Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
Regresó a su dormitorio con el tesoro, colocó la foto en el espejo de tres caras, se sentó delante y así permaneció cerca de una hora, sosteniendo en las rodillas el quemado cuaderno, pasando las páginas y releyendo aquello, que ahora, quemado, no tenía principio ni fin: «...la oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió la ciudad, odiada por el procurador. Desaparecieron los puentes colgantes que unían el templo y la terrible torre Antonia bajó del cielo el abismo, sumergiendo a los dioses alados del circo, el palacio Hasmoneo con sus aspilleras, bazares, caravanas, bocacalles, estanques. Desapareció Jershalaím, la gran ciudad, como si nunca hubiera existido...».
Margarita quería seguir leyendo, pero no había nada más, sólo unos flecos desiguales ennegrecidos.
Enjugándose las lágrimas, apartó el cuaderno, apoyó los codos en la mesa del espejo y se quedó mirando la foto, reflejada en el cristal. Poco a poco se le fueron secando las lágrimas. Margarita recogió cuidadosamente su tesoro y a los pocos minutos ya estaba todo enterrado bajo los trapos de seda. Sonó el candado en la habitación oscura.
Margarita Nikoláyevna estaba ya en el vestíbulo, poniéndose el abrigo para ir a dar un paseo. Natasha, su bella criada, preguntó qué tenía que hacer de segundo plato, y al oír que lo que quisiera, para distraerse, entabló conversación con su dueña, diciendo Dios sabe qué: que si el día anterior un prestidigitador había estado haciendo trucos en el teatro, que todos se quedaron con la boca abierta, que repartía gratis perfumes extranjeros y medias, y después, cuando terminó la sesión y el público salió a la calle, ¡zas!: todos estaban desnudos. Margarita Nikoláyevna se derrumbó en una silla, que había debajo del espejo, y se echó a reír.
—¡Natasha!, pero ¿no le da vergüenza? —decía Margarita Nikoláyevna—. Es usted una chica inteligente, ha leído mucho... ¡Cuentan en las colas esos disparates y usted los repite!
Natasha se puso colorada y repuso, con mucho calor, que no era ninguna mentira, que ella misma había visto con sus propios ojos en la tienda de comestibles de Arbat a una ciudadana que llegó con zapatos y, cuando se acercó a la caja a pagar, los zapatos desaparecieron y se quedó sólo con las medias. ¡Con los ojos desorbitados y un agujero en el talón! Los zapatos eran mágicos, zapatos de la función.
—¿Así se quedó?
—¡Así mismo! —exclamó Natasha, poniéndose más colorada porque no la creían—. Sí, y ayer tarde las milicias se llevaron a unas cien personas. Unas ciudadanas que habían estado en la función y corrían por la Tverskaya en paños menores.
—Seguro que son cosas de Daria —dijo Margarita Nikoláyevna—, siempre me ha parecido que es una mentirosa.
La divertida conversación terminó con una agradable sorpresa para Natasha. Margarita Nikoláyevna se fue a su dormitorio y salió de allí con un par de medias y un frasco de colonia y, diciendo que también ella quería hacer un truco, se los regaló a Natasha, pidiéndole tan sólo una cosa: que no anduviera por Arbat en medias y que no hiciera caso de Daria. La dueña y su sirvienta se dieron un beso y se separaron.
Margarita se acomodó en el asiento de un trolebús que pasaba por Arbat, pensando en sus cosas, prestando atención de vez en cuando a lo que decían dos ciudadanos que iban delante de ella.
Los dos, mirando hacia atrás con temor de que alguien les oyera, discutían en voz baja algo absurdo. Uno de ellos, que iba junto a la ventanilla, enorme, rollizo, con unos ojillos de cerdo muy vivos, susurraba a su vecino pequeñito que tuvieron que tapar el ataúd con una tela negra...
—¡Pero si no puede ser! —decía el pequeño, asombrado—. ¡Si es algo inaudito!... ¿Y qué hizo Zheldibin?
