin haber hablado con su marido, que no había vuelto el día prometido) y enterarse de que el maestro no estaba allí. Hizo todo lo posible por indagar, pero naturalmente, no pudo averiguar nada. Volvió al chalet y continuó su vida en el lugar de antes.
Pero cuando desapareció la nieve sucia de las aceras y las calzadas, y entró por las ventanas el viento inquieto y húmedo de la primavera, el sufrimiento de Margarita Nikoláyevna fue más insoportable aún que en el invierno. Lloraba muchas veces a escondidas, con amargura; no sabía si amaba a un hombre vivo o muerto ya. Y cuantos más días desesperados transcurrían, más se aferraba a la idea de que estaba unida a un muerto.
Tenía que olvidarle o morir ella también. No podía seguir viviendo así. ¡Era imposible! Olvidarle —costara lo que costara—, ¡olvidarle! Pero lo peor era que no le olvidaba.
—¡Sí, sí, aquella equivocación! —decía Margarita, sentada junto a la chimenea mirando al fuego, encendido como recuerdo de otro fuego que ardía un día que él escribía sobre Poncio Pilatos—. ¿Por qué me iría aquella noche? ¿Para qué? ¡Qué locura hice! Volví al día siguiente como le prometí, pero ya era tarde. Sí, volví, como el pobre Leví Mateo, ¡demasiado tarde! —Estas palabras eran inútiles, porque, en realidad, ¿qué habría cambiado si se hubiera quedado con el maestro aquella noche? ¿Se podría haber salvado acaso? ¡Qué absurdo! —diríamos nosotros, pero no lo hacemos ante una mujer roída por la desesperación. El mismo día en que una ola de escándalo, provocada por la aparición del nigromante, sacudía Moscú, el viernes que el tío de Berlioz fue enviado a Kíev, que detuvieron al contable y pasaron tantas otras cosas más, absurdas e incomprensibles, Margarita se despertó en su dormitorio casi al mediodía. La habitación tenía una ventana que daba a la torre del palacete. En contra de lo que solía sucederle, esta vez Margarita no se echó a llorar al despertarse, porque tenía el presentimiento de que, por fin, algo iba a ocurrir. Cuando se dio cuenta de su corazonada, empezó a acariciar la idea, a fomentarla en su alma, temiendo que, de otro modo, la abandonara.
—Tengo fe —susurraba Margarita solemnemente—, ¡tengo fe! ¡Algo va a pasar! No puede dejar de suceder, porque si no, ¿por qué tengo que sufrir este dolor hasta el final de mis días? Confieso que he vivido una doble vida oculta a los demás, pero el castigo no puede ser tan cruel... Algo tiene que suceder inevitablemente, porque es imposible que esto dure siempre. Además estoy segura de que mi sueño ha sido profético, lo juraría...
Así hablaba Margarita Nikoláyevna, mirando las cortinas rojas inundadas de sol, mientras se vestía apresuradamente y peinaba su pelo rizado delante de un espejo de tres caras.
Aquella noche Margarita había tenido un sueño extraordinario. Durante su invierno de tortura no había soñado jamás con el maestro. De noche la abandonaba y sufría sólo por el día. Y aquella noche lo había visto.
Había soñado con un lugar desconocido: triste, desesperante, con un cielo oscuro de primavera temprana. Aquel cielo gris, como despedazado, y bajo el cielo una bandada de grajos silenciosos. Un puentecillo tortuoso cruzaba un río turbio, primaveral. Unos árboles desnudos, tristes y pobres. Un álamo solitario, y más lejos, entre los árboles, tras un huerto, una choza de madera, que podía ser una cocina o un baño público, ¡quién sabe! Todo parecía muerto, helaba la sangre en las venas y daban unas ganas tremendas de ahorcarse en ese mismo álamo junto al puente. Ni una brisa, ni un movimiento de las nubes, ni un alma. ¡Qué lugar más espantoso para un hombre vivo!
Y figúrense que de pronto se abría la puerta de la choza y aparecía él. Bastante lejos, pero se le distinguía bien. Andrajoso, vestido de una manera muy extraña. Despeinado y sin afeitar. Con los ojos enfermos, inquietos. Le hacía señas con la mano, llamándola. Ahogándose en aquel aire inhabitable, Margarita corría hacia él por la tierra desigual, cuando se despertó.
«Esto puede significar dos cosas —pensaba Margarita—: o está muerto y me llama, entonces es que ha venido a buscarme y pronto voy a morirme, o está vivo y el sueño es que quiere que le recuerde. Dice que pronto nos veremos... Sí, sí, ¡nos vamos a ver muy pronto!»
Margarita se vistió, excitada todavía; trataba de convencerse de que en realidad, todo se estaba arreglando muy bien y había que saber aprovechar los momentos propicios. Su marido se había ido en comisión de servicio por tres días. Durante tres días Margarita estaría completamente sola, nadie podría impedirle pensar en lo que quisiera y soñar con lo que le gustase. Las cinco habitaciones de la planta alta del palacete, que causarían la envidia a miles de personas de Moscú, estaban a su disposición.
Sin embargo, al sentirse libre por tres días en su precioso piso, Margarita eligió un lugar, que no era el mejor, ni mucho menos. Después de tomar el té, fue a una habitación oscura, sin ventanas, donde, en dos grandes armarios, se guardaban las maletas y toda clase de trastos. Se puso en cuclillas, abrió el cajón de abajo de un armario y, levantando un montón de retales de seda, sacó su único tesoro. Tenía en sus manos un viejo álbum de piel marrón, en que había una fotografía del maestro, la libreta de la caja de ahorros con el ingreso de diez mil rublos a su nombre, unos pétalos secos de rosa colocados entre papel de seda y una parte de un cuaderno in folio, escrito a máquina y con el borde inferior quemado.