En medio del monótono ruido del trolebús se oyeron unas palabras que venían desde la ventana.
—Investigación criminal... un escándalo... ¡como místico!...
Margarita Nikoláyevna, uniendo los trozos de conversación, pudo componer algo más o menos coherente. Los ciudadanos hablaban de que habían robado del ataúd la cabeza de un difunto (quién era, no lo nombraban). Por eso Zheldibin estaba tan preocupado. Y estos dos que cuchicheaban en el trolebús tenían algo que ver con el maltratado difunto.
—¿Crees que nos dará tiempo de pasar a recoger las flores? —se inquietaba el pequeño—. ¿A qué hora es la incineración? ¿A las dos?
Por fin Margarita Nikoláyevna se cansó de escuchar las misteriosas incoherencias sobre una cabeza robada y se alegró de llegar a su parada.
Unos minutos más y Margarita Nikoláyevna estaba sentada en un banco bajo la muralla del Kremlin, mirando a la Plaza Manézhnaya.
El sol muy fuerte la obligaba a entornar los ojos; recordaba su sueño, recordaba cómo hacía un año, el mismo día y a la misma hora, estaba sentada con él en aquel banco y cómo ahora, su bolso negro estaba junto a ella en el banco. Esta vez él no estaba a su lado, pero mentalmente Margarita Nikoláyevna hablaba con él: «Si estás deportado, ¿por qué no haces saber de ti? Los otros lo hacen. ¿Es que ya no me quieres? No sé por qué, pero no lo creo. Entonces, o estás deportado o te has muerto. Si es así, te pido que me dejes, que me des libertad para vivir, para respirar este aire». Y ella misma contestaba por él: «Eres libre... ¿Acaso te retengo?». Ella replicaba: «Eso no es una respuesta. Vete de mi memoria, sólo entonces seré libre...».
La gente pasaba junto a Margarita Nikoláyevna. Un hombre se quedó mirando a la elegante mujer, atraído por su belleza y por su soledad. Tosió y se sentó en el borde del mismo banco en el que estaba Margarita.
Por fin se atrevió a hablar:
—Decididamente, hoy hace buen día...
Pero Margarita le echó una mirada tan sombría, que el hombre se levantó y se fue.
«He aquí un ejemplo —decía Margarita al que era su dueño—: ¿Por qué habré echado a ese hombre? Me aburro, y en ese don Juan no había nada malo, aparte del “decididamente”, tan ridículo... ¿Por qué estoy sola como una lechuza al pie de la muralla? ¿Por qué estoy apartada de la vida?»
Se sentía triste y alicaída. Y de pronto, igual que cuando se despertó, una ola de esperanza y emoción se levantó en su pecho. «Sí, ¡algo va a pasar!» Sintió otra vez el golpe de su corazonada y comprendió que se trataba de una onda sonora. Entre el ruido de la ciudad se oía, cada vez con más claridad, el retumbar de unos tambores y trompetas, algo desafinados, que se aproximaba poco a poco.
Primero apareció un miliciano a caballo, que avanzaba a paso lento junto a la reja del parque; le seguían tres milicianos a pie. Luego venía un camión con los músicos y detrás un coche funerario nuevo, abierto, con un ataúd cubierto de coronas y cuatro personas en las esquinas: tres hombres y una mujer. A pesar de la distancia, Margarita pudo ver que la gente que acompañaba al difunto en su último viaje parecía desconcertada, sobre todo la ciudadana que iba detrás. Daba la impresión que los carrillos gruesos de la ciudadana estaban hinchados por un secreto emocionante y sus ojos abotargados lanzaban chispitas. Faltaba poco para que guiñara el ojo hacia el difunto, diciendo: «¿Han visto algo semejante? ¡Es increíble!». Las trescientas personas que avanzaban a paso lento detrás del coche, tenían la misma expresión de desconcierto.
Margarita seguía con los ojos el cortejo, escuchando el triste ruido, cada vez más débil, de los tambores que repetían el mismo sonido: «Bums, bums, bums». Pensaba: «¡Qué entierro tan extraño... y qué tristeza en ese “bums”! Creo que sería capaz de venderle mi alma al diablo por saber si está vivo o muerto... Me gustaría saber a quién van a enterrar».
—A Mijaíl Alexándrovich Berlioz —se oyó a su lado una voz de hombre, algo nasal—, al presidente de M
ASSOLIT
.
Margarita Nikoláyevna, sorprendida, se volvió y se encontró con que en su banco había un ciudadano; seguramente se habría sentado aprovechando que ella estaba absorta con la procesión, y por aquella distracción había hecho su última pregunta en voz alta.
Entre tanto, la procesión se detuvo, seguramente parada por los semáforos.
—Pues sí —continuaba el ciudadano desconocido—, qué ánimo tan asombroso tiene esa gente. Llevan al difunto y están pensando dónde estará su cabeza.
—¿Qué cabeza? —preguntó Margarita, examinando a su inesperado interlocutor. Era pequeño, pelirrojo, le sobresalía un colmillo, vestía una camisa almidonada, un traje a rayas de buena tela, zapatos de charol y un sombrero hongo. La corbata era de colores vivos. Y lo extraño era que en el bolsillo, donde los hombres suelen llevar un pañuelo o una pluma estilográfica, éste llevaba un hueso de pollo roído.
—Pues sí, señora —explicó el pelirrojo—, esta mañana, en la sala de Griboyédov, han robado del ataúd la cabeza del difunto.
—¿Pero cómo es posible? —preguntó Margarita involuntariamente, recordando la conversación que oyera en el trolebús.
—¡El diablo lo sabrá! —dijo el pelirrojo con desenfado—. Aunque me parece que habría que preguntárselo a Popota. ¡Qué manera de birlar la cabeza! ¡Da gusto! ¡Qué escándalo! Lo importante es que nadie sabe para qué puede servir la cabeza.
A pesar de lo ocupada que estaba Margarita Nikoláyevna con lo suyo, no pudo menos de asombrarse al oír las extrañas mentiras en boca del desconocido ciudadano.
—¡Cómo! —exclamó ella—. ¿Qué Berlioz? ¿No será el del periódico?...
—Ése es, precisamente...
—Entonces, ¿los que siguen el ataúd son literatos?
—¡Naturalmente!
—¿Los conoce de vista?
—A todos —respondió el pelirrojo.
—Dígame —habló Margarita, con voz sorda—, ¿no está entre ellos el crítico Latunski?
—¿Pero cómo iba a faltar? —contestó el pelirrojo—. Es el del extremo en la cuarta fila.
—¿El rubio? —preguntó Margarita entornando los ojos.
—Color ceniza... ¿No ve que ha levantado los ojos al cielo?
—¿El que parece un cura?
—¡El mismo!...
Margarita no preguntó más y se quedó mirando a Latunski.
—Y usted, por lo que veo —dijo sonriente el pelirrojo—, odia a ese Latunski. ¿No es así?
—No es el único que odio —contestó Margarita entre dientes—, pero no me parece un tema de conversación interesante.
La procesión continuó su camino, seguida de coches vacíos.
—Tiene razón, Margarita Nikoláyevna, no tiene nada de interesante.
Margarita se sorprendió.
—¿Es que me conoce?
Por toda respuesta, el pelirrojo se quitó el sombrero e hizo un gesto de saludo. «¡Qué pinta de bandido tiene este tipo!», pensó Margarita, mirando fijamente a su casual interlocutor.
—Yo no le conozco a usted —dijo Margarita secamente.
—¿Cómo me va a conocer? Sin embargo, me han enviado para hablar con usted de cierto asunto —Margarita palideció y se echó hacia atrás.
—En lugar de contar esas tonterías de la cabeza cortada —dijo Margarita— tenía que haber empezado por ahí. ¿Viene a detenerme?
—¡De ninguna manera! —exclamó el pelirrojo—. ¡Pero qué cosas tiene! No he hecho más que hablarle y ya piensa que la voy a detener. Vengo a tratar con usted un asunto.
—No comprendo. ¿De qué me habla?
El pelirrojo miró alrededor y dijo misteriosamente:
—Me han enviado a invitarla a usted para esta noche.
—Usted está loco. ¿A qué me invita?
—A casa de un extranjero muy ilustre —dijo el pelirrojo con aire significativo, entornando un ojo.
Margarita se enfureció.
—¡Lo único que faltaba, una nueva especie de alcahuete callejero! —dijo incorporándose, dispuesta a marcharse, pero la detuvieron las palabras del pelirrojo:
—La oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió la ciudad, odiada por el procurador. Desaparecieron los puentes colgantes, que unían el templo y la terrible torre Antonia... Desapareció Jershalaím, la gran ciudad, como si nunca hubiera existido... ¡Por mí, también usted puede desaparecer con su cuaderno quemado y la rosa disecada! ¡Quédese en ese banco sola, pidiéndole que le dé libertad para respirar, que se vaya de su memoria!
Margarita, muy pálida, volvió. El pelirrojo la miraba con los ojos entornados.
—No comprendo nada —dijo Margarita Nikoláyevna con voz débil—. Lo de las hojas, podía haberlo leído, espiado... ¿Pero cómo se ha enterado de lo que yo pensaba? —Y añadió con una expresión de dolor—: Dígame, ¿quién es usted? ¿A qué organización pertenece?
—Qué lata... —murmuró el pelirrojo, y habló fuerte—: Si ya le he dicho que no pertenezco a ninguna organización. Siéntese, por favor.
Margarita le obedeció sin una sola objeción, pero al sentarse le preguntó de nuevo:
—¿Quién es usted?
—Bueno, me llamo Asaselo; pero eso no le dice nada.
—Dígame, ¿cómo supo lo de las hojas y lo que yo pensaba?
—Eso no se lo digo.
—¿Pero usted sabe algo de él? —susurró Margarita, suplicante.
—Pongamos que sí.
—Se lo ruego, dígame sólo una cosa: ¿vive? ¡No me haga sufrir!
—Bueno, sí, está vivo —dijo Asaselo de mala gana.
—¡Dios mío!
—Por favor, sin emociones ni gritos —dijo Asaselo, frunciendo el entrecejo.
—Perdóneme —murmuraba Margarita, dócil ya—, siento haberle irritado. Pero reconozca que cuando a una mujer la invitan en la calle a ir a una casa... No tengo prejuicios, se lo aseguro... —Margarita sonrió tristemente—, pero yo nunca veo a ningún extranjero y no tengo ningunas ganas de conocerlos. Además, mi marido... Mi tragedia es que vivo con un hombre al que no quiero, pero considero indigno estropearle su vida... Él no me ha hecho más que el bien...
Se veía que este discurso incoherente estaba aburriendo a Asaselo, que dijo con severidad:
—Por favor, cállese un minuto.
Margarita le obedeció.
—La estoy invitando a casa de un extranjero que no puede hacerle ningún daño. Además, nadie sabrá de su visita. Eso se lo garantizo yo.
—¿Y para qué me necesita? —preguntó tímidamente Margarita.
—Lo sabrá más tarde.
—Ya entiendo... Tengo que entregarme a él —dijo Margarita pensativa.
Asaselo sonrió con aire de superioridad y contestó:
—Cualquier mujer en el mundo soñaría con esto. Pero no tengo más remedio que defraudarla. No es eso.
—¿Pero quién es ese extranjero? —exclamó Margarita turbada, en un tono de voz tan alto, que se volvieron los que pasaban junto al banco—. ¿Y qué interés puedo tener en ir a verle?
Asaselo se inclinó hacia ella y susurró con aire significativo: